A cincuenta años de Camus
Alfredo Barnechea (Escritor y periodista)
LIMA El 4 de enero se cumplieron cincuenta años de la trágica muerte de Albert Camus, en un accidente de auto.
Tenía sólo 46 años, pero ya había escrito varias obras inmortales, y ya era Premio Nobel (el más joven en recibirlo desde Kipling).
Qué increíblemente joven era. De haber vivido, habría cumplido 76 años al momento de la caída del Muro de Berlín. A fin de cuentas, Octavio Paz, su exacto contemporáneo, murió a los 84, y Claude Levi-Strauss, cuatro años mayor, acaba de morir a los cien.
¿Qué habría escrito? ¿Qué era, en el fondo: filósofo, novelista, dramaturgo? ¿O un pensador abierto, al que le gustaba escribir en trilogías: un ensayo, una novela, una obra de teatro (como cuando reaccionó con La caída a la polémica con Sartre)?
¿Cómo habría reaccionado a los grandes acontecimientos posteriores a 1960? ¿Habría hecho política algún día? Su profesor Jean Grenier pensaba que tenía todos los talentos para ello. Es verdad que brilló en la escena pública, y en el debate, desde los tiempos clandestinos del periódico Combat, pero a la vez huía de París, hacia Provence, que le recordaba a Argel y al sol de su infancia.
Porque nos olvidamos también de lo increíblemente provinciano que fue, como su coterráneo norafricano, San Agustín. Por fortuna. El historiador Bernard Baylyn ha escrito, a propósito de los "Padres fundadores" de los Estados Unidos, que pudieron construirlo, que hicieron esa gran revolución, que fue la única revolución moderna que no conoció el Terror, precisamente porque eran provincianos, y se hicieron las preguntas simples, naturales, que los habitantes de las cortes habían olvidado.
Camus fue también el testimonio carnal de la fuerza redentora de la educación. Huérfano, pobre extremo, dormía de niño en una sola cama con su madre y su hermano mayor, Lucien. No tenían electricidad ni agua potable. Pero el Liceo francés lo rescató y le dio los instrumentos para convertirse en el gran escritor que fue. Por eso, cuando estalló, la guerra de la independencia de Argelia lo desgarró, porque sabía que el Estado francés lo había protegido.
Francia, y su madre (el padre había muerto en la Primera Guerra), que era no sólo analfabeta, sino medio sordomuda. No podía leer periódicos ni escuchar radio. Nunca pudo leer los libros de su hijo. Pero es a ella a quien se vuelve, agradecido, en Estocolmo, horas antes de recibir el Nobel: "Nunca te he extrañado tanto".
Era un Don Juan, un hombre rendido ante el misterio infinito y mágico de la mujer, pero todas sus mujeres fueron provincianas, o exiliadas, o extranjeras.
Camus estará asociado para siempre a Sartre y a la gran polémica que sostuvieron. Cuando salió El hombre rebelde en 1951, la revista de Sartre, Les Temps Modernes, lo atacó. Camus replicó con una "carta al director", y Sartre contestó con un largo ensayo. Acaso sea la polémica intelectual más influyente del siglo XX. Más tarde, la pareja de Sartre, Simone de Beauvoir, en Los mandarines, su novela en clave, disfrazó a Camus como Henri Perron: mujeriego, buen mozo y melancólico.
Esa gran polémica giró alrededor del comunismo y de sus campos de concentración. Cuando se produjo, hacía más de veinte años que se conocían innumerables testimonios. En 1936, André Gide, que había ido a Moscú a los funerales de Gorki, publicó Retorno de la URSS, con los horrores que había visto y escuchado. Pero Sartre no salía casi nunca de Saint-Germain des Prés.
El tiempo ha desprestigiado a Sartre. Sus novelas son ilegibles, y muchas de sus posiciones (como su defensa de la revolución cultural china) han sido desmentidas por los hechos.
Camus en cambio crece con el tiempo. En su desconfianza de la justicia absoluta por ejemplo. "Entre la justicia y mi madre, escojo siempre a mi madre". Asimismo, en su creencia que, aún si la justicia no es realizada, la libertad ampara siempre el poder de la protesta.
Como argelino, como pied-noir, como ciudadano de frontera, nos enseñó a vivir con las identidades mestizas y con el choque de civilizaciones, antes que el término estuviera de moda.
Quizá porque, aparte de francés, era profunda y orgullosamente español. Los ancestros de su madre habían llegado de las Baleares, el gran amor de su vida fue María Casares, dormía a sus hijos con canciones de cuna españolas, y a Estocolmo sólo invitó a republicanos exiliados.
Era humano, vulnerable. En la maravillosa correspondencia con René Char, que Gallimard publicó hace poco, confesaba su depresión, apenas días antes de recibir el Nobel.
Nos enseñó un pensamiento del Mediodía, recordar los viejos límites, las lecciones de moderación de los griegos, el respeto mediterráneo a la santidad de la naturaleza, el encuentro pagano con el mundo. "El mundo es bello y fuera de él no hay salvación".
También había dicho: "A través del invierno, he descubierto que hay en mí un verano invencible".
Asimismo: "En los hombres, hay muchas más cosas dignas de admiración que de desprecio".
Y también: "No tenemos tiempo de ser nosotros mismos, sólo tenemos tiempo de ser felices".
Su figura ha estado al lado de muchos de nosotros por tanto tiempo, como la de Malraux. Pero Malraux era un héroe épico, un monstruo de lucidez hablándole de tú a todo el arte universal. Camus era como nosotros, un provinciano, que nos enseñó que la cultura de Occidente era también nuestra, y que la compasión era la fuerza mayor de los hombres. Cincuenta años después, como un amigo, sigue aquí, al lado, hablándole a la razón, pero también al corazón de los hombres.
Fuente: Diario Correo. Domingo 17 de enero del 2010.
Alfredo Barnechea (Escritor y periodista)
LIMA El 4 de enero se cumplieron cincuenta años de la trágica muerte de Albert Camus, en un accidente de auto.
Tenía sólo 46 años, pero ya había escrito varias obras inmortales, y ya era Premio Nobel (el más joven en recibirlo desde Kipling).
Qué increíblemente joven era. De haber vivido, habría cumplido 76 años al momento de la caída del Muro de Berlín. A fin de cuentas, Octavio Paz, su exacto contemporáneo, murió a los 84, y Claude Levi-Strauss, cuatro años mayor, acaba de morir a los cien.
¿Qué habría escrito? ¿Qué era, en el fondo: filósofo, novelista, dramaturgo? ¿O un pensador abierto, al que le gustaba escribir en trilogías: un ensayo, una novela, una obra de teatro (como cuando reaccionó con La caída a la polémica con Sartre)?
¿Cómo habría reaccionado a los grandes acontecimientos posteriores a 1960? ¿Habría hecho política algún día? Su profesor Jean Grenier pensaba que tenía todos los talentos para ello. Es verdad que brilló en la escena pública, y en el debate, desde los tiempos clandestinos del periódico Combat, pero a la vez huía de París, hacia Provence, que le recordaba a Argel y al sol de su infancia.
Porque nos olvidamos también de lo increíblemente provinciano que fue, como su coterráneo norafricano, San Agustín. Por fortuna. El historiador Bernard Baylyn ha escrito, a propósito de los "Padres fundadores" de los Estados Unidos, que pudieron construirlo, que hicieron esa gran revolución, que fue la única revolución moderna que no conoció el Terror, precisamente porque eran provincianos, y se hicieron las preguntas simples, naturales, que los habitantes de las cortes habían olvidado.
Camus fue también el testimonio carnal de la fuerza redentora de la educación. Huérfano, pobre extremo, dormía de niño en una sola cama con su madre y su hermano mayor, Lucien. No tenían electricidad ni agua potable. Pero el Liceo francés lo rescató y le dio los instrumentos para convertirse en el gran escritor que fue. Por eso, cuando estalló, la guerra de la independencia de Argelia lo desgarró, porque sabía que el Estado francés lo había protegido.
Francia, y su madre (el padre había muerto en la Primera Guerra), que era no sólo analfabeta, sino medio sordomuda. No podía leer periódicos ni escuchar radio. Nunca pudo leer los libros de su hijo. Pero es a ella a quien se vuelve, agradecido, en Estocolmo, horas antes de recibir el Nobel: "Nunca te he extrañado tanto".
Era un Don Juan, un hombre rendido ante el misterio infinito y mágico de la mujer, pero todas sus mujeres fueron provincianas, o exiliadas, o extranjeras.
Camus estará asociado para siempre a Sartre y a la gran polémica que sostuvieron. Cuando salió El hombre rebelde en 1951, la revista de Sartre, Les Temps Modernes, lo atacó. Camus replicó con una "carta al director", y Sartre contestó con un largo ensayo. Acaso sea la polémica intelectual más influyente del siglo XX. Más tarde, la pareja de Sartre, Simone de Beauvoir, en Los mandarines, su novela en clave, disfrazó a Camus como Henri Perron: mujeriego, buen mozo y melancólico.
Esa gran polémica giró alrededor del comunismo y de sus campos de concentración. Cuando se produjo, hacía más de veinte años que se conocían innumerables testimonios. En 1936, André Gide, que había ido a Moscú a los funerales de Gorki, publicó Retorno de la URSS, con los horrores que había visto y escuchado. Pero Sartre no salía casi nunca de Saint-Germain des Prés.
El tiempo ha desprestigiado a Sartre. Sus novelas son ilegibles, y muchas de sus posiciones (como su defensa de la revolución cultural china) han sido desmentidas por los hechos.
Camus en cambio crece con el tiempo. En su desconfianza de la justicia absoluta por ejemplo. "Entre la justicia y mi madre, escojo siempre a mi madre". Asimismo, en su creencia que, aún si la justicia no es realizada, la libertad ampara siempre el poder de la protesta.
Como argelino, como pied-noir, como ciudadano de frontera, nos enseñó a vivir con las identidades mestizas y con el choque de civilizaciones, antes que el término estuviera de moda.
Quizá porque, aparte de francés, era profunda y orgullosamente español. Los ancestros de su madre habían llegado de las Baleares, el gran amor de su vida fue María Casares, dormía a sus hijos con canciones de cuna españolas, y a Estocolmo sólo invitó a republicanos exiliados.
Era humano, vulnerable. En la maravillosa correspondencia con René Char, que Gallimard publicó hace poco, confesaba su depresión, apenas días antes de recibir el Nobel.
Nos enseñó un pensamiento del Mediodía, recordar los viejos límites, las lecciones de moderación de los griegos, el respeto mediterráneo a la santidad de la naturaleza, el encuentro pagano con el mundo. "El mundo es bello y fuera de él no hay salvación".
También había dicho: "A través del invierno, he descubierto que hay en mí un verano invencible".
Asimismo: "En los hombres, hay muchas más cosas dignas de admiración que de desprecio".
Y también: "No tenemos tiempo de ser nosotros mismos, sólo tenemos tiempo de ser felices".
Su figura ha estado al lado de muchos de nosotros por tanto tiempo, como la de Malraux. Pero Malraux era un héroe épico, un monstruo de lucidez hablándole de tú a todo el arte universal. Camus era como nosotros, un provinciano, que nos enseñó que la cultura de Occidente era también nuestra, y que la compasión era la fuerza mayor de los hombres. Cincuenta años después, como un amigo, sigue aquí, al lado, hablándole a la razón, pero también al corazón de los hombres.
Fuente: Diario Correo. Domingo 17 de enero del 2010.
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