lunes, 29 de julio de 2013

Polémica versión sobre los asesinatos del presidente Garfield y el embajador Hurlbut.

Oligarquía chilena detrás de los asesinatos del presidente Garfield y embajador Hurlbut

Dignatarios norteamericanos iniciaron gestión para la suscripción de una paz entre Perú y Chile sin cesión de territorios, lo que se frustró con sus violentas muertes

Por: Víctor Alvarado

La guerra de rapiña (1879- 1883) emprendida por la oligarquía gobernante chilena contra el Perú y culminada con la ocupación de Lima por las tropas chilenas, tuvo como decididos opositores de una paz con cesión de territorios, como lo querían los invasores, al presidente de EE.UU., James Abraham Garfield (1831-1881), y al embajador de EE.UU. en el Perú, Stephen August Hurlbut (1815- 1882), quienes coincidentemente serían asesinados en circunstancias sospechosas, aparentemente por mercenarios al servicio de la fuerza de ocupación chilena.

Garfield fue el vigésimo presidente de EE.UU. y había asumido la presidencia el 04 de marzo de 1881 y una de sus primeras acciones en las relaciones exteriores de su gobierno, luego de ser enterado de las exigencias chilenas de desmembrar los territorios del Perú y Bolivia, fue actuar de mediador con el fin de llegar a un paz justa entre los tres países.

En calidad de secretario de Estado, para llevar adelante este propósito designó al prestigioso político James Blaine.

El 15 de junio de 1881, a solo dos meses de su gobierno, encargó esa misión y nombró como su representante en Santiago de Chile al general Judson Kilpatrick y en Lima al general Stephen A. Hurlbut, este último en calidad de ministro en jefe del Pacífico.

A ambos urgió actuar sin demora y notificar al jefe de la ocupación militar en el Perú, contralmirante Patricio Lynch, y a la Cancillería chilena iniciar negociaciones para celebrar una paz sin cesión de territorios.

Hurlbut procedió a cumplir la misión encomendada y escribió el 24 de agosto de 1881 una carta al jefe de la ocupación militar en Lima, Patricio Lynch, donde en la parte medular dijo: “Estados Unidos reconoce todos los derechos que adquiere un conquistador bajo el imperio de los principios que rigen la guerra civilizada, ellos no aprueban la guerra con el propósito de engrandecimiento territorial ni tampoco la desmembración violenta de una Nación, a no ser como último recurso y en circunstancias extremas”.

POSICIÓN DE GARFIELD

Párrafos más adelante, la misiva expresaba: “Estados Unidos lamentaría profundamente que Chile cambiase su curso, que se viese llevado por una carrera de conquista, porque el espíritu militar y agresivo se opondrá a nuestro juicio, a su progreso genuino, excitará animosidades peligrosas y acumulará en su contra muchos elementos”.

Finalmente, concluía: “Somos, en consecuencia, de opinión que el acto de captura de territorio peruano y la anexión del mismo a Chile, ya sea que se haga por fuerzas superiores o ya sea que se imponga como una condición imperativa para la cesación de hostilidades, se halla en contradicción manifiesta con las declaraciones que previamente ha hecho Chile acerca de semejantes propósitos y que con justicia se mirarán por las otras naciones como una prueba de que Chile ha entrado por el camino de la agresión y la conquista con la mira de engrandecimiento territorial”.

Lynch no respondió esta carta y se remitió a enviar una copia al gobierno chileno y otra al embajador chileno acreditado en Washington para que conozcan lo que pensaban Hurlbut y el presidente Garfield. En sus memorias, el jefe del ejército de ocupación llegó a revelar que con la actitud de Hurlbut “comenzaron a nacer locas ilusiones y se vio en Hurlbut un nuevo mesías salvador, destinado a colocar el Perú en su antiguo rango, devolviéndole sus riquezas y territorio perdido, cual si la guerra le hubiese sido favorable”.

Hurlbut, en vista de la actitud del jefe de los invasores, hizo circular copias de la carta en el exterior con la finalidad de generar una corriente internacional a favor de su gestión, convirtiéndose a partir de ese momento en el centro del odio de Lynch.

SABOTAJE

Las negociaciones apuradas por Hurlbt encontraron una serie de tropiezos deliberados opuestos por el gobierno chileno y las autoridades de ocupación y también por su colega en Santiago, el general Judson Kirlpatrick, quien en lugar de acompasarlo, en cumplimiento de la misión encargada por el presidente Garfield, esgrimió argumentos prochilenos que los expuso en una carta de respuesta a una recriminación hecha a su persona por el gobierno de Santiago.

La carta decía: “Que Chile estaba dispuesto para dictar, pero no para discutir las condiciones de paz y que no le era grato ni sería aceptado el arbitraje de aquella Nación (EE.UU.) sobre cualquier punto de diferencia con el Perú o Bolivia, que por lo mismo el general Hurlbut se había separado de las instrucciones que recibiera idénticas a la suya, en su concepto haciendo declaraciones contrarias a las ideas dispuestas por el secretario de Estado, el Sr. Blaine. Que, éste no aceptaría tampoco ningún ofrecimiento de intervención”.

Pero Hurlbut, lejos de desanimarse por la disensión de Kirlpatrick, se reafirmó en su misión en una carta del 12 de setiembre de 1881 dirigida al pierolista Aurelio García García, por la que defendió la gestión del presidente provisional Francisco García Calderón: “Usted se equivoca al decir que cuenta con las simpatías de los chilenos. No hay tal. Quiere la paz como la quiere todo el país, pero no sacrificará la honra nacional ni cederá territorio para obtenerla”.

La carta fue difundida internacionalmente y cayó como balde de agua fría sobre el jefe del gobierno de ocupación Patricio Lynch y el aún presidente de Chile, Aníbal Pinto.

LOS CRÍMENES

Siete días después de esta carta y apenas cuatro meses de haber asumido el Gobierno, el presidente de EE.UU., James Garfield, fue asesinado a balazos en la estación de ferrocarril de Baltimore y Potomac cuando se aprestaba a tomar el tren, acompañado de James Blaine y un detective, para dirigirse a Washington y acompañar a su esposa que convalecía de una enfermedad. El asesino, identificado como Charles J. Guiteau, se acercó sigilosamente y colocó detrás suyo en el ángulo derecho y disparó dos balazos.

Al ser detenido declaró: “Disparé sobre él como una necesidad política bajo inspiración divina. Fue declarado sicópata y ejecutado en la horca. Nunca se pudo probar que actuó por encargo de sus ocasionales enemigos chilenos”.

Al año siguiente, a las 8:15 a.m. del 27 de marzo de 1882, Hurlbut fue encontrado muerto en su oficina de Lima con señales de haber sido envenenado aparentemente por opio, por la servidumbre, porque ésta había fugado. La autoría intelectual de su muerte fue atribuida al jefe del gobierno de ocupación, Patricio Lynch, porque había servido en la armada británica durante la guerra del opio, donde se practicaba este tipo de envenenamientos.

Las muertes de los dos dignatarios determinaron el fin de la misión norteamericana de alcanzar una paz sin cesión de territorios.

EL GENOCIDA PATRICIO LYNCH, JEFE DEL EJÉRCITO DE OCUPACIÓN

El jefe del ejército de ocupación en Lima, Patricio Lynch, es uno de los principales responsables de los crímenes de guerra cometidos contra el pueblo peruano durante la ocupación del ejército chileno y tuvo como colaborador nada menos que al general peruano Miguel Iglesias, ungido por él como presidente del Perú. Lynch no tuvo empacho en reconocer: “Damos toda clase de ayuda a Iglesias. Le damos dinero, le damos armas y destruimos a sus enemigos”.

Como presidente títere, Iglesias entregó los cargos más importante a sus familiares y amigos, entre ellos, Mariano Castro Zaldívar, cuñado de Iglesias,el amanuenses que firmó con él la vergüenza del Tratado de Ancón de 1883.

Fuente: Diario La Razón. 22 de julio del 2013.

Historia de las proclamaciones de independencia en el Perú. Los Morochucos de Cangallo.

Historia Siete años antes de la proclamación de San Martín, Cangallo juró su independencia. En 1820 lo hicieron otras 10 ciudades.

Los Otros Bicentenarios


El grito de independencia que se escuchó por primera vez en el Perú fue el de Cangallo, el 7 de octubre de 1814, es decir, siete años antes de que el general San Martín desembarcara en Paracas. En tal virtud, Cangallo celebrará el próximo año su bicentenario de la jura de la independencia.

Aquel histórico día sus habitantes, al lado de sus valientes morochucos, juraron su libertad y firmaron un acta redactada con la sangre de sus propias venas. Luego secundaron las operaciones que desde 1820 ejecutaron en la sierra las unidades del Ejército libertador.

Estos vibrantes episodios fueron reconocidos por los libertadores San Martín y Bolívar, quienes emitieron normas legales a favor de los cangallinos, que incluso alcanzaron reconocimiento internacional cuando el ministro de Relaciones Exteriores argentino Bernardino Rivadavia —años después presidente de la república de su país— dispuso que una de las principales arterias de Buenos Aires se llamara Cangallo. Con el paso del tiempo, ésta llegó a tener 46 cuadras. Con este nombre se mantuvo durante 150 años, y en 1984 se le cambió por el del general Juan Domingo Perón. En 1989, por una ordenanza municipal, recuperó 100 metros. Otro hecho anecdótico: la sede de la logia masónica de Buenos Aires se llama, desde su creación, Palacio Cangallo.

Tan pronto el general San Martín puso el pie en tierra peruana, los movimientos revolucionarios o libertarios —que desde los tiempos de Túpac Amaru II se las tuvieron que ver con el Ejército realista armado de Sudamérica— vieron finalmente propicio el momento de declarar libres a sus pueblos.

En Lambayeque canalizaron el sentir popular Juan Manuel Iturregui y Pascual Saco, quienes, impulsados por ese sentimiento, proclamaron la independencia de su pueblo la noche del 27 de diciembre de 1820. Veinticinco años después, al visitar Iturregui a San Martín en París, el Libertador le dijo: “Si ustedes, los lambayecanos, no se levantan por la patria, en diciembre de 1820, con el dolor de mi alma, me habría reembarcado a Chile”.

En Trujillo, el 29 de diciembre de 1820, en la Plaza de Armas de la ciudad, se plasmó la emancipación de la entonces intendencia, bajo el liderazgo de José Bernardo de la Torre Tagle —tres años después presidente de la república—, quien, luego de pronunciar un vibrante discurso, arrió la bandera española e izó por primera vez la peruana.

Dos meses antes que Lambayeque y Trujillo, el 21 de octubre de 1820, el general Juan José Salas proclamó la independencia de Ica. Para los iqueños, esta acción constituye un hecho histórico de gran trascendencia porque, a su entender, fue la primera que se hizo en el país. Había transcurrido apenas un mes y 13 días del desembarco de San Martín en Paracas.

Otras proclamas se dieron en Supe (5 de abril de 1919), un año antes del arribo del Libertador, Tarma (25 de noviembre de 1820), Ferreñafe (1.° de enero de 1821), Piura (4 de enero), Tumbes (7 de enero), Cajamarca (6 u 8 de enero), Jaén (4 de junio) y Moyobamba (16 de junio), entre otros pueblos. Así, sin tregua y sin pausa, el país secundó a El Santo de la Espada en su misión emancipadora.

Fuente: Revista Caretas n° 2293. 25 de julio del 2013. 

sábado, 27 de julio de 2013

Historia de la resistencia indígena contra la República. Las rebeliones de los iquichanos.

LOS ÚLTIMOS ESTANDARTES DEL REY

Por Fernán Altuve-Fevres
Lima — Perú
Reproducido de “Razón Española”
(N° 98 — Nov./Dic. 1999)

            Los comuneros de la sierra de Huanta —en Ayacucho (Perú)— son conocidos con el nombre de Iquichanos, por el pueblo de San José de Iquicha. Ellos desde tiempo fueron amantes del Rey, a quien consideraban como un padre común, un enviado de Dios que se convirtió para ellos en el Inca Católico. Por esto, el vínculo de vasallaje que los unía a la corona estaba potenciado por una poderosa relación sacral.

La conmoción que significó el ocaso de la Monarquía Católica en las Pampas de Quinua se evidenció desde el primer momento. El signo visible de esto lo tenemos al observar que inmediatamente después de la batalla Ayacucho (9-IX-1824), las guerrillas indígenas realistas ajusticiaron al Teniente Coronel Medina quien, como mensajero, llevaba a Lima los partes de esa victoria para Simón Bolívar.

Partiendo de este hecho, se inició un movimiento de resistencia indígena contra la República, contra el “infame gobierno de la patria” como ellos decían. Por esta razón las represalias no se hicieron esperar: “En castigo por su militancia realista, la provincia de Huanta fue gravada en 1825 con un impuesto de 50.000 pesos por orden del Libertador” (9 – Méndez, pág. 23). Esta militancia leal y persistente era de vieja data, y había sido reconocida en 1821 cuando el Virrey La Serna le otorgó a la ciudad un escudo con una divisa que rezaba: “Jamás desfalleció”.

La conmoción que representaba el cuestionamiento del régimen republicano lo apreciamos claramente cuando el 6 de agosto de 1826, segundo aniversario de la Batalla de Junín, dos escuadrones de patrióticos Húsares de Junín se sublevaron en Huancayo y marcharon para unirse con los monárquicos de Huanta. Como consecuencia de este suceso se inició una represión indiscriminada contra las comunidades Iquichanas.

La situación se hizo tan crítica que el Mariscal Santa Cruz, encargado del mando, tuvo que salir en secreto de Lima (17-VII-1827) a pacificar la región, para lo cual dio en Huanta un indulto general, que reforzaba una Ley de Pacificación que había sancionado el Congreso (14-VII-1827). Un nuevo, indulto dado por el Presidente La Mar meses después, evidencia que en realidad la pacificación era aparente.

El problema era de principios: la República era considerada por los andinos como enemiga de su pueblo y de su Fe. Así, las comunidades siguieron a Antonio Navala Huachaca, un nativo que había jurado defender a su Rey y a la Fe Católica. Tan grande fue su fidelidad y firmeza en el combate, que durante la Guerra de Separación el Virrey lo recompensó ascendiéndolo al alto rango de Brigadier General de los Reales Ejércitos del Perú.

Tal era la personalidad del caudillo que el campesinado huantino llegó a identificarse absolutamente con su líder y su causa, proclamándolo en las montañas y en los desfiladeros andinos al grito de: “¡¡Navala Victoria!!”, que era respondido por un: “¡¡Mamacha Rosario!!” en recuerdo de Nuestra Señora.
Lo cierto es que en Huanta el Estado Republicano fue realmente abolido por Huachaca, que desde su Castillo, sus tribunales y sus cabildos administraba el poder nombrando a sus delgados o alcaldes, así como organizando diezmeros (1) que recaudaban fondos para la causa de Su Majestad Católica.

Pero esto no fue lo único: “Este seudo Estado llegó a disponer la movilización de mano de obra para la «refacción de puentes y caminos», y más sorprendente aun, sus atribuciones abarcaron la reglamentación del orden público, estableciendo patrones éticos de conducta para los individuos bajo su jurisdicción” (8 - pág. 183).

En este mismo orden de cosas, existía un Ejército Iquichano con rifles, lanzas y hondas, que estaba muy bien organizado en guerrillas y columnas de honderos, todos uniformados (2) y con una oficialidad bien disciplinada. Al lado de la infantería estaba también la caballería, denominada Los Lanceros de Santiago, conocidos por su bravura (2, pág. 183). Este ejército, si bien tenía una estructura regular, era apoyado por mujeres y jóvenes, constituyendo en sí una verdadera cruzada popular.

El caudillo andino, en una carta al Prefecto republicano, manifestaba su crítica al nuevo régimen diciendo: “Ustedes son más bien los usurpadores de la religión, de la Corona y del suelo patrio... ¿Qué se ha obtenido de vosotros durante tres años de vuestro poder? La tiranía, el desconsuelo y la ruina en un reino que fue tan generoso. ¿Qué habitante, sea rico o pobre, no se queja hoy? ¿En quién recae la responsabilidad de los crímenes? Nosotros nos(¿no?) cargamos semejante tiranía” (3).

El 12 de noviembre de 1827 los Iquichanos sorpresivamente tomaron Huanta, después de una débil resistencia del batallón Pichincha al mando del huidizo sargento mayor Narciso Tudela (2, pág. 197). Los Iquichanos estaban dirigidos por su caudillo, el “General Huachaca”, y por los comandantes de las fuerzas guerrilleras, entre los que destacaban el vasco francés Nicolás Soregui, Francisco Garay, Francisco Lanche, Tadeo Chocce (tratado de excelentísimo coronel), Prudencio Huachaca (hermano del caudillo) y el presbítero Mariano Meneses, Capellán del ejército Iquichano.

En las alturas de Iquicha se había alzado nuevamente el estandarte monárquico. Sus planes eran de la mayor envergadura: tomar Huanta, liberar Huamanga y Huancavelica y, por fin, la “Restauración del Reino” (4), extirpando a los republicanos, proclamando un ideario contrarrevolucionario y antiliberal, el que se ve apoyado por clérigos como “el padre Pacheco, llamado en documentos oficiales «el Apóstata», y el sacerdote Navarro, quienes, acostumbrados a enardecer los ánimos y a convencer a las masas desde el púlpito, cambian los hábitos clericales por la casaca de guerrilleros para dirigir los combates con sable en mano y pistola de chispa al cinto” (2, pág. 197).

En estos Cruzados de Dios vemos al bajo clero ortodoxo dirigiendo la logística de los indígenas excluidos, mientras eran acusados y excomulgados por el alto clero liberal por “apostasía”, y ello por haberse alejado de la sumisión burocrática que significaba el patronato republicano.

Ante los sucesos de Huanta el Prefecto de Ayacucho, Domingo García Tristán, preparó la defensa de la capital departamental, constituyendo una alianza defensiva entre los gremios y oficios de la ciudad, conocidos como cívicos, y los Andahuaylinos y Morochucos, comunidades históricamente enemigas de los huantinos.

En la mañana del 29 de noviembre de 1827 se produjo el esperado ataque a Ayacucho, donde el ejército campesino Iquichano izaba sus banderas con la cruz de Borgoña, al grito de “¡Viva el Rey!”. Pero los Morochucos y Andahuaylinos, bien armados y en número de dos mil, lograron contener el ataque y contrarrestarlo en la Pampa de Arcos.

Inmediatamente después del asalto a Ayacucho, el coronel Francisco Vidal ocupó la ciudad de Huanta y se lanzó a la persecución de los indígenas, que se habían refugiado en las alturas después de producirse la ocupación de la ciudad (5).Lo dramático de estos acontecimientos fue relatado poco tiempo después de los sucesos por el comerciante alemán Heinrich Witt, quien escribía en su diario:

“Las tropas del gobierno tomaron nuevamente posesión de la ciudad y, si se puede creer a los huantinos, se portaron peor de lo que lo habían hecho los indios: no sólo saquearon las casas sino que ni siquiera respetaron la iglesia, de donde se llevaron las vasijas sagradas hechas de plata, estatuas de ángeles del mismo valioso metal, flecos de oro y plata, en resumen, todo lo de valor. Un oficial fue acusado de haber enviado a Huamanga no menos de nueve mulas cargadas de cosas robadas” (11, pág. 232).

La diferencia con el proceder republicano estuvo, como dice Cavero, en que: “los Iquichanos pelean únicamente contra los soldados armados, sólo contra ellos, pero nunca hicieron daño a personas indefensas ajenas al conflicto, ni arrancharon las propiedades de sus enemigos, ni incendiaron los pueblos: se limitaron a prender fuego a los edificios que sirvieron de cuarteles a sus contrarios, como sucedió con el Cabildo de Huanta; pero los expedicionarios, usualmente llamados «Pacificadores», fueron mil veces más sangrientos y crueles, porque después de vencer la resistencia de los guerrilleros, masacraron a los indígenas sin discriminación de ninguno y fusilaron a los prisioneros sin previo proceso de ninguna clase” (2, pág. 57).

Después de la caída de Huanta comenzó la fase irregular de la campaña, conocida como guerrillera o de los castillos de Iquicha, porque las cumbres andinas sirvieron como fortalezas para la resistencia monárquica del campesinado indígena. El coronel Vidal organizó una campaña de contramontoneras para reprimir y exterminar a los “fanáticos” que sostenían la tradición como ancestral derecho a su auto-determinación.
El más notable suceso de esta etapa fue el combate de Uchuraccay (25-VIII-1828), donde el comandante Gabriel Quintanilla —al mando de los bien armados cívicos— enfrentó a los valerosos Iquichanos equipados sólo de lanzas y hondas por un lapso de dos horas. En este combate cayó valientemente Prudencio Huachaca, y el sargento mayor Pedro Cárdenas, entre otros, y asimismo el capitulado Valle, que falleció pocos días después. No habiendo podido capturar al general Huachaca, los vencedores se ensañaron con su esposa e hijos, los llamados cadetes, quienes fueron hechos prisioneros y remitidos a Ayacucho.

Poco después se produjo el último combate contra las fuerzas gubernamentales en Ccano: habían transcurrido siete cruentos meses y los republicanos habían logrado “controlar” a las fuerzas indígenas. Se había capturado a Sorequi, Garay, Ramos, al padre Pacheco y al presbítero Meneses. Pero el indomable Huachaca, como su pueblo, no había sido sometido: seguía cabalgando en su caballo alazán tostado de nombre “Rifle” y era seguido por su séquito, yendo de “castillo” en “castillo” y resistiendo a los liberales.

Entre 1828 y 1838 los Iquichanos se mantuvieron al margen de la política, pero conservando su orden cerrado y añorando la restauración de su deseado Rey. Del Pino dice sobre este último año que: “En 1838, Huanta o los Iquichanos se encariñaron con la causa de la Confederación. El Protector Gran Mariscal Santa Cruz, en su tránsito por aquél lugar, obsequió un vestido de general a un indio Huachaca, confiriéndole tan alta clase por el conocimiento de su audacia y porque era el primero que representaba la ferocidad de su raza” (4, pág. 29).

En este hecho vemos una evidencia de la idea imperial, es decir, pluri-étnica y poliárquica de la Confederación Perú-Boliviana, la cual respetaba una heterogeneidad que atentaba contra la identidad criollo-nacional que postulaba la burguesía costeña. Esta Confederación venía a significar en nuestra historia la continuación del Imperio por otros medios.

Esta defensa del derecho a la diversidad y la tradición es lo que podría haber querido sostener el reaccionario García del Río en el texto del diario “Perú-Boliviano” que nos presenta Cecilia Méndez en su excepcional ensayo “La República sin indios”, donde el articulista critica a los legisladores de la burguesía porque: “se olvidaron de que cada pueblo encierra en sí el germen de su legislación, que no siempre lo más perfecto es lo mejor” (9, pág. 35).

Mas la Confederación estaba sentenciada a muerte por la anglófila burguesía de Chile, que aliada con los “emigrados peruanos” la ahogaron en sangre. Así ocurrieron las primeras invasiones chilenas y la Batalla de Yungay, tras la cual vino su disolución el 20 de febrero de 1839.

Para marzo de 1839, el General Huachaca y los indígenas Iquichanos estaban nuevamente en armas contra una “restauración” criolla, ahora sostenida por las bayonetas extranjeras. Por ello el ejército católico se despertó de su sueño guerrero para sitiar nuevamente Huanta, que estaba ocupada por el batallón chileno “Cazadores”.

Ante esta grave situación el Prefecto de Ayacucho, Coronel Lopera, envió de refuerzo al batallón chileno “Valdivia”, que rompió el asedio y comenzó una cruel expedición en las punas contra la “indiada”.

En junio de 1839 se produjo el combate de Campamento-Oroco, donde el general Huachaca sorprendió a los “expedicionarios” y, en medio de una tempestad, los obligó a una retirada desastrosa. El contingente republicano, para vengar la humillación infringida: “...hizo una verdadera carnicería de hombres —sin distinguir ancianos, niños ni mujeres— y de ganados”(2, pág. 218).

En este contexto, incierto el Prefecto Lopera propició un acuerdo con las fuerzas Iquichanas para encontrar una salida negociada al conflicto. Por esto, en noviembre de 1839 se firmó el Convenio de Yanallay, entre el Prefecto y el Jefe Iquichano Tadeo Chocce. Así, con un tratado de paz y no con una rendición, acababa la Guerra de Iquicha. Terminaba la resistencia iquichana, que sostuvo su caudillo, el Gran General Huachaca, pero este no firmó el pacto, pues prefirió internarse en las selvas del Apurimac antes de ceder su monarquismo ante los que creía “anticristos” republicanos.

Cuando en 1896 los partidos Civilista y Demócrata decretaron una contribución sobre la sal, afectando los derechos históricos de los huantinos, ellos respondieron como siempre con la tradición monárquica como privilegio, diciendo que: “...desde los tiempos del Rey jamás habían pagado por la sal, que Dios la había creado de los cerros para los pobres, y con la sal se habían bautizado...”(6, pág. 133).

BIBLIOGRAFÍA

(1)              Altuve-Febres, Fernán. Los Reinos del Perú. Lima, 1996
(2)              Cavero, Luis. Monografía de la Provincia de Huanta. Editorial Rimac. Lima, 1953
(3)              Cotler, Julio. Clases, Estado y Nación en el Perú. IEP. Lima, 1978
(4)              Del Pino, Juan José. Las sublevaciones indígenas de Huanta (1827-36). Aguilar Editorial. Huanta, 1955
(5)              Fowler, Luis. Monografía del Departamento de Ayacucho. Imprenta Torres Aguilar. Lima, 1924
(6)              Husson, Patrick. De la Guerra a la Rebelión. CBC. Cuzco, 1992
(7)              La Faye, Jacques. Mesías, Cruzados y Utopías. FCE. México, 1992
(8)     Méndez, Cecilia. Los campesinos, la independencia y la iniciación de la República, en Poder y violencia en los Andes. CBC. Cuzco, 1991
(9)     Méndez, Cecilia. La República sin indios, en Tradición y modernidad en los Andes. CBC. Cuzco, 1992
(10) Rioja, Juan. México Mártir. Editorial Revista Católica. Texas, 1935
(11) Witt, Heinrich. Diario (1824-90). Un testimonio personal sobre el Perú del siglo XIX.
Volumen I. Lima, 1991

Historia de la rebelión de Iquicha. El rechazo a la república y el reclamo por el retorno a la monarquía en el Perú.

LA REBELIÓN DE IQUICHA Y EL PROYECTO REPUBLICANO


Basta con escuchar el himno nacional para conocer la interpretación tradicional de la independencia: El peruano “oprimido” y “condenado a una cruel servidumbre” levanta “la humillada cerviz” y exclama, eufórico: “¡somos libres!” La historia es más compleja. La rebelión indígena de 1827 en Iquicha (provincia de Ayacucho) rechazaba la república y reclamaba nada menos que el retorno de la monarquía española. A continuación, una indagación histórica.

Contexto histórico

En la década de 1820, el Perú contaba con aproximadamente un millón y medio de habitantes, de los cuales casi dos tercios (alrededor de novecientos mil) eran considerados indígenas. En conformidad con la idea republicana que subyace a la independencia, el libertador San Martín prohibe hablar de “indios” o “indígenas” – en adelante, todos habrían de ser considerados iguales, es decir, “peruanos” y con los mismos derechos (Contreras y Cueto ²2000, 76; Basadre, 161).
Pero, en la realidad, las diferencias seguían siendo notorias. El idioma materno de la población indígena no era el castellano, la mayoría ni siquiera podía comunicarse en el idioma oficial. Por otro lado (y en esto nada ha cambiado), la población blanca y mestiza de la costa no mostraba interés en aprender el quechua. La mayor parte de la población indígena vivía de una agricultura a nivel de subsistencia. Si había excedentes, estos se trocaban en las ferias regionales (Contreras y Cueto ²2000, 76). La autosubsistencia y el trueque constituían enclaves económicos aislados del resto del país, de modo que la economía nacional era precaria.

Con la fundación de la República, en 1821, José de San Martín había abolido el tributo colonial sobre los indígenas. Pero solo cinco años después, el tributo volvió a instaurarse bajo el nombre de “contribución” indígena (Bonilla 2001, 177). Fue esta contribución la que obligó a muchos indígenas a vender su mano de obra y trabajar en los centros mineros aledaños. Una parte menor trabajaba en haciendas bajo un régimen conocido como “yanaconaje”. Los yanaconas recibían, por parte de un terrateniente, una parcela para la autosubsistencia y a cambio de ello debían trabajar en las tierras del hacendado por una determinada cantidad de días al año. No recibían dinero, pero el hacendado solía hacerse cargo del pago de la contribución (Contreras y Cueto ²2000, 77).

La contribución indígena fue un factor importante para la constitución económica de la República. Un cálculo hecho para el año 1829 estima que casi 13 por ciento del presupuesto anual se financiaba mediante este tributo. Entre 1839 y 1845, el tributo ya sostenía más de un tercio del presupuesto nacional (Bonilla 2001, 177-178). Fue recién en 1854, con el “boom” del guano, que Ramón Castilla abolió este tributo.

El Perú independiente se construyó sobre un modelo fuertemente centralista. No solamente estaba la reintroducción del tributo indígena. El gobierno central también se arrogó el derecho de nombrar las autoridades locales.

Las tres fases de la rebelión

La rebelión de Iquicha no se podría explicar sin los factores mencionados. En efecto, los rebeldes exigían la abolición de la contribución. Pero ello no pudo haber sido el único motivo, pues ya hemos visto que el tributo indígena también existía en la Colonia. ¿Por qué, entonces, el deseo de regresar al orden colonial?
Antonio Huachaca, líder de la rebelión, expresa sus motivos en una carta dirigida al Prefecto de Ayacucho, en 1826:
salgan los señores militares que se hallan en ese depósito robando, forzando a mujeres casadas, doncellas, violando hasta templos, a más los mandones, como son el señor Intendente, nos quiere acabar con contribuciones y tributos (…) y de los (sic) contrario será preciso de acabar con la vida por defender la religión y nuestras familias e intereses (Bonilla 2001, 155).

Antonio Huachaca era una campesino indígena que había luchado por la causa española, enfrentándose a los independentistas cuzqueños, en 1814. En recompensa por sus servicios, había alcanzado el grado de General de Brigada en el Ejército Real del Perú. En la carta aquí citada queda claro que, más allá de los tributos, Huachaca ve a las fuerzas independentistas y patriotas como un extrañas, abusivas y hasta paganas.

En efecto, los independentistas habían saqueado iglesias (Bonilla 2001, 159). Más allá de estas circunstancias, es notorio que los indígenas hicieran de la religión católica una causa suya.

Pero volvamos al escenario de la rebelión. Antonio Huachaca estuvo acompañado por otros líderes, todos ellos indígenas a excepción del francés Nicolás Soregui, comerciante y ex oficial del Ejército Español en Perú. Según un testimonio, las fuerzas rebeldes sumaban 1500 hombres. Según otro, llegaban a 4400 (Bonilla 2001, 162). Todos coinciden en que la mayoría de rebeldes provenían del distrito de Iquicha, provincia de Ayacucho. Contrariamente a lo que se podría suponer, ninguno de los líderes rebeldes eran caciques. Más bien, se trataba de comerciantes o arrieros (Bonilla 2001, 167). También hubo participación indirecta de españoles y mestizos. Estos no fueron protagonistas, pero ayudaron en la organización y la propaganda (Bonilla 2001, 153).

La primera fase de la rebelión se da entre marzo y diciembre de 1825 cuando los indígenas de Iquicha se movilizan, pero son contenidos rápidamente por el ejército patriota que se encontraba en Huanta. La paz sería muy corta. En enero de 1826 se produce otra movilización que también protesta contra el cobro del diezmo de la coca. Cabe resaltar que la región de Ayacucho y, especialmente la de Huanta, vivía del comercio de la coca. Éste les aseguraba una posición económica relativamente buena (Bonilla 2001, 152).

En junio de 1826, los rebeldes bajo el comando de Huachaca y Soregui logran tomar el pueblo de Huanta convirtiéndolo en centro de operaciones. Luego, y con el apoyo de dos fracciones desertoras de los Húsares de Junín, intentan tomar Huamanga (Ayacucho), pero son derrotados por la guarnición de la ciudad. En julio de 1826, el general y Presidente del Consejo de Gobierno Andrés de Santa Cruz viaja personalmente a Ayacucho para combatir a los rebeldes.

La tercera fase de la rebelión se inicia en noviembre de 1827 cuando los rebeldes de Iquicha vuelven a tomar Huanta, manteniendo la ciudad bajo su control por dos semanas. A continuación, los iquichanos atacan nuevamente Ayacucho, pero son derrotados una segunda vez. Esta derrota marcaría el fin del movimiento. Hasta junio de 1828, todos los líderes con excepción de Huachaca son apresados. En diciembre del mismo año, Soregui y otros tres líderes son condenados a muerte. Dos años después y ante la apelación presentada por los inculpados, la Corte Superior de Justicia del Cusco anula todas las sentencias de muerte y Soregui es desterrado por diez años junto a otros líderes (Bonilla 2001, 150-151).

Antonio Huachaca, en cambio, siguió participando en enfrentamientos, aunque esta vez entre caudillos militares. En 1838, Huachaca es rehabilitado al ser proclamado Juez de Paz y Gobernador del distrito de Carhuaucran, lo cual motivó un irónico comentario de una autoridad local. Califica a Huachaca de
Jefe Supremo de la Republiqueta de Iquicha, con insulto del gobierno peruano y de sus leyes (Bonilla 2001, 154).

Comentarios finales

Según el historiados Heraclio Bonilla, las interpretaciones de la rebelión de Iquicha suelen inclinarse hacia dos extremos: El primero sostiene que la opresión de los indígenas durante la colonia habría desencadenado un proceso de alienación que los hacía indiferentes frente a las nuevas ideas republicanas. Esta tesis es compatible con la interpretación marxista presentada por Carlos Iván Pérez Aguirre en 1982:
Centurias de experiencia y de lucha de clases han demostrado que [los campesinos indígenas] sólo pueden colmar su reivindicaciones, especialmente su derecho a la tierra, bajo la dirección de la burguesía revolucionaria y, cuando ha caducado su rol histórico, sólo bajo la dirección del proletariado.

La segunda intepretación, en cambio, sostiene que los iquichanos rebeldes siempre tuvieron presentes la noción de la república. Desde esta perspectiva, la rebelión “ocultaba el deseo de sus líderes por encontrar reconocimiento y lugar en el nuevo ordenamiento” (Bonilla 2001, 166).
Tal como sostiene Bonilla, sería demasiado simple hablar de los rebeldes iquichanos en términos de “víctimas” o “héroes”. Si bien los iquichanos estuvieron apoyados por blancos y mestizos, la lucha fue conducida y ejecutada por indígenas, siendo ellos ex soldados, comerciantes y arrieros. De modo que no se les puede clasificar como simples víctimas. Por otro lado, tampoco es convincente asignarles conciencia republicana cuando ellos declaraban explícitamente su apego a Fernando VII, rey de España.

Una interpretación adecuada debe intentar conciliar ambos extremos. Al final, probablemente, la rebelión se debió a una conjunción de factores, todos ellos importantes. Están los factores económicos (contribución indígena, diezmo de coca), está la independencia precaria con la situación de guerra entre realistas y patriotas y los arriba mencionados abusos de los patriotas, está el centralismo limeño. Todos estos factores debieron haber contribuido a que el proyecto republicano sea percibido como excluyente y extraño a los propios intereses. Bonilla cuenta cómo el prefecto de Ayacucho, Pardo de Zela, reportaba a su superior, en junio de 1827, lo que los pueblos de su jurisdicción reclamaban frente a la nueva autoridad: “costumbre, señor: costumbre” (Bonilla 2001, 153).

En todo caso, podemos constatar una brecha entre el proyecto republicano (igualdad ecónomica, social y jurídica) y la realidad. Jorge Basadre cita el manifiesto del Congreso Constituyente de 1822 que fuera proclamado por Luna Pizarro, Sánchez Carrión y Mariátegui:
Vosotros indios sois el primer objeto de nuestros cuidados. Nos acordamos de lo que habéis padecido y trabajamos para haceros felices. Vais a ser nobles, instruidos, propietarios y representaréis entre los hombres todo lo que es debido a vuestras virtudes (Basadre, 161).
Hoy en día ya no hablamos de indígenas, pero el 50 por ciento de ciudadanos peruanos que viven en condición de pobreza material y social siguen estando al margen de la igualdad proclamada.

Bibliografía:

Basadre, Jorge (sin fecha): Historia de la República del Perú, 1822-1933. Tomo I. Edición del diario La República y la Universidad Ricardo Palma, sin lugar.

Bonilla, Heraclio 2001: Metáfora y realidad de la Independencia en el Perú. Instituto de Estudios Peruanos, Lima.

Contreras, Carlos y Marcos Cueto ²2000: Historia del Perú contemporáneo: Desde las luchas por la Independencia hasta el presente. Instituto de Estudios Peruanos y Red para el Desarrollo de las Ciencias Sociales en el Perú.

Fuente: www.perupolitico.com/  22 de noviembre del 2005.

La independencia del Perú y la ucronía de un régimen monárquico.

La historia que no fue

Se busca rey

Ensayos ucrónicos sobre los (im)posibles destinos de la monarquía en el Perú
La anécdota del “¿Por qué no te callas?” del rey de España, Juan Carlos I, al presidente de Venezuela, Hugo Chávez, trajo recuerdos de aquellos tiempos en que los reyes, valga la redundancia, reinaban. Y, en un ejercicio de asociación libre, también despertó en Perú Económico
el interés por imaginar cómo habría sido un Perú en el que los reyes se sucediesen en Palacio de Gobierno. Intentos de ello nunca faltaron…
 
Por: Gonzalo Carranza Bigotti 
El proyecto de San Martín
Cuando la Expedición Libertadora comandada por el general José de San Martín tocó suelo peruano, las ideas monárquicas que el militar argentino y su principal asesor, Bernardo de Monteagudo, abrigaban encontraron no pocos simpatizantes. “La Independencia consistía en el autogobierno de los criollos, pero no necesariamente en la conformación de una República. De hecho, era factible en la mentalidad de la época la fórmula de un Perú independiente y monárquico”, explica el historiador Joseph Dager. “Mientras que la idea monárquica era un proyecto natural y de continuidad, la figura de una república democrática parecía una apuesta arriesgada, sobre todo si se toma en cuenta el poco tiempo transcurrido desde la independencia de Estados Unidos, su primer antecedente”, añade el historiador Eduardo Torres.
“El impulso de San Martín implica el más alto momento de auge de la ilusión monarquista”, subraya Jorge Basadre[1]. De hecho, la primera propuesta monárquica sanmartiniana se dio en las negociaciones con el virrey Joaquín de la Pezuela en Miraflores. En ellas, el militar argentino planteó la posibilidad de instaurar una monarquía constitucional presidida por un príncipe español. El fracaso de estas negociaciones desembocó en el derrocamiento de De la Pezuela por parte del general José de la Serna, quien volvió a negociar con San Martín, esta vez en la hacienda de Punchauca. San Martín le ofreció a La Serna establecer una regencia con un delegado de cada parte y la presidencia del virrey, mientras que él mismo podría viajar a pedir la venida de un príncipe Borbón. No obstante la buena disposición de las partes, estas conversaciones tampoco tuvieron éxito.[2]
La Serna trasladó, entonces, el centro de poder español al Cusco, permitiendo el ingreso de San Martín a Lima. Una vez allí, como apunta Dager, “San Martín buscó lograr consensos y evitar batallas. Por ello, en lo referido a la forma de gobernar el Perú, no impone sus ideas, sino que se allanó al debate”. El marco en el que se dio la discusión entre monarquía y democracia ha sido ampliamente reseñado: el foro denominado Sociedad Patriótica, presidido por el propio Monteagudo y conformado por lo más selecto de la intelectualidad limeña, constituía una suerte de opinión pública premoderna a la cual convencer de las ventajas de una monarquía constitucional.
Sin embargo, tal vez confiado en lograr que sus ideas primarían en los debates, el Libertador constituyó la Orden del Sol como una manera de ir formando una nobleza local y creó la misión García del Río y Paroissien para que le buscase un rey al país. “La idea era traer al primero que aceptara”, dice Torres. Entre las opciones que barajaba la misión figuraban el príncipe Leopoldo de Sajonia-Coburgo (quien se convertiría, luego, en rey de Bélgica entre 1831 y 1865); algún príncipe inglés católico, de la casa de Brunswick; negociar con Austria, Rusia, Francia o Portugal; o finalmente, el duque de Luca en España. No se sabe si los diplomáticos peruanos fueron rechazados o nunca llegaron a iniciar sus gestiones.
Finalmente, los debates de la Sociedad Patriótica –en los que se citaba a Montesquieu del lado monárquico para defender la centralización del poder en un país grande y poco ilustrado, y a Rousseau en el bando republicano, enarbolando la idea del contrato social– se decantaron a favor de la opción democrática. A esto contribuyeron, también, los desaciertos y atropellos de Monteagudo, que le restaron legitimidad a cualquier propuesta de San Martín.
 
Póquer de reyes
¿Qué opciones se habrían abierto si, por el contrario, la monarquía se hubiese instaurado en el país? Los historiadores concuerdan en que el eventual rey debería haber salido de la siguiente baraja: un noble de origen local (ya sea indígena o criollo), el propio San Martín, un príncipe europeo o un infante español.
La primera opción, no obstante, habría fracasado. “La aristocracia incaica prácticamente había sido decapitada luego de la revolución de Túpac Amaru y ya no quedaron caciques o curacas reconocidos”, explica el historiador Juan Luis Orrego. “La nobleza limeña no era necesariamente representativa. Quizá en Lima y la costa norte, pero en el resto del país no. Habría pasado lo mismo que ocurrió en México con Agustín de Iturbide, quien fue nombrado rey y cayó a los pocos meses”, añade Orrego sobre la segunda versión de la primera opción. “La propia creación de la Orden del Sol es una señal de la necesidad de consolidar una nobleza peruana”, agrega Dager.
Por otro lado, un eventual reinado de San Martín nunca fue una opción realista, si bien se sabe que existió la intención de recoger firmas para elegirlo emperador –la cual fue rápidamente desarticulada por Riva Agüero–[3].
En cuanto al ciertamente buscado príncipe europeo, la idea no era descabellada en el Viejo Continente (que décadas después “exportaría” a México al príncipe Maximiliano de Austria como fugaz emperador muerto en el paredón de fusilamiento), pero sí resultaba exótica para el Perú. “No se hubiera apoyado a alguien con un idioma, unas costumbres y, tal vez, hasta una visión de la religión diferentes. Además, ¿qué ejército lo habría apoyado? ¿En qué referentes simbólicos se habría basado? ¿Cuál habría sido su discurso para los indígenas, que eran los más fervientes defensores del Rey de España?”, se pregunta Torres.
En cuanto a un príncipe español, las posibilidades de éxito podrían haber sido mayores, en particular si los borbones, como sus pares portugueses, hubiesen podido trasladar su corte a América ante la invasión napoleónica. “En ese caso, lo más probable es que el rey español, Fernando VII, se hubiese dirigido a México por su mejor posición geográfica y el mayor prestigio que tenía en la época, mientras que alguna hermana o príncipe habría regido en el Perú. En ambos países, habría recibido un apoyo atronador”, asegura el propio Torres.
 
El legado del rey
“La República fue la plasmación en la realidad de los temores de los monárquicos: anarquía, caudillaje militar, cambios de constitución constantes, más de 20 presidentes en los primeros años después de la Independencia”, explica Dager. ¿Podría una monarquía haber facilitado el tránsito del Perú de Colonia a país soberano, como sostuviera Vidaurre?
Algunos creen que sí. “Si la corte española se hubiese trasladado a América, probablemente nos habríamos ahorrado la guerra de Independencia, los caudillos militares, y se hubiese dado, como en Brasil, una evolución paulatina hacia la formación de grupos políticos diversos, defensores de la monarquía absoluta, de la monarquía constitucional y del mismo régimen republicano”, sostiene Torres. Dager, por su parte, coincide en que los primeros años habría habido una mayor estabilidad política por la concentración del poder, pero apunta que habría existido una menor conciencia de la importancia de la Constitución, pues, finalmente, ni siquiera los golpes de Estado escaparon al discurso constitucional, sino que se dieron siempre en nombre de la Carta Magna. Además, Dager resalta que el sistema republicano –con sus fallas y, probablemente, también por ellas– permitió el ascenso de los mestizos a las elites políticas y la resistencia de las provincias a los intentos centralizadores de la capital.
Basadre, sin embargo, creía que cualquier intento monárquico habría fracasado. Vale la pena concluir este ensayo citando la propia ucronía del historiador tacneño: “[…] suponiéndose la factibilidad, la posibilidad del establecimiento y de la permanencia de la monarquía, ¿qué habría sucedido? Aquella época era un duelo entre la feudalidad y el liberalismo; entre la reacción y la revolución. La monarquía habría favorecido a la feudalidad y a la reacción. […] Además, el germen de los motines no brotó del texto republicano de las constituciones como Minerva de la cabeza de Júpiter, sino de causas sociales. La fórmula monárquica no habría sido un freno para ellos, tanto más cuando carecía de raigambre popular y tradicional; pronto la cizaña habría surgido con motivo de los puestos de ministros y favoritos […]. Habríamos tenido, en suma, como dijo Francisco García Calderón, todos los vicios del cesarismo democrático sin las perspectivas de la libertad”.[4]


[1] BASADRE, Jorge. La iniciación de la República. Universidad Mayor de San Marcos, 2002 [1929], p. 66.
[2] BASADRE, op. cit., pp. 66-67, CONTRERAS y CUETO, Marcos. Historia del Perú Contemporáneo. Desde las luchas por la independencia hasta el presente. Instituto de Estudios Peruanos, 2004. p. 52-55.
[3] BASADRE, op. cit., pp. 80-81.
[4] BASADRE, op. cit. 104-105.

Fuente: perueconomico.com 06 de noviembre del 2007.