martes, 27 de agosto de 2013

Reflexión sobre los héroes Francisco Bolognesi, Miguel Grau y Alfonso Ugarte.

Antonio Zapata: “Bolognesi y sus oficiales nos dieron un ejemplo moral en la batalla de Arica”

Antonio Zapata. El reconocido historiador recuerda la gesta y acciones de quienes dieron su vida en la primera etapa de la guerra contra Chile.

Jorge Loayza
Antonio Zapata cuenta algunos pasajes de lo que hicieron Miguel Grau, Francisco Bolognesi y Alfonso Ugarte para ser encumbrados como héroes máximos de la guerra contra Chile. De cómo enfrentaron a un enemigo en inferioridad de condiciones y no se amilanaron. Cómo ayudaron a forjar nuestro carácter de Nación.
¿El coronel Francisco Bolognesi iba prácticamente a la muerte en el morro de Arica o aún tenía esperanza de que llegara Segundo Leiva con los refuerzos?
En el momento que los chilenos lo intimidan con la rendición, ellos (Bolognesi y sus oficiales) saben que el Perú los está mirando y que tienen que dar un ejemplo moral, que la guerra ya está perdida, se ha perdido el mar, se ha perdido Tarapacá y Tacna. Entonces son conscientes de que la guerra está perdida aunque uno en el fondo conserva la esperanza de que no todo estaba perdido.
¿Incluso si llegaba Leiva?
Incluso si llegaba Leiva porque a la hora de la batalla en Arica los chilenos dividen su Ejército en dos, la reserva va a la batalla de Arica y el resto, que había combatido en Tacna, está descansando. Imagínate que hubiese llegado Leiva, primero hubiese tenido que agarrarse con el Ejército que acababa de vencer en Tacna y luego con la reserva que estaba peleando.
Entonces, ¿Bolognesi sabía que con Leiva o sin él prácticamente se entregaba a la muerte?
Sin ninguna duda. Además, ponen las bombas que los chilenos habían pedido que no se pongan bajo amenaza de que iban a pasar a degüello a toda la tropa. Los chilenos vienen como unas bestias y matan a todos. Al pelear, los peruanos lo hacen con todo, no a medias para salvar el honor. Y les cuesta la muerte.
Ud. señala que Bolognesi, con su gesto, ayudó a definir un rasgo de nuestro carácter de Nación, que es luchar sin importar la inferioridad. ¿Cuánto hemos asumido esa enseñanza?
En alguna medida sí, porque luego el héroe principal será Cáceres, que tiene algo de lo mismo. Bolognesi dio un ejemplo moral, pero el que lleva a la práctica la idea es Cáceres, que tiene que ver con una Nación donde nada es fácil, no te regalan nada, donde cada uno labra su camino con dificultad y, sin embargo, hay gente tenaz. Ese es un carácter muy peruano.
Hay versiones que tratan de desacreditar a Bolognesi diciendo que era un coronel retirado y mayor de sesenta años.
Era un coronel retirado como Grau que era un marino retirado y que fue diputado, pero vuelve a la Marina para la guerra. En el siglo XIX el Ejército era una institución a la que uno entraba y salía, no como hoy que se inicia una carrera y cuando te retiras ya no vuelves. Bolognesi no era alguien tan viejo, era de sesentas.     
Miguel Grau advirtió antes de la guerra que Chile se estaba armando. ¿No se le escuchó?
Es discutible que antes de la guerra Chile tuviera un Ejército superior al peruano. Su Armada sí era superior, pero no tanto. Los dos buques de ellos llevaban diez años de adelanto a los nuestros, la diferencia no era tanta. Sí lo fue después de que encalló la fragata Independencia.
¿Cuál fue la formación de Grau para llegar a ser el gran héroe?
Tiene una historia singular. Su padre lo embarcó cuando solo tenía ocho años. En su adolescencia asciende en la marina mercante. Solo un año vivió en Lima, no recibió educación escolar, solo en los buques, donde aprendió inglés y francés. A los 20 años va a la Armada, donde le dan el grado de oficial por sus conocimientos. Fue ascendiendo y a la mitad de la carrera salió y pasó a trabajar en los vapores que recién aparecían. Era un marino de calidad superior, y eso se puso en juego a la hora de la guerra.
Además de su calidad de marino, ¿tuvo otras cualidades personales que lo elevaron a su condición de héroe nacional?
Los héroes son personas corrientes como tú o como yo, pero que son confrontados a una situación dramática. Los héroes toman una decisión moral que los lleva a perder la vida. Tienes que morir por tu bandera en una situación en la que estás perdido y lo lógico sería rendirte.
Hay algo particular en el caso de Alfonso Ugarte, formó un batallón con su propio dinero. ¿Eso fue común en la guerra?
Sí, el Ejército que pelea en Lima es diferente al profesional, que es el que pelea en el sur. Cuando el presidente Piérola convoca a la Nación a formar un Ejército, el íntegro es del estilo de Alfonso Ugarte.  
La diferencia es que Alfonso Ugarte fue un civil que se sumó en la primera etapa.
Claro. En un primera etapa se suma la gente local. Alfonso Ugarte era alcalde de Iquique, donde empieza la guerra.
Y era una persona de poder económico que pudo haber eludido la guerra.
Claro, pero sitúate, eres el alcalde joven. Si eres alcalde tienes intereses cívicos. Tenía un interés. Por otro lado, date cuenta de que eres millonario del salitre, que va a pasar a otras manos. Estás defendiendo tu negocio; eso no te quita mérito, pero te redobla la motivación.
¿Cuánto de realidad y de mito hay respecto a su acción de arrojarse del morro? Historiadores chilenos dicen que murió en el morro junto a Bolognesi.
Su cadáver se encontró abajo y lo llevaron a Francia, estuvo ahí hasta que se construyó la Cripta de los Héroes. Ahora, en el Perú tenemos una cierta maledicencia que es fruto de la enorme cantidad de decepciones que nos ofrecen las personas públicas. A lo largo de nuestra vida nos gusta tirar barro con ventilador. De Alfonso Ugarte se dice que se había fugado, que vivía en París, que no se tiró sino que se cayó, mil cosas. Sin embargo, el mito está refrendado por hechos.
¿Cuánto sirvieron las acciones de estos héroes para las décadas posteriores?
Sirvieron; si se piensa en el Perú de las décadas siguientes, lo que más llama la atención es González Prada y el “Discurso del Politeama”, en el cual dice que el Perú es un país horrible, donde al poner el dedo salta la pus, pero que se salvó porque en medio de los malos había unos buenos y entre ellos empieza por Grau. Dice que nos salvó de la podredumbre y que no todos fueron corruptos y cobardes.
¿Cuánto de Grau, Bolognesi y Alfonso Ugarte valoran los peruanos de hoy?
Somos un país curioso, casi todos tienen sus héroes en la independencia y son fuertes porque se identifican con el nacimiento de Nación. Nosotros carecemos de eso y tenemos nuestros héroes de una guerra posterior.    
¿Qué presidente o político de nuestra historia tuvo algo de Grau o Bolognesi?
De presidentes diría que Juan Velasco Alvarado y Augusto B. Leguía tuvieron una idea de Nación. Los dos son grandes presidentes. Pero también hay honestos, gente que no robó, que en este país es importante. Entre ellos destaco a (Guillermo) Billinghurst, pero que fue derrocado un año después de asumir.
Fuente: Diario La República. 27 de agosto del 2013.

sábado, 17 de agosto de 2013

Maquiavelo y el Estado moderno. Las diferentes lecturas de "El Príncipe".

Cuando la política sólo piensa en el poder
Condenado por su crudo relativismo moral, que aconseja mentir, robar y llegar al crimen si el ejercicio del poder lo requiere, algunos teóricos vieron en el pragmatismo radicalizado de la obra de Maquiavelo, un signo del Estado moderno. Aquí, una relectura crítica de ese texto que cambió la ciencia política y aún genera polémicas, las novedades que trajo el quinto centenario y dos opiniones expertas.
Ivana Costa
Por una valiosa carta, sabemos que fue un día como hoy, hace quinientos años, que Nicolás Maquiavelo comenzó a redactar El príncipe. Despojado por los Médicis de su puesto en la cancillería de Florencia, exiliado –al cabo de padecer prisión y tortura, acusado de conspiración–, en la miseria, le cuenta en ella a su ex colega Francesco Vettori, enviado florentino ante el Papa, que acaba de terminar “un opúsculo, De principatibus , en el que profundizo todo lo que puedo en las reflexiones sobre este tema, discutiendo qué es el principado, cuántas especies hay, cómo se adquieren, cómo se conservan, por qué se los pierde”.
La carta está fechada el 10 de diciembre. Recién en marzo Maquiavelo había sido liberado de su cautiverio gracias a una amnistía decretada tras la elección de Giovanni de Médicis como Papa; había marchado al campo con su familia, y allí se había puesto a escribir una obra ambiciosa: los Discursos sobre la primera década de Tito Livio. En un momento, sin embargo, decidió interrumpirla para confeccionar este otro librito mucho más condensado que, se supone, redactó en un breve lapso.
Los veintiséis capítulos de El príncipe llevan, de hecho, la impronta de una urgencia vertiginosa y de una esperanza manifiesta: Maquiavelo creía que si algún miembro de la poderosa familia de banqueros que gobernaba en el Palacio de la Señoría llegaba a leerlo no iba a dudar en contratarlo para trabajar nuevamente en la política de su patria.
En eso se equivocaba Maquiavelo. En primer lugar, porque ninguno de los amigos con los que había trabajado para el derrocado gobierno republicano iba a arriesgarse a acercarles a los nuevos Señores la voz de un proscripto. (Hay otra carta, en la que Maquiavelo se da cuenta de que Vettori en realidad no hará nada por mejorar su situación; y es de una tristeza incomparable). En segundo lugar, porque Maquiavelo sobreestimaba la capacidad de los Médicis para tomar decisiones exclusivamente sobre la base de las aptitudes intelectuales de su interlocutor: una cosa es elegir pintores, escultores y arquitectos para que embellezcan la ciudad, o poetas para que narren la gloria familiar, y otra muy distinta es ponerse a analizar sin prejuicios un tratado de política –por breve que sea– escrito, encima, por alguien que ni siquiera es un aliado. Dicen que cuando, tres años más tarde, “Lorenzino”, heredero de Cosme y de Lorenzo el Magnífico, al fin recibió El príncipecomo obsequio lo hizo rápidamente a un lado para detenerse en unos perros de caza que le había traído algún mercader ignoto.
Tuvieron que pasar otros cuatro años para que alguno de los Médicis se fijara en Maquiavelo; y esto, a instancias de sus nuevos amigos: los jóvenes aristócratas del círculo de la Academia Platónica de Florencia, que advirtieron pronto la fresca lucidez del antiguo canciller que regresaba del exilio. En 1520, Julio de Médicis, tío y sucesor de “Lorenzino”, y futuro Papa Clemente VII, le confió algunas tareas. Escribió entonces algunas obras muy significativas, piezas dramáticas de su propia cosecha y tratados históricos o políticos por encargo.
La fortuna de una obra

Pero Maquiavelo no quería ser un filósofo de la corte (como Galileo Galilei) ni un analista o funcionario de escritorio (como Francisco Guicciardini); quería actuar en política. Con los años, algo llegó a conseguir, aunque ya no se le delegaron tareas de primera línea, como las que había llevado a cabo durante la República, cuando negociaba personalmente con casi todos los mandatarios de los Estados italianos, con el rey de Francia Luis XII, con el emperador romano germánico Maximiliano, con el temible pontífice Julio II, y con un avasallante César Borgia, en plena campaña expansionista. En cuanto a El príncipe: permaneció inédito y, en vida de Maquiavelo, no trascendió más allá de sus allegados. Fue publicado en Roma y en Florencia, en 1532, cinco años después de la muerte de su autor.
El príncipe debe incluirse dentro del género de los “espejos de los príncipes”, que tuvo su origen en la Antigüedad y que fue muy popular en los siglos XIII y XIV. No eran solamente manuales de buena conducta, ya que planteaban cuestiones teóricas sobre doctrina y legitimidad. Pero mientras que los “espejos” de la tradición humanista se empeñaban por “adaptar un número cada vez mayor de reglas morales a la realidad” (la expresión es del historiador Riccardo Fubini), Maquiavelo enfocó la cuestión desde una perspectiva inusual: la del realismo. Su valiosa experiencia en la negociación diplomática con los “grandes hombres” de su tiempo le había dado una visión clara de las pasiones en juego. Y combinó ese conocimiento práctico con la “sabiduría” que le daba su persistente lectura de la historia antigua (leía con avidez a Jenofonte, Polibio, Cicerón, Tito Livio, Plutarco), de la cual obtenía un marco para tratar de entender los complejos fenómenos políticos del siglo XV.
Eso pudo haber oscurecido su natural talento de historiador (eso sostiene José Luis Romero, en un bello librito ya clásico) pero expandió su visión de analista. Con esa metodología, Maquiavelo recuperaba, además, una antigua tradición que había caído en desuso: la que nutre el pensamiento político no tanto de la metafísica como del análisis empírico e historiográfico.
La publicación póstuma iba a provocar no pocos malentendidos en la lectura de El príncipe: como se ha dicho, el cometido fundamental de Maquiavelo no era consagrarse con él en las aulas universitarias sino, en primer lugar, brindarle un salvoconducto hacia la función pública y, en segundo lugar, ofrecer un panorama de las herramientas a emplear frente al peligro de la disolución que acechaba a Florencia y a toda Italia. Maquiavelo no escribía ni aconsejaba a un príncipe totalmente inespecífico sino a alguno de los Médicis, o a alguno de sus socios: a quien fuera capaz de sacar a Italia de la situación en la que estaba, sometida por extranjeros: “sin jefe, sin orden, abatida, expoliada, lacerada, asolada”.
Francia, España y el imperio germánico, de hecho, ya habían hecho pie en la península y no se irían en muchos siglos. Maquiavelo, que llegó a vivir para sobrellevar la amargura del saqueo de Roma por las tropas de Carlos V y la humillante capitulación de Clemente VII, debe haber comprendido que las casi dos décadas transcurridas desde su escritura habían convertido ya a El príncipe en un obsequio muy diferente del que estaba destinado a ser. Dentro del círculo de lectores posibles –príncipes, consejeros, autoridades eclesiásticas–, el tratado tuvo, una vez publicado, una primera recepción muy negativa: el catolicismo dominante, conmocionado por el cisma luterano, lo consideró casi una herejía y pronto lo sumó al Index de libros prohibidos, con toda la obra del secretario canciller. En ámbito filosófico tuvo suerte más dispar: unos se sintieron obligados a abjurar de su crudo relativismo moral.
Una posición muy razonable, después de todo, ya que en El príncipe se afirma que con tal de obtener y conservar su principado, el gobernante puede –y debe– eliminar a los rivales y a sus herederos, aniquilar a los rebeldes, ser generoso con lo ajeno pero mezquino con lo propio, y desconocer los pactos contraídos si se vuelven desventajosos. Otros filósofos, en cambio, percibieron en ese pragmatismo radicalizado un signo de los tiempos.
No es que negaran el carácter circunstancial y hasta panfletario del texto (Maquiavelo habla de una Italia inexistente –en los siglos XV y XVI, era un conjunto de Estados enfrentados y dispersos–, como sustraída al tiempo y a la catástrofe que se avecina). No es que minimizaran el quebranto moral que el tratado deja traslucir sin ambigüedad. Pero comprendieron que esa escisión entre las dos esferas, la de la moral individual y la de la acción política, iba a ser una marca distintiva del todavía incipiente Estado moderno. Maquiavelo no usa nunca en sus obras la expresión “razón de Estado”, pero en El príncipe delinea con toda claridad el concepto, dotándolo, además, de un significado concreto y de una justificación teórica novedosa.
Elasticidad moral
Son muchos los temas en los que El príncipe resulta un texto innovador. Por ejemplo, su insistencia en que la primera y principal competencia del príncipe debe ser el uso político de la fuerza militar. Mientras fue secretario en la Cancillería, Maquiavelo destinó muchos esfuerzos a la creación de un ejército (que le dio a Florencia una serie de victorias en la Toscana), y en El príncipe fustiga duramente, y con razón, a los ejércitos mercenarios de los que se valían los gobernantes italianos.
Pero la principal apuesta filosófica del tratado se encuentra en el capítulo XV, que trata sobre las virtudes y vicios del gobernante, es decir: “De las cosas por las cuales los hombres, y especialmente los príncipes, son alabados o vituperados”. La humildad y la cautela que muestra Maquiavelo en las primeras líneas – “como sé que muchos han escrito sobre esto (…), dudo si no seré tomado por presuntuoso (…) por apartarme de los principios de los otros”– abren paso rápidamente al argumento con el que se demuele a la tradición. “Pero como mi intención es escribir una cosa útil a quien la comprenda, me pareció más conveniente ir directamente a la verdad efectiva de la cosa que a la representación imaginaria de ella”.
Este es el punto: la tradición es el universo de las representaciones fantasiosas e inexistentes (“muchos se han imaginado repúblicas y principados que nunca jamás se vieron ni se supo que hayan existido”). Su propio librito trae, en cambio, “la verdad efectiva de la cosa”. A diferencia de la fantasía proyectada, puramente especulativa, la verdad efectiva de la cosa es lo que efectivamente se produce ( efficere , en latín, significa “producir”, “dar como resultado”). Maquiavelo viene a decirle al mundo que en filosofía práctica algo es verdadero no cuando obedece a algún ideal teórico sino cuando tiene o ha tenido efecto; cuando efectivamente se dio, o puede darse.
“Puesto que hay tanta distancia entre cómo se vive y cómo se debería vivir –sigue–, quien deja de lado lo que se hace por lo que se debería hacer aprende más bien su ruina que su propia preservación”. De ahí que el príncipe tenga que “aprender a poder no ser bueno y usar esto o no según la necesidad”. Dicho esto, ajustadas las cuentas con esa fastidiosa unidad de ética y política propia del pasado (“dejando atrás las cosas que conciernen al príncipe imaginario, y discurriendo sobre las que son verdaderas…”), ya se está en condiciones de avanzar por la vía moralmente escindida de la Realpolitik .
Ahora bien: ¿cuál es la tradición a la que Maquiavelo se contrapone (esos “otros” de cuyos “principios” él se aparta)? Hasta la primera mitad del siglo XX parecía haber un consenso tácito sobre este punto: se estaba rechazando el mundo clásico, antiguo y medieval. Sin embargo la cuestión parece hoy más compleja, y más interesante.
La presencia de antiguos y medievales dentro del razonamiento de Maquiavelo es evidente: la elasticidad moral del gobernante es deudora, en buena medida, de una idea de Aristóteles, quien vincula a la praxis con “la idea de contingencia del mundo” (poniendo límites a todo intento por determinar principios éticos universales a priori). Y Maquiavelo sólo pudo haber conocido esta idea aristotélica a través del pensamiento político medieval. El destinatario de aquella diatriba contra una concepción imaginaria e irreal del príncipe parece ser, entonces, el pensamiento político humanista del siglo XIV: un movimiento en el cual, no obstante, Maquiavelo está inserto. Sobre esto insisten los valiosos estudios de John Pocock, Felix Gilbert y Quentin Skinner, entre otros.
El papel de villano
En 1924, en su monumental libro La idea de razón de Estado en la historia moderna , Friedrich Meinecke definió “la doctrina de Maquiavelo” como “un puñal que, clavado en el cuerpo político de la humanidad occidental, le arrancó gritos de dolor y de rebelión”. Su concepción netamente pagana, dice Meinecke, “hirió e hizo sangrar su sentimiento moral natural” cristiano. En las décadas que siguieron, toda una corriente de pensadores políticos ha querido desligar a Maquiavelo del papel de villano. O ha intentado ver a la humanidad no tan sangrante, ni necesariamente herida, por este apasionante librito.
En su arrebatado y genial ensayo Notas sobre Maquiavelo , sobre la política y sobre el estado moderno (de 1949), Antonio Gramsci abrió la puerta a una reivindicación libertaria de El príncipe, al tratar de distinguir entre su funcionalidad “para los grupos dirigentes conservadores” y “su carácter esencialmente revolucionario”, que aquellos pretenden “enmascarar”.
Desde mitad del siglo XX, la cantidad de lecturas eruditas sobre El príncipe se multiplicaron geométricamente. ¿Cómo podría un lector empezar a leerlo hoy sin perderse en un mar de interpretaciones cada vez más atomizadas?
La Meditación sobre Maquiavelo de Leo Strauss, que reúne una serie de conferencias dictadas en 1953 en la Universidad de Chicago, es una guía certera. Comienza de manera insuperable. “Si nos declaramos partidarios de la anticuada y simple opinión según la cual Maquiavelo fue un maestro del mal no escandalizaremos a nadie; nos expondremos meramente a un ridículo benévolo o, por lo menos, inofensivo”. Por supuesto, Strauss no comparte “los puntos de vista más rebuscados” de los nuevos especialistas, según los cuales Maquiavelo era, en realidad, “un patriota o un científico de la sociedad o las dos cosas”. Alguien que aconseja gobernar asesinando, mintiendo y robando (y Maquiavelo “es el primero que lo hace en nombre propio”) expone una doctrina malvada; sin duda. Strauss también reconoce que “aunque verdadero, el anticuado y simple veredicto no es exhaustivo”, y que esa falta de rigor dio pie a la confusión –a la mirada excesivamente autocomplaciente– de “los nuevos entendidos”.
Strauss discute el argumento de la “cientificidad”: no hay tal cosa sino “embotamiento moral”, puesto que, aunque se desligue de los principios éticos fundamentales (no matar, no mentir, etc.), El príncipe sigue siendo un tratado normativo, lleno de “juicios de valor”. En cuanto al “patriotismo”, en Maquiavelo es “egoísmo colectivo”: un tipo de “amor a lo propio”, tanto más peligroso y seductor –dice Strauss– en cuanto se lo reviste de “devoción por el propio país”. “Justificar los terribles consejos de Maquiavelo recurriendo a su patriotismo significa ver las virtudes de ese patriotismo mientras se permanece ciego a lo que está por encima del patriotismo; a lo que a la vez santifica y limita al patriotismo”.
En un ensayo publicado en los años 60 (pero escrito en los 40), el historiador Federico Chabod contribuyó a precisar la diferencia que existe, en Maquiavelo, entre el patriotismo y su sacralización. Buscando poner un límite a las proyecciones nacionalistas sobre la obra del antiguo secretario canciller, Chabod argumenta que la idea de patria como algo sagrado recién se consagra a fines del siglo XVIII, cuando la política se inviste de un “ pathos religioso”. Rastreando antecedentes de esa sacralización en los pensadores del siglo XIV, Chabod muestra que “Maquiavelo no puede siquiera imaginar el hecho de transferir al amor por el país las características que siempre se atribuían al amor por Dios y a la iglesia”.
Mientras que el autor de El príncipe se había esforzado por apartar a la política de la religión, “a partir del siglo XIX, la religión se transfiere al interior de la política”, dando pie a una “religión de la patria”, en la que los asuntos mundanos adquieren valor sagrado y “la lucha política, un carácter religioso e incluso fanático”.
Cuando se lee la obra de Maquiavelo sin esa suerte de prejuicio defensivo que oscurece lo más evidente, cuando se reconoce la superioridad de la “antigua y simple opinión” pero se advierte el carácter incompleto de ese juicio, entonces es posible encontrar en El príncipe lúcidas observaciones sobre el pasado y el presente. Pero es preciso tomar distancia del facilismo de las proyecciones actuales, buscando en él la herencia clásica pre-moderna. Se trata de mirarlo, como dice Strauss, “de atrás hacia adelante, desde un punto de vista pre-moderno hacia un Maquiavelo completamente inesperado y sorprendente, que es nuevo y extraño; y no mirar hacia atrás desde nuestro tiempo, hacia un Maquiavelo que se ha convertido en algo antiguo y propio; en algo casi bueno”.
 Fuente: Revista Ñ (El Clarín). 16 de agosto del 2013.

domingo, 11 de agosto de 2013

Entrevista a la historiadora Cristina Mazzeo: "No podemos separar entre españoles y americanos porque hubo americanos realistas y españoles independentistas"

“En la guerra de Independencia hubo americanos realistas y españoles independentistas”

¿Cuánto de mito hay en la construcción de la imagen de los héroes peruanos? ¿Por qué nuestro único feriado cívico conmemora una derrota (el Combate de Angamos) y no un triunfo (como la Batalla de Junín)? A poco de cumplirse el 191° aniversario de vida republicana de nuestra nación, dialogamos con Cristina Mazzeo, especialista en Historia americana, para que nos explique cuánto hay de verdad y cuánto de mito alrededor de nuestros héroes de la Independencia.

¿Por qué se tiene la sensación que siempre hemos perdido en todo enfrentamiento y que no tenemos victorias?

Una victoria no es el triunfo de la guerra, habría que preguntarse si esa no es una sensación más que una realidad. Las victorias las festejan los militares, son efemérides que se establecen en función de un proyecto nacional, y por lo tanto habría que ver por qué se definieron determinadas fechas como las más importantes para festejar. Me estoy refiriendo especialmente a la emancipación, que es mi tema de investigación. Por ejemplo, establecer el 28 y 29 de julio como Fiestas Patrias puede ser muy bueno para Lima, pero qué puede importarle a Arequipa o al Cuzcoque en esa fecha no habían aún conseguido la emancipación? Por lo tanto, este es un ejemplo claro de cómo las fechas son un poco arbitrarias.

¿Qué combate o batalla de la historia peruana del siglo XIX merecería ser recordado con mayor importancia?

Teniendo en cuenta siempre la etapa de la guerra por la emancipación del Perú, yo creo que dos fechas son fundamentales: 1814, cuando se produce el levantamiento en el Cuzco para imponer la Constitución de Cádiz, y también el 9 de diciembre de 1824 que fue la batalla de Ayacucho cuando se logró la capitulación de los españoles, aunque quedaron reductos de españoles en el sitio del Callao hasta 1826. Como es una batalla, la festejan los militares; pero debemos considerar que fue la capitulación española, la cesión del poder a los independentistas.

¿Por qué solo tenemos como héroes a figuras que -finalmente- cayeron?

Eso depende como se vea. El Perú tuvo importantes personajes, ideólogos como por ejemplo a Manuel Lorenzo de Vidaurre, muy crítico de España, y siendo oidor de la Audiencia del Cuzco fue cesado por sospechas de participar en la rebelión de 1814, oJuan Pablo Vizcardo y Guzmán que fue un auténtico republicano. El problema es que los personajes peruanos que se destacan en este período no son militares. Los militares en el Perú saldrán luego de la guerra de Independencia: Castilla, Santa Cruz, La Mar, Gamarra se foguean en dichas guerras primero participando en el ejército realista pero luego se pasarán al bando independentista.

¿Cuánto hay de mito y cuánto de verdad en la figura de los héroes nacionales?

Los héroes se construyen. Hay héroes anónimos que no sabemos que existieron y que fueron capaces de dar sus vidas por una causa, pero hay otros que se construyen para crear el ideario nacional. En este caso, el héroe es creado y recreado cada vez que se necesita un clima de unidad. Por eso, las fiestas, las procesiones, losmausoleos, las plazas públicas con sus nombres son construcciones visuales necesarias para crear ese ideario nacional.
El héroe no está lejos de la manipulación política para servir a los fines de los distintos gobiernos. No conozco un caso peruano, pero por ejemplo, un personaje como José Gervasio Artigas, que participó en la guerra de Independencia de Uruguay, fue declarado “reo contumaz” por desobedecer las órdenes del gobierno central (en ese tiempo Buenos Aires). 50 años más tarde, a pocos de su muerte, se le declaró héroe nacional y se repatriaron sus restos con pompas y platillos, en el momento que se declaraba en el país la alianza entre las dos fuerzas políticas, “ni vencedores ni vencidos”.

¿Qué gestor (o gestores) de la independencia no han sido debidamente reivindicados aún?

El festejo para el bicentenario es una buena propuesta para hacer una revisión de la historia nacional, los estudios de casos, situaciones que no se han revisado pueden dar luces de cómo fueron las cosas realmente. Pero, para ello debemos despojarnos de parámetros establecidos. Por ejemplo, no hubo un ejército de ocupación porque todos los independentistas (argentinos, colombianos y chilenos) fueron americanos y junto a los peruanos actuaron para vencer a los realistas en enfrentamientos realizados en los territorios actuales del norte argentino, Bolivia y el sur del Perú.
Tampoco podemos seguir viendo la guerra de Independencia desde un enfoque nacionalista de cada país que intervino. En este enfrentamiento hubo dos posiciones: los que estaban por el rey de España y los que estaban por la independencia, incluso aquellos que propusieron un gobierno monárquico pero no de los españoles. Sin embargo, no podemos separar entre españoles y americanos porque huboamericanos realistas y españoles independentistas. Por esa razón, no se trata de ver héroes o gestores específicos.

¿Qué hay del rol de las mujeres en este periodo histórico? Más allá de Micaela Bastidas o María Parado de Bellido, no se recuerdan otras heroínas.

El rol de las mujeres fue fundamental, recordemos que los ejércitos milicianos iban acompañados de sus mujeres quienes les cocinaban, y los curaban si estaban enfermos, y ellas vivieron al igual que los hombres las guerras del Perú. Esta es una historia que aún está por hacerse. Bolivia lo está haciendo; durante la guerra de Independencia, hubo una batalla en donde los hombres fueron totalmente diezmados y las mujeres tomaron los fusiles para continuar con el enfrentamiento, murieron todas.
Historiadora. Docente del Departamento de Humanidades de la PUCP. Miembro del Instituto Riva-Agüero.

Fuente: http://puntoedu.pucp.edu.pe  24 de julio del 2012.

Entrevista al historiador Mauricio Novoa: "Hay un mito que dice que el Virreinato fue una época oscura, atrasada, y no fue así, al menos en el mundo jurídico".

"La independencia fue un acto de fe en el Perú"

Autor: Gonzalo Pajares.
gpajares@peru21.com
Mauricio Novoa es abogado, historiador y, también, periodista. Acaba de editar En el nudo del imperio. Independencia y democracia en el Perú (IEP), un volumen donde se analiza el proceso de la Independencia del Perú y “cómo un régimen político que parecía ‘natural’, en pocos años se volvió objeto de execración”.
Estudiaste Derecho, pero te dedicas a la Historia…
En un país como el nuestro, uno no se aleja totalmente del Derecho porque todo está permeado por temas jurídicos. Siempre me interesó la Historia: mi abuelo, Alfredo Novoa Cava, fue el oficial de más alto rango fallecido en la Guerra con el Ecuador. Desde que tengo memoria, íbamos todos los 11 de setiembre a una ceremonia que se hacía en su honor.

Sin embargo, haces historia de las ideas…
Caí en ese terreno porque mi asesor en Cambridge fue David Bradley, un mexicanista y peruanista cuya principal preocupación siempre fue la historia intelectual de América Latina, sobre todo en el periodo virreinal. Por eso, mi tema de estudio es entender la cultura legal a fines del Virreinato y a comienzos de la República. Fue una cultura muy avanzada, muy compleja; las bibliotecas que uno encuentra son comparables a las de Europa. Hay un mito que dice que el Virreinato fue una época oscura, atrasada, y no fue así, al menos en el mundo jurídico.

Se habla de una España que era oscura y de una Inglaterra que resultaba luminosa…
No era así. La gente no se nutría del liberalismo anglosajón, sino del derecho hispánico como ‘Las Siete Partidas’, que decía que, en el caso de una tiranía, el poder regresaba al pueblo. Los ilustrados no leían a Hobbs, a Locke, sino que se basaban en las propias fuentes hispánicas. Por eso, eran fidelistas, fieles a la Corona Española.

Es decir, que muchos peruanos desearan una monarquía era ser consecuente con ese pensamiento…
Sí. Cuando uno hace historia de las ideas, debe colocarse en la mente de esas personas y pensar como ellas pensaban. Por ejemplo, lo que hoy entendemos por democracia no era lo que se entendía a fines del sigloXVIII e inicios del XIX. Estos peruanos tenían dos modelos: una monarquía nacional (o imperial) y una república al estilo de las ciudades-estado. Salvo EE.UU., las repúblicas como hoy las entendemos no existían. El modelo monárquico era visto como natural. Además, la república era un modelo para ciudades, no tenía alcance nacional. Su lógica era la siguiente: tuvimos a los incas, luego a los reyes de España como ‘emperadores del Perú’ –que eran llamados ‘Inca-Reyes’–, y ahora nos toca una monarquía nacional. Hemos sido muy injustos con los peruanos del siglo XIX, y solo hablamos de esa época en términos de caudillos y caos, cuando lo que vivimos fue un proceso de experimentación política.

Muchos afirman que los peruanos del siglo XIX no querían la Independencia, que esta fue impuesta…
No fue así, es otro de los mitos en la historia del Perú. En la práctica, el Virreinato era bastante autónomo. Por ejemplo, hasta 1776, de los 12 oidores de la Audiencia de Lima, 11 eran criollos. Ellos fueron reemplazados por la Corona Española, y situaciones como esta fueron la semilla del movimiento independentista pues, hasta entonces y por más de 200 años, en términos reales, los criollos habían gobernado este territorio.

¿Y los indígenas?
No debemos olvidar que en el Virreinato había una nobleza indígena que, legalmente, estaba a la altura de cualquier hidalgo, es decir, se le reconocía como paritaria. En ese sentido, había diferencias, pero yo no creo que podamos hablar de racismo en aquella época.

¿Hay mucho resentimiento en la historia del Perú?
Enorme. Esta idealización del pasado incaico hace que no podamos entendernos como un país mestizo. La Serna, en términos culturales, dejó un país que no hubiera reconocido Francisco Pizarro. A inicios del siglo XIX fuimos una sociedad compleja y avanzada y, por eso, la independencia fue un acto de fe en el Perú. Los peruanos quisieron hacer una república democrática, a pesar del desafío que representaba, y lo hicieron a la par de los grandes movimientos democráticos del mundo, no después.

¿Qué faltó?
El desarrollo de instituciones intermedias y blindadas al poder de turno –como la Cancillería y el BCR– que le hubieran dado continuidad e institucionalidad al país. Las principales víctimas de este proceso fueron la educación y la transferencia tecnológica, crisis que hasta hoy arrastramos.

¿Somos una nación?
Sí. Debemos llegar al bicentenario con esa discusión zanjada. El desborde popular ya se produjo, y el Perú ya se integró en urbes como Lima, Arequipa, Trujillo, que son un crisol del país. Víctor Andrés Belaunde lo dijo: somos una síntesis, una nación mestiza. Y, como dijo Vargas Llosa, por qué buscar una identidad si las tenemos todas.

AUTOFICHA
- Soy de Lima, nací en 1972. Estudié en La Recoleta. Allí fue mi profesor Hubert Lanssiers, quien nos enseñaba a pensar. Estudié en la de U. de Lima y en Cambridge.
- Estoy casado y tengo cuatro hijas. He sido profesor en las universidades de Lima, Londres, Indiana, Bloomington y Gerona (España).
- No solo me dedico a la academia: tengo una empresa, y ahí hacemos consultoría estratégica, asesoría sobre imagen y asuntos públicos… y hago algo de Derecho.

Fuente: Diario Perú 21. 06 de diciembre del 2012.

sábado, 10 de agosto de 2013

El general Blas de Lezo y la defensa de Cartagena de Indias ante la armada inglesa (1741).

Cojo, tuerto y manco contra los ingleses

El general Blas de Lezo impidió a la otra armada invencible tomar Cartagena de Indias

Fue el mayor asalto naval de la historia previo a Normandía


Por: Jesús Ruiz Mantilla

—Su bendición, señor obispo, por Dios se lo pido.
Doña Josefa Pacheco era muy consciente de lo que demandaba. Fuerza y un rayo de gloria por parte de Dios padre para su marido. Don Blas de Lezo, aquel obstinado vasco de Pasaia (Gipuzkoa) que no admitía en su vida más flaquezas que las debilidades que acarrean las obligaciones, debía defender Cartagena de Indias y, con ello, la entrada a saco de los ingleses en Sudamérica: una obsesión del imperio de su majestad desde los inicios de la guerra de la oreja de Jenkins, que comenzó en 1738.
Pintaban bastos. Las fuerzas andaban escandalosamente desequilibradas en proporciones de cuatro a uno. Si los ingleses contaban con 23.600 hombres a las órdenes del almirante Vernon, los españoles no pasaban de 6.000. Eso sin contar el poderío de fuego: 990 cañones frente a las 3.000 piezas de artillería británicas. Solo la fe podía salvarlos. O más bien el fanatismo.
Fe que no tenían ni los propios cartageneros en su militar, ni en su monarca, Felipe V. Por aquel marzo de 1741, con la hermosa y picantona ciudad sitiada, lo último que se le había ocurrido a aquel lunático nieto del rey Sol, que se cagaba en la cama, deliraba la mayor parte del día y la noche y había contratado al castrato Farinelli para que le cantara nanas, fue enviarles como protector a un orgulloso marinero que para colmo se había presentado en el puesto cojo, manco y tuerto.
Mediohombre, le llamaban por la calle cuando sentían el toc-toc de su pata de palo. ¿Qué podía hacer aquel engendro contra la nueva armada invencible comandada por Vernon y apoyada por un tal Lawrence Washington, hermano de George Washington, futuro libertador del continente por la parte de arriba?
‘Mediohombre’, le decían por la calle
al sentir el toc-toc de su pata de palo
Como mucho, plantarles cara, cosa que ya había ocurrido entre ambos militares en Gibraltar, ese todavía hoy nido de piratas posmodernos del que echan mano las autoridades españolas cuando la cosa se pone cruda. Lo malo es que, como señala el historiador colombiano Pablo Victoria en su libro El día que España derrotó a Inglaterra (Áltera), en aquella ocasión, Vernon salió con 200 guineas en el bolsillo, y Lezo, con una pierna menos.
Tan solo contaba 15 años y una madura adolescencia de salitre y batallas cuando tuvieron que amputarle a palo seco, sin más anestesia que unos tragos de whisky y el desmayo que le produjo su propio dolor al sentir el serrucho primero y al notar después cómo le hundían el muñón en aceite hirviendo para cortar la hemorragia.
Años después, Vernon y Lezo volvieron a enfrentarse. Su mutua persecución se fue fraguando como una leyenda en los mares. Con el tiempo, el vasco fue ascendiendo en el escalafón y disminuyendo sus facultades físicas. Más o menos dos años después de Gibraltar, perdió un ojo en Tolón cuando una esquirla de piedra se le coló entre la vista al defender un fuerte amurallado.
Cuando contaba 25 años y era capitán de navío, se encontraba en el Mediterráneo. Debía abastecer a las naves que merodeaban Barcelona en la guerra de sucesión y participó en los bombardeos sobre la ciudad a bordo del Campanella cuando una bala de mosquete le atravesó el antebrazo derecho.
De esa guisa ni se le pasó por la imaginación abandonar la marina y fue a parar a Lima, donde se casó con Josefa Pacheco. Ya era una especie de santón entre los corsarios cuando dio con sus huesos en Cartagena de Indias. Por su parte, Vernon también había hecho carrera y se mostraba dispuesto a jugar en la gran liga de leyendas marinas británicas.
Más o menos dos años después
de Gibraltar, perdió un ojo en Tolón
Al español le asistía la orgullosa humildad de saberse inferior y, por tanto, verse obligado a echar mano de su inteligencia para compensar sus carencias. El inglés era un fantasma obnubilado además por el poderío de su flota, cuya grandeza acabó convirtiéndose en debilidad, como indica el experto en Lezo José Vicente Pascual.
La historia les enfrentó en 1741. Los ingleses habían decidido el asalto final. Lezo los esperaba, como el capitán Ahab aguardaba en aquella gran metáfora de todos los fantasmas a Moby Dick. Querían estrangular la línea entre el norte y el sur y cortar el tráfico de riquezas hacia España por Panamá. Nadie creyó en su estrategia. Pero el viejo marino supo aprovechar las pocas ventajas que tenía al máximo. Vernon, en cambio, estaba dispuesto a ahogarse en su propia arrogancia.
“Enviaron la mayor fuerza naval conocida hasta entonces en la historia de la humanidad”, comenta Pascual. Algo no repetido después hasta el desembarco de Normandía. Los bombardeos fueron los más violentos e intensos vividos en el continente americano hasta esa fecha. Lo que hizo a Vernon cometer el error de creer tan a priori en su victoria que hasta mandó noticias de la misma antes de que se produjera.
No esperaba el inglés que Lezo pudiera sacar tanto partido a la hora de acorralarlos por las estrechas entradas a la bahía de Bocachica y Bocagrande. Habilidad y fanatismo fueron cruciales. Los efectivos británicos alucinaban cuando les contemplaban rezar. Los ruegos surtieron su efecto, al parecer. Las deficiencias de abastecimiento, el calor, las enfermedades, la peste, fueron mermando las fuerzas inglesas hasta igualar números. Eso y la sangrienta batalla en tierra firme, que acabó con 2.000 bajas del enemigo y otros tantos huyendo despavoridamente. Las deserciones en masa de algunos que quisieron abrazar la fe para que se les diera bien de comer en los hospitales dio también, entre otras cosas, una victoria de la que a Lezo no le gustaba alardear. “Hemos quedado libres de estos inconvenientes”, se limitó a informar a sus superiores.
Lo que menos sospechó es que el enemigo lo tenía dentro. Sus desavenencias con el virrey de Nueva Granada, Sebastián Eslava, que le negó varias peticiones y le puso en entredicho, labraron su caída en desgracia en la corte. No tuvo tiempo de sufrirla mucho, porque la misma peste que había hecho mella en el enemigo se lo llevó por delante el 7 de septiembre de 1741.
Vernon, en cambio, regresó a Inglaterra y vivió un discreto declive. Discreto porque no era cuestión de cobrarle en público un descalabro que hubiese servido de desmoralización general. Así que fue enterrado en Westminster. Lezo murió en el olvido, sin cobrar las pagas atrasadas y dejando casi a la intemperie a su familia.
Dos ejemplos más de cómo cada país ha tratado a sus héroes. Los españoles los entierran como a villanos. Los ingleses disimulan con eufemismos hasta las catástrofes. En la lápida de Vernon se lee: “Sometió a Chagres y en Cartagena conquistó hasta donde la fuerza naval pudo llevar la victoria”. Es decir, hasta su propia derrota. Si no es eso un genial eufemismo…
Fuente: Diario El País. 10 de agosto del 2013.

Los científicos coloniales y su prejuicio en el estudio de la anatomía africana.


Historia de Sarah Bartman, la venus Hottentot

Saartjie Baartman (comúnmente conocida como Sara) nació en 1789 en una región cercana al río Gamtoos en Cabo Este. Hogar de los nativos Joi-Joi. El carácter dulce y pacífico de los Joi-Joi del África del Sur los llevó a recibir amigablemente a los Boers (campesinos) instalados, en el siglo XVII, en la Colonia del Cabo, por la Compañía de Indias Orientales holandesa. Rápidamente, las tierras fueron apropiadas por los blancos, y los nativos sometidos a esclavitud.
La historia de Sara es una historia de humillación que refleja el morbo de los científicos coloniales y su prejuicio en el estudio de la anatomía humana. Durante su adolescencia, Sara emigró a Cape Flats, cerca de Ciudad del Cabo donde terminó siendo esclava de unos granjeros y vivió en una pequeña cabaña hasta 1810. Ese año fue vendida al doctor británico William Dunlop, quien la persuadió para irse con él en barco hacia Inglaterra.
Lo que Dunlop deseaba, era presentarla en su circo como una rareza, una curiosidad científica, y hacer dinero con ella a través de exhibiciones. Algunas partes del cuerpo de Sara eran algo exorbitantes. Pertenecía a la tribu de los Khoisan, los cuales anatómicamente  acumulan la grasa corporal en los glúteos de manera prominente. Estas características son naturales para los Khoisan, y los europeos se basaron en ello para justificar su prejuicio contra los africanos y sus rasgos. A principios del siglo XIX, los europeos demostraban una ambigua aptitud hacia los Africanos, éstos eran considerados inferiores pero a la vez representaban una fijación sexual para la sociedad de entonces.
Sara fue bautizada con el nombre “artístico” de “Venus Hotentot” (‘Hottentot Venus’). El término peyorativo “Hottentot”, fue usado por los holandeses para referirse despectivamente a la “gente del monte”.
Como todos sabemos, Venus es la Diosa Romana del Amor, por lo tanto este apelativo no fue más que una cruel ironía ya que la diosa Venus era admirada e idolatrada, mientras que Sara se convirtió en un objeto de deseo y fue víctima de continuos abusos.
Las crónicas afirman que en sus presentaciones en Londres, era obligada a “desfilar” desnuda en una plataforma de dos pies de altura, así como a obedecer a su guardián cuando éste le ordenaba cómo “actuar en el escenario”. Por un pago extra, se le permitía a los espectadores que tocaran sus exuberantes glúteos, producto de la esteatopigia, que es la excesiva acumulación de grasa en esa área, característica común en algunas tribus de África. Este tipo de explotación es muy similar a la que se vive en nuestros días en miles de ciudades alrededor del mundo, inclusive hacia menores de edad. Algo muy aceptado (no tan discretamente) en nuestra insensible Civilización que no se diferencia en nada al hombre del Siglo XIX.
Hubo protestas en Londres debido a la manera en que Sara era tratada. Estas presentaciones se llevaron a cabo en una época en que se debatía la abolición de la esclavitud, y surgieron protestas en Londres cuestionando su explotación. Y el circo en el que la exhibían recibió presiones de ciertos sectores sociales y estuvo a punto de ser clausurado, ya que Sara Baartman no participaba voluntariamente en el, pero el doctor William Dunlop demostró que ella estaba de acuerdo, ya que presentó un contrato que ella había firmado. Hasta el día de hoy se duda que Sara realmente haya conocido o firmado aquel documento.
Finalmente, una sociedad benéfica solicitó la prohibición del espectáculo y Sara fue llevada ante los tribunales. Luego de que esto provocara el fin de tan repudiable negocio en Inglaterra, fue trasladada a París, donde un domador de fieras la exhibió durante quince meses y así continuó su degradante exhibición. En París atrajo la atención de científicos franceses, en particular la de George Cuvier, quien la describió como una mujer inteligente, de excelente memoria y que hablaba fluidamente el holandés.
Ya en el tiempo que los parisinos perdieron interés en el show de Sara, fue forzada a prostituirse. Ella  no pudo resistir el frío clima, la “cultura” europea, ni el abuso de su cuerpo. Sola, enferma y alcohólica, falleció el 29 de diciembre de 1815 a la corta edad de 25 años. Cinco años después de haber salido de su natal África. Víctima de la cruel codicia, prejuicio y despiadada explotación de una Sociedad carente de altruismo, sensibilidad ni respeto hacia sus semejantes. En donde la dominación de género predomina ante la equidad. Y la mórbida avidez desplaza la solidaridad y compasión tan limitada en la raza humana.
Lastimosamente ni después de fallecer recibió una muestra de respeto. A menos de 24 horas de su deceso la comunidad científica parisina se reunió para realizar su autopsia, luego de que Cuvier realizara un vaciado en yeso de su cuerpo. Los resultados de la autopsia fueron publicados también por Cuvier. Su esqueleto, su cerebro y sus genitales estuvieron en exposición en el Museo del Hombre de París. Sus genitales, sobre todo, fueron durante mucho tiempo objeto de gran curiosidad, por poseer la característica llamada sinus pudorisque es una elongación de los labios menores de la vagina, propia de las mujeres Joi-Joi. Sobre la base de estos estudios “científicos” de la Venus Hotentot, un etnólogo norteamericano, Josiah Clark Nott, llegó a la conclusión de que los Hottentot eran los especímenes más bajos y más bestiales de la humanidad.
Sus restos fueron expuestos al público durante más de 160 años, muchísimo después, en 1994, el entonces presidente de Sudáfrica, Nelson Mandela, realizó una petición formal a Francois Mitterrand para que sus restos sean devueltos a casa.
Los franceses en un inicio se mostraron reacios a la solicitud puesto que esto podría dar lugar a reclamaciones por parte de otros países para la devolución de objetos que llenan sus museos, razón por la cual se tuvo que legislar una Ley especial en el Parlamento que se prolongó por muchos años.
Luego de 160 años de exhibición, los restos de Sara fueron removidos del museo en 1974.  Finalmente fue devuelta y sepultada el 9 de agosto del 2002, Día de la Mujer en su país, en una región cercana al río Gamtoos en Cabo Este, en el sitio donde nació. Ahora en Sudáfrica es considerada un símbolo nacional.
Diana Ferrus, poetisa sudafricana de ascendencia Joi-Joi, le dedicó el siguiente poema:
He venido a sacarte de esta miseria
a llevarte lejos de los ojos curiosos
del monstruo fabricado por el hombre
que vive en las tinieblas
con sus garras de imperialismo
que diseccionó tu cuerpo parte por parte
que asoció tu alma a la de Satán
y se declaró él mismo el dios absoluto.

Fuente: http://www.nedobandam.com/ 09 de enero del 2013.

viernes, 9 de agosto de 2013

CRÍTICA AL LIBRO "LA CIUDADANÍA CORPORATIVA. POLÍTICA, CONSTITUCIONES Y SUFRAGIO EN EL PERÚ (1821-1896)".


COMENTARIO A "LA CIUDADANÍA CORPORATIVA. POLÍTICA, CONSTITUCIONES Y SUFRAGIO EN EL PERÚ (1821-1896)", DE ALICIA DEL ÁGUILA

Por: María Isabel RemySocióloga, Instituto de Estudios Peruanos.

El libro analiza tres periodos (1821-1834, 1834-1860 y 1860-1896), a lo largo de los cuales estuvieron vigentes siete constituciones, en las que se enfrenta la tarea de construir un Estado nacional sobre bases republicanas, esto es, definir un territorio nacional y las lógicas de demarcación y gestión, delimitar la “comunidad nacional” y sus derechos, definir la forma de gobierno y los sistemas de autoridad nacional y local, así como las formas de acceso al poder. En cada caso, diversas opciones se manejan y diferentes balances de poder van expresándose en las constituciones. Por eso el enorme interés del periodo.

Pero lo que es aún más relevante es que esta construcción de un Estado nacional se desarrolla sobre lo que había sido un territorio colonial administrativo y un orden estamental basado en diferencias étnicas. Las opciones de construcción del Estado en el Perú definen el paso (entre alternativas diversas) de un régimen colonial, con intrínsecas y explícitas desigualdades, vigentes en la economía tanto como en la cultura, a una República, en principio, sustentada en la igualdad.
En cada periodo, la autora da cuenta del contexto político (más finamente presentado en los dos últimos) y de las corrientes intelectuales y políticas que sirven para legitimar las decisiones que toma, principalmente el Congreso, en los diferentes temas que terminan configurando el territorio, el ejercicio del poder y la fuente del poder (la soberanía, la ciudadanía).

Efectivamente, ante lo que estamos entonces con el libro de Alicia del Águila es frente a una sociedad que sale de un régimen colonial y erige un nuevo estado, y en ese proceso va construyendo lógicas de inclusión/exclusión.
Hace bien Alicia del Águila en empezar con la influencia gaditana en un par de aspectos acerca de la cuestión de la ciudadanía (lo hace también Aljovin en su historia de las elecciones y también Nuria Sala): la incorporación de los indígenas como súbditos con derechos políticos en la Constitución de Cádiz (desde la elección de diputados en 1812) y el establecimiento del voto indirecto. El primero, la inclusión de los indígenas, abre el escenario de participación; el segundo tiende a cerrarlo. Ambos marcan las vicisitudes de la legislación electoral hasta 1896, cuando el debate de opciones se cierra: los indígenas quedan excluidos en razón de su analfabetismo y la elección de autoridades se establece por elección directa.

Tenemos ahora (antes no estaba tan desarrollado) un fresco sobre la condición de ciudadanía en todo el siglo XIX: las normas (constituciones, leyes electorales), los debates y el contexto político general. Eso es muy valioso.

Lo que está en juego en la cuestión de la ciudadanía son los límites de la inclusión. Como sabemos, el demos, el pueblo y el soberano pueden tener un tamaño variable: hasta 1960, el demos excluía al cincuenta por ciento de la población: las mujeres. Hasta 1980, excluía a los analfabetos y a los menores de 21 años. Hoy excluye a los menores de 18 años.

Cada exclusión/inclusión se asocia a rasgos particulares de la sociedad. Hasta 1896, las mujeres sí estábamos excluidas, pero no necesariamente los analfabetos: no todos; no siempre; y esa es una de las pistas del libro. Efectivamente, ante lo que estamos entonces con el libro de Alicia del Águila es frente a una sociedad que sale de un régimen colonial y erige un nuevo estado, y en ese proceso va construyendo lógicas de inclusión/exclusión. No es entonces solo un listado de normas; es adentrarnos en la comprensión, a través de ellas y sus debates, de los procesos sociales en curso.

Hay dos temas de enorme interés en ese juego de inclusiones/exclusiones. Uno sistemáticamente seguido en el libro es la cuestión de los indígenas y de la “plebe” (urbana). El segundo (con brochazos menos sistemáticos) es la organización del poder en el territorio. A los dos me voy a referir para terminar discutiendo la hipótesis del libro sobre una “ciudadanía corporativa”.

Los indios y la plebe urbana  

Aquí, en diferentes países, en Francia o en Inglaterra, la construcción de sistemas de derechos de participación enfrenta la cuestión de la inclusión o no de los pobres, los que no tributan, los que son dependientes de otros (no son autónomos). Las democracias censitarias (las que definen el derecho al voto en función del nivel de renta y el pago de impuestos) son algo común en todas partes en el siglo XIX.

La ciudadanía universal es más bien una excepción. Como recuerda Alicia del Águila, a las restricciones censitarias se agregan las restricciones de capacidades asociadas al nivel cultural: la República debe contar con el aporte de sus miembros más cultos, aun cuando no paguen impuestos, y eventualmente descartar el de aquellos que, aun pagándolos, no sepan cuando menos leer y escribir. Solo la Constitución de 1828 (vigente hasta 1839) no impuso restricciones censitarias ni culturales, aunque, en 1834, la ley electoral reinstaura la exclusión censitaria. También en 1867 la Constitución es ampliamente inclusiva, pero no llegó a tener vigencia.

No sabemos si efectivamente los indígenas participan en las elecciones. Es decir, no sabemos si todas estas leyes se usan y la ciudadanía tiene efectivamente un contenido de poder democrático.
Cualquier restricción resuelve el “problema” de la plebe urbana: son analfabetos y no pagan impuestos. Con la sola excepción del lapso que va de 1828 a 1834, la plebe urbana está siempre excluida. Pero qué sucede con los analfabetos que sí pagan impuestos. El libro recuerda que ese es el caso de los artesanos jefes de talleres, que pagan impuesto de patente, y de los indígenas que hasta 1854 pagan una contribución. También lo es, eso se remarca menos, el de una capa de comerciantes, arrieros y medianos propietarios mestizos (“castas de mezcla”) de los pueblos rurales que pagan patentes o impuestos prediales.

Lo que recoge la autora es la cuestión de que, estando la mayor parte del periodo vigente la exclusión por analfabetismo, las diferentes normas van incorporando selectivamente o excluyendo a estos sectores, principalmente a los indígenas (la plebe urbana queda siempre fuera y los jefes de talleres de artesanos siempre dentro, sea por ser contribuyentes en general o explícitamente por “jefes de taller”). ¿Por qué abrirles la puerta?

La cuestión indígena tiene inicialmente una razón: su tributo étnico (étnico republicano hasta 1854) financia entre el 75% y el 80 % de los ingresos del Estado hasta la explotación del guano de las islas. El tema, menos claro en el libro, es que la vigencia del tributo (colectivo) protege las tierras (comunales).

Hasta 1854, cuando el tributo se elimina, el problema es menos complejo. Entre 1823 y 1826, el reconocimiento de ciudadanía exige tener tierras, industria y ciencia; y el requisito de saber leer y escribir se posterga en principio hasta que el Estado cumpla con su deber de instalar escuelas. Los indígenas tienen tierras y pagan una contribución: no hay problema. En 1834, se requiere pagar alguna contribución (es importante mencionar que está vigente la contribución de castas, no mencionada en el texto), lo que los incluye nuevamente, y en 1839 se requiere pagar alguna contribución y saber leer o escribir, restricción que no se aplica a los indígenas (hasta que el Estado funde escuelas).

La cuestión es más difícil desde 1854, cuando el Estado no protege más las tierras comunales, tema que la autora no incorpora, y estas se reparten muy desigualmente. Lo que sucede con estas tierras no está muy estudiado. Personalmente, he encontrado indígenas inscribiéndose en padrones de propietarios y pagando el impuesto predial (probablemente familias poderosas de originarios o descendientes de caciques). Hay que recordar que en el Perú no llega a implementarse una política, como en Bolivia, de reversión de tierras comunales al Estado (se llega a discutir, pero nunca se aplica). Entonces, cuando los legisladores después de 1854 mencionan el pago de impuestos o la propiedad como condición de ciudadanía, aún incluyen a estos indios “ricos” aunque analfabetos, pero ya no, probablemente, a todos.

Poderes territoriales

La pregunta, sin embargo, es ¿por qué la excepción de analfabetismo sigue rigiendo para los indígenas? Eso remite a nuestro segundo y espinoso tema: el de los poderes territoriales. El peso de la representación política de las provincias en el Congreso lo da el número de electores: si se elimina de la ciudadanía a los indígenas por ser analfabetos, el sur andino (siempre en riesgo de levantar opciones federales o secesionistas o confederales con Bolivia) pierde el peso —enorme— que ganó en la República precisamente por concentrar la mayor cantidad de población indígena, que pagaba con su tributo los gastos del Estado. Del Águila lo sospecha, pero el grueso de la discusión que la autora recoge sobre la incorporación de los indígenas es ideológico.

Ahora bien, al tener derecho al voto, ¿tienen los indígenas derecho al poder? No en realidad; el sistema electoral es indirecto la mayor parte del XIX: lo que tienen derecho a elegir son unos electores de primer nivel, que elegirán electores, que tienen a su cargo elegir autoridades o representantes (que sí son alfabetos y con rentas altas). Podría ser que, en realidad, los indígenas no sean sino número, cálculo, masa que permite mantener alta la representación de las regiones de la sierra.

Además, a diferencia de la plebe urbana, están por definición dispersos. La pregunta que no tenemos respondida es ¿realmente votan? Es difícil imaginar que indígenas de comunidades (como son la mayoría), distantes de las ciudades, caminen largas distancias (no hay carreteras, por supuesto) para votar por unos electores. ¿Todos, algunos, pocos, se desplazan uno o dos días para ejercer su derecho ciudadano? Eso es un tema aún inexplorado. No sabemos si efectivamente los indígenas participan en las elecciones. Es decir, no sabemos si todas estas leyes se usan y la ciudadanía tiene efectivamente un contenido de poder democrático. Estudios nuevos sobre la base del importante avance realizado por Del Águila en su libro deberán ir llenando este vacío.

¿Ciudadanía corporativa?
 

La autora se pregunta si el carácter “corporativo” fundante de la ciudadanía, término que asocia a la concesión enumerativa de derechos ciudadanos definiendo colectivos que se incluyen (artesanos, profesionales o indígenas), tiene que ver con la debilidad de los partidos políticos en el Perú. Infortunadamente, el tema se pierde en el libro, pero podría pensarse en otras hipótesis.

Con una extensión cercana a la actual, la población peruana en 1899 era poco más de un décimo de la presente (unos 3 millones de habitantes). La realidad demográfica era la de unas pocas ciudades, bastante desconectadas entre sí, y algunos pueblos controlando enormes ámbitos rurales donde vivía la mayor parte de la población, dispersa en pequeños caseríos.

En cada región, de enormes diferencias ecológicas, productivas, comerciales y étnicas, hay dinámicas de poder diferentes. Hasta 1896, élites regionales y locales organizan, conflictivamente, espacios de poder: facciones, grupos en alianza —o no— con grupos de indígenas disputan un poder enorme, pero precario. El propio sistema electoral (más allá del derecho al voto) es débil, corrupto, excluyente, faccional. Hasta 1896, cuando el sistema electoral mínimamente se organiza.

¿Por qué este espacio feudalizado, donde el poder se fragmente en unidades locales, disputado por élites locales y notables regionales, es unitario?

La pregunta, que creo que tiene que ver con la debilidad del sistema de partidos políticos en el Perú del XIX, no es tanto si se trata de un régimen de ciudadanía corporativa, cuyos argumentos no terminan de ser contundentes, sino ¿por qué la forma de organización del estado (unitario/federal) no se convierte en un clivaje importante en la definición de identidades políticas, de partidos?

Quizás la respuesta podría estar precisamente en este manejo negociado de “cuotas” de electores para las regiones, que permite una especie de pacto por el cual regiones como el sur andino se mantienen bajo un estado unitario y centralista. Es decir, élites limeñas, costeñas, abren cupos de poder a élites regionales, reconociéndoles el peso que le otorgan sus sectores populares (indios o mestizos pobres y analfabetos), y eliminan así tentaciones federalistas.

Tras la Guerra del Pacífico y la pérdida de territorios del sur, y concomitante al proceso de gran expansión de latifundios sobre tierras de indígenas hacia 1880, los poderes regionales se ordenan y dejan de estar en conflicto. Los hacendados —latifundistas—  hegemonizan el espacio y controlan directamente a sus indígenas. No se requiere la negociación con la élite limeña; afirman su poder regional y pueden ceder peso nacional: el contexto para eliminar el voto de la población analfabeta se abre.

Los análisis propuestos por Alicia del Águila, sobre la base de una minuciosa recopilación de información, abren nuevos debates sobre la formación del Estado en el Perú. El libro publicado por el Instituto de Estudios Peruanos es un sólido paso adelante que alentará nuevas investigaciones.


FuenteRemy, María Isabel . “Comentario a "La ciudadanía corporativa. Política, constituciones y sufragio en el Perú (1821-1896)", de Alicia del Águila”. En Revista Argumentos, año 7, n° 3. Julio 2013. Disponible en http://revistargumentos.org.pe/ciudadania_corporativa_politica.html ISSN 2076-7722