viernes, 20 de diciembre de 2013

El conquistador Francisco Pizarro y la Leyenda Negra.


PIZARRO O LA LEYENDA NEGRA DEL CONQUISTADOR

Eddy Walter Romero Meza*

La historia del Perú es un campo de batalla ideológico como toda historia nacional. Durante el siglo XX, hispanistas e indigenistas, discutieron ampliamente el significado de la conquista y la colonia. Mientras los primeros enfatizaban el valor civilizador de occidente, considerando lo pre-hispánico apenas como un sustrato primigenio de nuestra historia. Los indigenistas se autoerigieron como la autentica expresión americana, rechazando (moralmente) el legado cultural europeo que durante la colonia (y luego la república) desplazo a las raíces históricas de nuestro continente (1)

Es en este escenario que se definirá parte importante de la narrativa histórica que predominara en el imaginario social peruano. Siendo la posición indigenista, la que logre mayor difusión (y legitimidad) con los años. Esto gracias a los diversos movimientos sociales que cuestionaron el orden político criollo, así como su origen histórico-cultural.

Una etapa histórica, especialmente repudiada por los indigenistas, dado su carácter trágico, será la conquista española. Periodo concebido como el inicio de un “genocidio” sistemático contra los indígenas y el fin de nuestra grandeza histórico-cultural: el imperio incaico.

La figura que personificara este doloroso momento, será la del conquistador Francisco Pizarro; sobre el cual caerá todo el desprecio de un pueblo, que se siente despojado y desplazado por este hombre y sus descendientes, los grupos criollos.

Cabe resaltar, sin embargo, que contrario a la posición hoy casi dominante, hubo importantes posturas hispanistas, tales como la del historiador Raúl Porras Barrenechea, que presentaron al conquistador Francisco Pizarro como personaje heroico, fundador de ciudades, estadista, occidentalizador y padre del mestizaje peruano.

La conquista española en América ha sido objeto de múltiples discusiones. Los hispanistas presentaron a Pizarro como personaje valeroso, inteligente y esforzado, mientras los defensores del mundo andino, lo califican de sanguinario, codicioso y mentiroso. Esta última postura, por su carácter “nacionalista”, ha primado en el imaginario colectivo peruano.

Desde hace muchas décadas, un maniqueísmo torpe se ha formado en torno a la conquista: “europeos malos” e “indios buenos”. Donde, si bien es innegable los crueles hechos de sangre que supuso la invasión española, son igualmente ciertas las contradicciones del mundo andino y las cruentas guerras que atravesó (la última de ellas entre Atahualpa y Huáscar).  Este maniqueísmo expresa claramente la oscilación peruana entre la “leyenda blanca” del Tahuantinsuyo y la “leyenda negra” de lo hispánico, asunto especialmente vigente en la enseñanza escolar. No resulta extraño así que toda la animadversión contra lo español, se dirija especialmente a Francisco Pizarro, la figura sobresaliente en esta compleja etapa.

Leer el artículo completo en: El conquistador Francisco Pizarro y la Leyenda Negra. Hispanic American Historical Review.

domingo, 15 de diciembre de 2013

Francisco Durand: Los Romero. Fe, Fama y Fortuna. Historia económica del Perú.

Los Romero: fe, fama y fortuna

Dionisio Romero fue, por muchos años, no solo el empresario número uno en este país sino también uno de los hombres más poderosos. Fue el símbolo de que el poder y el dinero podían ir juntos sin levantar muchas sospechas y hasta, incluso, causar admiración.

En realidad, el caso de la relación Dionisio Romero-Vladimiro Montesinos, es un buen ejemplo de cómo operan muchos empresarios en el país, especialmente de aquellos que pregonan el liberalismo. Es el viejo truco de gritar contra el Estado pero vivir de éste mediante las prebendas y una legislación redactada por sus “técnicos”, siempre a su favor.

Alberto Adrianzén 

¿Cómo fue el primer Romero que llegó a este país? ¿Cómo fueron las sucesiones en ese clan familiar y cómo crecieron hasta construir un imperio económico y convertirse en uno de los grupos económicos más poderosos del Perú? Son algunas preguntas que responde el excelente libro que acaba de publicar el sociólogo Francisco Durand: Los Romero. Fe, Fama y Fortuna, publicado bajo el sello DESCO y El Virrey.

El libro de Durand, que en cierta manera continúa y mejora los trabajos de Carlos Malpica iniciados con su famoso libro Los dueños del Perú, demuestra, como él mismo dice, cómo “La historia económica de un país es en buena medida la historia de las empresas y de los empresarios que las forman y desarrollan, algunas veces con suficiente esfuerzo y fortuna como para hacerlas crecer por muchos años y transferir el mando y la propiedad a nuevas generaciones”. Los Romero, al igual que muchas fortunas en América Latina, pertenecen a lo que se llama el “capitalismo familiar”.

En sus más de 500 páginas podemos descubrir el proceso complejo, por cierto, de cómo un español que llega al Perú en el siglo XIX, luego de la Guerra del Pacífico, logra poner los cimientos, que serán continuados por sus sucesores, no solo de lo que podemos llamar la dinastía Romero sino también del imperio económico que lleva el mismo nombre. 

El libro tiene varias virtudes. Una de ellas es que va más allá de la anécdota, presente en algunos trabajos periodísticos que hablan de los grupos económicos y de los ricos. Durand, con mucho acierto, une al personaje, en este caso la familia Romero, con las circunstancias históricas que le tocó vivir. Los personajes se mueven en un contexto familiar, regional (Piura) y nacional en el cual el lector descubre, a partir de opciones tomadas, cómo se fue formando el grupo y su fortuna.

Otra virtud es el lenguaje ponderado, la visión serena y, diría, bastante objetiva que Durand nos ofrece de los Romero. En este como en otros trabajos, el autor ha optado por la seriedad. No estamos frente a un libro de “denuncia”. Todo lo contrario. El tratamiento que Durand da a la familia Romero permite que el lector, por momentos, logre una empatía con ellos. La laboriosidad, la búsqueda de la excelencia empresarial, la ética basada en el ahorro, en el trabajo y en una fuerte religiosidad, las estrategias de crecimiento económico y hasta el alejamiento del estilo aristocrático y oligárquico de algunos ricos peruanos, hacen de los Romero una familia en la que su fortuna, cuando menos al inicio y por algún tiempo, se la ganaron en base al trabajo y a una racionalidad empresarial. 

Sin embargo, así como Durand es objetivo y ponderado en resaltar los atributos positivos de la familia, también lo es al momento de describir, en el capítulo 15, lo que él llama “En el corazón de las tinieblas”, cuando se refiere a las relaciones que Dionisio Romero, tercer jefe de la dinastía, estableció con el fujimorismo y, más concretamente, con Vladimiro Montesinos.

En el último CADE, un conocido ejecutivo de grandes empresas dijo que “en los años 70 actuar desde el Estado era lo más propicio”. Eso hizo Dionisio Romero. A diferencia de otros empresarios que se enfrentaron abiertamente al poderoso Estado velasquista, él decidió penetrarlo. Una vez promulgada la reforma agraria, entregó voluntariamente las tierras del Grupo Romero y gracias a los bonos pagados por las tierras expropiadas logró expandir aún más la fortuna y propiedades del grupo, para luego tomar el control del Banco de Crédito.

Los anteriores jefes del clan Romero se relacionaron con Estados débiles o subordinados a la oligarquía, mientras que Dionisio Romero estableció una nueva relación con el Estado, e inauguró un estilo que consistió en ubicar en puestos claves del Estado, como el MEF, a sus allegados u hombres de confianza. Fue el inicio de lo que hoy se conoce como la “puerta giratoria” que consiste en “prestar” técnicos por un tiempo al Estado para que estos defiendan los intereses de los privados. El libro, en este punto, muestra con mucha claridad cómo funcionó este nuevo estilo y quiénes fueron esos hombres de confianza. 

En realidad, el caso de la relación Dionisio Romero-Vladimiro Montesinos es un buen ejemplo de cómo operan muchos empresarios en el país, especialmente de aquellos que pregonan el liberalismo. Es el viejo truco de gritar contra el Estado pero vivir de éste mediante las prebendas y una legislación redactada por sus “técnicos”, siempre a su favor. 

En ese sentido, el libro de Francisco Durand es una excelente radiografía de los Romero y su Grupo y del “alma” de muchos empresarios peruanos que tienen poca cercanía a un liberalismo bien entendido. Esperamos que el libro no sea “silenciado” por esta nueva policía del pensamiento, acostumbrada a “esconder” todo aquello que es contrario a sus intereses.

Fuente: Diario La Primera. 15 de diciembre del 2013. 

sábado, 14 de diciembre de 2013

La batalla de Tarapacá. Victoria peruana en el sur.

La victoria gloriosa de Tarapacá

La captura del Monitor Huáscar y la muerte heroica del almirante Miguel Grau en el Combate de Angamos, donde un solo buque se enfrentó a toda la escuadra enemiga, determinó que Chile consiguiera la supremacía en el mar que Grau la había mantenido inexpugnable frente a los invasores, hundiendo a cuanto buque chileno se atreviera a entrar, por espacio de ocho meses, lapso en que facilitó el abastecimiento de armamento, municiones, víveres y el traslado de tropas patriotas hasta las bases operativas del Primer Ejército del Sur.

Julio del Carpio Gallegos Tnte. Crnl. EP (r)

La correlación de fuerzas se inclinó a favor de los invasores con el desembarco de un ejército de 10 mil soldados chilenos en Pisagua, registrado el 02 de noviembre de 1879, destinado a penetrar el interior del departamento de Tarapacá para consolidar sus posiciones y controlar las vías de comunicación y suministros.

En este contexto, se produjeron dos acciones militares de distinta importancia: un encuentro de caballería, el seis de noviembre de 1879, muy limitado en Germania, conocido en la historia como el combate de Germania o Combate de Agua Santa, en el que una unidad de la caballería chilena venció a otra de la caballería aliada comandada por el Teniente Coronel José Sepúlveda, que se encontraba en la retaguardia del ejército aliado.

A este revés, siguió una batalla en el cerro San Francisco o Dolores, el día 19 del mismo mes, en el que los aliados fueron rebasados debido a un apresuramiento del batallón boliviano Illimani de iniciar el ataque, seguido de un ataque patriota desordenado que facilitó que muchos combatientes peruanos murieran al ascender el cerro bajo una lluvia de fuego enemigo.

Por si esta cadena de reveses fuera poco, el ejército boliviano, al mando del general Hilarión Daza, optó por la retirada de Camarones, para dirigirse a Arica sin enfrentar batalla alguna.

PLAN DE LOS INVASORES

Producto de todo lo anterior, el ejército peruano inició un repliegue hacia Tiliviche, para luego marchar hacia el puerto de Arica, con el fin de reunirse con las fuerzas aliadas que se encontraban en esta posición.

La retirada de las tropas peruanas a través del inclemente desierto de Atacama, el más árido del mundo donde las temperaturas promedio oscilan en rangos de 50 grados, constituyen una página épica en la historia universal solo comparable a las campañas de Aníbal y su ejército, que recorrieron a campo traviesa los Pirineos y los Alpes con el objetivo de conquistar el norte de Italia.

El Primer Ejercito del Sur, después de atravesar la pampa de Tamarugal, ahogado por la sed, exhausto por el cansancio, arribó a la quebrada de Tarapacá, donde las tropas hicieron un alto para darse un descanso en su marcha hacia Arica, meta distante a 500 kilómetros, a la que para llegar tendrían que atravesar terrenos desérticos desprovistos de recurso alguno, sin abastecimientos, sin línea de comunicaciones y acosado por un enemigo inmensamente superior en efectivos y armamento de última generación.

El General en Jefe del Ejército chileno, Manuel Bulnes, al tener conocimiento de la vulnerable situación en que se encontraban las Fuerzas Peruanas decidió enviar un Ejército de 3,500 hombres para aniquilarlos en el fondo de la quebrada de Tarapacá.

La fecha elegida fue el 27 de noviembre de 1879 y consistía en lanzar una maniobra de doble envolvimiento a cargo de tres divisiones para sorprender a los peruanos en el fondo de la quebrada. La primera, al mando del coronel Ricardo Santa Cruz, desencadenó su ataque desde la posición de Huarasiña, la 2da. División, al mando del coronel Eleuterio Ramírez atacó por el flanco que domina el pueblo, completando el cerco con la 3ra División, al mando del general Luis Arteaga, cuya misión era cortar la retirada de las fuerzas que escaparan al aniquilamiento del grueso.

REACCIÓN PERUANA

Para que el plan de ataque resultara como estaba previsto, era necesario: 1) que las tres divisiones chilenas salieran a distintas horas para llegar a las posiciones prefijadas de manera sincronizada, y, 2) el factor sorpresa, pero ésta contra todos sus planes se desvaneció, debido a que la tropa de Santa Cruz quedó a la vista de los peruanos que notaron su presencia de inmediato. Los patriotas se dieron cuenta del peligro que los amenazaba y comprendieron en pocos minutos el plan de los atacantes. Rápidamente se impartieron las órdenes respectivas para sacar a sus tropas del fondo de la quebrada y llevarlas a la parte alta donde ofrecerían batalla en mejores condiciones.

Las fuerzas peruanas reaccionaron con celeridad y organizaron inicialmente una defensa móvil. La 2da División al mando del coronel Andrés Avelino Cáceres contraatacó y escaló los casi inaccesibles cerros, al llegar a la cumbre en una lucha cuerpo a cuerpo rechazó el ataque del enemigo; los valerosos soldados del Batallón "Zepita" en una invencible carga a la bayoneta lograron apoderarse de 4 cañones Krupp, continuaron su avance despojándose de sus viejos rifles Chassepot y recogiendo los fusiles Komblain que arrojaban los chilenos en su desesperada fuga, con los cuales les ocasionaron fuertes bajas.

La 3ra. División, al mando del Coronel Francisco Bolognesi contraatacó a la división chilena que se encontraba en las alturas de Huarasiña y después de un prolongado combate los desalojó de la posición que ocupaban poniéndolas en fugas, destacando la acción del Guardia Mariano de los Santos del Batallón "Guardias de Arequipa", quien logró capturar el Estandarte de Guerra del Regimiento chileno 2do de Línea.

No se contaba con caballería ni artillería. En total eran 4.486 hombres. Los oficiales peruanos eran de reconocida capacidad, entre los que se destacaban Justo Pastor Dávila, Andrés Avelino Cáceres, Miguel Ríos, Belisario Suárez, Alfonso Ugarte, Francisco Bolognesi y Roque Sáenz Peña, todos bajo el mando de Juan Buendía, general en jefe de los ejércitos del Sur.

VICTORIA PERUANA

El tenaz combate luchado encarnizadamente se decidió cuando la División Peruana "Vanguardia", al mando del coronel Justo Pastor Dávila, que llegaba de Pachica, realizó un vigoroso ataque que hizo huir en desbandada al ejército chileno, el que no fue aniquilado debido a que las fuerzas patriotas no tenían escuadrones de caballería y artillería de campaña para efectuar la persecución y explotación del éxito.

Al atardecer el campo de batalla quedo en poder de las tropas peruanas que infligieron al ejército chileno su más grande derrota en la Guerra del Pacífico, ocasionándole 534 muertos, 179 heridos, 66 prisioneros, captura de 6 cañones Krupp y 2 cañones La Hitt, el Estandarte de Guerra del 2do de Línea, numerosas banderas, armamento, municiones, víveres, pertrechos, la ambulancia, etc. El ejército peruano solo tuvo 236 muertos y 261 heridos.

Producto del cansancio y tensión de la jornada, sin proponérselo ninguno de los dos bandos, se produjo una tregua. Las ambulancias de ambos bandos recogían a los heridos y se contabilizaban las bajas. A pesar de haber sido una victoria, el ejército peruano, al término de la batalla, quedó sin pertrechos para permanecer en Tarapacá y ofrecer resistencia a una segunda embestida de los invasores.

La intensidad del combate había vaciado las cartucheras de los soldados. Las pérdidas de oficiales en la batalla de la mañana fueron considerables y se necesitaba reorganizar el mando casi completamente. Los invasores derrotados estaban totalmente desorientados respecto a lo que estaba sucediendo en realidad y no tomaron medidas especiales de defensa ni de repliegue. Las tropas de Arteaga se replegaron a Negreiros al día siguiente. Ese mismo día las tropas peruanas marchaban a Arica a escribir, con la entrega de sus propias vidas, la defensa de la Patria y a llenarse de infinita gloria en las batallas del Campo de la Alianza y en la defensa de Arica.

Un sector del Perú oficial ha olvidado, adrede, fechas tan importante como la batalla de Tarapacá, orgullo de la infantería peruana y de los pueblos que luchan por un destino libertario.

Ecos de la derrota de los invasores

La noticia de la derrota sufrida por el ejército chileno en Tarapacá produjo en Chile estupor e indignación. El historiador chileno Benjamín Vicuña Mackenna cita: "Eran las doce del día y la Batalla de Tarapacá estaba perdida, Zapadores, Chacabuco y la Artillería de Marina habían sido rechazados en toda la línea y 8 cañones quedaron en poder del enemigo (?) con estos y con nuestros propios proyectiles se hizo fuego a nuestras tropas (?) La derrota de las dos primeras Divisiones era por tanto completa. Los pocos sobrevivientes retrocedían (?) cuando fueron alcanzados por las Divisiones Peruanas que llegaban de Pachica y entonces el pánico se apoderó de todos y las laderas del Huarasiña cubrieronse de fugitivos".

Fuente: Diario La Primera. 27 de noviembre del 2013.

viernes, 29 de noviembre de 2013

Lyndon Johnson: continuador del New Deal, progresismo y Vietnam.

El sucesor: Lyndon B. Johnson

Antonio Zapata (Historiador)
Al cumplirse cincuenta años del asesinato de John Kennedy, poco se ha reparado en su sucesor, el entonces vicepresidente Lyndon Johnson. Fue un político demócrata tejano, que en noviembre de 1963 accedió a la presidencia, habiendo juramentado en el mismo avión que transportaba los restos de Kennedy. A continuación, fue electo presidente en 1964 y en total estuvo cinco años como gobernante. 
Con el gobierno de Johnson llegó al apogeo el sueño estadounidense del Estado del Bienestar, puesto que los beneficios sociales alcanzaron la mayor cobertura de la historia. Asimismo, se consumó la revolución cultural en el mundo capitalista desarrollado y, como consecuencia, Johnson enfrentó una enorme desilusión con su proyecto de sociedad y la encarnizada oposición juvenil a la participación estadounidense en la guerra de Vietnam.
Johnson se sentía progresista y continuador del New Deal de Roosevelt. Para su gusto, Kennedy era demasiado conservador y él quería superarlo. Formuló un programa nacional contra la pobreza y animó la integración de las diversas razas en un solo caldero, que habría de fundir la diversa experiencia de los inmigrantes en un torrente nacional norteamericano. 
Asimismo, fue el gran impulsor de la educación pública, ya que su carrera había comenzado como maestro de escuela. Gracias a ello, Johnson disponía de sólidos planteamientos sobre la necesidad de la educación masiva y de calidad. Fue la mejor época de la educación en EE.UU., abriendo oportunidades de ascenso social.
Pero, su política exterior careció de todo rasgo progresista. En América Latina intervino en la República Dominicana y volvió la política del Gran Garrote, desmontando la Alianza para el Progreso que Kennedy había desplegado. Retornaron los halcones a imponer dictaduras cuyo único requisito era posicionarse con EE.UU. en el curso de la Guerra Fría contra la URSS.
Los problemas más agudos que enfrentó fueron en Indochina, donde tuvo que encarar una situación crítica que era herencia de políticas adoptadas por sus antecesores. Hasta ese entonces, la guerra civil en Vietnam era un enfrentamiento entre el gobierno del Sur y el FLN, una guerrilla de base local. Pero, esa guerrilla se estaba transformando en ejército regular e incluso venía de obtener una resonante victoria en combate abierto. 
Ante esta situación, los asesores militares estadounidenses no querían aceptar el hecho de que el FLN tenía sólidos apoyos locales; sostenían que sus éxitos se explicaban por sus vínculos con Vietnam del Norte. De acuerdo a su concepción, había una arremetida comunista mundial que buscaba liquidar el capitalismo, apoderándose de esa ficha clave que era Indochina y propiciando el derrumbe del sistema como fichas del juego de dominó. 
Por ello, en agosto de 1964 EE.UU. inició un programa de bombardeo en gran escala a Vietnam del Norte. Con esa decisión, la guerra escaló tremendamente y Estados Unidos encontró crecientes dificultades políticas para sostener su ofensiva. Por un lado, el bombardeo masivo no resolvió el conflicto puesto que se basaba en un cálculo equivocado, que sostenía la incapacidad de la guerrilla del Sur para operar sin el apoyo material de Vietnam del Norte. 
Además, los bombardeos masivos eran tan crueles que le granjearon la hostilidad de un conjunto de corrientes democráticas en Europa y en medio mundo. Para todas estas fuerzas, EE.UU. se comportaba en forma excesivamente agresiva, sobre todo al descubrirse que había lanzado en Vietnam más bombas que en toda la II Guerra Mundial.
Así, el fracaso de la ofensiva estadounidense en Indochina amargó la presidencia de Johnson y le quitó ese aire New Deal que era de su preferencia. 
Durante los sesenta, los poderes fácticos en EE.UU. tuvieron que afrontar la rebelión de una generación que se opuso sistemáticamente a su hegemonía. Habiendo querido ser progresista, Johnson terminó como enemigo de los ideales juveniles. Fue tan gris que todos extrañaron a Kennedy.
Fuente: Diario La República. 27 de noviembre del 2013.

sábado, 23 de noviembre de 2013

La Batalla de Pavía. Historia militar de España.

Pavía, donde el arcabus español acabó a la caballería francesa

En 1525, unos tercios aún sin formar derrotaron a la mejor caballería de Europa

Manuel P. Villatoro
Con el arcabuz en ristre, decenas de balas en el zurrón y la sangre del enemigo sobre sus camisas. Así combatieron los soldados hispanos que, en 1.525 y en las afueras de la ciudad de Pavía, se enfrentaron a la que, por entonces, era la mejor caballería de Europa: la francesa. Aquella jornada, los territorios italianos fueron testigos no sólo de una victoria aplastante del ejército imperial de Carlos I, sino de un cambio de mentalidad, pues se constituyeron las bases de los que, en un futuro, serían los temibles tercios españoles.
El cetro hispano era sujetado entonces por las reales manos de Su Majestad Imperial Carlos I, quien, desde 1519, ostentaba el título deemperador del Sacro Imperio Romano Germánico como Carlos V. Los territorios del soberano se extendían además por media Europa, pues, testamento por aquí, herencia por allá, el rey había logrado aunar bajo su corona a España, parte de Italia, Austria, Alemania y Flandes. Sin duda, un imponente legado para un joven de tan sólo 19 años.
Sin embargo, no todo era jolgorio en el territorio europeo pues, desde tierras galas, se abalanzaban vientos de guerra guiados por el monarca francés Francisco I. Y es que, el coronamiento de Carlos no fue precisamente una alegre noticia para el gabacho, quien, desde hacía años, buscaba para sí el título de emperador. A su vez, tampoco ayudó a mantener la paz entre ambos reinos el que «la France» se viera rodeada casi en su totalidad por los territorios del Sacro Imperio. No había más que hablar. Transpirando envidia, el franco decidió meter su gran nariz en los asuntos militares del país y lanzó a su ejército contra las huestes imperiales.

Huir o morir

Así pues, el calendario marcaba el año 1524 cuando el galo cruzó los Alpes en busca de venganza. Su objetivo: la conquista de Milán y sus territorios limítrofes (una zona conocida también como Milanesado y que, en aquel tiempo, estaba controlada por las tropas de Carlos I). El derramamiento de sangre era seguro entre ambos contingentes. No obstante, y ante tal número de enemigos, las huestes imperiales prefirieron poner pies en polvorosa (una retirada táctica que se dice, o más bien huida) y refugiarse en las fortalezas y ciudades cercanas.
«Las fuerzas imperiales, en inferioridad de condiciones, se replegaron a Lodi, dejando enla ciudad fortificada de Pavía una guarnición de dos mil españoles (la mayoría arcabuceros) y cinco mil alemanes al mando del navarro Antonio de Leyva, un veterano de las campañas del Gran Capitán, que se aprestó para resistir en esa plaza el asalto de los (…) hombres del ejército francés», determinan el periodista Fernando Martínez Laínez y el experto en historia militar José María Sánchez de Toca en su obra «Tercios de España. La infantería legendaria».
A pesar de estar atrincherado en una ciudad fortificada, la situación distaba mucho de ser idónea para Leyva. Y es que, no sólo disponía de un escaso contingente con el que resistir hasta la llegada de refuerzos, sino que la mayoría de sus hombres eran lansquenetes alemanes –mercenarios que no tendrían reparos en abandonar la defensa de Pavía en el caso de no recibir su sueldo periódicamente-.

La bolsa o la vida

Los defensores no tuvieron que esperar mucho para observar los pendones decorados con la flor de lis cortando el horizonte. Concretamente, fue en noviembre cuando Francisco I hizo su aparición frente a la pequeña Pavía con más de 17.000 infantes, una cincuentena de cañones y 6.500 de sus más temibles caballeros acorazados. Pocos días después pusieron sitio a la ciudad y, pólvora en mano, iniciaron un bombardeo constante contra los hombres de Leyva.
Con todo, parece que en aquellas jornadas la suerte estaba del lado de Carlos I, pues ni los soldados ni los proyectiles galos lograron atravesar las murallas hispanas. «Los repetidos ataques a Pavía de las tropas francesas no consiguieron nada salvo acabar con un creciente número de bajas. Además, el mal tiempo y las pésimas condiciones del terreno, cada vez más embarrado, comenzaron a pasar factura entre los sitiadores. Para empeorar las cosas, la artillería comenzó a perder efectividad a causa de la escasez de pólvora, por las dificultades logísticas y la humedad reinante», señalan Juan Vázquez y Lucas Molina en su obra «Grandes batallas de España».
Aquel fue un asedio sangriento en el que los soldados no pidieron cuartel ni clemencia, pues sabían que lo único que obtendrían como respuesta sería una cuchillada. Sin embargo, la valentía y el arrojo de los defensores tenía un límite: el dinero. Y es que, conforme pasaban los días, se acrecentaban las posibilidades de que los lansquenetes, al no recibir sus pagas, se revelaran contra los mandos españoles.
Ante esta difícil situación, los oficiales hispanos no tuvieron más remedio que recurrir a medidas desesperadas. «En Pavía, los mercenarios (…) comenzaban a sentirse molestos porque no recibían sus pagas. Tras repartir la plata obtenida en las iglesias locales, los comandantes españoles empeñaron sus fortunas personales para pagar a los mercenarios. Viendo la situación, los dos mil arcabuceros españoles decidieron que seguirían defendiendo Pavía aún sin cobrar», señalan Vázquez y Molina.

¿Una ayuda suficiente?

Por otro lado, y mientras Leyva hacía frente a base de arcabuz y pica a un contingente casi cuatro veces superior al suyo, Carlos I organizó a marchas forzadas los refuerzos que acudirían en socorro de Pavía y en escarmiento del francés. Su Majestad Imperial constituyó un ejército de4.000 españoles, 10.000 alemanes, 3.000 italianos, 2.000 jinetes y 16 piezas de artillería. Arma en el brazo y valentía en el zurrón, este ejército partió en enero de ese mismo año hacía Milán bajo el pendón de la Cruz de Borgoña y el águila bicéfala de Carlos I.
Francisco I, por su parte, también reforzó su ejército con 5.000 mercenarios y 4.500 arqueros franceses al recibir las noticias de la llegada del ejército imperial. No obstante, «sa majesté» gala cometió un error que, a la postre, pagaría a precio de oro. «Francisco I decidió dividir sus tropas (…) en contra de la opinión de sus mandos. Parte de ellas se dirigieron a Nápoles para tomar la ciudad ante la escasa resistencia española», destacan los autores de «Grandes Batallas de España».
Al parecer, el galo no valoró en ningún momento que Leyva o el ejército que venía en su ayuda pudieran hacer frente a su «armée». De hecho, tal era el grado de confianza que tenía en sus soldados, que no abandonó sus posiciones cuando, a principios de febrero, llegó el contingente imperial al mando del marqués de Pescara, Carlos de Lannoy y George von Frundsberg. Fuera por su voluntad inquebrantable, fuera por su orgullo, lo único cierto es que Francisco I se encontró repentinamente entre dos ejércitos: el de la ciudad de Pavía y el enviado por Carlos I –este último en su retaguardia-.
Con todo, la victoria tampoco se planteaba fácil para los imperiales, pues Francisco tenía a sus órdenes un gran número de soldados (aproximadamente 25.000), unos buenos pertrechos y, sobre todo, a miles de los mejores caballeros acorazados de Europa. Unos temibles jinetes que, con la lanza en ristre y con Francia en el corazón, dejaban tras su paso un reguero de muerte y destrucción allí por donde pisaban sus monturas.
Por ello, el galo no lo dudó: se aprestaría a la defensa hasta que el enemigo decidiera atacar. «El monarca francés tenía a su ejército protegido por una doble línea de fortificaciones (una rodeando la ciudad y otra haciendo frente a los imperiales) y decidió esperar el ataque. Sabía que los imperiales andaban escasos de dinero y víveres, y daba por hecho que los sitiados, hambrientos, se rendirían pronto», destacan Laínez y Sánchez de Toca en su obra.

El plan de acción

Así pues, las jornadas fueron pasando entre constantes duelos de artillería hasta el 21 de febrero, día en que los oficiales del ejército de refuerzo decidieron lanzar un ataque contra las líneas francesas. No había otro remedio, pues sabían que, si se limitaban a esperar, sus compañeros en Pavía podían flaquear y rendirse. Únicamente quedaba matar o morir.
Tras profundas deliberaciones, los asaltantes establecieron un curioso plan de ataque. Durante la noche, un contingente imperial abriría una brecha en las defensas francesas con el mayor sigilo posible. A continuación, el grueso del ejército de Pescara pasaría a través de ese hueco y asaltaría la sección norte del campamento galo.
A su vez, se darían órdenes a Leyva para que, desde Pavía, hiciese una salida con sus hombres y se encontrara cerca del campamento francés con las tropas de Pescara para que, de esta forma, los sitiados pudieran recibir munición y alimentos. Finalmente, y como método de distracción, se estableció que varias unidades de arcabuceros iniciarían un intercambio de disparos con tropas galas en otro punto del campo de batalla.

Comienza la batalla

Establecido el plan de acción, ya sólo quedaba llevarlo a la práctica. «La noche del 23 al 24 de febrero, Pescara envió varias compañías de soldados “encamisados” (así llamados por llevar camisas blancas sobre las armaduras que les permitieran reconocerse en los combates nocturnos) para abrir brecha en los muros de las defensas francesas. Por ahí se lanzó el ejército de Pescara», señalan los autores españoles en su obra «Tercios de España. La infantería legendaria».
Una vez tomada la posición y rotas las defensas, una buena parte del ejército imperial se adentró en territorio francés. «Entraron primero 1.400 caballos ligeros y el Marqués del Vasto con 3.000 arcabuceros (2.000 españoles y 1.000 italianos); tras ellos, lo hicieron la caballería imperial apoyada por el resto de los españoles de Pescara y los alemanes que constituían el grueso, finalmente, los italianos con 16 piezas de artillería ligera», destaca Andrés Más Chao en el volumen titulado «La infantería en torno al Siglo de Oro» de la obra conjunta «Historia de la infantería española».
Sin más visión que la oscuridad de la noche, el contingente imperial avanzó a través del terreno francés con el firme objetivo de repartir todas las cuchilladas posibles a los franceses. Sin embargo, y como era de esperar, el plan tuvo un repentino fallo: los galos advirtieron al poco la presencia del ejército de Pescara.
Corrían las 6 de la mañana cuando, alertados por el ruido, los galos tomaron posiciones alrededor de la parte norte de su campamento. De hecho, las sospechas ante un posible ataque imperial inquietaron tanto a los centinelas que enviaron a una unidad de caballería ligera y a un contingente de infantería suiza para reconocer el terreno.
No habían pasado ni unos minutos cuando esta fuerza se encontró con la vanguardia del ejército de Pescara. «Pronto entraron en contacto la caballería ligera francesa con la española, y los piqueros suizos con los (…) alemanes, que les superaban en número. Los suizos consiguieron apoderarse de varios cañones imperiales antes de entrar en contacto con (…) los alemanes, pero pronto comenzaron a ceder terreno. La lucha fue a muerte», añaden Vázquez y Molina.
De esta forma, en plena noche y con una visibilidad nula debido al precario tiempo que castigaba las tierras italianas, se inició la contienda. Espada contra escudo y pica contra armadura, los franceses lograron en un principio acabar con muchos hombres de Pescara pero, finalmente, la tenacidad imperial se terminó imponiendo y, tajo aquí, sablazo allá, los galos acabaron perdiendo ímpetu y cedieron terreno.

La victoria del arcabuz

Mientras la vanguardia sostenía su propio combate, el grueso de la infantería española -seguida además por una unidad de caballería- recibió órdenes de girar y continuar la marcha hacia el campamento francés, pues era de vital importancia tomar esa posición. Sin atisbo de duda, los soldados iniciaron el camino sin saber que, a unos pocos kilómetros, se ubicaba la principal batería de artillería francesa.
No obstante, no tardaron mucho en descubrirlo pues, en cuanto vieron la primera pica, los galos iluminaron el cielo con los fogonazos de sus cañones, cuyas balas cayeron de forma implacable sobre los españoles. «Las mayores bajas imperiales se sucedieron en esta fase, tal vez unas 500, antes de que los veteranos infantes pudiesen ponerse a cubierto entre las desigualdades del terreno», completan los autores de «Grandes batallas de España».
Tal fue el zarpazo de la artillería francesa que Francisco I se decidió a dar el golpe de gracia a los españoles y, tras embutirse en su armadura, dirigió una devastadora carga sobre estos desafortunados enemigos. El ataque fue de tal virulencia que desbarató totalmente a los jinetes pesados de Pescara y desconcertó a la infantería aliada.
La contienda parecía perdida para el bando imperial. Desorganizados y en inferioridad numérica, poco podían hacer los españoles ante aquellos feroces caballeros de armadura completa. Sin embargo, en ese delicado momento una idea cruzó la cabeza de Pescara. A voz en grito, el oficial ordenó a 1.500 de sus arcabuceros retirarse hasta un bosque cercano a toda prisa y, desde allí, descargar todo el plomo y la pólvora posible contra los jinetes. Para sorpresa de los presentes, los disparos no sólo detuvieron la carga enemiga, sino que acabaron con muchos de los caballistas y desmontaron a tantos otros.

El asalto final

A su vez, y durante este momento de incertidumbre, Leyva sorprendió a Francisco I saliendo de Pavía con todos sus hombres y atacando el flanco francés, lo que permitió a los jinetes españoles reagruparse y lanzarse contra los enemigos con una fuerza renovada. En tan solo unos minutos, la batalla había dado un vuelco del lado imperial y, para desgracia de «sa majesté» gabacha, poco podían hacer ya sus tropas por remediar la situación.
Finalmente las tropas imperiales, apoyadas además por los disparos de los arcabuceros, obligaron a los franceses a poner pies en polvorosa. Con los galos huyendo y la línea de batalla enemiga rota, los soldados del bando imperial no tuvieron más que levantar sus brazos en señal de victoria.
«La derrota francesa fue aplastante. Más de 10.000 muertos y 3.000 suizos prisioneros, que fueron puestos en libertad a condición de no volver a combatir contra Carlos V. El rey Francisco I fue capturado después de que un arcabucero le matara el caballo, y sería trasladado cautivo a Madrid. Las pérdidas imperiales no superaron los 500 hombres contando muertos y heridos, entre éstos últimos el propio marqués de Pescara», finalizan Laínez y Sánchez de Toca.
Fuente: http://www.abc.es 23 de noviembre del 2013.

lunes, 11 de noviembre de 2013

De la república aristocrática y el régimen populista a la república democrática. Fernán Altuve y la democracia fuerte en el Perú.


LA FATALIDAD REPUBLICANA II

Fernán Altuve-Febres Lores

La República Aristocrática (1895-1930) se fundó gracias a la coalición mercantil conformada por la opulencia agroexportadora del patriciado costeño y la riqueza de los gamonales andinos que se enfrentaron contra la visión romana de los patriotas.
III
Víctor Andrés Belaunde, que sigue en su análisis a Joaquín Costa, observó que la nueva realidad originó tres fuerzas socio-políticas: la plutocracia costeña, la burocracia militar y el caciquismo serrano. La conformación tripartita de estos poderes fácticos respondió a la necesidad señorial de domesticar a la multitud para convertirla en una clase ausente, en una clientela electoral de los patricios. Logrado esto, el caudillaje quedaba huérfano de apoyo popular y así desvanecía la clásica dialéctica donde el cesarismo se enfrentaba al patriciado rampante.

Para un venerable Jorge Basadre, historiador de las Thursday, October 17, 2013elitesThursday, October 17, 2013, esta etapa constituyó un “Estado en forma” con una fuerte institucionalidad que podía servir de modelo arquetípico para el Perú independiente, pero, contrariamente a esta pretensión, un análisis detallado nos demuestra que este fue un régimen sumamente débil, debido a la lucha interminable de las facciones políticas. Esto fue claro hasta para un personero de la opulencia, como el intelectual Javier Prado Ugarteche, quien entendió lo grave del problema del faccionalismo afirmando que los partidos:
“ponen en pugna las fuerzas y las clases sociales, militares, letrados, señores y plebeyos, pobres y ricos, conducen a la división de los elementos nacionales, al odio irreconciliable entre las clases, a la anarquía y al despotismo, a la debilidad interna y lo que es peor, a la debilidad externa”.
Oswald Spengler, autor de la Decadencia de Occidente y creador del concepto de “Estado en forma” nos explica, en su libro Prusianismo y Socialismo, que esta noción no se debe confundir con la de “partidos en forma” que son aquellos grupos de interés que actuaban como mini-estados dentro de un seudo-Estado que no logra tener una forma propia. El mismo Spengler nos dice que en este tipo de países es común encontrar tres tipos de partidos. Uno que se identifica con el capitalismo, que es la fórmula del “socialismo inglés”, otro partido que se acerca al militarismo, que es la forma del “socialismo prusiano” y un tercer partido jesuita que es la forma del “socialismo español”.

En el Perú el Partido Civil del capitalista Pardo fue inglés, mientras que era prusiano el Partido Constitucional del General Cáceres, como jesuita fue el Partido Demócrata del exseminarista Piérola. El civilismo fenicio había logrado dividir al espíritu romano en dos partidos antagónicos, el de los legionarios de Cáceres y el de los montoneros de Piérola. He ahí la razón de la hegemonía del partido civil durante estos años.

Pero estos partidos señoriales con sus feroces pugnas públicas y sus convenientes acuerdos de gabinete tampoco pudieron crear la institucionalidad deseada y, por tanto, siempre vivieron en la fragilidad que produce una guerra política perpetua que solo era atemperada por cortos armisticios. El poeta Santos Chocano criticó la hipocresía de este tipo de régimen al que consideraba inferior al cesarismo, diciéndonos:
“Solo hay dos formas de gobierno, el gobierno de la fuerza o el gobierno de la farsa. En nuestra América tropical se tiene que escoger entre el gobierno de la fuerza organizadora o el gobierno de la farsa organizada”.

El sucesivo carrusel de facciones en el poder ya estaba gastado para 1919; por eso un astuto aristócrata provinciano, formado en el cálculo del partido inglés, terminó encarnando la irrupción de la pequeña burguesía contra el viejo patriciado mercantil. Abjuró del espíritu fenicio y trató de recrear un régimen de constitucionalidad fuerte como el que había buscado el General Cáceres. Se llamaba Augusto B. Leguía y gobernaría por once años.
Víctor Andrés Belaunde califica a esta etapa agónica de la vieja república de partidos como un Cesarismo Burocrático por haberse sostenido en la milicia y el caciquismo parlamentario. En realidad el cesarismo civil que impuso Leguía trató de superar los defectos del faccionalismo aristocrático con una continuidad personal que no sería posible tras la irrupción de las masas en la escena política y el consecuente establecimiento de una República Democrática.

IV
La República Democrática fue prefigurada por un joven Basadre en 1929 cuando pronunció su discurso. La multitud, la ciudad y el campo en la inauguración del año académico de la Universidad de San Marcos ante el mismo Presidente Leguía. Un año después a la caída de este gobernante, el 22 de agosto de 1930, la multitud, las masas en vías de organización, se hicieron presentes. Ahora bien, la acepción de “Democracia” que aquí damos es sociológica y no responde a la idea burguesa de un mero deporte electoral.

La nueva irrupción plebeya reintrodujo a la multitud en el escenario político y con ello quedó abierto el camino de la revitalización de la dialéctica César-patriciado. El liberado espíritu fenicio que había sido limitado por el cesarismo civil de Leguía tenía que impedir a toda costa que aquella “Hora de la Espada” augurada espléndidamente por el poeta argentino Leopoldo Lugones durante el centenario de la batalla de Ayacucho (1924) se hiciera realidad.

Hasta aquel momento el Perú había conocido a la muchedumbre, “tumultum” que de cuando en cuando se enrolaba tras un caudillo carismático, pero aquella quería dejar de ser multitud para convertirse en pueblo, “populus”. Fue entonces que una oligarquía unánime se disfrazó de patriotismo para enfrentar al pueblo de trabajadores con el pueblo en armas.

La necesidad por representar a ese pueblo en formación generó la rivalidad entre el partido de las armas que inauguró Sánchez Cerro y el ejército de las masas que fundó Víctor Raúl Haya de La Torre y lo convirtió en un verdadero “espartaquismo” criollo.

En ese sentido, es interesante observar cómo el esperado “Espartaco andino”, que intuía el historiador Luis E. Valcárcel para que tornase en realidad el socialismo de Mariátegui no prosperó políticamente. Es posible que ello se debiese a que  a esa multitud ansiosa de ser pueblo, el indigenismo solo le ofrecía un ideal de raza que la volvía a convertir en tribu. Años después, la utopía andina seguía “buscando un Inca”, en palabras de Alberto Flores Galindo, para que aquel hiciera la taumaturgia de convertir un gastado discurso en realidad.

La lucha entre el pretorianismo de un Ejército que marchaba al compás de “la Madelon” y el jacobinismo de un partido que cantaba “la Marsellesa”, dividió al espíritu latino y permitió que la adinerada Oligarquía se convirtiera en el árbitro indiscutible de esta disputa.

Precisamente, en el momento de mayor poder oligárquico, surgió la voluntad de algunos intelectuales de hacer de la burguesía criolla una auténtica “elite” responsable. Por ello José de la Riva Agüero, en una carta escrita el 6 de mayo de 1934 a Víctor Andrés Belaunde, criticaba duramente el: ”funestísimo espíritu fenicio que ha animado casi siempre a las clases adineradas”.

Autor en su juventud de Paisajes Peruanos, relación del viaje iniciático de un aristócrata limeño que quiso superar la histórica dicotomía entre lo andino y lo criollo con la idea de una nación mestiza, Riva Agüero, por ser un verdadero noble, fracasó en su intento de bautizar a los mercaderes con las virtudes del catolicismo romano. Años más tarde, el terrateniente Pedro Beltrán Espantoso le devolvió su sentido fenicio y la condujo hasta su ocaso en 1968.
Tres décadas de conspiraciones, golpes de Estado y elecciones estériles fueron el saldo del poco estable Régimen Oligárquico (1930-1962) que orientó el espíritu fenicio. La oligarquía, inflexible ante las aspiraciones populares, usó el lenguaje del nacionalismo para encumbrar a Generales como Manuel Odría, para traicionarlos cuando apreciaba que su caudillaje se hacía expresión del pueblo. Es por esto mismo que el sociólogo francés Henry Favre dijo certeramente que: “Si bien, Odría nunca fue tan lejos como Perón o Rojas Pinilla, es innegable que hubo en el odriísmo gérmenes de peronismo, cuyo desarrollo la oligarquía solo podía temer”.

El régimen oligárquico duró hasta 1962 cuando una acción reformista instó al Ejército a cambiar el cesarismo nacionalista por el nacionalismo populista. El golpe de Estado de 1962 inauguró el Régimen Populista (1962-1992) rompiendo el clientelaje de la vieja oligarquía e iniciando su desalojo del poder. La unión del pueblo con los militares -en esa inspiradora fórmula que conocemos con el nombre de binomio Pueblo-Fuerza Armada- encarnaba una nueva confrontación entre los guerreros y los mercaderes.

Lamentablemente, con la llegada de los militares al poder en 1968, se confundió el problema secular de la oligarquía, pues no se la entendió a ésta como una realidad socio-política sino que se creyó que ella era solo un degenerado sistema económico de producción feudal que tenía que ser corregido por una profundización de la revolución burguesa. Esta débil interpretación, tomada de la intelectualidad socialista, dio como resultado la creación de una nueva oligarquía financiera, menos arraigada que los terratenientes, y más voraz que ellos. Esa ha sido la paradoja del pretorianismo burocrático, habernos dejado en 1980, por impericia política, un espíritu fenicio potenciado y silenciosamente victorioso.

Aquí es importante señalar que la fractura del viejo modelo oligárquico ha reproducido nuevamente la dialéctica “cesarismo- patriciado”, pero con características menos flexibles que en otros tiempos. Así, por un lado aparece una tecnocracia fenicia como vanguardia de un empresariado egoísta, muy poco realista y absolutamente ajena a las necesidades de una nueva multitud, desbordada desde los campos hacia las ciudades. Multitud que no logró hacerse pueblo y que de tiempo en tiempo busca un providencial “outsider” que encarne sus crecientes aspiraciones y en algunos casos sus desesperaciones.

El grave problema del Perú es que cada día está más debilitado, pues “el desborde popular” supera las formas clásicas de la democracia y ésta no encuentra un espíritu que la oriente. Dando cuenta de los efectos de un primer desborde demográfico, José Matos Mar escribía en 1984:

“La multitud, hasta hace unos años clientela del poder, se encuentra ahora abandonada a su propia suerte. Lima se convierte así en el crisol en que se crea, al margen del mundo oficial, un nuevo sistema de formas inéditas en el pasado nacional”.

El segundo desborde, de carácter económico, fue prefigurado por Hernando de Soto en “El Otro Sendero” (1986) y se materializó en el gobierno de Reconstrucción Nacional iniciado en 1990 en el cual las Fuerzas Armadas tuvieron un rol fundamental.

Ahora bien, las multitudes, tras su desborde demográfico y económico, han logrado romper el cerco de la exclusión y la marginación, creando un poder paralelo, omnipresente, por lo que es probable que de una manera similar a otros casos del continente -donde se ha conocido el fenómeno de las masas golpistas- se presente el caso extremo de un desborde político cuando las formas actuales se hayan agotado.

Como hemos explicado, nuestra experiencia independiente ha sido la de regímenes frágiles: la República Autocrática estuvo siempre debilitada por el personalismo, la República Aristocrática permanentemente debilitada por el faccionalismo y la República Democrática adoleciendo de una debilidad congénita: la violencia, la marginación de masas y el desborde popular.

Un verdadero proceso de democratización política debe ser consciente de que el desorden y la debilidad han sido los orígenes de nuestros males y de nuestros vicios públicos durante casi doscientos años. Necesitamos de manera imperiosa un orden virtuoso que supere nuestras taras. Virtud deriva de Vir, “fuerza” en latín, por eso pensamos en una Democracia Fuerte que busque hacer del Perú un pueblo “en forma” que culmine la inconclusa revolución de la multitud y nos permita iniciar una nueva y aún no explorada revolución, la del espacio.

* Publicado en  La Democracia Fuerte. Lima, 2005

Fuente. Diario La Razón. 18 de octubre del 2013.