LA FATALIDAD REPUBLICANA II
Fernán Altuve-Febres Lores
La República Aristocrática (1895-1930) se fundó gracias a la coalición
mercantil conformada por la opulencia agroexportadora del patriciado costeño y
la riqueza de los gamonales andinos que se enfrentaron contra la visión romana
de los patriotas.
III
Víctor Andrés Belaunde, que sigue en su análisis a Joaquín
Costa, observó que la nueva realidad originó tres fuerzas socio-políticas: la
plutocracia costeña, la burocracia militar y el caciquismo serrano. La conformación
tripartita de estos poderes fácticos respondió a la necesidad señorial de
domesticar a la multitud para convertirla en una clase ausente, en una
clientela electoral de los patricios. Logrado esto, el caudillaje quedaba
huérfano de apoyo popular y así desvanecía la clásica dialéctica donde el
cesarismo se enfrentaba al patriciado rampante.
Para un venerable Jorge Basadre, historiador de las Thursday,
October 17, 2013elitesThursday, October 17, 2013, esta etapa constituyó un
“Estado en forma” con una fuerte institucionalidad que podía servir de modelo
arquetípico para el Perú independiente, pero, contrariamente a esta pretensión,
un análisis detallado nos demuestra que este fue un régimen sumamente débil,
debido a la lucha interminable de las facciones políticas. Esto fue claro hasta
para un personero de la opulencia, como el intelectual Javier Prado Ugarteche,
quien entendió lo grave del problema del faccionalismo afirmando que los
partidos:
“ponen en pugna las fuerzas y las clases sociales, militares, letrados, señores y plebeyos, pobres y ricos, conducen a la división de los elementos nacionales, al odio irreconciliable entre las clases, a la anarquía y al despotismo, a la debilidad interna y lo que es peor, a la debilidad externa”.
“ponen en pugna las fuerzas y las clases sociales, militares, letrados, señores y plebeyos, pobres y ricos, conducen a la división de los elementos nacionales, al odio irreconciliable entre las clases, a la anarquía y al despotismo, a la debilidad interna y lo que es peor, a la debilidad externa”.
Oswald Spengler, autor de la Decadencia de Occidente y creador
del concepto de “Estado en forma” nos explica, en su libro Prusianismo y
Socialismo, que esta noción no se debe confundir con la de “partidos en forma”
que son aquellos grupos de interés que actuaban como mini-estados dentro de un
seudo-Estado que no logra tener una forma propia. El mismo Spengler nos dice
que en este tipo de países es común encontrar tres tipos de partidos. Uno que
se identifica con el capitalismo, que es la fórmula del “socialismo inglés”, otro
partido que se acerca al militarismo, que es la forma del “socialismo prusiano”
y un tercer partido jesuita que es la forma del “socialismo español”.
En el Perú el Partido Civil del capitalista Pardo fue inglés,
mientras que era prusiano el Partido Constitucional del General Cáceres, como
jesuita fue el Partido Demócrata del exseminarista Piérola. El civilismo
fenicio había logrado dividir al espíritu romano en dos partidos antagónicos,
el de los legionarios de Cáceres y el de los montoneros de Piérola. He ahí la
razón de la hegemonía del partido civil durante estos años.
Pero estos partidos señoriales con sus feroces pugnas públicas y
sus convenientes acuerdos de gabinete tampoco pudieron crear la
institucionalidad deseada y, por tanto, siempre vivieron en la fragilidad que
produce una guerra política perpetua que solo era atemperada por cortos
armisticios. El poeta Santos Chocano criticó la hipocresía de este tipo de
régimen al que consideraba inferior al cesarismo, diciéndonos:
“Solo hay dos formas de gobierno, el gobierno de la fuerza o el gobierno de la farsa. En nuestra América tropical se tiene que escoger entre el gobierno de la fuerza organizadora o el gobierno de la farsa organizada”.
“Solo hay dos formas de gobierno, el gobierno de la fuerza o el gobierno de la farsa. En nuestra América tropical se tiene que escoger entre el gobierno de la fuerza organizadora o el gobierno de la farsa organizada”.
El sucesivo carrusel de facciones en el poder ya estaba gastado
para 1919; por eso un astuto aristócrata provinciano, formado en el cálculo del
partido inglés, terminó encarnando la irrupción de la pequeña burguesía contra
el viejo patriciado mercantil. Abjuró del espíritu fenicio y trató de recrear
un régimen de constitucionalidad fuerte como el que había buscado el General
Cáceres. Se llamaba Augusto B. Leguía y gobernaría por once años.
Víctor Andrés Belaunde califica a esta etapa agónica de la vieja
república de partidos como un Cesarismo Burocrático por haberse sostenido en la
milicia y el caciquismo parlamentario. En realidad el cesarismo civil que
impuso Leguía trató de superar los defectos del faccionalismo aristocrático con
una continuidad personal que no sería posible tras la irrupción de las masas en
la escena política y el consecuente establecimiento de una República
Democrática.
IV
La República Democrática fue prefigurada por un joven Basadre en
1929 cuando pronunció su discurso. La multitud, la ciudad y el campo en la
inauguración del año académico de la Universidad de San Marcos ante el mismo
Presidente Leguía. Un año después a la caída de este gobernante, el 22 de
agosto de 1930, la multitud, las masas en vías de organización, se hicieron
presentes. Ahora bien, la acepción de “Democracia” que aquí damos es
sociológica y no responde a la idea burguesa de un mero deporte electoral.
La nueva irrupción plebeya reintrodujo a la multitud en el
escenario político y con ello quedó abierto el camino de la revitalización de
la dialéctica César-patriciado. El liberado espíritu fenicio que había sido
limitado por el cesarismo civil de Leguía tenía que impedir a toda costa que
aquella “Hora de la Espada” augurada espléndidamente por el poeta argentino
Leopoldo Lugones durante el centenario de la batalla de Ayacucho (1924) se
hiciera realidad.
Hasta aquel momento el Perú había conocido a la muchedumbre,
“tumultum” que de cuando en cuando se enrolaba tras un caudillo carismático,
pero aquella quería dejar de ser multitud para convertirse en pueblo,
“populus”. Fue entonces que una oligarquía unánime se disfrazó de patriotismo
para enfrentar al pueblo de trabajadores con el pueblo en armas.
La necesidad por representar a ese pueblo en formación generó la
rivalidad entre el partido de las armas que inauguró Sánchez Cerro y el
ejército de las masas que fundó Víctor Raúl Haya de La Torre y lo convirtió en
un verdadero “espartaquismo” criollo.
En ese sentido, es interesante observar cómo el esperado
“Espartaco andino”, que intuía el historiador Luis E. Valcárcel para que
tornase en realidad el socialismo de Mariátegui no prosperó políticamente. Es
posible que ello se debiese a que a esa multitud ansiosa de ser pueblo,
el indigenismo solo le ofrecía un ideal de raza que la volvía a convertir en
tribu. Años después, la utopía andina seguía “buscando un Inca”, en palabras de
Alberto Flores Galindo, para que aquel hiciera la taumaturgia de convertir un
gastado discurso en realidad.
La lucha entre el pretorianismo de un Ejército que marchaba al
compás de “la Madelon” y el jacobinismo de un partido que cantaba “la
Marsellesa”, dividió al espíritu latino y permitió que la adinerada Oligarquía
se convirtiera en el árbitro indiscutible de esta disputa.
Precisamente, en el momento de mayor poder oligárquico, surgió
la voluntad de algunos intelectuales de hacer de la burguesía criolla una
auténtica “elite” responsable. Por ello José de la Riva Agüero, en una carta
escrita el 6 de mayo de 1934 a Víctor Andrés Belaunde, criticaba duramente
el: ”funestísimo espíritu fenicio que ha animado casi siempre a las clases
adineradas”.
Autor en su juventud de Paisajes Peruanos, relación del viaje
iniciático de un aristócrata limeño que quiso superar la histórica dicotomía
entre lo andino y lo criollo con la idea de una nación mestiza, Riva Agüero,
por ser un verdadero noble, fracasó en su intento de bautizar a los mercaderes
con las virtudes del catolicismo romano. Años más tarde, el terrateniente Pedro
Beltrán Espantoso le devolvió su sentido fenicio y la condujo hasta su ocaso en
1968.
Tres décadas de conspiraciones, golpes de Estado y elecciones
estériles fueron el saldo del poco estable Régimen Oligárquico (1930-1962) que
orientó el espíritu fenicio. La oligarquía, inflexible ante las aspiraciones
populares, usó el lenguaje del nacionalismo para encumbrar a Generales como
Manuel Odría, para traicionarlos cuando apreciaba que su caudillaje se hacía
expresión del pueblo. Es por esto mismo que el sociólogo francés Henry Favre
dijo certeramente que: “Si bien, Odría nunca fue tan lejos como Perón o Rojas Pinilla, es innegable
que hubo en el odriísmo gérmenes de peronismo, cuyo desarrollo la oligarquía
solo podía temer”.
El régimen oligárquico duró hasta 1962 cuando una acción
reformista instó al Ejército a cambiar el cesarismo nacionalista por el
nacionalismo populista. El golpe de Estado de 1962 inauguró el Régimen
Populista (1962-1992) rompiendo el clientelaje de la vieja oligarquía e
iniciando su desalojo del poder. La unión del pueblo con los militares -en esa
inspiradora fórmula que conocemos con el nombre de binomio Pueblo-Fuerza Armada-
encarnaba una nueva confrontación entre los guerreros y los mercaderes.
Lamentablemente, con la llegada de los militares al poder en
1968, se confundió el problema secular de la oligarquía, pues no se la entendió
a ésta como una realidad socio-política sino que se creyó que ella era solo un
degenerado sistema económico de producción feudal que tenía que ser corregido
por una profundización de la revolución burguesa. Esta débil interpretación,
tomada de la intelectualidad socialista, dio como resultado la creación de una
nueva oligarquía financiera, menos arraigada que los terratenientes, y más
voraz que ellos. Esa ha sido la paradoja del pretorianismo burocrático,
habernos dejado en 1980, por impericia política, un espíritu fenicio potenciado
y silenciosamente victorioso.
Aquí es importante señalar que la fractura del viejo modelo
oligárquico ha reproducido nuevamente la dialéctica “cesarismo- patriciado”,
pero con características menos flexibles que en otros tiempos. Así, por un lado
aparece una tecnocracia fenicia como vanguardia de un empresariado egoísta, muy
poco realista y absolutamente ajena a las necesidades de una nueva multitud,
desbordada desde los campos hacia las ciudades. Multitud que no logró hacerse
pueblo y que de tiempo en tiempo busca un providencial “outsider” que encarne
sus crecientes aspiraciones y en algunos casos sus desesperaciones.
El grave problema del Perú es que cada día está más debilitado,
pues “el desborde popular” supera las formas clásicas de la democracia y ésta
no encuentra un espíritu que la oriente. Dando cuenta de los efectos de un
primer desborde demográfico, José Matos Mar escribía en 1984:
“La multitud, hasta hace unos años clientela del poder, se encuentra ahora abandonada a su propia suerte. Lima se convierte así en el crisol en que se crea, al margen del mundo oficial, un nuevo sistema de formas inéditas en el pasado nacional”.
El segundo desborde, de carácter económico, fue prefigurado por
Hernando de Soto en “El Otro Sendero” (1986) y se materializó en el gobierno de
Reconstrucción Nacional iniciado en 1990 en el cual las Fuerzas Armadas
tuvieron un rol fundamental.
Ahora bien, las multitudes, tras su desborde demográfico y
económico, han logrado romper el cerco de la exclusión y la marginación,
creando un poder paralelo, omnipresente, por lo que es probable que de una
manera similar a otros casos del continente -donde se ha conocido el fenómeno
de las masas golpistas- se presente el caso extremo de un desborde político
cuando las formas actuales se hayan agotado.
Como hemos explicado, nuestra experiencia independiente ha sido
la de regímenes frágiles: la República Autocrática estuvo siempre
debilitada por el personalismo, la República Aristocrática permanentemente
debilitada por el faccionalismo y la República Democrática adoleciendo de
una debilidad congénita: la violencia, la marginación de masas y el desborde
popular.
Un verdadero proceso de democratización política debe ser
consciente de que el desorden y la debilidad han sido los orígenes de nuestros
males y de nuestros vicios públicos durante casi doscientos años. Necesitamos
de manera imperiosa un orden virtuoso que supere nuestras taras. Virtud deriva
de Vir, “fuerza” en latín, por eso pensamos en una Democracia Fuerte que busque
hacer del Perú un pueblo “en forma” que culmine la inconclusa revolución de la
multitud y nos permita iniciar una nueva y aún no explorada revolución, la del
espacio.
*
Publicado en La Democracia Fuerte. Lima, 2005
Fuente. Diario La Razón. 18 de octubre del 2013.
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