domingo, 30 de marzo de 2014

Breve historia del Brasil. João Goulart y el fin de su régimen.

1964: ¿golpe o revolución?



El régimen surgido hace 50 años es considerado una ‘dictadura’ porque así lo quiere la sociedad.

Laurentino Gomes (Periodista y escritor brasileño)

Este lunes, 31 de marzo de 2014, Brasil recuerda —más que celebra— los 50 años del movimiento que derrocó al Gobierno del presidente João Goulart e instauró el régimen militar de 1964. Es un periodo de la historia que aún permanecerá mucho tiempo rodeado de controversias, empezando por la definición de qué pasó realmente en el país. Para los militares, en 1964 hubo una “revolución” en Brasil, cuyos principales objetivos serían la restauración del orden público, controlar la indisciplina en los cuarteles e impedir la toma del poder por parte de los comunistas. Según ese punto de vista, por lo tanto, se trató más de una “contrarrevolución” que de una “revolución”. Un concepto totalmente distinto puede observarse actualmente en las redes sociales, en la prensa y en los discursos de la sociedad civil, que por norma general definen 1964 como un “golpe militar” que instauró en Brasil una “dictadura”.
 
La Historia, como sabemos, no siempre está hecha de juicios imparciales y objetivos de los hechos y los personajes. La forma en la que miramos al pasado depende de valores, convicciones y necesidades del tiempo presente, que se refleja en la forma semántica en la que bautizamos a los eventos históricos. Ejemplos de ello son las fechas de 1889, 1930 y 1964. En 1889, tema de mi último libro, el mariscal Deodoro da Fonseca derrocó a la monarquía al frente de tropas del Ejército que sitiaron a los ministros del emperador Pedro II en el edificio del Ministerio de la Guerra, en Río de Janeiro. El vizconde de Ouro Preto, primer ministro, fue detenido y forzado a dimitir por la fuerza de las armas. En la apariencia y en el contenido, fue, en consecuencia, un “golpe militar” contra el Imperio, pero no es así como ha pasado a la historia. La misma situación ocurrió en 1930. En general, los libros de Historia se refieren al movimiento que derrocó al Gobierno del presidente Washington Luiz como la “revolución de 1930”, aunque sea, innegablemente, un “golpe militar” como lo fue del de 1964. Getúlio Vargas era un líder civil, pero llegó al poder a través de una auténtica cuartelada, como puede verificarse en la excelente biografía del personaje escrita por el periodista del Estado de Ceará Lira Neto, publicada por Companhia das Letras. ¿Por qué, entonces, nos referimos a 1889 como la “Proclamación de la República”, a 1930 como la “Revolución de 1930” y a 1964 como “golpe militar”?

 
La forma en la que miramos al pasado depende de valores, convicciones y necesidades del tiempo presente.

 
En puridad, lo que ocurrió en las tres fechas fueron auténticos golpes de Estado que utilizaron la fuerza para alejar del poder a los líderes civiles. En consecuencia, deberían merecer definiciones semejantes, pero no es así. Esos eventos también podrían definirse como “golpes civiles” en los que las fuerzas armadas sirvieron de instrumentos para que tomasen el poder líderes civiles que, en aquél momento, no veían otra solución posible en las vías institucionales existentes, como las urnas. Hasta 1889, por ejemplo, los civiles republicanos, pese al ruido que hacían en la prensa, no conseguían los votos suficientes como para cambiar el régimen a través de una mayoría parlamentaria, lo que los echó en brazos de los líderes militares y del movimiento golpista encabezado por Deodoro da Fonseca.
 
Creo que el principal motivo para esas diferencias semánticas está en la forma en la que la Historia —es decir, las generaciones futuras— sancionan o dejan de sancionar un determinado evento histórico. En resumen, 1889 pasó a la Historia como la “Proclamación” porque así lo quiso la sociedad, así como 1930 entró en los libros de texto como “Revolución” y 1964 como “golpe” y “dictadura”. De alguna manera, esas nomenclaturas también reflejan una cierta evolución política de la sociedad brasileña. En el pasado, las intervenciones violentas en las instituciones y en el proceso político tendían a ser aceptadas de una forma más natural —como ocurrió en 1889 y 1930—. Esto no ocurrió en 1964, un año en el que, pese a que una parte de la sociedad civil aceptó y hasta instrumentalizó a las fuerzas armadas para tomar el poder, otra parte, hoy mayoritaria, no sancionó esa intervención. En el momento en el que Brasil se empeña, por primera vez, en consolidar su joven democracia, eso es buena señal.

Fuente: Diario El País. 27 de marzo del 2014.

Nueva biografía de Karl Marx. Jonathan Sperber.

Luces y sombras de Karl Marx, ciudadano del siglo XIX

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Se publica en español una contundente biografía de Marx, a cargo de Jonathan Sperber.

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Pablo Marín
 
Karl Heinrich Marx murió a los 64 años en Londres, el 14 de marzo de 1883. Tres días más tarde fue enterrado en el cementerio de Highgate, junto al lugar en que yacía su esposa, Jenny von Westphalen, desde fines de 1881. La ceremonia fue modesta, con no más de una docena de asistentes.

Su amigo, discípulo, camarada y mecenas, Friedrich Engels, presidió la despedida. Se refirió a Marx como hombre de ciencia y lo comparó con un héroe científico de entonces: “Así como Darwin descubrió la ley del desarrollo de la naturaleza orgánica, así Marx descubrió la ley del desarrollo de la historia humana”. Dos días antes, el obituario de un diario obrero de socialistas alemanes migrados a Chicago había sentenciado: “Lo que Darwin fue para las ciencias naturales (…) Marx lo fue para la ciencia de la economía política”.

Respondiendo a una de sus más clásicas admoniciones -el momento de la revolución se presenta al entrar en crisis el capitalismo-, el fantasma de Karl Marx ha vuelto a rondar tras el colapso subprime de 2008. Aunque no ya reivindicando la razón científica. Algunos se quedaron con el ícono motivador, otros publicaron libros dedicados a desmontar su teoría (como Terry Eagleton en Por qué Marx tenía razón). Pero hubo quien hurgó aún más profundo.

Profesor de la U. de Missouri y autor de una bibliografía con énfasis en los movimientos revolucionarios europeos de 1848, Jonathan Sperber vuelve a uno de los personajes más influyentes, venerados y abominados del siglo XX. Pero trata de inscribirlo en su tiempo, rescatando al Marx que compraba el pan en la esquina y, en el mismo gesto, el tejido complejo y polisémico de la historia en la que se inserta este hombre de múltiples intereses y un solo objetivo.

No es un libro escrito desde el repudio, mucho menos una apología. Es una biografía en toda la línea, que en calidad de tal se ve obligada a desacralizar (de ahí el entusiasmo del liberal inglés John Gray, quien tituló “El verdadero Karl Marx” su reseña del libro). Pero que no se queda ahí. Poner al personaje en su época, plantea Sperber, “significa recordar que lo que Marx quería decir con ‘capitalismo’ no es la versión contemporánea de éste, que la burguesía que disectó críticamente no es la actual clase de capitalistas globales”. Y varias cosas más.


IDEAS Y PENURIAS

La investigación conducente al libro no hace descubrimientos bombásticos, pero, por lo pronto, se realiza a partir de nuevas traducciones de los escritos marxianos, provistas por el autor, así como del acceso al mayor archivo relativo a su vida y obra. Hay la convicción, igualmente, de que entender sus ideas pasa por entender el conjunto de su vida. En lo último como en lo primero, la obra se prueba erudita y contundente, amén de narrada con nervio y cierto apremio.

En lo que toca a la historia de las ideas, dibuja la evolución político/intelectual del alguna vez joven hegeliano. Muestra, por ejemplo, a través de qué vías concilió el Espíritu Absoluto de Hegel con una clase social a la que no pertenecía (“La cabeza de la emancipación [alemana] es la filosofía y su corazón es el proletariado”). O cómo la Revolución Francesa, más allá de sus simpatías por los métodos jacobinos, debía ser sucedida por un movimiento en que los regímenes parlamentarios industrialmente desarrollados serían asaltados por el proletariado -no por la burguesía, como el 89-, que impondría su dictadura.

Igualmente, se retratan los conflictos de un personaje que busca un espacio en el movimiento revolucionario que no tiene en absoluto comprado. Así es como se trenza en polémicas que llegaron con frecuencia a la descalificación. Aun si con estilo. Un caso clásico es su controversia con Pierre-Joseph Proudhon, el mismo que acuñó la expresión “la propiedad es robo”, quien en La filosofía de la pobreza explicaba la economía política a partir de Hegel. Indignado, Marx publicó La pobreza de la filosofía, donde se mofa de las tesis proudhonianas tirando al aire palabras como “tesis, antítesis, síntesis”. Irónicamente, lo que era una burla se convirtió en un saber marxista adquirido.

Arrebatado, desconfiado y suspicaz, Karl Marx fue también un tipo orgulloso que no permitió que durante los durísimos primeros años en Londres los exiliados políticos alemanes le ayudaran con dinero. Para que sus adversarios no hablaran mal. Hijo de una familia acomodada, se había casado con una prominente miembro de la aristocracia prusiana con la que tuvo siete hijos, cuatro de los cuales murieron a corta o muy corta edad. Su endémica escasez de recursos lo obligó a arrendar, llegado a Inglaterra, en la entonces modesta área del Soho, en una casa de mínimas dimensiones, pero tanto allí como antes tuvo servicio doméstico (fue, por lo demás, el padre de un hijo de su mucama, que por amistad terminó reconociendo Engels). Por algunos años echó mano a un avance de su herencia familiar, así como a la generosidad de su viejo amigo, hijo de industriales.

Fue, asimismo, un judío que rehuyó el eje cultural y étnico que le ofrecían sus raíces y optó por asociar el judaísmo a la esfera del capital. También un político traicionado por sus instintos, que le hicieron confiar en un militante comunista que resultó ser un agente policial. Y también un prolífico periodista que colaboró con diarios de varios países. Alguien para quien el momento en que las colaboraciones se redujeron en 1857, que significaba menos dinero en casa, era el feliz síntoma del inicio de una crisis, preludio posible de la revolución. Los hombres se parecen más a su tiempo que a sus padres, reza el proverbio. Acá parece haber un ejemplo.
 
Fuente: Diario La Tercera. 30 de marzo del 2014.

domingo, 23 de marzo de 2014

Las versiones de la historia peruana: primigenia, hispana, criolla, indigenista y crítica.

 
LAS VERSIONES DE LA HISTORIA DEL PERÚ
 
Eddy Romero Meza (investigador)

Toda narrativa histórica está sujeta a su tiempo. Los hombres que escribieron la historia no están exentos de deseos, proyecciones, prejuicios y experiencias. Así por ejemplo la primera narrativa histórica peruana, representada en la obra “Los Comentarios Reales de los Incas” de Garcilaso de la Vega, se produce en un contexto de régimen colonial, donde el autor encarna la fragmentaria identidad de ser mestizo y se autoconstituye como el mediador entre dos culturas. El especialista en literatura colonial, José A. Rodríguez señala que: la identidad de Garcilaso se manifiesta en sus textos de una manera mucho menos armónica de lo que se ha pensado, pero puede decirse que hay un eje que sostiene los distintos modos como se representa a sí mismo: su identificación con la historia y territorio de lo que, desde los años de la conquista, empezó a llamarse el Perú. Esta identificación se muestra de modo conflictivo en tanto que, de un lado, enfatiza con orgullo su pertenencia a la antigua elite indígena y, en tal medida, la historia que narra quiere ser la memoria autorizada de la antigua clase dirigente. De otro lado, sin embargo, subraya también el hecho de que escribe en un momento en que la cultura y el poder de los incas han sido sometidos por la conquista española, y, en ese sentido se expresa como un sujeto subordinado. (1)
 
En un momento histórico de profundos cambios, Garcilaso mira hacia el futuro a través del dialogo con el pasado. Contrapone su visión del Tahuantinsuyo a aquella que la reducía a simple reino tiránico (época del virrey Toledo). Su obra no será la mera idealización de los incas y su historia, como muchos han afirmado, sino la primera gran reflexión en torno al Perú.
 
Otra narrativa histórica es la surgida con los grupos criollos, cuyo discurso en el siglo XVIII habla directamente del Perú y empieza a cuestionar el régimen colonial hispano. Los criollos de la independencia, exaltaran la legitimidad histórica de los incas y sus herederos (no raciales sino legales). Todo ello tomando a Garcilaso como fuente histórica sustentadora del proyecto político emancipador y fundador de un nuevo Estado. A su vez se promueve el mestizaje como proyecto social y se edifica una identidad donde peruanidad equivale a mesticidad (2). El historiador Manuel Burga, señala que los representantes de este discurso histórico criollo serán: la Sociedad Amantes del País (s. XVIII), Riva Agüero, Raúl Porras Barrenechea, Luis A. Sánchez y Jorge Basadre (s. XX).
 
Esta narrativa histórica indesligable del discurso del mestizaje, pronto será cuestionada por la versión indigenista de nuestra historia nacional. La cual se erige sobre la exaltación del legado  pre-hispánico y la denuncia de los valores criollos-occidentales. Según Manuel Burga, actualmente existen  dos corrientes continuadoras de esta versión histórica: “El discurso indianista nacionalista, demagógico e ideologizado, ficticio y oportunista y el discurso antropológico de la etnohistoria, más objetivo, científico y aparentemente sin intencionalidad política” (3).  Julio C. Tello y Luis E. Valcárcel, serán los tempranos representantes de este discurso antropológico aludido, el cual naturalmente contiene una agenda reivindicativa (social y política), que mantiene vigencia hoy en la academia, ONGs y asociaciones culturales. El discurso indianista nacionalista del siglo pasado, por su parte, conservara su beligerancia y demagogia tanto en el magisterio como en proyectos políticos tales como el Etnocacerismo de Ollanta y Antauro Humala a inicios del presente siglo.
 

domingo, 16 de marzo de 2014

Germaine Tillion y la resistencia humanitaria.

Los valores de la Resistencia


Cuatro grandes figuras de la Segunda Guerra Mundial entran en el Panteón de Francia. Una de ellas, Germaine Tillion, escribió: “Lo único eterno (o casi) es la pobre carne sufriente del ser humano”.

Tzvetan Todorov (Semiólogo, filósofo e historiador)

El presidente francés ha decidido trasladar al Panteón las cenizas de cuatro figuras que se distinguieron durante la Segunda Guerra Mundial: tres resistentes —Germaine Tillion, Geneviève Anthonioz de Gaulle y Pierre Brossolette— y un político, Jean Zay, ministro del Frente Popular, diputado, encarcelado por el Gobierno de Vichy y asesinado en 1944 por milicianos franceses. No son los únicos héroes de aquella época, pero todos ellos encarnan las principales virtudes del combatiente: patriotismo, valor, resistencia, firmeza frente a la adversidad. Dos de ellos son mujeres, un dato excepcional para el Panteón y que es destacable además ya que, mientras que los dos hombres murieron en la guerra, ellas dos sobrevivieron hasta una edad avanzada. En parte debido a su sexo, porque, en lugar de fusilarlas de inmediato, las deportaron a campos en los que ejercieron una actividad solidaria de la que da fe Germaine Tillion: “Los hilos de la amistad parecían a menudo sumergidos bajo la brutalidad desnuda del egoísmo, pero todo el campo estaba unido por un tejido invisible”.
 
Es necesario subrayar que no estamos solo ante cuatro heroicos luchadores contra la invasión alemana, sino que encarnan asimismo otros valores relacionados con un espíritu de resistencia en el amplio sentido, más allá de sus valerosas acciones de entonces. Un ejemplo es la figura que sobrevivió a los otros tres, puesto que murió, centenaria, en 2008: Germaine Tillion.
 
La joven etnóloga se incorpora a la Resistencia en junio de 1940, recién vuelta de sus estudios de campo en Argelia. Su única motivación es el patriotismo. Sin embargo, en un texto que escribe para la prensa clandestina, deja claro que la causa de la patria merece arriesgar la vida, pero no sin condiciones: “No queremos sacrificar la verdad, porque nuestra patria solo puede ser digna de ser amada si no debemos sacrificar la verdad por ella”.
 
En ese mismo texto, Tillion reivindica otra virtud que no siempre se asocia con la idea de la Resistencia. “Pensamos que la alegría y el humor constituyen un clima intelectual más propicio que el énfasis lacrimógeno. Tenemos intención de reír y bromear, y creemos tener el derecho a hacerlo”. Dos años después, ya deportada, tiene oportunidad de poner a prueba su principio. Para subir la moral y transmitir informaciones esenciales a los demás presos, compone una opereta-revista que narra su existencia en tono humorístico. Un naturalista estudia una nueva especie animal cuyos representantes le expresan sus quejas con arreglo al repertorio musical de la época: melodías de opereta, números de cabaret, canciones populares. Ese humor es uno de los valores de la Resistencia.

Reclamaron la alegría y el humor como un clima intelectual mejor que el énfasis lacrimógeno
 
Ante la miseria del campo y el orden riguroso que imponen sus guardianes, la etnóloga no olvida los principios de su oficio: observa, reúne toda la información, elabora esquemas que permiten comprender la situación de los presos. Y se lo explica a ellos de una manera que, a su vez, les ayuda a sobrevivir. A la resistencia física se une una resistencia intelectual que, según Geneviève Anthonioz de Gaulle, que llega meses después al mismo campo, no es un conocimiento seco, sino “siempre acompañado por la compasión e inevitablemente orientado hacia la acción”. En estos días, pues, entra en el Panteón esa nueva forma de practicar las ciencias humanas.
 
Gracias a ello, a la amistad y a la suerte, las dos salen vivas del campo en 1945. Y les esperan nuevas pruebas. Un día, un tribunal alemán convoca a las dos amigas para que testifiquen en favor de una antigua guardiana de Ravensbrück, injustamente acusada por otra presa. Escribe Geneviève: “A mí me molestó. No había vuelto a Alemania y además tenía un hijo recién nacido. Tú me dijiste: ‘Si queremos seguir diciendo la verdad, tenemos que hacerlo también cuando nos cueste’. Por eso fui”.
 
La guerra ha terminado pero las luchas continúan. En 1948, Tillion se entera del llamamiento de otro antiguo resistente y deportado, David Rousset, a luchar contra los campos que todavía existen, sobre todo en los países comunistas de Europa y Asia. Tillion se suma al llamamiento y participa activamente en las investigaciones de Rousset. A los valores de la Resistencia se suma el combate contra los totalitarismos.
 
En 1954 comienza una nueva guerra, la de Argelia. Tillion, que había estudiado el país como etnóloga, va allí y comprueba el nuevo empobrecimiento que azota a los campesinos locales. Le recuerda la miseria que se vivía en el campo de concentración. Intenta aliviarla, con la esperanza de eliminar así una de las razones de la guerra. Para ello crea una red de centros sociales en los que todos, niños y niñas, menores y adultos, reciben una educación elemental que les permita adaptarse a las nuevas condiciones de vida. Es el mismo propósito que poco después empuja a Geneviève Anthonioz a incorporarse a la organización ATD Quart Monde, para combatir la pobreza en los barrios bajos de las ciudades francesas.

Después de luchar contra la invasión alemana se enfrentaron al horror de los totalitarismos
 
Pero en Argelia el remedio llega demasiado tarde. La guerra se intensifica y se vuelve cada vez más cruel. Los antiguos resistentes y los miembros de las fuerzas francesas libres están en primera línea, a la cabeza del ejército francés. Ante las prácticas impuestas por esta guerra de nuevo tipo, en especial la tortura, los excombatientes asumen distintas posturas. Unos —Massu, Bigeard, Aussaresses— quieren defender la patria mejor que en 1940 y no rechazan ningún medio. Otros, los menos —el general de Bollardière, el antiguo resistente Paul Teitgen— se desvinculan de esas prácticas y las denuncian públicamente.
 
Tillion ve sometida a dura prueba su lealtad. No puede traicionar a la patria, pero tampoco renunciar a su adhesión a la verdad y la justicia. No se reconoce ni en los defensores incondicionales de la Argelia francesa ni en los portadores de maletas del FLN. Solo le queda una salida muy estrecha, la de salvar vidas individuales, impedir ejecuciones, rescatar a personas que sufren torturas, pero también tratar de interrumpir los ciegos atentados cometidos por los insurgentes contra los civiles. Muchas veces fracasa, en ocasiones lo logra, pero el resultado no es ninguna tontería: cientos de personas le deben la vida. Tillion sigue resistiendo, esta vez no contra un invasor extranjero sino contra la barbarie que se apodera tanto de los nuestros como de los adversarios. A través de ella, la población de las antiguas colonias y el debate anticolonialista entran también en el Panteón.
 
Con la llegada de la paz, Tillion no se permite el bien merecido descanso. Por un lado, continúa y profundiza sus trabajos científicos sobre la situación de las mujeres en la cuenca mediterránea (Le harem et les cousins) y escribe sus grandes libros sobre los campos de concentración (Ravensbrück) y la guerra de Argelia (Les ennemis complémentaires). Por otro, sigue interviniendo, en la medida de sus posibilidades, cada vez que ve atacados los valores de la Resistencia. Lucha para humanizar la vida en las prisiones, denuncia las prácticas esclavistas aún existentes en algunos países, sin olvidar la deriva que sigue la tortura en su propio país, y proclama los derechos de quienes no tienen un techo ni pueden comer a diario.
 
Con Germaine Tillion, entra en el Panteón alguien que declara: “Creo de todo corazón que la justicia y la verdad son mucho más importantes que cualquier interés político”. Y también: “No puedo dejar de pensar que las patrias, los partidos y las causas sagradas no son eternos. Lo único eterno (o casi) es la pobre carne sufriente del ser humano”.
 
Tzvetan Todorov es semiólogo, filósofo e historiador de origen búlgaro y nacionalidad francesa.
Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia.
 
Fuente: Diario El País. 16 de marzo del 2014.

Comentario al libro "Los Romero. Fe, fama y fortuna" de Francisco Durand.


Durand y los Romero

Martín Tanaka (politólogo)

Intento no comentar libros de colegas de las instituciones a las que pertenezco, pero es necesario hacer excepciones. El colega Francisco Durand, profesor de la Pontificia Universidad Católica del Perú publicó en noviembre del año pasado Los Romero. Fe, fama y fortuna (Lima, DESCO – Ed. El Virrey, 2013); el libro, de más de 500 páginas, reconstruye la historia de la familia Romero, desde sus inicios como “modestos labriegos” en Castilla la Vieja, siguiendo el recorrido de Calixto Romero desde España hasta Puerto Rico, y de allí a Piura en nuestro país, alrededor de 1888, hasta la actualidad, cuando el Grupo Romero aparece como uno de los conglomerados empresariales más importantes del país. Esto se hace reconstruyendo la historia de cuatro generaciones, dando cuenta del traspaso del liderazgo a Feliciano del Campo Romero en 1934, a Dionisio Romero Seminario en 1959, hasta Dionisio Romero Paoletti, en 2009.
 
Aparecen muchos temas de interés en el libro. Me llama la atención la imagen de relativa precariedad del poder empresarial en medio de los vaivenes económicos y políticos del país. El libro revisa, entre otras, algunas coyunturas muy especiales: las reformas del gobierno militar del General Velasco; las reformas neoliberales de la década de los años noventa; y la crisis de los años 1998-2000. Durand añade al final otro ejemplo de precariedad, de los años recientes, contraponiendo la debilidad del capital peruano frente al capital transnacional. Cada una de estas coyunturas resultaron cataclísmicas: buena parte de los “dueños del Perú” que analizó Carlos Malpica desaparecieron con Velasco, la mayoría de los “doce apóstoles” que se reunían con García en su primer gobierno desaparecieron con su crisis y la adopción de políticas neoliberales con Fujimori, y varios de los que prosperaron con el fujimorismo cayeron con la crisis financiera del último cambio de siglo. El mérito de los Romero fue aprovechar las oportunidades que se les presentaron, primero con Velasco, y luego modernizarse y hacerse más competitivos en medio de las reformas orientadas al mercado.
 
La crisis de 1998 sí tomó a los Romero en una situación de gran vulnerabilidad, lo que llevó a Dionisio Romero a establecer relaciones con Vladimiro Montesinos, cuyo alcance está todavía por dilucidar. Durand, a propósito de esta coyuntura, explora la relación entre poder empresarial y poder político, y propone la tesis de la “captura del Estado”, a través de gestores y lobistas, del uso de la “puerta giratoria” (funcionarios que pasan del sector privado al público y de vuelta al privado), y la intervención personal de los líderes empresariales, prácticas complementadas con la intimidación a sectores opositores mediante abogados y la presión de medios de comunicación. El problema es que esa tesis va un poco a contracorriente de lo que el libro mismo presenta, que es más bien un empresariado vulnerable frente a los cambios políticos y económicos. Seguiré la próxima semana.
 
Fuente: Diario La República. 16 de febrero del 2014.
 
Tecnócratas y “captura del Estado”
 
Martín Tanaka (politólogo)
 
Hace un mes comentaba sobre el último libro de Francisco Durand, dedicado al estudio de la familia Romero y cómo construyó a lo largo de cuatro generaciones su liderazgo económico. Prometí seguir con el tema, recién puedo hacerlo ahora.
 
Decía que una de las tesis centrales de Durand es la de la “captura del Estado” por intereses privados. Durand habla del funcionamiento de la “puerta giratoria” (funcionarios que pasan del sector privado al público y de vuelta al privado), la intervención de “gestores de intereses”, y también de prácticas de presión directa de líderes empresariales o indirectas a través de estudios de abogados y la presión de medios de comunicación.
 
Con la conformación del nuevo gabinete podría decirse que esa tesis parece encontrar gran sustento. El presidente del Consejo de Ministros saliente, César Villanueva, pretendió reemplazar al Ministro de Economía Miguel Castilla, pero al final quien salió fue aquel. Y la saliente ministra de la Producción, Gladys Triveño, en entrevista con IDL-Reporteros, denunció intensas presiones de la Sociedad de Pesquería en contra del ordenamiento del sector, a través de gestores de intereses tanto sobre el poder ejecutivo como sobre el Congreso; dio cuenta de la debilidad de un Estado que se ve forzado a contratar empresas supervisoras financiadas por compañías fiscalizadas, y que se enfrenta a empresas que judicializan procesos de sanción. La judicialización sería una estrategia hábil en tanto los más importantes estudios de abogados solo trabajan para los privados, no para el sector público; estrategia que se complementa con el uso de consultoras de comunicación y la implementación de campañas de desprestigio a cargo de “sicarios comunicacionales”. Al final, los funcionarios que se allanan son recompensados: la ministra habla de exministros condecorados por dar favores políticos, o contratados por el sector privado con muy buenas remuneraciones. Todo esto, ciertamente debería investigarse y, eventualmente, sancionarse. Sin embargo, el reemplazo de la ministra ha sido Piero Ghezzi, quien ha anunciado la continuidad de los esfuerzos de reordenamiento del sector.
 
Pienso que la tesis de la captura del Estado no distingue bien el puro interés particularista (“mercantilista” dirían algunos) de la acción de tecnócratas o funcionarios que operan sobre la base de principios, o ideologías, si se quiere: en este caso, favorables al desarrollo de los mercados. Esto ciertamente los hace cercanos al mundo empresarial, pero no a intereses particularistas. Esa tesis subestima el poder de las ideas o ideologías; los tecnócratas como tales toman decisiones favorables al desarrollo de los mercados no porque estén “comprados” por las empresas (aunque también puede suceder, por supuesto), sino porque creen estar haciendo lo correcto. En otras palabras, no solo habría que denunciar presiones indebidas del sector privado, también ganar la batalla en el terreno de las ideas.

Fuente: Diario La República. 16 de marzo del 2014.

Recomendado: Entrevista al sociólogo Francisco Durand.

domingo, 9 de marzo de 2014

Historia reciente de Ucrania.


La patria de Trotsky

Antonio Zapata (Historiador)

Trotsky había nacido en Ucrania, en una aldea campesina al norte de Odessa. Aunque judío de nacimiento, como su familia no era practicante, recibió intensamente la influencia cultural rusa y ucraniana. Hablaba ambas lenguas y en su autobiografía relata que solo era fluido en ellas, a las que consideraba mutuamente maternas.
 
No fue el único líder soviético de orígenes mezclados ucraniano-rusos. También fue el caso de Brezhnev y de Gorbachov, quienes se llamaban soviéticos para adoptar una nueva identidad, pero ambos provenían de familias mixtas y les parecía natural esa unión.
 
Los ucranianos son étnicamente eslavos y hablan una lengua emparentada, pero diferente de la rusa. La parte occidental del país conserva mejor las tradiciones ucranianas y cultiva la lengua propia; mientras que la parte oriental está mucho más ligada a Rusia y en algunas provincias hasta el 80% de la población es de origen ruso.
 
En 1991, a la caída de la URSS, siguió la proclamación de una república independiente ucraniana. Su capital es Kiev, regada por el Dniéper y situada en la región más nacionalista del oeste. Por su parte, la zona más rusificada comprende todas las costas del mar Negro y la estratégica península de Crimea.
 
La joven república de Ucrania ha tenido una historia política convulsa y teñida por enfrentamientos nacionalistas. La lideresa de la parte occidental es Yulia Timoshenko, quien es liberal y fue apresada por su oponente Víctor Yanukovich, un aliado del presidente ruso Putin, que viene de ser defenestrado del poder. Al ser derrocado legalmente por un voto del parlamento, Yanukovich ha huido a Rusia y se ha abierto una coyuntura crítica porque el país está amenazado por la secesión.
 
A continuación, Rusia ha invadido militarmente Crimea y ha ocupado el puerto de Sebastopol. Esa iniciativa ha provocado que Ucrania se convierta en el tema más caliente de la escena internacional. EEUU ha manifestado su rechazo y los presidentes Obama y Putin han dialogado por teléfono sin acuerdo alguno.
 
Las Naciones Unidas tienen poco margen de acción porque el poder de veto tanto de Rusia como de EEUU dificultará al extremo un acuerdo en el Consejo de Seguridad. Por su parte, Ucrania no es miembro de la Unión Europea, aunque la parte occidental del país aspira a integrarse a ella y jugar ahí su futuro.
 
Ese desplazamiento hacia la UE movió a Rusia a intervenir. Según el célebre periodista polaco Kapucsinski, “sin Ucrania, Moscú queda arrinconado en los bosques próximos a Siberia”. Así, Kapucsinski grafica la importancia estratégica de Ucrania, que conecta a Rusia con el mar Negro y es clave en la ruta que lleva de Moscú al Mediterráneo. Simplemente Rusia no puede perder su influencia ahí, bajo riesgo de descender de categoría.
 
Se ve difícil cambiar el curso que conduce a la guerra civil. Lo único que puede evitarla es la racionalidad de los actores políticos. Una guerra en las puertas de Rusia no le conviene a nadie y menos a Moscú. Actualmente, a causa del Cáucaso, la violencia ya está instalada en Rusia y una guerra en Ucrania solo alimentaría el terrorismo hasta hacerla inviable como gran potencia.
Por su parte, para Occidente la perspectiva no es fácil. Nadie quiere retroceder a los tiempos a la Guerra Fría. Ese alineamiento ya concluyó con el triunfo de Occidente y sería absurdo volver a tensar esa contradicción. Además, el costo humano sería enorme, los horrores de las guerras en los Balcanes están demasiado frescos como para repetirlos. Cuando los eslavos combaten entre sí, los resultados suelen ser devastadores.
 
Como a nadie conviene la guerra, aún hay una posibilidad para evitarla. Pero los ánimos están encendidos. La situación se puede salir rápidamente de cauce porque se alimenta de intensas pasiones nacionales y regionales. Sentimientos que la Unión Soviética dio por enterrados y que han reaparecido con fuerza para empujar a los pueblos eslavos al conflicto. Gorbachov no debe creerlo, Brezhnev y Trotsky se volverían a morir.
 
Fuente: Diario La República. 05 de marzo del 2014.

sábado, 1 de marzo de 2014

Historia y Mito en España. Las batallas por la historia.

 
Historia y mito

Son dos formas radicalmente distintas de acercarse al conocimiento del pasado. La primera se basa en pruebas documentales que se interpretan a la luz de un esquema racional; el segundo quiere dar lecciones morales.

José Álvarez Junco (catedrático de historia)

Puede que alguien que no haya dedicado mucho tiempo a pensar sobre estas cosas crea que la Historia es un saber más o menos científico u objetivo sobre el pasado, algo así como la Medicina lo es sobre las enfermedades o la Química sobre las propiedades y combinaciones de los elementos naturales. A poco que haya reparado en la diversidad de opiniones entre los historiadores, sabrá sin embargo que hay diferentes versiones y supondrá que existen, en algunos casos, manipulaciones intencionadas.
 
Existe, por supuesto, la historia, con minúscula, entendiendo por este término la sucesión de acontecimientos humanos ocurridos en el pasado. Pero esa misma palabra con la que designamos a los hechos pretéritos se usa también —normalmente con mayúscula— para referirse a la construcción intelectual escrita sobre esos hechos. Es la Historia académica, una actividad que algunos de sus practicantes defienden como científica. No lo es, desde luego, en el mismo sentido en que puedan serlo las ciencias duras, en primer lugar porque el número de variables que entran en cada fenómeno es poco menos que infinito; es decir, que las “causas” de los hechos históricos no son únicas, ni en general claras. A estos asuntos se les puede aplicar aquello que dijo Oscar Wilde sobre la verdad: que raras veces es simple y nunca es pura.
 
Tampoco es la Historia un conocimiento aséptico u objetivo porque los datos que nos llegan sobre el pasado (documentos, ante todo) son parciales, muchas veces escasos y, sobre todo, subjetivos, emitidos por alguien que estaba implicado en la situación que describía. Una distorsión a la que se añade la que introducimos nosotros mismos, quienes recogemos e interpretamos esos datos, que también somos parciales y subjetivos, ya que anotamos unos hechos y descartamos otros según que nuestra visión del mundo los considere o no significativos. Dentro de estas limitaciones, sin embargo, la Historia aspira a un status de ciencia social, un tipo de conocimiento que no admite la arbitrariedad, el ocultamiento o el falseamiento de fuentes. Y esto es lo malo: que muy buena parte de la Historia que se escribe cae en este tipo de deformación porque tiene una finalidad política: es decir, que se usa como argumento al servicio de una causa; normalmente, a justificar la existencia de la organización política en la que habitamos (o la de otra organización alternativa que pretendemos crear).
 
La Historia justifica realidades actuales porque el mero hecho de que hayan existido desde hace mucho tiempo induce a suponer su carácter “natural”. De ahí que siempre haya habido cronistas e historiadores pagados por los poderes públicos para narrar los orígenes de esos mismos poderes, lo que les llevaba a inventarse antecedentes e incluso a falsificar documentos para avalar la autenticidad de sus tesis. Hubo momentos, sobre todo en la Edad Media y durante el barroco, en que este tipo de invenciones fueron una práctica habitual. Emperadores, papas, reyes, nobles, órdenes religiosas, obispados, universidades o Ayuntamientos, cada cual tenía a su historiador a sueldo. A veces tipos muy cultos, grandes eruditos y lingüistas, capaces de fabricar textos muy sofisticados en las más diversas lenguas muertas.

Emperadores, papas, reyes, cada cual tenía su historiador a sueldo en la Edad Media y el Barroco.

Con las revoluciones liberales, a los grandes guerreros y las dinastías sucedió un nuevo sujeto político, el conjunto de los ciudadanos, un colectivo que reclamaba la soberanía frente al monarca absoluto. En la revolución inglesa del XVII fue llamado the Country, the People, the Commonwealth. En la francesa del XVIII pasó a llamarse la nation. Como nueva portadora de la soberanía, la nación adquiriría una enorme fuerza. Y la Historia fue reformulada para hacer de ella su protagonista. La nación resultó ser, además, un versátil instrumento político, capaz de legitimar autocracias o de propugnar la democratización del poder, de defender procesos de modernización o el más cerrado tradicionalismo, de unir grandes espacios políticos o exigir la fragmentación del territorio en unidades menores. Tanta era su fuerza que compitió con religiones o clases sociales, las otras dos grandes fuentes de la legitimidad política, y ganó la batalla.
 
A lo largo de los siglos XIX y XX, en definitiva, la nación ha sido la gran protagonista de la Historia, al servicio de la forma política dominante, el Estado-nación. Frente a esos Estados-nación se han alzado en algunos países élites de minorías culturales que se consideran nación y reclaman su propio Estado. Y de ahí la pugna por el control de la Historia / relato, en especial en el sistema educativo; porque según formemos la mente de los niños, así serán sus exigencias futuras como ciudadanos.
 
Lo cierto, sin embargo, es que en el siglo XXI la nación no solo no refleja ya de manera adecuada la complejidad de las sociedades en las que vivimos, sino que es, además, un factor distorsionador a la hora de explicar las situaciones del pasado en las que ella no era la identidad colectiva dominante. Además de presentarse como existente desde hace siglos o milenios, la nación se presenta como dotada de “alma”, de voluntad unánime, y poseedora de rasgos culturales homogéneos y estables. Nada más falso. Nuestros antepasados se movilizaron como cristianos o musulmanes, como nobles o villanos, como pertenecientes a tal o cual gremio o ciudad, mucho más que como “españoles” o “catalanes”.
 
Todo esto tiene, sí, relación con el simposio España contra Cataluña que se acaba de celebrar en Barcelona. En él se ha aprovechado el tercer centenario de una guerra que fue dinástica, típica del Antiguo Régimen, con aspectos de guerra civil interna y otros de contienda internacional, para presentarlo como un conflicto nacional, moderno, entre dos mónadas intemporales, llamadas “España” y “Cataluña”; y en el que, desde luego, a la primera le toca siempre el papel represor y a la segunda el de víctima inocente.

Los historiadores no deberíamos prestarnos a avalar las propuestas de un grupo de poder.

Supongo que es imposible soñar con una situación en la que la Historia no sea manipulada, en la que se deje de pedirnos a los historiadores que avalemos con nuestro relato las propuestas de algún grupo de poder. Pero no deberíamos prestarnos. Las propuestas políticas, por radicales que sean, son legítimas, siempre que no se basen en la coerción sobre los demás. Pero no lo es la deformación del pasado. Si la nación fuera un ser vivo e individual —que no lo es—, podríamos parodiar la situación diciendo que si un día alguien quiere separarse de su pareja, porque ha dejado de quererla o se ha enamorado de otra persona, tiene derecho a ello. Pero que no es necesario —ni legítimo— que añada que a lo largo de todos estos años nunca la quiso y que solo se unió a ella porque le pusieron una pistola en la espalda. Si lo que se quiere es plantear una demanda política, hágase. Pero no nos obliguen a reformular la narración histórica para adecuarla a esa demanda.
 
Ahora parece que el PP catalán pretende organizar un simposio alternativo, en el que se defienda el amor de España por Cataluña, bajo el paraguas de la RAH. Detrás de él latirá la creencia, rotundamente expresada por Rajoy, de que España es “la nación más vieja de Europa”. Si se refiere a la unión de reinos bajo los Reyes Católicos (aunque quizás pensaba en Viriato o don Pelayo), es un excelente ejemplo de utilización política de la Historia, pues presenta como el nacimiento de una nación moderna lo que no fue sino una unión dinástica y acumulación territorial típica del siglo XV.
 
Si queremos hacer de la Historia algo que se parezca a una ciencia, no pongamos nuestro trabajo al servicio de un proyecto político. No simplifiquemos el pasado, no lo deformemos, sobre todo, embutiéndolo en los rígidos corsés nacionales, porque el mundo ha estado hasta hace poco entrecruzado por unas redes de lealtades e identidades colectivas que nada tenían que ver con las naciones modernas. No existe hoy un prisma distorsionador que dificulte tanto la comprensión adecuada del pasado como su interpretación en términos nacionales.
 
José Álvarez Junco es catedrático de Historia en la Universidad Complutense de Madrid. Su último libro es Las historias de España (Pons/Crítica).
 
Fuente: Diario El País. 02 de marzo del 2014.

La historia nacional y las identidades españolas. La historia como discurso de legitimación política.

Las historias de la Historia

Las disputas en torno a las identidades españolas y la frontera entre verdad y ficción en los discursos de legitimación política alimentan varios libros que iluminan los debates del presente.

José Andrés Rojo

Una de las preguntas que le hace a José Álvarez Junco la historiadora Paloma Aguilar en una larga entrevista que forma parte de un reciente libro de homenaje al autor de Mater dolorosa es la siguiente: “¿Cómo resuelves el dilema entre lo que Jon Elster llamó el ‘cemento de la sociedad’, lo que hace que las sociedades se mantengan cohesionadas y no entren en conflicto permanente, y la necesidad de impedir la creación de mitología nacional que distorsione la historia y demonice al otro?”. En la pregunta quedan bien definidos los dos polos en torno a los que bascula el concepto de nación, el “cemento” y los “mitos”, y queda anunciado que en la elaboración de ese discurso tienen un papel no menor los historiadores.
 
“¿Puedo simplificar un poco?”, pregunta Álvarez Junco. “Si la nación fuera un niño, sería imprescindible que reforzáramos su identidad (qué nombre tiene, cuál es su familia, a qué país pertenece…) y también su autoestima: por ser como eres, no puedes ir por ahí con la cabeza baja. Esto es evidente, pero eso no significa que haya que ponerse pesado. Tienes una identidad, sí, pero luego están los otros. El nacionalismo desempeña un papel necesario, de integración y legitimación política, ayuda a reforzar los lazos comunes que existen en un colectivo donde todos son distintos. Pero corre una serie de peligros que no hay que olvidar, como el de cerrarte a cuanto ocurre fuera y convertirte en un ignorante, sin horizontes, siempre complaciente con lo propio y reacio a lo ajeno”. Pueblo y nación. Homenaje a José Álvarez Junco lo han coordinado Javier Moreno Luzón y Fernando del Rey, y reúne diferentes aproximaciones al trabajo de un historiador que ha abordado, y siempre con maestría, algunos fenómenos esenciales de la historia española: el anarquismo, el populismo, el nacionalismo y la relación entre visión del pasado y construcción de identidad.
 
Santos Juliá, en uno de los textos del libro, subraya la capacidad de Álvarez Junco para reconstruir toda la complejidad del pasado y destaca su habilidad para fulminar los mitos y leyendas que parecen ser el único camino posible para tratar con la historia. “El mito no se estudia, se cree y se celebra”, escribe Juliá, “y en la creencia colectiva y en la celebración ritual encuentra la comunidad su razón de ser, su orden, la base de continuidad en el tiempo, su camino de salvación”. “Vuelvo a lo más sencillo”, insiste Álvarez Junco, “la función del historiador es la de intentar comprender y explicar el pasado de la manera más objetiva posible. De forma científica. Por eso hay que volver una y otra vez sobre lo que se ha estudiado porque todo cambia. España cambia y cambia la manera de contar lo que ha ocurrido. Toda explicación es relativa y pasajera. Y tiene inevitablemente un mensaje moral implícito. Es importante ser conscientes de esto y saber también que, por mucho que hagas, los políticos (el poder) van a utilizar tu trabajo en función de sus intereses”.
José Álvarez Junco
ha abordado, siempre con maestría, algunos fenómenos esenciales de la historia española
En La invención del pasado, Miguel-Anxo Murado se ha propuesto entrar en el interior del laboratorio donde se hace la historia para contar cómo se fabrica el pasado y cuánto tiene de verdad. “La historia es como la ceniza de un incendio”, escribe. “No es el incendio, ni siquiera un resto del fuego, sino tan solo un vestigio de los efectos del incendio. El viento sopla constantemente, dispersándola”. ¿Qué hacer, entonces, con algo tan volátil como esas cenizas, cómo atraparlas y organizar un relato coherente?
 
“La historia no es simplemente la recuperación del pasado”, contesta Murado por correo electrónico, “lo cual, en sentido estricto, es imposible, porque ya no existe; es más bien el esfuerzo por darle un sentido a lo que nos queda de él, que son solo un número limitado de vestigios. Puesto que somos nosotros quienes le damos el sentido, la historia es en gran parte una proyección del presente, una especie de metáfora de nuestro propio tiempo”.
 
¿Cuándo ha tenido el poder político mayor influencia en la construcción de la historia de España? “Bueno, en España han escrito la historia desde un rey —Alfonso X— hasta un presidente de Gobierno —Cánovas del Castillo—. Comparado con eso, el historiador nunca ha estado más lejos del poder que hoy en día. Lo que ocurre es que cuando leemos una historia que no nos gusta tendemos a considerarla siempre fruto de la manipulación interesada. Subestimamos la fuerza evocadora que tiene el discurso histórico, yo me atrevería a decir que casi mágica, y que hace que tanto unos como otros crean sinceramente en lo que dicen. El poder apoya el tipo de historia que le interesa, sin duda, pero eso no bastaría si la gente no quisiera creerla. La única cura para el fanatismo que inspira la historia es preventiva: no darle tanta importancia”.
 
“Como decía Froude, un historiador del siglo XIX”, escribe Murado en su libro, “la historia es como una imprentilla infantil en la que uno puede elegir las letras que quiere y ordenarlas en la forma que quiere para que digan lo que a él le apetece”. Es posible, pues, que en ese particular taller se crearan los relatos más disparatados para celebrar las hazañas de un rey o para dar sentido a un proyecto de futuro, quién sabe, ese destino en lo universal que aireaba el franquismo. ¿Cuáles han sido los mitos más disparatados que se han colado en la historia de España? “Yo no los llamaría ‘mitos disparatados’ porque creo que los mitos históricos cumplen siempre una función, lo interesante es detectarlos y tratar de explicar cuál”, explica Miguel-Anxo Murado. “Hoy nos puede resultar disparatado que en el pasado los españoles se creyesen descendientes de la familia de Noé. Pero eso era fruto de la necesidad psicológica de enlazar su historia con la Biblia de un pueblo para el que el cristianismo era la base de su identidad. Hoy hacemos algo parecido cuando, desde la historiografía que sea, elegimos arbitrariamente hechos históricos para convertirlos en nuestros orígenes o seleccionamos aquellos que nos proporcionan una sensación de continuidad y conexión con el pasado”.
 
De esos hechos históricos que han servido para darle sentido y continuidad a la nación española se ocupa un voluminoso libro recientemente publicado. Hace unos seis años, los historiadores Antonio Morales Moya, Juan Pablo Fusi y Andrés de Blas se plantearon el desafío de realizar una suerte de estado de la cuestión de lo que es la Historia de la nación y del nacionalismo español. El libro tiene más de 1.500 páginas, han participado 48 especialistas y es un viaje por las historias, y lógicamente por los mitos, que han terminado por hacer de España lo que es.
 
“Antes de que surgiera la propia idea de nación, existían elementos que le daban cohesión a ese colectivo que sería después, hablando con más propiedad, la nación española”, explica Andrés de Blas. “Desde la época de los Reyes Católicos se impulsaron ya distintas estrategias para dar cohesión a esa comunidad nacional que, más adelante, seguiría reconociéndose como tal durante la monarquía de los Austria. El reformismo ilustrado del siglo XVIII reforzó las soldaduras de ese colectivo a través de una serie de discursos patrióticos que luego heredarían los diputados de las Cortes de Cádiz. Es ahí donde verdaderamente se puede hablar de revolución, y de un proyecto de modernización de este país. Los liberales son conscientes de que no pueden legitimar el nuevo Estado con los viejos expedientes: el catolicismo, la monarquía y las tradiciones. Y por eso empiezan a hablar de una comunidad de ciudadanos que defiende un orden de derechos y libertades. El acento se desplaza a la ciudadanía y a su Constitución, han dejado de servir los viejos señores”.
 
No hay referencia alguna a los asuntos de los nacionalismos periféricos en el volumen. La protagonista exclusiva es la nación española. Desde muy pronto se da noticia de sus mitos, con el texto de Álvarez Junco que abre el libro, así que tampoco hay que alarmarse: no se trata de ninguna casposa reivindicación de esas esencias patrioteras todavía tan queridas por una parte de los españoles. Los cronistas que narraron, casi dos siglos más tarde, el primer enfrentamiento bélico con los musulmanes recurrieron, cuenta Álvarez Junco en su trabajo, “a los modelos narrativos bíblicos y a los de la Antigüedad clásica”. Hay una leyenda que se refiere a las guerras médicas: en el año 480 antes de Cristo, las huestes de Jerjes fueron poco a poco aplastando las ciudades griegas hasta llegar al santuario de Apolo en la montaña de Delfos. No había allí más que un puñado de aguerridos defensores frente a los fieros persas, pero el dios terminó por intervenir. Lanzó rayos y cayeron peñascos, y los temidos enemigos empezaron a matarse unos a otros en plena confusión. Los supervivientes huyeron, y no tardarían en perecer por un fuerte temblor de tierra y el desbordamiento de un río: el puñado de griegos de Delfos había triunfado. “El relato de Covadonga reproducía este esquema casi al pie de la letra”, escribe Álvarez Junco.
“El franquismo colonizó la idea de España, se la apropió, y eso produce una enorme distorsión”, dice Javier Moreno Luzón.
Los viejos héroes de Iberia e Hispania, las peripecias del país durante la Edad Media, los reinos que conviven en el siglo XV, el concepto de España que se arma durante el XVI y el XVII, y las últimas iniciativas anteriores a la primera Constitución: así arranca esta propuesta, que luego explora con toda minuciosidad las formas del nacionalismo español durante el siglo XIX, la España de comienzos de la centuria pasada (hasta el estallido de la guerra) y la que vino después, y que se cierra con dos grandes capítulos que analizan este país desde su periferia y desde el exterior.
 
“El orden liberal marca los derroteros de España desde 1812 hasta 1923, cuando triunfa la dictadura de Primo de Rivera”, comenta Andrés de Blas. “Desde la Constitución de 1837, que define un orden liberal, urbano y burgués y que establece el marco para la modernización económico-social del país, las líneas de continuidad son evidentes, por mucho que se escoren, a veces hacia la izquierda (en 1869), a veces hacia la derecha (en 1845 y 1876). Al otro lado, como factores de resistencia, solo están el carlismo, y su defensa de los valores tradicionales, y algunas asonadas militares”. Poco a poco surgirán esos ruidos que irán haciendo mella en el proceso. Los nacionalismos periféricos se fueron constituyendo en el País Vasco y Cataluña a lo largo de la segunda mitad del XIX, y se instalaron con más fuerza al empezar el siglo XX. Y luego está la impotencia del régimen de la Restauración, incapaz de acomodar en su seno a las nuevas fuerzas, ya fueran esos nacionalismos periféricos, la clase obrera o los partidos reformistas.
 
En un libro publicado en 1983 sobre los orígenes y el desarrollo del nacionalismo, el historiador Benedict Anderson “contemplaba las naciones como artefactos culturales modernos que surgen en un momento concreto, se transforman y adquieren, en determinadas circunstancias, una fuerza extraordinaria”. Javier Moreno Luzón y Xosé M. Núñez Seixas recogen la cita en la introducción que abre Ser españoles, un libro colectivo que busca profundizar en los imaginarios nacionalistas que han echado raíces en este país a lo largo de la pasada centuria. No permanece inmutable siempre la misma versión de las cosas, la cultura “no consiste en un todo armonioso y coherente, sino que sus contenidos se negocian y se disputan entre sectores enfrentados en la esfera pública”, escriben Moreno Luzón y Núñez Seixas. De ahí surge el proyecto, del afán de revisar esas disputas, y no tiene que ver para nada con reivindicación alguna de las esencias patrias, sino que quiere, más bien, dar cuenta de “las vicisitudes” por las que ha pasado una identidad: qué ha sido eso de ser españoles a lo largo del siglo XX. Los mitos, los símbolos de España, el lugar que ocupó la República, el papel de la religión o de la lengua o las lenguas, los toros, el deporte, el turismo o el cine, los mapas, la influencia de la capital, América y la fiesta del 12 de octubre, la proyección africana, la música, la situación de la mujer respecto a su identidad…, en fin, la monarquía.
 
“Es muy importante subrayar que el franquismo colonizó la idea de España, se la apropió, y eso produce una enorme distorsión”, dice Javier Moreno Luzón. “Toda la oposición a la dictadura, tanto la de izquierdas como los nacionalismos, identificaron así a España con el franquismo, y no querían ni oír hablar de sus relatos, ni de sus símbolos. De lo que se trataba, por tanto, era de construir una nueva identidad nacional, donde todos tuvieran sitio. La monarquía representa un papel esencial en la construcción de esa nueva identidad, democrática y constitucional. Sea como sea, la proyección de lo que fuera esta nueva España tuvo un perfil bajo en los primeros años de la Transición. Solo tras el golpe del 23 de febrero se fue imponiendo la idea de que no se podía dejar España y sus símbolos en manos de la extrema derecha”.
 
“Un momento clave fue 1992”, subraya Moreno Luzón: “Se aprovecharon dos grandes eventos, los Juegos Olímpicos que se organizaron en Barcelona y la Expo de Sevilla, para reelaborar los símbolos tradicionales, quitándoles el moho asociado a su viejo esencialismo para proyectarlos hacia el futuro. Juan Carlos I se había presentado ya como el piloto del cambio y el defensor de la democracia contra sus enemigos en el 23-F. Y aquel año se reinventaron los vínculos con América, 500 años después de la conquista, disolviendo cuanto tuviera que ver con las atrocidades que se cometieron durante la conquista para reforzar la idea de una comunidad de iguales, donde el papel de España fuera el de servir de puente entre aquella América lejana y una Europa cada vez más próxima. Fue entonces cuando empezaron las cumbres iberoamericanas…”.
 
La cuestión de las identidades está, sin embargo, siempre sometida a disputas. Y es verdad que hubo un tiempo en que las aristas más conflictivas entre los nacionalismos periféricos y el español quedaron eclipsadas por un proyecto de futuro. En los Juegos Olímpicos convivieron la bandera española y la senyera, no había grandes conflictos. “Fue con la llegada de Aznar al poder cuando se produjo un reforzamiento del nacionalismo español”, observa Moreno Luzón. “Reformuló la celebración del 12 de octubre e impulsó la enseñanza de la historia de España. De regreso de un viaje a México, e impresionado por la enorme bandera que se desplegaba en el zócalo del Distrito Federal, decidió hacer algo semejante aquí y se izó aquella inmensa enseña en la plaza de Colón de Madrid. Era un viraje que no iba a gustar mucho ni a los nacionalismos periféricos ni a las fuerzas de izquierda. No hay que olvidar que es en las manifestaciones contra la gestión del desastre del Prestige y contra la guerra de Irak cuando vuelven a verse en las calles numerosas banderas republicanas. Y por el lado nacionalista se acentuaron dinámicas propias: la reacción condujo en el País Vasco al plan Ibarretxe, y en Cataluña al proyecto de modificar el Estatut”. Las viejas inquinas en torno a los rasgos identitarios de España y de sus nacionalidades volvieron, así, a primer plano. Y en esas andamos.

Pueblo y nación. Homenaje a José Álvarez Junco. Javier Moreno Luzón y Fernando del Rey (editores). Taurus. Madrid, 2013. 416 páginas. 10,99 euros. La invención del pasado. Verdad y ficción en la historia de España. Miguel-Anxo Murado. Debate. Barcelona, 2013. 230 páginas. 16,90 euros. Historia de la nación y del nacionalismo español. Antonio Morales Moya, Juan Pablo Fusi Aizpurúa, Andrés de Blas Guerrero (directores). Galaxia Gutenberg / Círculo de Lectores. Barcelona, 2013. 1.518 páginas. 39 euros. Ser españoles. Imaginarios nacionalistas en el siglo XX. Javier Moreno Luzón y Xosé M. Núñez Seixas (editores). RBA. Barcelona, 2013. 592 páginas. 23 euros.

Fuente: Diario El País. 25 de enero del 2014.

Libro Las historias de España. José Álvarez Junco.

José Álvarez Junco

“El mito de la nación vive su ocaso pero se resistirá a morir”

 
Daniel Arjona
 
Es el volumen que cierra la más reciente e innovadora historia de España publicada hasta la fecha. Con Las historias de España (2013), del profesor José Álvarez Junco (Viella, Lérida, 1942) llega el momento en el que el historiador se pregunta por su propia labor y por la de sus iguales en el oficio a lo largo de los siglos. Una aventura crítica tan vasta como imprescindible.

-Cuando afrontó coordinar una “historia de las historias” de España, ¿cuál era el mayor reto que un libro así le imponía?
-Reunir la inmensa cantidad de material que un proyecto de este tipo requería. Tenga en cuenta que el libro comienza en el siglo I y termina a la muerte de Franco.

-¿Y cómo valora el resultado?
-En su carácter global. Por primera vez se pone orden y se ve cómo evoluciona la interpretación del pasado según las necesidades políticas del momento, cuáles son los problemas que preocupan en cada época. Al ser una visión global se puede aspirar a una coherencia que los estudios parciales no podían tener.

-El libro se subtitula Visiones del pasado y contrucción de identidad. ¿Cuándo se fija definitivamente “la identidad española”?
-Adverbios como “definitivamente” o “siempre” deberían estar prohibidos para un historiador. Nada es definitivo, salvo la muerte. Especialmente en el terreno de las identidades colectivas, que es movedizo y está en constante evolución. En todo caso, distinguiría entre la fijación de una identidad “española” y otra “nacional”. La primera se va forjando en la Edad Media y tiene unos rasgos muy marcados ya en la época de la hegemonía europea de los Habsburgo (siglos XVI-XVII). La segunda, que añade a la primera el dato político crucial de que ese colectivo, los españoles, son el sujeto de la soberanía, es producto de la excepcional coyuntura política de 1808-1814.

-¿Y qué elementos la forjan?
-Dependen de los momentos y de que se vean desde dentro o desde fuera. En el XIX, el romanticismo reinterpretaría todo para admirar lo español como paradigma de la caballerosidad, de las pasiones intensas, del desprecio a la muerte, del orientalismo; una imagen que no agradaría nada a las élites españolas modernizadoras. El siglo XX añade el dato trágico de la guerra civil, de los impulsos fratricidas. Y luego vienen los triunfalismos de la Transición -el “ya somos modernos”- y, de nuevo, una recaída en el pesimismo con la crisis actual.

-El relato del pasado se adapta a cada momento. Si la historia la escriben los vencedores, ¿quién escribe la historiografía?
-No sé si puede afirmarse que la historia la escriben siempre los vencedores. Normalmente son los vencedores, pero no siempre. Por ejemplo, tras la guerra civil la versión más extendida en el mundo (no en el interior de España, claro) simpatizaba más bien con los vencidos. Gerald Brenan en inglés o Ramos Oliveira en español. En cuanto a quién escribe la historiografía... pues los estudiosos tiempo después. Por tanto, los libros de historiografía también son producto de su tiempo. En realidad, este libro nuestro debería terminar autoanalizándose.

-Usted que ha dedicado gran parte de su carrera a estudiar la idea de España, ¿cómo ve la salud de tal idea hoy en nuestro país cuando se anuncia un referéndum soberanista catalán?
-La identidad española es hoy, a la vez, frágil y fuerte. Es frágil porque importantes sectores de opinión, sobre todo en Cataluña y el País Vasco, se sienten muy distanciados de ella y querrían abandonar el barco. Pero es también fuerte porque hay muchos millones de ciudadanos que se sienten españoles, que se emocionan con los triunfos de la selección nacional de fútbol y que están dispuestos a salir a la calle, orgullosos, con su bandera. El caso catalán es especial. Es una identidad muy fuerte pero siguen siendo mayoría en Cataluña quienes declaran sentir una doble identidad, catalana y española.

-Ha defendido que hoy es más importante identificarse como “joven”, “arquitecto” u “homosexual” que como español o francés. Pero el nacionalismo se resiste a morir...
-Cierto. La nación ha sido el mito político más fuerte de los últimos dos siglos. Ha competido con religiones o clases sociales y ha triunfado. Creo que está viviendo su ocaso, pero que se resistirá a morir. No sería de extrañar que el parlamento europeo, en las próximas elecciones, se viera lleno de partidos populistas nacionalistas, incompatibles entre sí y con la idea misma de Europa.
 
Fuente: Diario El País. 27 de diciembre del 2013.  

Cómo no escribir la historia de Europa en el siglo XXI.

Escribir la historia de Europa en el siglo XXI

El relato del pasado superará el Estado-nación y aceptará las regiones culturales.


Bartolomé Yun Casalilla (Catedrático de Historia Moderna)

Si nos importa la historia, deberíamos más bien empezar por preguntarnos cómo no escribir la historia de Europa en el siglo XXI. Europa no es un Estado-nación y no parece que vaya a serlo en las próximas décadas. Europa tiene hoy unas fronteras muy imprecisas. Por tanto la historia de Europa no puede escribirse como una unidad (política, pero no solo política) o como el proceso hacia una unidad, ni es posible definirla como un espacio cerrado cuya evolución pueda ser registrada desde un concreto momento histórico hasta el presente. Europa no es una cultura, un idioma, un pueblo (y menos aún una raza) sino muchas: la historia de Europa no puede escribirse como el surgimiento de una cultura o de un lenguaje, o como la historia de un pueblo, sino como la de muchos. Europa hoy no es una religión, sino muchas. Su historia no puede reducirse a la de un único pasado religioso y por tanto no hay una tradición religiosa, ni siquiera la del cristianismo, que pueda reclamar para sí la atención exclusiva del historiador.
 
Pero los problemas que se plantean al escribir una historia de Europa en el siglo XXI no proceden solamente de la realidad europea sino de los fundamentos mismos de la historia tal y como la practicamos hoy. Después de un siglo XX en el que la relación entre la historia y las ciencias sociales produjo una concepción de la historia gobernada por leyes y reglas fijas históricas, los historiadores tienden hoy a contemplar la historia como un proceso no lineal en el que esas leyes y reglas ya no son normativas sino que están abiertas a un número limitado de posibilidades, y configuradas en numerosas ocasiones como una construcción del pasado. La historia de Europa no puede verse como un producto de fuerzas teleológicas conducentes al capitalismo, al Estado-nación, a la libertad, a los derechos humanos, etcétera.

El modo en que ha de unirse Europa es ámbito de la política, no de la historia.

Pero si tomamos la historia de Europa en un sentido más modesto, es decir, como una construcción imprevista, las posibilidades para una nueva historia de Europa existen. Una “construcción” —y más aún si es imprevista— significa que el historiador escruta en su pasado e identifica variables que le permiten construir una realidad compleja y contradictoria aunque articulada. Una construcción no significa una invención o una manera de “crear” el pasado sino algo basado sólidamente en hechos y documentos (en evidencias lato sensu). Muy posiblemente tengamos que aceptar en el futuro que no tenemos una historia de Europa sino muchas historias de Europa, cuyo único requisito será el de que tengan que estar basadas en sólidas evidencias, métodos adecuados y meditado razonamiento. Tendremos muchas historias de Europa diferentes (lo que, por cierto, no es una debilidad: ¿cuántas tenemos ya hoy?).
 
Es más, el hecho de que queramos escribir la historia de muchas naciones, de muchos sistemas sociales, culturas, religiones, creencias y proyectos en sus interacciones significa que la nueva historia de Europa será una historia de implicaciones de dimensión transfronteriza, así como una historia comparativa. En paralelo, el mundo global en el que vivimos nos obligará a escribir una historia que analice esas implicaciones y las compare con las de otras áreas del mundo. Esa historia será, por supuesto, una historia con naciones, con Estados-nación, con creencias esenciales y con dogmas religiosos y culturales, etcétera, pero será también una historia que reconoce el papel del Estado moderno asociado de maneras muy diferentes a las naciones, una historia del reconocimiento de las regiones culturales (en el interior de los Estados y más allá de ellos) así como de sus complejidades internas, en términos de clases, culturas y razas, de las políticas de hoy y del pasado. Dispondremos, por tanto, de las historias de diversas Europas (lo que es cada vez más el caso hoy en día).
 
Concebida de este modo, la historia y los historiadores perderán parte de su influencia en la sociedad. No serán los gurús que algunos de ellos intentan ser. De hecho se trata de un “relativismo historicista” que será escasamente útil para la construcción de una política europea, con independencia de la idea que tengamos de la misma. Difícilmente será un instrumento válido para una respuesta rápida y eficiente a los diversos problemas que se supone tiene hoy Europa como construcción política: un Ejército coordinado, una política exterior común, un sistema bancario y financiero unido, un sentimiento de unidad que refuerce un tipo de comunidad imaginada que conduzca a emprender acciones comunes y que potencie su solidaridad interna en el corto plazo, etcétera.

Este nuevo tipo de historia ayudará a relativizar los conflictos.

Pero, por otra parte, este tipo de historia tendrá otras muchas ventajas. Ayudará a relativizar los conflictos. Desarrollará un discurso en el que la crueldad, la violencia y las responsabilidades de los pueblos europeos en el pasado no se olviden, pero en el que prevalezca un sentido menos fatal del pasado de cara a la construcción del futuro. Se hará tal cosa sin descuidar las lecciones del pasado. Pero esa historia de Europa no borrará tampoco el positivo legado europeo resultante de acciones comunes de sus pueblos en el pasado (sentido de la libertad, democracia, derechos humanos, etcétera…). Será tolerante y menos normativa con respecto a otras trayectorias históricas y con respecto a la diversidad de historias europeas, etcétera. En todos esos sentidos será una herramienta más poderosa para la construcción de Europa desde abajo, lo que tal vez será lento, aunque seguro e inevitable.
 
A este respecto hay dos preguntas que inmediatamente es necesario formular: ¿Es papel del historiador el alimentar un proceso político, como parece haberlo sido en el siglo XIX para muchos historiadores anclados en lo nacional? ¿Es la historia la única herramienta que puede emplear nuestra sociedad en aras de un futuro más unido? Posiblemente, el futuro de Europa y por extensión el de los Estados que la componen no deba construirse solamente sobre el pasado sino sobre las evidencias del pasado y sobre el deseo de construir un futuro mejor y en común. El modo en el que tenga que construirse ese futuro no pertenece al ámbito de la historia sino al de la política. En ese sentido, una historia, con todos sus aspectos conflictivos, debería ser el sedimento del futuro, pero no debería determinar la construcción del futuro. El pasado no puede ser olvidado, pero el deseo de construir una polis común y más justa tendría que ser aún más importante a la hora de forjar el futuro. El futuro es una opción creativa, no un legado. La historia es nada más y nada menos que un legado y una lección para el futuro.

Bartolomé Yun Casalilla es catedrático de Historia Moderna de la Universidad Pablo de Olavide. Profesor del Instituto Universitario Europeo de Florencia (2003-2013) y director de su Departamento de Historia (2009-2012).

 Traducción del inglés de Juan Ramón Azaola
 
Fuente. Diario El País. 01 de marzo del 2014.