El 8 de diciembre de 1991, los líderes de Rusia, Ucrania y Bielorrusia se reúnen en los bosques bielorrusos y firman un tratado para la creación de la Comunidad de Estados Independientes (CEI).
El gigante desaparecido
El gigante desaparecido
EL RÉGIMEN QUE NACIÓ DE UNA REVOLUCIÓN Y UNA GUERRA CIVIL SE EXTINGUIÓ DE LA MANERA MÁS INOCUA, VENCIDO POR EL PESO DE SUS PROPIOS ERRORES. LA NUEVA RUSIA AÚN BUSCA SU LUGAR EN EL ACTUAL ORDEN MUNDIAL.
Por: Jorge Moreno Matos (Periodista)
“Les guste o no les guste, la historia está de nuestro lado. Nosotros los vamos a enterrar”. Quien hablaba así en 1956 era Nikita Kruschev, secretario general del Partido Comunista de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas, la todopoderosa y temida URSS, hoy un vestigio de la historia que muy pocos, solo sus más encarnizados defensores, extrañan y defienden. Hace 20 años, desapareció del mapa de la historia por razones que todavía historiadores y politólogos discuten. Porque, aunque parezca mentira, el régimen que nació de una revolución y una guerra civil se extinguió de la manera más inocua, vencido por el peso de sus propios errores.
Después de 35 años del discurso de Kruschev, el último de una corta lista de sus sucesores en el cargo, Mijail Gorbachov, dirigía otro a todos los rusos para anunciarles lo hasta entonces imposible: “Queridos compatriotas y conciudadanos, a causa de la situación que se ha creado con la formación de la Comunidad de Estados Independientes, pongo fin a mis funciones de presidente de la URSS [...]. Los acontecimientos han tomado un giro diferente. Ha ganado la línea de desmembramiento del país y de dislocación del Estado, y es algo que no puedo aceptar”.
Era el 25 de diciembre de 1991 y la URSS dejaba de existir. Herida de muerte, la Comunidad de Estados Independientes (CEI), creada el 8 de diciembre por Bielorrusia, la Federación Rusa y Ucrania, y a la que luego se les uniría Kazajstán, Kirguizistán, Tayikistán, Uzbekistán, Turkmenistán, Azerbaiyán, Armenia y Moldavia, fue la que le dio el tiro de gracia. El discurso televisivo de Gorbachov la noche de Navidad fue tan solo el epitafio para un imperio construido, según Kapuscinski, en “un país donde la historia es un volcán en permanente erupción”.
Media hora después, la bandera soviética de la hoz y el martillo fue arriada en el Kremlin e izada la tricolor de la Federación de Rusia. Una época llegaba a su fin.
UN GIGANTE CON PIES DE BARRO
La Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas nació de la revolución bolchevique de 1917 y creció a costa de las otras naciones debido a la política expansionista iniciada por Lenin en 1922. Erigida sobre la base de la Rusia zarista, ese año anexó a Ucrania, Bielorrusia, Georgia, Armenia y Azerbaiyán. Entre 1924 y 1936, se unieron cinco repúblicas más del Asia Central; luego, se sumarían las repúblicas bálticas, como Moldavia.
Son las mismas repúblicas que, tras el golpe fallido del 19 de agosto de 1991 por los sectores más conservadores del Partido Comunista (que intentando impedir la desintegración de la URSS, la aceleraron), declararon su independencia una por una. El 8 de diciembre firmaron los acuerdos de Belovézhskaya Puscha en los que declararon que la URSS había dejado de existir como “sujeto de relaciones internacionales”.
Era una situación inevitable luego de décadas de economía planificada ajena a las fuerzas del mercado, una costosa presencia militar en los países satélites y una carrera armamentista que agotó sus arcas, y que reclamaba urgentes y drásticos cambios. La URSS era un gigante, pero con pies de barro.
Cuando Gorbachov accede a la secretaría general del PC, lleva a cabo su plan de reformas, perestroika (reestructuración) y glasnot (transparencia), sin saber o sospechar que ponía en marcha un proceso que acabaría con una de las dos potencias del siglo XX. No por nada el historiador peruano Pablo Macera, en una ocasión, se refirió a él como el “mayor incompetente de la historia”.
Veinte años después, la Rusia que quedó de esa aventura trágica llamada comunismo es una muy distinta, tanto política como social y económicamente.
LA RUSIA DE PUTIN
Del golpe del 19 de agosto de 1991, emergió la figura heroica de Boris Yeltsin, quien se convirtió en el primer presidente elegido democráticamente en la historia de Rusia tras la desintegración de la URSS. Yeltsin salvó al país en esa ocasión, sí; pero a un costo demasiado alto.
“Cuando Yeltsin llegó al gobierno, un grupo de economistas de orientación liberal hizo que la economía rusa se acomodara a este modelo de forma muy drástica, muy rápida y con un alto costo social”, nos explica Héctor Maldonado Félix, profesor de Historia Política Contemporánea en San Marcos. El resultado: el empobrecimiento de la población, el advenimiento de una nueva aristocracia de multimillonarios y el debilitamiento frente a Occidente.
Luego, Yeltsin le cedió la posta en el
Kremlin a un antiguo miembro de los servicios secretos rusos, Vladimir Putin, lo que para muchos significó el retorno de los métodos y estrategias del antiguo régimen totalitario comunista. Los crímenes de la periodista Anna Politkovskaya y el espía Alexander Litvinenko, entre muchos más, parecieran confirmar esas sospechas.
“Putin es lo más ruso que hay. Putin sigue la tradición rusa de Pedro El Grande, aunque no tan vinculado a Occidente. Si con Yeltsin accedió una oligarquía privada, con Putin es una oligarquía orientada a la defensa de la madre Rusia, de la gran patria rusa”, señala Maldonado.
“¿Qué es la Unión Soviética? Pues Rusia, lo único es que antes se llamaba de otra manera”, afirmó hace unos días Vladimir Putin, el líder que para sus compatriotas llegó para devolverle el orgullo perdido tras la traumática desaparición de la URSS.
No importa que ello haya significado el retroceso en las libertades democráticas que el propio Mijail Gorbachov ha denunciado, y quien ha acusado a Putin de querer convertirse en “un nuevo zar”.
Pero, ¿puede Rusia llegar a ocupar otra vez el lugar de potencia mundial que antes tenía? Difícilmente.
“Su crecimiento demográfico es pequeño frente a Asia, por ejemplo. Puede crecer en los próximos 30 años. Así que Rusia es una potencia de segundo orden, pero una potencia de segundo orden decisiva para marcar el desequilibrio. Piénsese en Afganistán, Irán, la Unión Europea, etc. Para que vuelva a ocupar el lugar de potencia mundial de primer orden, tendría que colapsar China”, nos explica.
Hoy, luego de veinte años del colapso, el Partido Comunista de Rusia (PCR) todavía considera como una traición la firma de los acuerdos de Belovézhskaya Puscha, que dio paso a la CEI y formalizó la desintegración de la Unión Soviética, e insiste en que los responsables sean llevados ante la justicia. El primero en su lista es Mijail Gorbachov, quien recibió el Premio Nobel de la Paz en 1990 por enterrar para siempre el viejo Estado fundado por Lenin.
Los oligarcas, los nuevos amos de Rusia
Si algo fue característico de la Unión Soviética, fue su casta de líderes que gobernó de manera omnipotente a 300 millones de personas sin un ápice de remordimiento. Fue una gerontocracia que hizo y deshizo los destinos de millones de rusos en nombre de una ideología. Hoy, esa gerontocracia ha sido reemplazada por otra, la de los oligarcas, los nuevos amos de Rusia. Pese a resultar increíble, el predominio de una oligarquía en el país no resulta extraña en la historia y política rusas.
“Rusia nunca ha conocido la democracia. Bajo la Unión Soviética, había también una oligarquía de origen proletario, muy distinta a la aristocrática del siglo XVII”, nos explica el historiador Héctor Maldonado.
En la Rusia postsoviética, los oligarcas se han encargado de acaparar los principales puestos políticos y económicos recurriendo a métodos non sanctos y, sobre todo, jurando lealtad al Kremlin. Quien se ha negado o apartado del camino ha pagado las consecuencias. Es el caso del magnate petrolero Mijail Jodorkovski, condenado en junio del 2005 a nueve años de prisión por malversación financiera y corrupción, delitos que muy bien podrían haber llevado a muchos otros como él a la cárcel. En realidad, su delito fue pretender ser presidente.
Hoy, los oligarcas ligados a la banca, el petróleo o la electricidad mandan en Rusia. Acaparan las riquezas nacionales en pocas manos. El propio presidente Dimitri Medvedev, ligado a la gasífera Gazprom, es uno de ellos, como lo fue Yeltsin y lo es Putin.
La mafia impera en Rusia
Un ejemplo más de la descomposición rusa tras la caída de la Unión Soviética es el empoderamiento que el crimen organizado ha alcanzado en estos veinte años, y su presencia en el mundo.
Con intereses en actividades tan lucrativas y legales como la industria petrolera, sus verdaderas fuentes de ganancias están en el tráfico de personas, el narcotráfico, el muy rentable tráfico de armas e, incluso, el mercado negro de materiales nucleares para grupos terroristas, además del lavado de dinero propio y ajeno.
Compuesta por una compleja red de organizaciones criminales, la mafia rusa, considerada una de las más violentas, es otra herencia de la desaparecida Unión Soviética, a la sombra de la cual aprendió su forma de trabajo y colaboración entre sus miembros. El mayor peligro que ahora representa es su marcada presencia en la política rusa.
Recomendados:
Teorías sobre las causas de la caída de la Unión Soviética (URSS).
Especial de la BBC sobre la caída de la URSS.
No hay comentarios:
Publicar un comentario