Darwin y la modernidad
Manuel Burga (Historiador)
Nunca escuché, en mi época de estudiante, nada sobre Darwin en la universidad y siempre me he preguntado por qué este desinterés, ya que El origen de las especies es un libro tan fascinante como seguramente lo son Órbitas celestes de Copérnico y El capital de Marx, que desestabilizaron o desmoronaron los discursos dominantes de su tiempo. Estos autores articularon ideas, algunas de discursos ya dichos, muy anteriores, de una manera coherente y orgánica hasta aparecer como los míticos fundadores de teorías que revolucionaron sus épocas. Quizá Herbert Spencer, su contemporáneo, no le hizo ningún favor cuando formuló el “darwinismo social”.
Pero nada le resta méritos a Charles Darwin, quien nació en Shrewsbury, un 12 de febrero de 1809, hace ya 200 años, y murió en Down, en 1882. Estudió Medicina y Teología, como era usual, pero investigó en el estilo de la época, como Alexander von Humboldt, viajando por el mundo. Participó en el fabuloso viaje del HMS Beagle, entre 1831 y 1836, recorriendo mares, islas, territorios, observando rocas, plantas y animales, tomando notas y dibujando.
Tenía escasos 22 años cuando inició el viaje. Regresó muy transformado, como iluminado, con otro talante, tanto que su padre encontró que hasta la forma de su cabeza había cambiado. Esta experiencia fue fundamental para sus investigaciones futuras, pero también lo es la manera como organizó su información, la procesó y progresivamente la difundió como construyendo su propio y delicado consenso social. Vivió en una sociedad aristocrática, de religión anglicana, respetuosa de las reglas y de las verdades reveladas. En 1838 lee a Robert Malthus, que lo ayuda a disipar sus dudas sobre su propia teoría. En 1839 publica su Diario de viaje, luego sus observaciones geológicas, botánicas y zoológicas, hasta progresivamente presentar sus ideas como un nuevo discurso científico.
En 1842 escribió 32 páginas al respecto. Luego, en el verano de 1844, las amplió a 230. Pero, inmediatamente, volvió al ritmo mesurado de sus publicaciones científicas sobre el mundo mineral, vegetal y animal. Hasta que en 1858 la situación se volvió propicia, ya que el meollo fundamental de su teoría –la selección natural– fue formulada por un joven naturalista, Alfred Russell Wallace, a partir de sus observaciones y estudios en la isla Ternate, en las Malucas.
Esto obligó a Darwin a dejar la discreción e iniciar así la difusión sistemática de sus ideas, que ya las había concebido 20 años atrás. Los acontecimientos se precipitaron y termina escribiendo lo que consideraba un fragmento de su obra: “Mi trabajo está ahora (1859) casi terminado; pero, como todavía me llevará varios años completarlo y como mi salud está lejos de ser fuerte, se me ha instado a publicar este fragmento”. Fragmento llamaba a su libro sobre el origen de las especies por medio de la selección natural, que se puso a la venta el 24 de noviembre de 1859 y los 1,250 ejemplares se vendieron el mismo día. La segunda edición apareció días después.
¿Por qué esta sorprendente avidez por leer un libro científico tan bien construido y mejor escrito? Las razones son muy simples: el libro negaba la concepción clásica sobre el inmovilismo de la naturaleza, que nada había cambiado desde la creación, para mostrar contrariamente que todo había evolucionado. ¿Cómo es que se había dado este enorme salto del inmovilismo al evolucionismo moderno? El libro de Michel Foucault, Las palabras y las cosas, de 1966, a pesar de su desafiante hermetismo, muestra con claridad este tránsito.
Entre fines del siglo XVIII y las primeras décadas del XIX, las disciplinas clásicas como la Historia Natural, la Gramática y el Análisis de la Riqueza se convierten en Biología, Filología y Economía Política. Se pasaba así de un discurso dominado por la religión, las verdades reveladas, al discurso moderno. En otras palabras, había nacido la modernidad, y el libro de Darwin era casi la consagración de ese gran paso hacia una sociedad secular, emancipada, abierta al uso de la ciencia, la tolerancia y el racionalismo.
No es que se haya pasado del inmovilismo al evolucionismo por la sola genialidad de un naturalista, sacrificado viajero, como Darwin. Él mismo lo reconoció en una reseña que precedía a su libro: “Por lo que toca a la mera enunciación del principio de la selección natural, importa poco que el profesor Owen me haya o no precedido, porque a ambos se nos anticiparon hace tiempo, como lo muestra esta reseña histórica, el Dr. Wells y Mr. Matthews”. La dimensión histórica se había incorporado en el nuevo discurso científico, sea la Biología, la Filología o la Economía Política, que ahora buscaban sus explicaciones en los procesos de cambio, progreso, evolución y allí constatamos que Charles Darwin era un auténtico hombre de su tiempo. Constructor y producto de la modernidad.
Fuente: Diario La Repùblica. 19/02/09
Manuel Burga (Historiador)
Nunca escuché, en mi época de estudiante, nada sobre Darwin en la universidad y siempre me he preguntado por qué este desinterés, ya que El origen de las especies es un libro tan fascinante como seguramente lo son Órbitas celestes de Copérnico y El capital de Marx, que desestabilizaron o desmoronaron los discursos dominantes de su tiempo. Estos autores articularon ideas, algunas de discursos ya dichos, muy anteriores, de una manera coherente y orgánica hasta aparecer como los míticos fundadores de teorías que revolucionaron sus épocas. Quizá Herbert Spencer, su contemporáneo, no le hizo ningún favor cuando formuló el “darwinismo social”.
Pero nada le resta méritos a Charles Darwin, quien nació en Shrewsbury, un 12 de febrero de 1809, hace ya 200 años, y murió en Down, en 1882. Estudió Medicina y Teología, como era usual, pero investigó en el estilo de la época, como Alexander von Humboldt, viajando por el mundo. Participó en el fabuloso viaje del HMS Beagle, entre 1831 y 1836, recorriendo mares, islas, territorios, observando rocas, plantas y animales, tomando notas y dibujando.
Tenía escasos 22 años cuando inició el viaje. Regresó muy transformado, como iluminado, con otro talante, tanto que su padre encontró que hasta la forma de su cabeza había cambiado. Esta experiencia fue fundamental para sus investigaciones futuras, pero también lo es la manera como organizó su información, la procesó y progresivamente la difundió como construyendo su propio y delicado consenso social. Vivió en una sociedad aristocrática, de religión anglicana, respetuosa de las reglas y de las verdades reveladas. En 1838 lee a Robert Malthus, que lo ayuda a disipar sus dudas sobre su propia teoría. En 1839 publica su Diario de viaje, luego sus observaciones geológicas, botánicas y zoológicas, hasta progresivamente presentar sus ideas como un nuevo discurso científico.
En 1842 escribió 32 páginas al respecto. Luego, en el verano de 1844, las amplió a 230. Pero, inmediatamente, volvió al ritmo mesurado de sus publicaciones científicas sobre el mundo mineral, vegetal y animal. Hasta que en 1858 la situación se volvió propicia, ya que el meollo fundamental de su teoría –la selección natural– fue formulada por un joven naturalista, Alfred Russell Wallace, a partir de sus observaciones y estudios en la isla Ternate, en las Malucas.
Esto obligó a Darwin a dejar la discreción e iniciar así la difusión sistemática de sus ideas, que ya las había concebido 20 años atrás. Los acontecimientos se precipitaron y termina escribiendo lo que consideraba un fragmento de su obra: “Mi trabajo está ahora (1859) casi terminado; pero, como todavía me llevará varios años completarlo y como mi salud está lejos de ser fuerte, se me ha instado a publicar este fragmento”. Fragmento llamaba a su libro sobre el origen de las especies por medio de la selección natural, que se puso a la venta el 24 de noviembre de 1859 y los 1,250 ejemplares se vendieron el mismo día. La segunda edición apareció días después.
¿Por qué esta sorprendente avidez por leer un libro científico tan bien construido y mejor escrito? Las razones son muy simples: el libro negaba la concepción clásica sobre el inmovilismo de la naturaleza, que nada había cambiado desde la creación, para mostrar contrariamente que todo había evolucionado. ¿Cómo es que se había dado este enorme salto del inmovilismo al evolucionismo moderno? El libro de Michel Foucault, Las palabras y las cosas, de 1966, a pesar de su desafiante hermetismo, muestra con claridad este tránsito.
Entre fines del siglo XVIII y las primeras décadas del XIX, las disciplinas clásicas como la Historia Natural, la Gramática y el Análisis de la Riqueza se convierten en Biología, Filología y Economía Política. Se pasaba así de un discurso dominado por la religión, las verdades reveladas, al discurso moderno. En otras palabras, había nacido la modernidad, y el libro de Darwin era casi la consagración de ese gran paso hacia una sociedad secular, emancipada, abierta al uso de la ciencia, la tolerancia y el racionalismo.
No es que se haya pasado del inmovilismo al evolucionismo por la sola genialidad de un naturalista, sacrificado viajero, como Darwin. Él mismo lo reconoció en una reseña que precedía a su libro: “Por lo que toca a la mera enunciación del principio de la selección natural, importa poco que el profesor Owen me haya o no precedido, porque a ambos se nos anticiparon hace tiempo, como lo muestra esta reseña histórica, el Dr. Wells y Mr. Matthews”. La dimensión histórica se había incorporado en el nuevo discurso científico, sea la Biología, la Filología o la Economía Política, que ahora buscaban sus explicaciones en los procesos de cambio, progreso, evolución y allí constatamos que Charles Darwin era un auténtico hombre de su tiempo. Constructor y producto de la modernidad.
Fuente: Diario La Repùblica. 19/02/09
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