La doble memoria histórica de Ucrania
Los ciudadanos tienen percepciones opuestas sobre la II Guerra Mundial.
José M. Faraldo. Profesor de la Universidad Complutense.
Muchos ciudadanos españoles dicen estar cansados de escuchar las discusiones acerca de la “memoria histórica”, muchos afirman no poder oír ya la palabra sin un gesto de hastío. Y, sin embargo, pocas veces nos damos cuenta de lo realmente importante que es el hecho de que una sociedad discuta sobre su pasado y llegue a ciertos consensos sobre él, consensos que son siempre temporales y siempre contestados, pero que permiten al menos el funcionamiento cotidiano de esa sociedad.
Estas reflexiones me vienen a la memoria al seguir el conflicto ucranio. Porque —dejando a un lado el factor importantísimo de la intervención imperialista rusa— lo que sucede en Ucrania es un conflicto eminentemente de memorias. No es un conflicto étnico en absoluto, ni lingüístico, ni religioso, aunque los acontecimientos vayan poco a poco transformando las ambiguas identidades de los rusófonos en un sentido nacionalista.
El problema surge de la percepción distinta que los ciudadanos ucranios tienen de los acontecimientos de la II Guerra Mundial y de la posguerra. La memoria histórica de muchos ciudadanos en el centro, el sur y el este del país es una memoria histórica soviética. En ella se habla del sufrimiento del pueblo soviético ucranio ante la invasión alemana de 1941, del dolor, la tragedia, las muertes y las violencias que las tropas nazis infligieron a los ucranios, los cientos de miles de personas asesinadas por la horca, el hambre o el fusilamiento. Se recalca en esta memoria histórica el esfuerzo tremendo realizado por el pueblo soviético ucranio para expulsar al invasor, los partisanos rojos que colaboraban con el Ejército soviético, el propio Ejército expulsando lentamente a los invasores, a costa de sangre y dolor. Se recuerda también a los cientos de miles de zwangarbeiters, los trabajadores forzados —muchos de ellos mujeres jóvenes— enviadas a trabajar a Alemania para cubrir los huecos dejados por los soldados en el frente y que vivieron en condiciones de esclavitud. Muchas murieron o volvieron tullidas, enfermas, con las vidas destrozadas.
Pero para quienes comparten esta memoria no existen o son pecatta minuta los crímenes de guerra cometidos por el Ejército rojo en su camino a Berlín, las matanzas absolutamente indiscriminadas de civiles, las violaciones masivas —no sólo de mujeres pertenecientes a naciones “enemigas” sino incluso de aliadas—, la destrucción de los antifascistas no comunistas en Polonia o la imposición de un sistema económico y social sobre unas naciones centroeuropeas que no lo querían. Pero, claro, ¿quién escucha con agrado que su abuelo fue un violador y que, mientras liberaba el país de un invasor, torturó, robó y asesinó a civiles inocentes?
Y, sobre todo, en esta memoria histórica está ausente el hecho fundamental de que fue el pacto entre Hitler y Stalin el que le diera al Ejército alemán la luz verde para invadir Polonia y comenzar así la II Guerra Mundial y el Holocausto. A Stalin le regresaron en un movimiento de boomerang las consecuencias de su pacto con Hitler; su reparto de Europa y su invasión de Polonia —dos semanas después de la alemana— se convirtieron en el reparto y la invasión de la URSS.
Y es de aquí sobre todo de donde surge la otra memoria histórica ucrania. Buena parte de las regiones polacas invadidas por la URSS el 17 de septiembre de 1939 se convirtieron en la Ucrania Occidental. Para muchos de sus ciudadanos hoy día, Moscovia —identificada con la Rusia de los zares, la URSS de Stalin y la Federación Rusa de Putin— invadió Ucrania y la sometió a un régimen colonial de explotación y sometimiento. Ucrania —repartida desde antiguo entre varios imperios— fue sometida por Stalin a un holocausto de hambre —el llamado Holomodor—, donde murieron varios millones de ucranios y a una colectivización forzosa de la agricultura que causó varios millones más, entre muertos y deportados. Los patriotas ucranios —que habían estado luchando durante los años treinta contra el Estado polaco— se vieron entonces entre dos fuegos; lucharon contra los nazis y contra los soviets, desesperadamente, hasta el último hombre. Es cierto que en 1941 y 1945 colaboraron —“brevemente”— con los nazis y que hasta formaron una división propia de la SS, pero se trató “tan sólo” de una necesidad estratégica para luchar por la libertad de Ucrania.
Esta memoria histórica contempla la acción de los partisanos de la UPA, el Ejército Rebelde Ucranio, que pervivió hasta principios de la década de los cincuenta, como una lucha heroica contra un enemigo exterior. Pero no asume —o sólo en muy pequeña medida—, el hecho de que los “patriotas” ucranios que prevalecieron fueron la fracción más nacionalista, un movimiento fascista culpable de crímenes horrendos, que asesinó a decenas de miles de polacos y de ucranios que no se sometían a sus dictados. Y de judíos. La participación del fascismo ucranio en el Holocausto es innegable, su consideración del judío como enemigo en todos los aspectos, no muy distinta de la de los nazis.
Durante los 20 años de independencia ucrania cada parte de la sociedad ha alimentado su propia memoria histórica sin aceptar la del otro. Los poderes públicos, que son los que tendrían que haber tendido puentes entre ambas visiones, no lo han hecho: cuando gobernaban los más “prorrusos” —como el depuesto presidente Yanukóvich—, se alimentó la memoria sovietizante; cuando gobernaron los más nacionalistas ucranios, se elevaron a héroes nacionales a los fascistas ucranios y se santificó el Holodomor. Sólo en un aspecto mejoró, casi por sorpresa, esta memoria histórica: se produjo una reconciliación con Polonia en la que ambas partes, incluso los nacionalistas ucranios, fueron capaces de reconocer buena parte de sus culpas. Algo que recuerda a la reconciliación germano-francesa y que se debió sobre todo a los esfuerzos de Polonia.
Las dos memorias son ciertas, aunque parciales. Las dos dejan fuera a la otra y olvidan las propias culpas. Ninguna de ellas ha intentado —hasta ahora— comprender a la otra. La rebelión de algunos grupos de ciudadanos en el este de Ucrania —tras la revolución del Maidán y contra esta— se explica y se justifica por la negativa a aceptar aquella memoria histórica percibida como contraria. Y viceversa.
Ucrania no es un Estado fallido. Durante 20 años, aunque con muchos problemas, Ucrania ha pagado los sueldos y las pensiones, ha organizado —si bien con una corrupción inmensa— las vidas de sus ciudadanos y ha alcanzado un grado de consenso importante como país. Incluso hoy día las encuestas muestran que la mayoría de los ciudadanos del este de Ucrania no quieren separarse del país. Pero también las mismas encuestas muestran persistentemente que las dos memorias históricas no se han encontrado. Es urgente, pues, tender puentes.
José M. Faraldo es profesor de la Universidad Complutense. Especialista en Europa Oriental.
Fuente: Diario El País. 24 de mayo del 2014.
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