Ser minoría no es una desgracia
El derecho avala dos principios incompatibles, el de autodeterminación y el del respeto a la integridad nacional. El primero sería aplicable a quienes carezcan de instituciones democráticas o sufran discriminación.
José Álvarez Junco (historiador)
Muchas cosas, y muy graves, están pasando en la Ucrania suroriental. Se está viviendo una preguerra civil, con serios sufrimientos por parte de la población, y se corre el riesgo de otra guerra internacional europea, catástrofe que por fortuna iba haciéndose rara. Pero lo que se vuelve a demostrar, y lo que me interesa aquí, es lo inadecuado de la fórmula nacional para resolver la convivencia en sociedades complejas.
La Gran Guerra, con cuyo centenario coincidimos, proporcionó el mejor ejemplo en el siglo XX. Cuando el angélico presidente Wilson vino a Europa, con el prestigio de haber pesado decisivamente en la derrota austro-germana, traía en la cartera sus célebres Catorce puntos, donde proponía resolver los problemas europeos sustituyendo los imperios multiétnicos por Estados culturalmente homogéneos. La conferencia de paz de París, consiguientemente, creó una decena de Estados nuevos y añadió o restó territorios a los existentes —según, ay, que hubieran apoyado a vencedores o vencidos en el conflicto. Pese a la buena voluntad de sus creadores, a la Sociedad de Naciones y a las cláusulas de protección de minorías, la fórmula fue un desastre: los nuevos mini-Estados eran inevitablemente multiétnicos —y ahora, al ser nacionales, maltrataban de verdad a sus minorías—, surgieron agravios, clamores por territorios irredentos, y, al final, se abrió el camino a los fascismos. No escarmentados, hace solo un cuarto de siglo, al disolverse Yugoslavia y la URSS, volvimos a crear Estados nuevos (esta vez una veintena), siempre en busca de la homogeneidad cultural. Y ahí se inscribe el actual lío ucranio.
Claro que ahora hay una novedad: ya no se trata de procesos independentistas, sino de anexiones a una potencia vecina, pues Crimea se ha separado de Ucrania para unirse a Rusia. Pero no todo es expansionismo de Putin, ni basta con pararle los pies. Que Crimea fuera antaño rusa y que una gran mayoría de su población haya votado a favor de Rusia son datos a tomar muy en cuenta. Y ahora las provincias de Donetsk y Lugansk quieren seguir ese camino. Olvidemos, por el momento, los provocadores y el dinero enviados por Putin y supongamos que queremos resolver la cuestión civilizadamente, en una mesa de negociación. ¿Cuál podría ser la solución?
El problema es que el Derecho Internacional avala dos principios incompatibles entre sí: el derecho a la autodeterminación de los pueblos y el respeto a la integridad de los Estados existentes. El primero, proclamado en la Carta de las Naciones Unidas, en dos resoluciones de su Asamblea General y en varios pactos internacionales de las últimas décadas, es el que invocan, por supuesto, independentistas escoceses o catalanes. Y es un criterio que a todo demócrata le inspira, a primera vista, más simpatía que un rígido respeto a las fronteras existentes; porque no es fácil explicar por qué debemos impedir que pertenezca a un Estado un territorio en el que el 90% de sus habitantes desean ser independientes o pertenecer a otro.
Pero está también establecido, como explican José M. Ruiz Soroa y Alberto Basaguren (en La secesión en España, editado por Joseba Arregui, 2014), que la autodeterminación solo se refiere a los pueblos “dependientes”, es decir, a quienes se hallan en situación colonial o bajo invasión militar. La Declaración de Viena de 1993 es muy clara: “Todos los pueblos tienen el derecho de libre determinación”, y negárselo constituye “una violación de los derechos humanos”; pero esto no significa avalar acciones encaminadas “a quebrantar o menoscabar, total o parcialmente, la integridad territorial o la unidad política de Estados soberanos e independientes que […]estén dotados de un Gobierno que represente a la totalidad del pueblo perteneciente al territorio, sin distinción de ningún tipo”. Es decir, que de la autodeterminación no se deriva que minorías nacionales territorializadas existentes hoy dentro de un Estado tengan derecho a la independencia política; solo lo tendrán aquellas que carezcan de instituciones democráticas o sean tratadas de forma discriminatoria.
Aceptada esta distinción (y aun sabiendo que todo independentista proclamará a su pueblo “dependiente” e invocará este principio), parece claro el significado del derecho de autodeterminación y la situación en que debe hallarse un pueblo para ser titular del mismo. Pero eso no resuelve el asunto, porque lo verdaderamente insoluble es la definición del “pueblo” en sí, es decir, la definición del demos que tiene derecho a autodeterminarse. ¿Por qué han de ser las provincias de la Ucrania actual, por ejemplo, las que puedan decidir su futuro por medio de un referéndum y no sus comarcas o municipios? Cualquier comunidad humana puede proclamarse “pueblo” o “nación” y sobrarán intelectuales que encuentren argumentos históricos, lingüísticos, religiosos o raciales para apoyar esa tesis. El problema es político, prejurídico. Como escribió Robert Dahl, “la democracia puede decidirlo casi todo, menos la amplitud del demos concreto que la practica, porque ese es un dato previo al inicio del proceso democrático. Unos afirmarán que el pueblo X es distinto al pueblo Y; otros, que el pueblo X es parte del más amplio pueblo Y. ¿Cómo se puede resolver este debate? Votando. Pero ¿quiénes votarán? Si son sólo los ciudadanos de X puede salir una cosa y si son todos los de Y, otra”.
Viniendo a nuestro entorno, para un nacionalista vasco o catalán es indiscutible que Euskadi o Cataluña tienen derecho a decidir su futuro. Pero un españolista les opondrá que quien debe decidir es España, porque a nadie se le puede amputar una parte de su territorio sin consultarle. Contrarréplica: eso es partir del indemostrable prejuicio de que nosotros somos parte de una nación, España, cuando la única nación es la nuestra, integrada contra su voluntad en el Estado español. Algo de razón tienen ambos. Porque todo nacionalista parte, sí, de un prejuicio: que las naciones existen; pero cada cual cree solo en la suya. Según la lógica democrático-nacional, el futuro de Euskadi deben decidirlo los vascos; pero la misma lógica exigiría que el futuro de Álava se decidiera por los alaveses (en el caso de que en un hipotético referéndum vasco globalmente favorable a la independencia salieran en Álava resultados españolistas). No, nos diría el patriota vasco, porque Álava forma parte de Euskadi, que decide como un todo. Lo mismo que le objetaría a él un españolista en relación con Euskadi.
Una vez atribuido el derecho de decidir a las regiones o provincias, cabría hacer lo mismo con los municipios. ¿Con qué derecho, en nombre de qué principio, obligaremos a mantenerse en España al municipio Z, que votó, pese a formar parte de una provincia proespañola, abrumadoramente por la independencia? Y quien dice municipio dice barrios o familias. ¿Dónde está el límite? Llevado a su extremo, el principio democrático del consentimiento acaba disolviendo el Estado en comunidades cada vez más pequeñas y solo se detendría al llegar al individuo, que podría decidir si quiere pertenecer al Estado en que ha nacido, afiliarse a otro o declararse independiente. Sería como proclamar el derecho a renegociar diariamente el contrato social. La democracia, si no quiere conducir al absurdo, no puede incluir el derecho de los miembros de una sociedad a separarse de ella y crear entidades soberanas.
La única solución es superar el modelo organizativo del Estado-nación. Es decir, reconocer que el demos, el sujeto soberano, no tiene por qué coincidir con un etnos, una comunidad culturalmente integrada. Europa, cuyas elecciones celebramos ahora, es un demos, pero todavía no unetnos (Enrique Barón, La era del federalismo, en prensa). Tampoco lo es Estados Unidos, un país sin un origen racial o lingüístico común. “La ciudadanía democrática”, escribe Habermas, “no necesita estar enraizada en la identidad nacional de un pueblo”, sino socializar a todos sus ciudadanos en una cultura política común (y atribuirles los mismos derechos y deberes). En cuanto a la pertenencia a una minoría, acostumbrémonos a ello, porque nuestras sociedades son y serán cada vez menos homogéneas culturalmente. Disfrutemos de la variedad cultural. Pertenecer a una minoría, siempre que no reciba trato discriminatorio, no es ninguna desgracia.
José Álvarez Junco es historiador. Su último libro es Las historias de España(Pons / Crítica).
Fuente: Diario El País. 14 de mayo del 2014.
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