Historia de Domingo
Acuciosa y vigorosa mirada a los laberintos del poder nacional, llevada al libro por Domingo Tamariz, testigo de excepción y periodista de raza.
EN junio de 1936 -año en
que se cumplía el período de Sánchez Cerro- Benavides convoca a elecciones
generales. Uno de los primeros nombres que se menciona para la disputa
electoral es el de Jorge Prado Ugarteche, amigo desde las mocedades de
Benavides y, por lo tanto, el postulante de las simpatías del gobierno. Prado
considera, entonces, que para tener éxito en las elecciones es importante
contar con los votos apristas. Y en ese sentido orienta sus esfuerzos.
Desde Río de Janeiro -donde oficia de embajador-, busca
contactarse con los desterrados apristas para sondear las posibilidades de que
el Apra apoye su candidatura. Lo hace, eventualmente, a través de Alfredo
González Prada -el hijo del autor de Pájinas Libres-, aprovechando que éste
viaja a Santiago de Chile, donde se encuentra un numeroso grupo de exiliados.
Pero al trasladarse su encargo a Lima -según reseña LAS en su Testimonio
personal-, la candidatura de Prado no encuentra el respaldo de la alta
dirigencia del PAP.
El candidato lógico del Apra es Haya de la Torre, a
pesar de estar perseguido. Pero faltando veinte días para los comicios, el
Jurado Nacional de Elecciones desecha su inscripción, por considerar que el
partido que lo apoya, el Apra, es una organización internacional, y como tal
está inhabilitado constitucionalmente. Los otros candidatos son: Manuel Vicente
Villarán -al que respaldan, entre otros personajes, José de la Riva Agüero y
Pedro Beltrán, desde entonces líder del sector agrario-; Luis A. Flores -jefe
de la Unión Revolucionaria y uno de los más fogosos adversarios del régimen-,
y, por cierto, Jorge Prado Ugarteche -al que apoyan partidos menores: entre
otros, la facción que encabeza Amadeo de Piérola. El aprismo, al verse impedido
de participar en la justa electoral con candidato propio, le ofrece su apoyo a
Luis Antonio Eguiguren, el combativo ex presidente del Congreso Constituyente,
quien acepta gustoso la propuesta. Su candidatura -que representa al Partido
Social Demócrata, que él preside- se orquesta en menos de quince días. Al iniciarse
los escrutinios, las cifras favorecen a Eguiguren. Y esa tendencia se mantiene
inalterable durante más de una semana. Hay nerviosismo en Palacio. El Jurado,
que no escapa a esa excitación, tras acoger algunos recursos que piden la
anulación de los "votos apristas", suspende el escrutinio; lo cual
era una insensatez, pues ninguna demanda, por más grave que sea, puede llevar a
un jurado, en pocas horas, a una medida tan extrema. Eguiguren no era un
candidato del partido aprista. Representaba a un partido distinto, con varios
años de actividad. Si bien es verdad que era vox populi que los votos apristas
iban a favorecerlo, ¿por qué, entonces, aceptó su candidatura? Era imposible,
además, que el ciudadano aprista dejara de votar. Tenía que hacerlo, estaba en
su derecho. El Jurado para en seco los escrutinios, esgrimiendo el argumento de
que los sufragios provienen de un partido internacional -"como si pudiera
distinguirse la filiación del voto secreto", como muy bien acota Enrique
Chirinos Soto en su Historia de la República-. Días después el Jurado
trasladaba el problema al Congreso, que, reunido en sesión extraordinaria,
anulaba las elecciones, no sin antes capear un temporal que arrecia desde la
oposición. Consumados los hechos, el 11 de noviembre, el Congreso prorrogaba
por tres años el mandato del general Benavides.
Según el libro Benavides, su vida y su obra, donde
todo ese acto se justifica, los cómputos, al momento de suspenderse, arrojaban
las siguientes cifras: Luis Antonio Eguiguren, 74 185 votos; Jorge Prado
Ugarteche, 50 162; Luis A. Flores, 46 803; Manuel Vicente Villarán, 29 166.
"El acierto con que el gobierno
juzgaba la situación se puso de manifiesto muy pronto. Estando las cifras
arrojadas por los escrutinios al ser suspendidos, la suma de los votos de Prado
y Villarán daba un total de 79 328, superior a los 74 328 alcanzados por
Eguiguren".
Esta versión de los resultados quizá no es
correcta. En todo caso, no demuestra nada. El hecho es que la anulación de esas
elecciones ha quedado registrada como uno de los más grandes legicidios de
nuestra historia.
Consumado el atropello, Benavides inicia la segunda
fase de su gobierno. El hombre, a pesar de sus realizaciones, no goza de la
calidez del pueblo. Los partidos de mayor raigambre popular -el Apra y la Unión
Revolucionaria- se ven acorralados. Haya sigue oculto y Flores en el exilio. Lo
propio ocurre con parte de la prensa, principalmente El Comercio, que a raíz
del bárbaro asesinato de su director y esposa ha endurecido su posición frente
al gobierno. Pero, en cambio, tiene el respaldo de las fuerzas armadas y de
sectores del comercio y la banca. Lo suficiente para seguir aferrado al poder.
Empezando el año 1939, arrogante y muy seguro,
Benavides duda en convocar a elecciones. Aunque el poder lo ha desgastado,
piensa prorrogar su mandato -valiéndose sabe Dios de qué triquiñuelas- hasta el
año 1942. A pesar de su impopularidad, de la resistencia de la oposición y del
persistente runrún de conjuraciones y alzamientos, el hombre, el militar que en
1914 derrocara a Billinghurst y al cual en 1933 el Congreso -tras una
expeditiva sesión- eligiera Presidente en una de las horas más aflictivas de
nuestra historia, pretendía -según algunos de sus colaboradores- seguir en el
poder. Su cacareada política de paz, unidad y orden es pura ficción. Acaso
consciente de su férreo gobierno, busca encubrir sus exabruptos con "pan y
circo". Es decir, comida y entretenimiento como un medio de apaciguar al
pueblo. En esos años Perú campeona en fútbol, basquet y box. En tanto, en
persecución y cárcel Benavides se merecía otro título.
Los rumores de golpe, que eran una
constante, cobran de pronto realidad al amanecer el 19 de febrero de 1939. Ese
día, domingo de carnaval, el general Antonio Rodríguez Ramírez -ministro de
Gobierno y hombre muy cercano al Apra- toma Palacio y se proclama Presidente
Provisorio del Perú. Benavides, que el día anterior había decidido pasar los
carnavales fuera de Lima, se encontraba en alta mar, frente a las costas de
Chincha. El golpe había sido milimétricamente planeado, pero Rodríguez, en el
punto culminante de su aventura, no tuvo la previsión de mandar a vigilar o
detener al jefe de la guardia de asalto, mayor Luis Rizo Patrón, quien se
entera en su casa de la insurrección y, poco después, en el mismo Palacio de
Gobierno, aniquila a Rodríguez con una ráfaga de ametralladora. Esto es lo que
reseñan algunos historiadores que se han ocupado del tema, pero hay una
versión, poco difundida, que pinta los hechos con otro barniz.
Esa versión afirma que Rizo Patrón estuvo desde muy
temprano en Palacio; que se plegó al golpe e incluso cumplió órdenes del
general Rodríguez para que ocupara las torres de Santo Domingo y La Merced.
Ordenes que acató enteramente. Pero cuando el capitán Ismodes -comandante de
las ametralladoras de Palacio y autor de la acción contrarrevolucionaria-
decide actuar contra los golpistas, se compromete a secundarlo. Acuerdan
entonces esperar hasta las 8 de la mañana para, a esa hora, hacer una ráfaga de
fuego de ametralladora al aire y tomar presos a los ocupantes de Palacio. El
capitán Ismodes -que ignoraba el contenido y fines de la revolución en la que
estaban involucrados altos jefes del Ejército, Marina y Aviación- sólo
pretendía apresar a los líderes del golpe, mas no asesinarlos. Pero Rizo
Patrón, al parecer, decide por su cuenta ultimar al jefe de la revolución,
acribillándolo de dieciocho balazos. Caen también fulminados el alférez Lucio
Valladares López y el guardia de asalto Serafín Salazar Céspedes, que trató de
defender al general Rodríguez. Sostiene aquella versión que, de no actuar
resueltamente el capitán Ismodes, el derramamiento de sangre pudo ser mayor.
"Teniendo en la mano derecha las copias del
Estatuto Constitucional que debía jurarse a las 10 de la mañana, de su Manifiesto
a la Nación, de su proclama al Ejército y de los decretos-leyes (derogación de
la Ley de Emergencia y amnistía general), murió por la Constitución y por la
Democracia el general Rodríguez Ramírez minutos después de haberse escuchado la
Marcha de Banderas que saludó en Palacio al pabellón de la Patria que se izaba
a las 8 de la mañana del domingo 19 de febrero de 1939".
La misma versión revela que el general Rodríguez le
pidió a Haya de la Torre elaborar una lista para un nuevo gabinete,
"rehusando aceptar la propuesta del general Martínez de constituir una
Junta Militar". Finalmente, la conformación del Consejo de Ministros
quedaría proyectada así: Presidente del gabinete y Ministro de Guerra, General
Cirilo Ortega; Ministro de Relaciones Exteriores, Sr. Dr. José Gálvez; Ministro
de Gobierno, Sr. Tnte. Coronel Gerardo Gamarra Huerta; Ministro de Hacienda,
Dr. Manuel A. Vinelli; Ministro de Educación, Sr. Dr. José Antonio Encinas;
Ministro de Justicia, Sr. Dr. Fernando León; Ministro de Marina, Comandante
Ontaneda; Ministro de Fomento, Coronel Dianderas; Ministro de Trabajo y
Previsión Social, Sr. Dr. Sergio Bernales; Secretario de la Presidencia, con el
rango de ministro sin cartera, Sr. Dr. Raúl Porras Barrenechea.
Los integrantes de esta lista sólo iban a ser
informados al triunfar la revolución. Se encontraban ausentes del país: José
Antonio Encinas, Fernando León y Raúl Porras Barrenechea. El general Cirilo
Ortega, nominado para presidir el gabinete, era un connotado dirigente de la
Unión Revolucionaria. Dos horas antes que el general Rodríguez tomara Palacio,
Ortega se había reunido con Haya de la Torre en su escondite.
Benavides retornaba esa misma tarde a Palacio. Pero
ya todo estaba en su sitio, como si nada hubiese pasado: la guardia de Palacio
en su puesto, como siempre enhiesta y sin pestañear; los corredores silentes...
el despacho presidencial con su escritorio nuevamente ordenado y su gran
retrato dominando el recinto. Todo seguía igual, pero minutos después el
ambiente era ya otro, bullía de gente importante: ministros, funcionarios,
parlamentarios y los consabidos áulicos que le renovaban melosamente su
lealtad. Pero el rostro de Benavides no era precisamente el de un hombre
victorioso. Urgido por las circunstancias, al mes siguiente convocaba a
elecciones.
Fuente: Revista Caretas n° 1382
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