El legado de Carrillo
El ex secretario general del PCE desempeñó un papel crucial en el tránsito pacífico a la democracia.
Editorial del diario El País.
Santiago Carrillo ha sido testigo y actor político destacado de casi un siglo de la historia de España. Pero, además, su legado exige honrar a uno de los grandes protagonistas del intenso periodo histórico que fue la Transición, un tiempo que dio la medida de la necesidad de grandes políticos en el país en los momentos de crisis más acuciantes. Sin la participación de Carrillo probablemente habría sido imposible la operación encabezada por el Rey y Adolfo Suárez para deshacer el nudo que Franco había dejado “atado y bien atado”, y que se desató gracias a una sucesión de pasos tan audaces como meditados en los que la posición de Carrillo fue decisiva. Ese legado ha permanecido, porque las bases de la democracia fundada entonces han sobrevivido.
Fuente: Diario El País (España). 19 de septiembre del 2012.
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Desde su primer compromiso como jovencísimo revolucionario durante la II República hasta la dimisión como secretario general del Partido Comunista de España (PCE) en 1982, la biografía de Carrillo es la de un político a tiempo completo que recorre la revolución fracasada de 1934, la Guerra Civil, un largo exilio o la evolución del PCE desde el estalinismo al eurocomunismo. Dirigió al Partido Comunista en la batalla contra Franco y dio forma a diversos organismos con los que la oposición de la época, forzada a la clandestinidad, intentó organizar y controlar la ruptura con la dictadura. Pero de toda esa sucesión de hechos destaca la firmeza de las líneas mantenidas en los tiempos de exilio y clandestinidad, su apuesta por la “reconciliación nacional” y la ruptura con el franquismo a través del pacto entre la derecha moderada y las fuerzas de oposición al régimen. Carrillo encontró ahí la oportunidad de rendir a España su principal servicio, comprometiéndose en una negociación con Adolfo Suárez, el presidente del Gobierno nombrado por el Rey, y con otras fuerzas políticas, que hizo posible el tránsito pacífico de la dictadura hasta las primeras elecciones democráticas y, a la postre, hacia la Constitución que ha regido la convivencia entre los españoles desde 1978.
En ese tránsito no le importó sacrificar algunas señas de identidad de su partido, reconocer a la Monarquía encarnada por don Juan Carlos —a quien inicialmente había augurado un breve reinado— y moderar las palabras, los actos y los gestos, sin exponer a la frágil democracia a los últimos coletazos de los que trataban de impedir su nacimiento. Uno de ellos fue el conato de rebelión militar que siguió a la valiente decisión de Adolfo Suárez de legalizar al Partido Comunista el Sábado Santo de 1977, antes de las primeras elecciones. Todo ello no le rindió los frutos políticos que esperaba: a la hora de las primeras elecciones, Carrillo y el PCE sufrieron la decepción de comprobar que el pueblo de izquierdas prefería al PSOE encarnado por el joven Felipe González.
Más allá de las polémicas sobre sus actividades y responsabilidades durante la Guerra Civil, y de su participación intensa en las luchas intestinas en el PCE y en el seno del movimiento comunista internacional, Carrillo antepuso los intereses del conjunto de los españoles a los de su propio partido en un momento histórico crucial. No cabe olvidar tampoco su gallarda actitud ante los golpistas de Antonio Tejero, el 23 de febrero de 1981, cuando se negó a obedecer la orden de tirarse al suelo mientras aquellos disparaban en el hemiciclo del Congreso. Todo un símbolo de un político irrepetible.
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