El emperador Constantino y los obispos del concilio de Nicea
Los primeros años
De Pedro a Juan Pablo II fueron 264 los papas que ha tenido la Iglesia. Los primeros siglos del papado no fueron fáciles. Hubo que doblegar herejías, proteger a los cristianos de las persecuciones y batirse contra impostores, los antipapas.
Por: Enrique Sánchez Hernani
Es más un protocolo que un hecho real considerar que fue el apóstol Pedro el primer Papa de la historia. Pedro fue el primer obispo de Roma, pero el título de Papa recién se utilizó a partir de San Julio I (337-352). La voz viene del griego ‘papas’ que significa ‘padre’, y se halló por primera vez en la catacumba de San Calixto (circa 296) referida al papa Marcelino.
El cristianismo tuvo que pasar por algunas disputas teológicas, a veces ferozmente resueltas, hasta consolidar su doctrina. Pedro no se libró de ellas. A pesar de haber sido elegido como la ‘cabeza de la Iglesia’ por Jesús, tuvo contendientes. Algunos creen que Pablo le disputó el título, al haber dicho que Pedro era el “apóstol de los circuncisos”, pero que él era el “apóstol de los gentiles” (Carta a los gálatas). Santiago, jefe de la Iglesia de Jerusalén, la más importante en aquel tiempo, tenía un magisterio casi a la altura del de Pedro, por lo que también se piensa que pudo disputarle su poder.
Pocos vestigios
De los sucesores inmediatos de Pedro se conoce poco. San Ireneo de Lyon elaboró la primera lista hasta el 180, cronología que retomó Eusebio de Cesarea en el siglo IV. Se sabe que los siguientes nueve obispos de Roma fueron San Lino, San Cleto, San Clemente Romano, San Evaristo, San Alejandro I, San Sixto I, San Telésforo, San Higinio y San Pío I. Las elecciones de los papas, hasta entonces, eran un acontecimiento en el que participaban los clérigos y el pueblo. Después muchas veces intervinieron las presiones de los emperadores, entre ellos algunos que ya vieron con buenos ojos la doctrina de Jesús. Los detalles que hemos heredado, sin embargo, son escasos.
Sí se sabe que a veces se eligieron papas gracias a acontecimientos fortuitos. Es el caso de San Fabián (236-250), un simple laico que, según la leyenda, fue elegido al haberse posado una paloma sobre su cabeza, señal que el pueblo tomó como una providencia. Fabián fue asesinado por el emperador Decio, que desató una sangrienta persecución contra los cristianos.
Las disputas
La carencia de un protocolo aceptado por todas las Iglesias de aquel tiempo, a las que separaban distancias físicas inmensas, hizo que se produjeran algunas elecciones fraudulentas. Esto ocurrió en el año 251 cuando los cristianos de Roma eligieron como obispo a Cornelio, quien fue indulgente con aquellos fieles que por la tortura habían abdicado de su fe, pero que deseaban volver. Novaciano, apoyado por unos intransigentes, se hizo ungir como Papa, con lo que sembró un cisma. La disputa la tuvo que resolver, por las armas, el emperador Trebonio Gallo, que alejó a Novaciano de Roma. Las relaciones entre el obispo de Roma y los emperadores fueron desiguales. Hubo períodos de calma pero otros de persecución. Por eso algunos papas fueron hechos mártires, como San Sixto II (257-258), a quien el emperador Valeriano le hizo cortar la cabeza.
El asentamiento
Solo el advenimiento del emperador Constantino, de abierta simpatía por el cristianismo, permitió una época de mayor calma, que le tocó vivir al obispo de Roma San Melquíades y a su sucesor San Silvestre. Pero en el período de este último arreciaron las disputas teológicas, en África contra el donatismo y en Oriente contra el arrianismo. Constantino, que no quería disputas en la nueva fe, impulsó el Concilio de Nicea (325 d.C.), donde se condenó el arrianismo y se decidió la ruptura de la rama cristiana del tronco judaico, lo que coincide con la designación de ‘cristianos’.
Los papas que vinieron luego, de San Julio I en adelante, ordenaron el canon, bregaron contra algunos cismas –como cuando el patriarca de Constantinopla desconoció al Obispo de Roma, San Simplicio (468), pelea que duró 35 años–, para finalmente imponer su poder no solo espiritual, que tuvo que ser reconocido por los gobernantes y la historia.
Concilio de Nicea (325 d.C.)
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