sábado, 26 de octubre de 2013

República fenicia costera y cesarismo popular andino. La República Autocrática peruana.


LA FATALIDAD REPUBLICANA

Fernán Altuve-Febres Lores
“El Cusco y la sierra son la naturaleza, el ruralismo, lo perenne, lo indesarraigable”

"En Lima no he aprendido nada del Perú. Allí nunca se trata de ningún objeto relativo a la felicidad pública del reino. Más separada del Perú está Lima que Londres y aunque en ninguna parte de la América española se peca de un patriotismo excesivo, no conozco otra ciudad en la cual este sentimiento sea más apagado. Un egoísmo frío gobierna a todas las personas y lo que no perjudica a uno no perjudica a nadie”.
Ciertamente, en la Lima borbónica se había instalado el alma mercantil que también regía en Cádiz, aquella antigua ciudad fundada por los cartagineses con el nombre de Gades, mientras que a contraparte, en el Perú andino aún reinaba otro espíritu, un alma de severidad romana, similar a la austeridad del impérium de los Incas y de los reyes Habsburgo. Por esto el historiador cusqueño Luis E. Valcárcel señaló en su libro “Tempestad en los Andes”:
“Existieron dos coloniajes: el coloniaje de Lima, pleno de sibaritismo y refinamientos, con un acentuado perfume versallesco -la Perricholi, su símbolo- y el coloniaje del Cusco, austero hasta la adustez, varonil y laborioso… Lima y la costa representan el aduar convertido en urbe frente a la soledad panorámica de sus arenales. El Cusco y la sierra son la naturaleza, el ruralismo, lo perenne, lo indesarraigable”.
En el siglo XVIII el espíritu fenicio de los arenales había corroído silenciosamente los antiguos deberes de una nobleza indiana, creada para servir y no para servirse. El dinero fácil del monopolio comercial del Callao sustentó una aristocracia nominal y vacía que solo quería ser mimada con privilegios sin asumir los deberes de los verdaderos nobles. Este hecho que había observado la aguda mirada del noble prusiano también se le reveló a un patricio criollo, educado para emular el carácter de los quirites romanos, y quien vio que el Perú:
“encierra dos elementos enemigos de todo régimen justo y liberal: oro y esclavos. El primero lo corrompe todo; el segundo está corrompido por sí mismo. El alma de un siervo rara vez alcanza a apreciar la sana libertad; se enfurece en los tumultos, o se humilla en las cadenas”.
Estas ideas escritas en la Carta de Jamaica (1815) demuestran la fina intuición de Simón Bolívar, quien pudo entender con lucidez los reflejos sociales de un país que aún no conocía.
Las guerras de la emancipación pusieron fin a la aristocracia criolla, pero no al culto por el oro y los esclavos que se mantuvo en el patriciado mercantil que supervivió a los viejos pergaminos nobiliarios. Esa misma guerra, como dice Jorge Basadre, convirtió a la hasta entonces remolona plebe en multitud y en multitud armada tras un jefe guerrero.
La dialéctica entre el patriciado fenicio de la ciudad costera y el cesarismo popular del paisaje provinciano constituye el dilema existencial de nuestra vida independiente. La contradicción entre estas dos almas -fenicia y latina-, ha sido la causa y el efecto de nuestra endémica debilidad institucional, nuestra piedra de Sísifo y el triunfo de la fatalidad republicana.
II
En los quince años que separan la Batalla de Ayacucho (1824) y la Batalla de Yungay (1839) que puso fin a la I Guerra con Chile (1836-1839), el dilema esencial consistió en definir si el Perú sería una Gran Confederación o una pequeña República. En aquella incertidumbre solo Andrés de Santa Cruz tuvo la visión de nuestro destino aún no realizado. Por ello, este César andino quiso restaurar la majestad perdida, encarnando la prolongación del imperio por otros medios. El poeta José Santos Chocano, en una carta escrita el 1 de febrero de 1912 en el Golfo de México, a bordo del buque Preston, le decía al historiador José de la Riva Agüero y Osma:
“¡Solo una vez apareció el hombre; he mentado a Santa Cruz. ¿Y quién hace en el Perú justicia -fuera de usted- a ese hombre de quien Napoleón III se asombraba no hubiese sido emperador?!”
Tras este gran hombre, Santa Cruz, se formó el espíritu romano de los Andes mientras que frente a él se atrincheró el espíritu fenicio de la planicie litoral. La supremacía de esta última delimitó el escenario del debate por la primacía entre la clase de los guerreros y la de los mercaderes, erigida cada una en la encarnación de aquellos espíritus rivales.
Durante la República Autocrática (1845-1895) primaron los centauros guerreros. Las multitudes como plebe urbana o como hueste combativa se enrolaban tras un predestinado que representaba en su persona la totalidad de sus aspiraciones, mientras que los empobrecidos mercaderes solo podían defender sus intereses infiltrándose y rodeando al caudillo de turno. Su labor era la de validos que destilaban sus privilegios y minaban gobiernos.
Por el nombre podría creerse que esta autocracia fue un régimen de organización y estabilidad en nuestra historia, pero paradójicamente no lo fue porque, a diferencia del Chile de Portales o del Imperio de Brasil, el poder no estuvo cubierto de un manto “impersonal” que permitiese crear una institucionalidad secular. Además, al personalismo, debilidad innata del Cesarismo, se sumó otro grave problema: la hostilidad silenciosa del Patriciado criollo que con su intensa rivalidad jaqueaba el poder de los caudillos. Es así como a partir de 1844, el patriciado inicia su larga marcha hacia la toma total del poder que concluirá tras la revolución de los gamonales de 1894-95.
El primer paso importante que dan los mercaderes contra los guerreros, su llamada “gesta de la civilidad” contra el “militarismo”, la lideró Domingo Elías, un potentado que, siendo prefecto de Lima, el 17 de junio de 1844 amotinó a las turbas de la capital durante siete días contra su antiguo protector, el general Manuel Ignacio Vivanco, curiosamente el caudillo que se había rodeado del más ilustre cenáculo intelectual y quien, además, había auspiciado una mayor participación de los civiles en la política. A esta felonía la historiografía liberal la ha calificado con el título de “Semana magna”.
Pero el efecto que tuvo esta primera actuación política del patriciado republicano no fue el esperado, pues el deseado gobierno civil no se concretó y, en vez de ello, se consiguió que el caudillismo moderado de Vivanco fuese desplazado por el severo caudillismo de Ramón Castilla, quien gracias a la impericia política de los mercaderes se convirtió en la figura protagónica del cesarismo criollo.
Ahora bien, Castilla siempre aspiró a la institucionalización del poder personal en un régimen perdurable, el “Estado en forma” del que habló Spengler. Su frase “los caudillos formarán las instituciones para que las instituciones formen a los caudillos” nos expone este deseo que no se pudo concretar.
El dormido espíritu fenicio de una pobre República convaleciente de la independencia se despertó sediento de lucro y privilegios con el hedor que despedía el oro del guano. A partir de la década de 1850, este espíritu irrumpió como un torrente en las arcas públicas mientras que la austeridad del espíritu romano -representado por las legiones guerreras y la Iglesia romana- se resistieron a una escandalosa orgía de opulencia y usura.
Los mercaderes ahora tenían una buena razón para iniciar una nueva “gesta de la civilidad” que ha sido el eufemismo recurrente para encubrir su codicia de riqueza pública y poder estatal. Otra vez, Domingo Elías apareció promoviendo “libertades”, esta vez la abolición de la vieja esclavitud negra, mientras él ya se había convertido en el traficante oficial de los coolies que serían los nuevos esclavos amarillos que sustituirían la mano de obra barata de la costa. Contra estos negociados inmorales se enfrentó Vivanco y el pueblo de la católica Arequipa. Así fue como el espíritu fenicio causó la fronda jacobina de 1854 y el alma romana reaccionó con la fronda ultramontana de 1856.
Ramón Castilla sobrevivió aquellas dos graves pruebas y al final pudo conciliar en la Constitución de 1860 los intereses de los mercaderes del guano, los dogmas del pontificado católico y los principios de los centuriones de la República, pero este equilibrio constitucional nunca pudo crear un “Estado en forma” porque los espíritus fenicio y romano solo habían celebrado un armisticio y la verdadera Constitución de la República Autocrática quedó redactada en los versos del brillante poeta satírico Felipe Pardo y Aliaga:
“Yo a un buen Ejecutivo le diría
por toda atribución: “Coge un garrote,
y cuidando sin vil hipocresía.
Que tu celo ejemplar todo el mundo note.
Tu justicia, honradez y economía
y que nadie esté ocioso, ni alborote.
Haz al pueblo el mejor de los regalos:
Dale cultura y bienestar a palos.”
La desaparición de Castilla en 1867 debilitó gravemente el equilibrio constitucional alcanzado. Los guerreros que sucedieron al desaparecido mariscal eran caudillos menores, enredados en un sinnúmero de gobiernos que terminaron por quebrar el espíritu romano, mientras que los mercaderes embargados por el dispendio y las malas inversiones necesitaban cada vez más las riquezas del Estado para poder sostenerse.
Fue entonces cuando surgió la segunda gran figura de la “gesta de la civilidad” contra el “militarismo”. Fue Manuel Pardo quien cohesionó y lideró a los insatisfechos mercaderes del guano en su conquista del Estado. Así nació la fronda financiera que en 1872 lanzó a la multitud de desempleados de las obras de los ferrocarriles, los braseros, contra los soldados que se negaron a aceptar el dominio del patriciado mercantil, la argolla, y quienes, como romanos, pagaron con su sangre el haber tratado de evitar que la Patria se convirtiera en una República fenicia.
El espíritu mercenario que instauró el Civilismo pardista no solo destruyó al Ejército, sino que debilitó a la Patria misma, exponiéndola ante la codicia de los vecinos externos, que resultaron ser los grandes beneficiarios con la riqueza del salitre tras la victoriosa II Guerra con Chile (1879-1883).
A lo largo de aquella infausta guerra, una verdadera “Iliada” americana, la multitud se hizo guerrilla en los Andes y gracias a esta guerra fabiana se reanimó el espíritu romano bajo el caudillaje del general Andrés Avelino Cáceres.
Finalizada la contienda fue restaurada la Constitución de 1860 redactada por los discípulos del gran líder conservador Bartolomé Herrera, con su promesa de equilibro, y los empobrecidos mercaderes del campo y la ciudad fueron convocados para sumarse a la obra de la Reconstrucción Nacional. Pero cuando el país había sido saneado de las pesadas reparaciones de la guerra, el alma mercantil en falencia quiso asaltar nuevamente las arcas del Estado y copar el poder para repartirse los pocos dividendos de la convaleciente República.
Entonces, el espíritu fenicio -sin liderazgo desde la muerte de Pardo-, necesitado de un adalid para una nueva “gesta de civilidad”, convocó a su antiguo enemigo, el antipardista Nicolás de Piérola, con el fin de que comandase la fronda de los gamonales de 1894. Fue así como la riqueza desató a la multitud hecha montoneras contra el máximo Héroe de la Guerra, el Grau de la tierra: el general Cáceres. Con esta nueva felonía se puso fin a la República Autocrática y se dio origen a la llamada República Aristocrática. (Continuará).

* Publicado en  La Democracia Fuerte. Lima, 2005.

Fuente: Diario La Razón.  17 de octubre del 2013.

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