UNA ESQUIVA MODERNIDAD
Por: Daniel Parodi Revoredo (Historiador)
Esta reflexión es el resultado de mis aprehensiones sobre el presente político del Perú, presente entendido como un continuum forjado día a día, a lo largo de 192 años de vida republicana. Comenzaré con dos definiciones operativas de modernidad política: la modernidad censitaria y la modernidad universal. La primera es la democracia propia del siglo XIX, en la que sólo unos pocos podían votar; la segunda ya está tocada por la política de masas y encarna la aspiración al sufragio universal y la ciudadanía plena.
Mi hipótesis es que ambas modernidades políticas llegaron desfasadas en el tiempo y, en tal sentido, también de nuestra propia realidad. Por ello, desencadenaron un conflicto entre las dimensiones políticas contradictorias que alternaron simultáneamente a pesar de corresponder, cada una de ellas, a una época distinta. Aquel conflicto no ha sido superado hasta el día de hoy.
Así pues, la modernidad censitaria del siglo XIX no fue tal, pues resultó desplazada por el caudillismo militar que nos dejó dos rémoras. La primera es la vigente adherencia popular a líderes mesiánicos, capaces de solucionarlo todo. La segunda es la participación de los militares en la política, que puede traducirse con la proposición “legítima interrupción del orden constitucional cuando las circunstancias así lo requieren”.
La modernidad censitaria sólo llegó al Perú en 1895, con la República Aristocracia. Allí la institucionalidad republicana funcionó como debió hacerlo setenta años antes, tras la Independencia. Durante el régimen aristocrático no votaba el analfabeto, es decir la gran mayoría, pero, al menos, un endeble sistema de clubes electorales aportó el frágil solaz de un cuarto de siglo de alternancia democrática.
Setenta años de atraso no es poco. En1895, a contrapelo de la República Aristocrática, nacía también el movimiento obrero, González Prada hablaba de anarquismo y poco después una alianza entre el incipiente proletariado y las clases medias comenzaba a plantearse la modernidad universal, la del sufragio para todos y la igualdad. Ambos modelos, insólitamente simultáneos, colisionaron en 1932, cuando la matanza de decenas de oficiales del Ejército y miles de militantes del partido aprista en Trujillo terminó de definir la ya evidente vocación pro-oligárquica del Ejército. Esta última explica la larga postergación de la modernidad universal, la que se convirtió en una cuestión de la segunda mitad del siglo XX.
Hay tres momentos claves en el proceso que refiero; el primero es 1962, año en el que –gracias a la paz social alcanzada por la alianza de 1956 entre el Apra y el pradismo– se realizaron unas elecciones absolutamente libres, que contaron con seis candidatos presidenciales. Sin embargo, la reconciliación entre el Apra y la oligarquía no incluyó al Ejercito que se mantuvo tan beligerante como inclinado, desde un nuevo enfoque institucional (léase CAEM), a la aplicación de reformas que condujesen a la sociedad hacia la modernidad universal pues el riesgo marxista de no hacerlo parecía peor.
Por ello, el segundo momento en el camino hacia aquella modernidad es Velasco, quien rompe y contradice todo nuestro esquema –y está bien que lo haga– porque es, a la vez, un caudillo militar y un modernizador que clausura la libertad política pero al mismo tiempo acaba con el feudalismo-gamonalismo que engendramos en nuestros orígenes republicanos. Y es que la democracia parte del ciudadano moderno y con feudalismo no hay ciudadanos sino siervos; entonces Velasco, al acabar con la servidumbre, sienta una base fundamental para la construcción de la modernidad política peruana.
Nuestro tercer momento es la década de 1980, la única en la que nuestro modelo político se pareció a la democracia plena pues contó, incluso, con una derecha, un centro y una izquierda bien definidos, nunca antes, nunca después. Si nunca después, puede ser por el retraso de setenta años, una vez más. Porque las ideologías acerca de la igualdad llegaron antes que la igualdad misma y ese desfase le dio fuerza a las opciones más radicales –SL y el MRTA–, tanto como al desborde popular y al nacimiento del Perú informal, constituyente de una racionalidad propia.
Para terminar, quisiera quedarme con algunas reflexiones de Hugo Neira en su texto “¿Qué es República?” Tal vez nos faltó pensar, al principio de todo, qué tipo de república queríamos ser y nos faltó establecer el contrato social dador del consenso general al que todos deberíamos someternos. Será por eso que hoy hablar de institucionalidad casi parece una banalidad o una pérdida de tiempo; quizá todo esto explique la América Latina acaudillada una vez más y, acaso, a un nuevo autoritarismo golpeando a nuestra puerta.
Fuente: Diario 16. 25 de junio del 2013.
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