Combates por la historia
Por: Daniel Parodi Revoredo (Historiador)
Reflexionando acerca de la historia, el filósofo catalán Manuel Cruz sostiene que su finalidad debe ser el bien para la sociedad y “drenar al presente de la querencia del pasado por invadirlo para luego apropiárselo”. Sobre la memoria, Tzvetan Todorov nos dice que existe una de contigüidad y otra ejemplar. En la primera, el acontecimiento pasado duele en el presente; en la segunda, el recuerdo es desplazado a una posición periférica y se obtiene de él una enseñanza para el futuro.
Estas posiciones no serían posibles de no haberse producido el salto hacia la posmodernidad en el periodo situado entre los fines de la Segunda Guerra Mundial y de la Guerra Fría (1945-1990). La Segunda Guerra condujo al quiebre a la idea moderna que sostenía el progreso continuo de la civilización, dirigido desde Occidente; la caída del Muro y del mundo socialista acabaron con el imperio de las ideologías, con la polarización del mundo entre comunistas y capitalistas, y con las certezas en los marcos teóricos de las ciencias sociales.
La crisis descrita afectó la producción intelectual que giraba en torno a grandes modelos de análisis de la sociedad, como lo fueron el marxismo y el estructuralismo. Estos afrontaron el cuestionamiento de su pretendida cientificidad. La referida crítica se inició en la década de los 70 con el giro lingüístico y el aporte de los intelectuales narrativistas, quienes propusieron que las CCSS en general, y la Historia en particular, poseían una dimensión discursiva que filtraba en el análisis las demandas del presente, las ideologías dominantes, las propias vivencias del investigador, etc. El referido cuestionamiento abarcó también la historia positivista del siglo XIX que, por bizarro que parezca, mantiene presencia gracias a la gran demanda cotidiana de “historias verdaderas” protagonizadas por héroes, villanos, patriotas o traidores. Pero tras el giro lingüístico no había ya certezas para las grandes teorías, ni verdades absolutas para los positivistas.
Es por ello que me especializo en los procesos de reconciliación históricos entre colectividades –países, grupos humanos– confrontados por conflictos del pasado; en el entendido que la superación de viejos traumas favorece el desenvolvimiento de la sociedad en el presente. De allí que algunas de mis reflexiones en esta columna hayan tratado el tema de la reconciliación al interior del Perú y de la otra –tan necesaria–con Chile, pues parto de la premisa de que la valoración subjetiva de los colectivos afecta el quehacer cotidiano.
También por ello he analizado los discursos peruano y chileno acerca de la Guerra del Pacífico, pues creo que el entendimiento de sus motivaciones profundas puede favorecer la superación de los odios. Del mismo modo, en el ensayo “Cuánto queda de aquello” reclamo un nuevo punto de partida para escribir la historia republicana del Perú, en el cual, sin falsear la realidad, los descendientes de protagonistas y colectividades confrontados en el pasado puedan conversar, acercarse, conocerse y vivir mejor. Creo, además, que las nuevas generaciones no quieren heredar nuestros conflictos, sino más bien superarlos, aunque sin dejar de aleccionarse con ellos.
Desde la cátedra, abordo los temas polémicos a través de la presentación de invitados y aportes bibliográficos diversos y hasta opuestos, pues no creo en los pensamientos únicos y sí en la fragmentación de los discursos. Creo en el conocimiento caleidoscópico que integra en simultáneo variedad de puntos de vista y me imagino un universo de múltiples historias que no son estrictamente ciertas, pero que sí poseen una dimensión de verdad, todas juntas alternándose en el “zapeo” intelectual del individuo.
Estas posiciones no serían posibles de no haberse producido el salto hacia la posmodernidad en el periodo situado entre los fines de la Segunda Guerra Mundial y de la Guerra Fría (1945-1990). La Segunda Guerra condujo al quiebre a la idea moderna que sostenía el progreso continuo de la civilización, dirigido desde Occidente; la caída del Muro y del mundo socialista acabaron con el imperio de las ideologías, con la polarización del mundo entre comunistas y capitalistas, y con las certezas en los marcos teóricos de las ciencias sociales.
La crisis descrita afectó la producción intelectual que giraba en torno a grandes modelos de análisis de la sociedad, como lo fueron el marxismo y el estructuralismo. Estos afrontaron el cuestionamiento de su pretendida cientificidad. La referida crítica se inició en la década de los 70 con el giro lingüístico y el aporte de los intelectuales narrativistas, quienes propusieron que las CCSS en general, y la Historia en particular, poseían una dimensión discursiva que filtraba en el análisis las demandas del presente, las ideologías dominantes, las propias vivencias del investigador, etc. El referido cuestionamiento abarcó también la historia positivista del siglo XIX que, por bizarro que parezca, mantiene presencia gracias a la gran demanda cotidiana de “historias verdaderas” protagonizadas por héroes, villanos, patriotas o traidores. Pero tras el giro lingüístico no había ya certezas para las grandes teorías, ni verdades absolutas para los positivistas.
Es por ello que me especializo en los procesos de reconciliación históricos entre colectividades –países, grupos humanos– confrontados por conflictos del pasado; en el entendido que la superación de viejos traumas favorece el desenvolvimiento de la sociedad en el presente. De allí que algunas de mis reflexiones en esta columna hayan tratado el tema de la reconciliación al interior del Perú y de la otra –tan necesaria–con Chile, pues parto de la premisa de que la valoración subjetiva de los colectivos afecta el quehacer cotidiano.
También por ello he analizado los discursos peruano y chileno acerca de la Guerra del Pacífico, pues creo que el entendimiento de sus motivaciones profundas puede favorecer la superación de los odios. Del mismo modo, en el ensayo “Cuánto queda de aquello” reclamo un nuevo punto de partida para escribir la historia republicana del Perú, en el cual, sin falsear la realidad, los descendientes de protagonistas y colectividades confrontados en el pasado puedan conversar, acercarse, conocerse y vivir mejor. Creo, además, que las nuevas generaciones no quieren heredar nuestros conflictos, sino más bien superarlos, aunque sin dejar de aleccionarse con ellos.
Desde la cátedra, abordo los temas polémicos a través de la presentación de invitados y aportes bibliográficos diversos y hasta opuestos, pues no creo en los pensamientos únicos y sí en la fragmentación de los discursos. Creo en el conocimiento caleidoscópico que integra en simultáneo variedad de puntos de vista y me imagino un universo de múltiples historias que no son estrictamente ciertas, pero que sí poseen una dimensión de verdad, todas juntas alternándose en el “zapeo” intelectual del individuo.
(*) Historiador. Dpto. de Humanidades de la PUCP.
Fuente: Diario La República. 02 de septiembre del 2011.
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