domingo, 16 de febrero de 2014

Reflexión sobre los historiadores Eric Hobsbawm y Tony Judt.

Se ha producido un giro en los referentes de la historia contemporánea, del marxismo a la socialdemocracia.

De Eric Hobsbawm a Tony Judt

Hobsbawm (Alejandría, 1917-Londres, 2012) se propuso desvelar el efecto de la revolución rusa en la conciencia social del siglo XX y se mantuvo siempre fiel a sus lealtades políticas más allá de las crisis del comunismo | Judt (Londres, 1948-Nueva York, 2010) mostró las líneas de pensamiento que entraban en colisión con el comunismo y apostó por la socialdemocracia para frenar la erosión de las sociedades. 

José Enrique Ruiz Doménec

La historia contemporánea es tanto una disciplina como un espejo donde legiones de lectores buscan las claves del presente. En los años 80 y 90, Hobsbawm se consolidó como la gran figura totémica en este terreno, papel que en los últimos tiempos parece haberse desplazado, entre crítica y público, hacia Judt. Más allá del paso del marxismo a la socialdemocracia, ¿cuáles son las implicaciones de este giro?

A los historiadores más respetados se les conoce no sólo por sus investigaciones, también por sus ideas y reflexiones expresadas en una abundante y rica producción. Los lectores que se interesan por este tipo de historiadores, además de alcanzar una sólida formación, jamás aceptan la impostura y se niegan a vivir en la mentira. Para una inmensa mayoría de ellos, Eric Hobsbawm es un referente indiscutible como expresión de una conciencia crítica sobre el pasado y es fácil entender sus libros, en especial la trilogía la era de la revolución, la era del capital y la era del imperio, como una serie de reivindicaciones sobre la necesidad de "criticar todo abuso que se haga de la historia desde una perspectiva político-ideológica". Esa misma sensación se ha comenzado a tener en los últimos años con Tony Judt, un brillante escritor que al final de una azarosa vida confesó: "la historia como disciplina narrativa sólida volverá, ya que es difícil imaginar una sociedad que pueda pasar sin una narrativa coherente y consensuada de su pasado. De modo que es responsabilidad nuestra producir esta narrativa, justificarla y luego enseñarla".

Hobsbawm y Judt representan dos maneras distintas de abordar el estudio de la historia aunque coinciden en reconocer los derechos del lector necesarios para sostener una sociedad moderna y abierta a que se le explique qué ocurrió, cuándo y dónde ocurrió, y con qué consecuencias; coinciden igualmente en hacer una historia directa, comprensible, bien escrita, puesto que, piensan al unísono, "un libro de historia mal escrito es un mal libro de historia". Estamos ante dos reputados historiadores judíos de diferente generación, uno nació en junio de 1917, otro en enero de 1948, interesados por el sentido del siglo XX, uno para desvelar el efecto de la revolución rusa en la conciencia social, otro para mostrar las líneas de pensamiento que entraron en colisión con el comunismo; dos historiadores, un mismo compromiso con los ideales de la izquierda y dos maneras de vivenciarlo, uno permaneciendo fiel a sus lealtades políticas pese a las deficiencias mostradas en la práctica, Budapest en 1956, Praga en 1968 o Berlín en 1989, otro convirtiendo sus decepciones vitales (en especial el sionismo al que apoyó en un principio desde su emotiva adscripción al movimiento kibutz) en razones para apuntalar la creencia en la socialdemocracia como la mejor vía para frenar los mecanismos de erosión de la sociedad creados por la política del miedo.

Hacia 1970, cuando Hobsbawm era un reputado profesor, Judt comenzaba su tarea tras haber sido un estudiante aventajado en la Universidad de Cambridge y en la École Normale Supérieure de París. Los trabajos del primero sobre la crisis del siglo XVII y los rebeldes primitivos formaban entonces un armazón conceptual que atrapó a medio mundo intelectual y al otro medio lo dejó lleno de interrogantes sobre el compromiso de los intelectuales, mientras que convirtió a su autor en un verdadero insider en el mundo académico británico, recibiendo los más altos reconocimientos institucionales, sin renunciar en ningún momento a su condición de comunista de partido, como deja claro en Sobre la historia ("¿Qué deben los historiadores a Marx?"); pero también en un hombre sensible que compensó su trabajo académico escuchando jazz, al que dedicó sabrosos comentarios críticos en el New Statesman, (hoy reunidos en Gente poco corriente), o interesándose por el arte y la cultura de la sociedad burguesa, origen de Un tiempo de rupturas. En este libro, publicado tras su muerte, Hobsbawm fija la narrativa capaz de explicar "una era de la historia que ha perdido el norte y que, en los primeros años del nuevo milenio, mira hacia delante sin guía ni mapa, hacia un futuro irreconocible, con más perplejidad e inquietud de lo que yo recuerdo en mi larga vida". Con su queja sobre "la actual inundación creativa que anega el globo con imágenes, sonidos y palabras, que casi con toda certeza será incontrolable tanto en el espacio como en el ciberespacio", con su convicción de que "el gran arte sigue siendo eurocéntrico, como el champagne, incluso en un mundo globalizado", con la referencia habitual de Marx, ("pocas páginas son más conocidas hoy en día que la profética descripción que Karl Marx hizo de las consecuencias sociales y económicas de la industrialización capitalista occidental"), Hobsbawm se despoja de sus ideales, sentimientos e impresiones que le habían acompañado desde que era estudiante en Viena y Berlín en los años veinte, sin abandonar no obstante su convicción de que el único futuro "no extraño" pasa por asumir la doctrina marxista.

Cuesta imaginar a Judt en esa encrucijada, o en cualquier encrucijada que dependa de un diagnóstico marxista. Sólo un joven rebelde como él es capaz de afrontar el estudio del pasado lejos de los argumentos fomentados por Hobsbawm; también cuesta imaginar a un historiador más capaz que él para desenredar el gigantesco ovillo teórico construido por la historiografía marxista en la segunda mitad el siglo XX. "Un intelectual del pasado -confesó en cierta ocasión- que no esté interesado en primera instancia en captar correctamente la historia puede tener muchas virtudes, pero la de historiador no se cuenta entre ellas". Para Judt, el estudio debe partir de un análisis severo de las fuentes antes de emitir un juicio sobre ellas, aunque ese juicio se asiente en la autoridad de Marx. Su sensibilidad, sus sensaciones, sus recuerdos y su manera de expresarlo todo responden a esa postura inicial. Con ella investigó la historia de las ideas francesas fraguada en la Resistencia, hecho clave en la conducta intelectual parisina desde 1944 en adelante. Eso le permitió afrontar su libro más original, según creo, Pasado imperfecto, el que le convirtió en un hombre público, donde personajes secundarios sirven para recrear la atmósfera intelectual de la época que resquebrajó no sólo la unidad del comunismo, sino su propia legitimidad. Escribir desde los márgenes sin atenerse a las convicciones teóricas que durante las décadas 1979 y 1980 marcaron el rumbo de Hobsbawm, determina la manera de hacer historia de Judt y por lo mismo su compromiso con la sociedad: "En realidad, yo no creo que desatender el pasado sea nuestro mayor riesgo; el error característico del presente es citarlo desde la ignorancia".

La vida y el trabajo de Hobsbawm y Judt corrieron durante bastantes años en paralelo: hay algo de plutarquiano en sus vidas, algo que afecta a la naturaleza de los dos grandes libros que a la postre les darán celebridad mundial: Historia del siglo XX (The age of extremes), una lectura crítica de por qué se malogró el proyecto de una revolución mundial auspiciada por las ideas marxistas; y Posguerra, donde se asumen como parte de la narrativa reflexiones, posturas políticas, incluso vivencias familiares, como que el nacimiento del mundo de la posguerra obligó a la destrucción de las comunidades judías en Polonia, Moldavia, Galitzia, Bocovia y otros lugares, una destrucción analizada hoy bajo el epígrafe de holocausto: son las comunidades originarias de la familia de Judt, en algunos casos sufriendo el destino de su pueblo, como fue el caso de la tía a la que él debe su nombre, la tía Toni, conducida de Holanda a Auschwitz donde fue asesinada en las cámaras de gas. Y es que, para Judt, el historiador es algo más que un teórico social, algo más que un intérprete de unos textos canónicos que explican el siglo XX como los efectos de la acumulación del capital. Tan orgulloso con su interpretación, se negó a rendirse: la prueba está en El refugio de la memoria, un libro donde pone en orden sus pensamientos mientras luchaba contra la enfermedad de Lou Gehrig, una variante de esclerosis lateral amiotrófica, que le obligó a dictar el texto, pues la mente era la única parte del cuerpo activa.

La diferencia entre Hobsbawm y Judt se percibe mejor si logramos entender las confesiones que Judt aceptó realizar ante Timothy Snyder y que dieron lugar a Pensar el siglo XX. En este libro habla con amabilidad de Hobsbawm, sobre todo de su casual encuentro en Atlanta, consciente de la distancia entre ellos y el poco eco que tuvieron sus trabajos en el maestro. No le importó ese silencio, que algunos considerarían desdén, en parte porque su postura crítica sobre la historiografía expuesta en Sobre el olvidado siglo XX es una invitación a ser sujeto de una actitud parecida. En su palacio de la memoria, para utilizar el concepto de Jonathan Spence, Judt reconoce su adscripción a la izquierda, aunque cuesta encajar eso con alguien que se confiesa un elitista y al que según sus propias palabras "sus colegas consideran un dinosaurio reaccionario". Es comprensible que piensen así, dijo, ya que "enseño el legado textual de unos europeos hace tiempo desaparecidos; no soy muy tolerante con la propia expresión como sustitutivo de la claridad; contemplo el esfuerzo como una pobre alternativa del logro; trato mi disciplina como dependiente en primera instancia de los hechos, no de la teoría; y veo con escepticismo mucho de lo que hoy pasa por ser erudición histórica".

Allí donde Judt ve el individuo como el principio de la libertad occidental, Hobsbawm veía precisamente lo mismo, pero no le gustaba, ya que su gusto personal se inclinaba por la lucha de clases como el motor de la historia. Motivo por el cual para escribir la historia del siglo XX debió superar la nostalgia de un hecho que no pudo ser (el triunfo del comunismo). Para Judt, por el contrario, sólo es posible escribir la historia de ese siglo superando la melancolía ante un hecho que no se acaba de entender del todo: ¿por qué tuvo que desaparecer el mundo del ayer, por decirlo como otro judío relevante, Stefan Zweig, para que pudiera unirse Europa? Mientras Hobsbawm pone fin a su estudio del siglo XX con un desalentador dilema, "fracasaremos si intentamos construir el tercer milenio prolongando el pasado o el presente", Judt se reinventó estudiando checo para entender mejor lo que estaba sucediendo en la Europa Oriental a finales de los años ochenta, lo que le alejó por completo de la ideología comunista que había minimizado su responsabilidad en el atraso y la falta de libertad en los países gobernados en su nombre. Esta actitud le acercó a lo que los franceses llaman moralistes; es decir, escritores en la línea de Camus, Aron o Blum (a los que estudia en El peso de la responsabilidad) con un compromiso cívico explícito que aspiran a ser universalistas coherentes, aunque eso signifique cuestionar algunos dogmas que habían inspirado a la izquierda durante todo el siglo XX. Para Judt está claro que "algo va mal" cuando no se tiene conciencia de que "la democracia puede sucumbir ante una versión corrupta de sí misma, mucho más que a los encantos del totalitarismo, el autoritarismo o la oligarquía". Por su parte, para Hobsbawm, esa realidad es visible, aunque la interpreta en la línea de que en el futuro que viene "no hay porvenir", sólo un simulacro organizado por el poder industrial capitalista.

El mundo del mañana ha comenzado sin resolver los motivos que dieron lugar a la Primera y la Segunda Guerra Mundial. Hobsbawm añora la lucidez de la postura de la izquierda, internacionalista, obrerista, al servicio de las masas trabajadoras, que se atenía a una moral estricta, sin fisuras, donde no cabía la corrupción dentro de ese universo revolucionario, Judt, advierte que existen fuerzas ocultas que están evitando la enseñanza de la historia como lo que realmente debe ser, una narración coherente del pasado, para dar paso a diversiones bien financiadas que conducen al menoscabo de la conciencia crítica del ciudadano y al dominio exacerbado de los sentimientos que no hace mucho condujeron al estallido de dos guerras mundiales. Ambos coinciden en reconocer que la historia tiene en sus manos descubrir esa amenaza, e insisten que en sus libros se encuentran las herramientas para vencerla. Un magnífico legado.
 
Fuente: La Vanguardia.com 05 de febrero del 2014.

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