domingo, 30 de junio de 2013

El Perú, entre la modernidad censitaria y la modernidad universal.

UNA ESQUIVA MODERNIDAD


Por: Daniel Parodi Revoredo (Historiador)

Esta reflexión es el resultado de mis aprehensiones sobre el presente político del Perú, presente entendido como un continuum forjado día a día, a lo largo de 192 años de vida republicana. Comenzaré con dos definiciones operativas de modernidad política: la modernidad censitaria y la modernidad universal. La primera es la democracia propia del siglo XIX, en la que sólo unos pocos podían votar; la segunda ya está tocada por la política de masas y encarna la aspiración al sufragio universal y la ciudadanía plena.

Mi hipótesis es que ambas modernidades políticas llegaron desfasadas en el tiempo y, en tal sentido, también de nuestra propia realidad. Por ello, desencadenaron un conflicto entre las dimensiones políticas contradictorias que alternaron simultáneamente a pesar de corresponder, cada una de ellas, a una época distinta. Aquel conflicto no ha sido superado hasta el día de hoy.

Así pues, la modernidad censitaria del siglo XIX no fue tal, pues resultó desplazada por el caudillismo militar que nos dejó dos rémoras. La primera es la vigente adherencia popular a líderes mesiánicos, capaces de solucionarlo todo. La segunda es la participación de los militares en la política, que puede traducirse con la proposición “legítima interrupción del orden constitucional cuando las circunstancias así lo requieren”.

La modernidad censitaria sólo llegó al Perú en 1895, con la República Aristocracia. Allí la institucionalidad republicana funcionó como debió hacerlo setenta años antes, tras la Independencia. Durante el régimen aristocrático no votaba el analfabeto, es decir la gran mayoría, pero, al menos, un endeble sistema de clubes electorales aportó el frágil solaz de un cuarto de siglo de alternancia democrática.

Setenta años de atraso no es poco. En1895, a contrapelo de la República Aristocrática, nacía también el movimiento obrero, González Prada hablaba de anarquismo y poco después una alianza entre el incipiente proletariado y las clases medias comenzaba a plantearse la modernidad universal, la del sufragio para todos y la igualdad. Ambos modelos, insólitamente simultáneos, colisionaron en 1932, cuando la matanza de decenas de oficiales del Ejército y miles de militantes del partido aprista en Trujillo terminó de definir la ya evidente vocación pro-oligárquica del Ejército. Esta última explica la larga postergación de la modernidad universal, la que se convirtió en una cuestión de la segunda mitad del siglo XX.

Hay tres momentos claves en el proceso que refiero; el primero es 1962, año en el que –gracias a la paz social alcanzada por la alianza de 1956 entre el Apra y el pradismo– se realizaron unas elecciones absolutamente libres, que contaron con seis candidatos presidenciales. Sin embargo, la reconciliación entre el Apra y la oligarquía no incluyó al Ejercito que se mantuvo tan beligerante como inclinado, desde un nuevo enfoque institucional (léase CAEM), a la aplicación de reformas que condujesen a la sociedad hacia la modernidad universal pues el riesgo marxista de no hacerlo parecía peor.

Por ello, el segundo momento en el camino hacia aquella modernidad es Velasco, quien rompe y contradice todo nuestro esquema –y está bien que lo haga– porque es, a la vez, un caudillo militar y un modernizador que clausura la libertad política pero al mismo tiempo acaba con el feudalismo-gamonalismo que engendramos en nuestros orígenes republicanos. Y es que la democracia parte del ciudadano moderno y con feudalismo no hay ciudadanos sino siervos; entonces Velasco, al acabar con la servidumbre, sienta una base fundamental para la construcción de la modernidad política peruana.

Nuestro tercer momento es la década de 1980, la única en la que nuestro modelo político se pareció a la democracia plena pues contó, incluso, con una derecha, un centro y una izquierda bien definidos, nunca antes, nunca después. Si nunca después, puede ser por el retraso de setenta años, una vez más. Porque las ideologías acerca de la igualdad llegaron antes que la igualdad misma y ese desfase le dio fuerza a las opciones más radicales –SL y el MRTA–, tanto como al desborde popular y al nacimiento del Perú informal, constituyente de una racionalidad propia.

Para terminar, quisiera quedarme con algunas reflexiones de Hugo Neira en su texto “¿Qué es República?” Tal vez nos faltó pensar, al principio de todo, qué tipo de república queríamos ser y nos faltó establecer el contrato social dador del consenso general al que todos deberíamos someternos. Será por eso que hoy hablar de institucionalidad casi parece una banalidad o una pérdida de tiempo; quizá todo esto explique la América Latina acaudillada una vez más y, acaso, a un nuevo autoritarismo golpeando a nuestra puerta.

Fuente: Diario 16. 25 de junio del 2013.

Hugo Neira y “El Apra de Haya de la Torre”.

EL APRA DE HUGO NEIRA

Por: Daniel Parodi Revoredo (Historiador)

La semana pasada tuve el honor de tener como invitado en mi curso de Historia Republicana del Perú al destacado intelectual y hombre de las letras Hugo Neira, para que disertase sobre “El Apra de Haya de la Torre”. Lo que yo buscaba era una versión más allá de las críticas tradicionales –la claudicación y la traición ideológica–, tanto como alejada de mis propias simpatías y subjetividad. Neira comenzó manifestando sus distancias del aprismo, así como de toda ideología; señaló, refiriendo a Karl Popper, que no existen verdades sino conocimientos no falsos y que la verdad le pertenece al terreno de la moral y de la ética. Paso seguido, indicó que lograr comprender al Apra es comprender el Perú del siglo XX y que 1931 fue un año en que los peruanos vivieron ciegos del momento histórico que se abría paso ante ellos, como marionetas de la historia; un poco en la línea de lo que dijo Marx “:los hombres hacen la historia pero no la que ellos creen”.

Seguidamente, Neira realizó un breve repaso de la bibliografía sobre el Apra y sostuvo que el tema había sido mejor trabajado por autores extranjeros, como Francois Bourricaud y Robert Alexander, a los que podríamos añadir a Peter Klarén y Jeffrey Klaiber. Todos ellos se vieron atraídos por la especificidad de un movimiento político que asociaba las prácticas revolucionarias de los socialistas europeos con la búsqueda de la democracia liberal. Ser peruano, sentenció Neira, se convierte en una dificultad epistemológica para estudiar al Apra y no le falta razón pues la mayoría de investigaciones locales sobre ella –no todas– han partido de posiciones a favor o en contra, desde las cuáles se hace difícil encontrar lugar para el rigor académico.

Entrando en materia, el galardonado intelectual formuló aquellas preguntas de las que parte el científico social: ¿por qué ha sobrevivido el Apra? ¿Por qué es una constante en una sociedad que se ha modificado tanto?

Para Neira, Haya es el hombre que trae la modernidad al Perú, modernidad entendida como igualdad, libertad y la democracia participativa; sin embargo, aquellos conceptos debían aplicarse en un país conservador y dudoso de dicha modernidad. En otras palabras, a una sociedad premoderna cuyas élites estaban dispuestas a sacrificarlo todo en defensa de su status quo y lo hicieron, porque a las sociedades –sentenció Neira– no les gusta cambiar.

Así pues, a la oligarquía no pareció importarle que Haya fuese un cismático del marxismo que creía en la posibilidad de llevar adelante un programa de profundas reformas por la vía democrática. Más bien, las ideas de Haya se toparon con un país de economía primaria, tradicional, agroexportadora y una población mayoritariamente analfabeta a la que la participación política le estaba vedada.

De las premisas antes mencionadas, así como de la violencia desatada en el trienio 19311933, se desprende que Haya de la Torre no alcanzase la Presidencia del Perú, tanto como el cierre del diálogo y la violencia política que tuvieron lugar desde 1931 hasta 1956. Pero para Neira, en esta larga coyuntura se enfrentaron la modernidad versus la no modernidad, y el triunfo de la alianza oligárquicomilitar, en su esfuerzo por impedir que el Apra alcanzase el poder, dejó al Perú sin la modernidad política que le correspondía alcanzar.

Ya luego de la conferencia y departiendo plácidamente con Hugo y Claire, su esposa, aquel me comentó que los movimientos regionales de la actualidad le recuerdan el antiguo gamonalismo. Por ello, la no presidencia de Haya de la Torre en el siglo XX tiene algo que ver con que en el Perú de hoy, y en toda América Latina, el fenómeno del caudillismo –que representa la premodernidad política– resulte de una insoslayable realidad. Como para ponerse a pensar.

Fuente: Diario 16. 04 de junio del 2013.

sábado, 29 de junio de 2013

Libro Postguerra. Una historia de Europa desde 1945, de Tony Judt.

Postguerra. Una historia de Europa desde 1945, de Tony Judt


Nicolás Ocaranza | École des Hautes Études en Sciences Sociales (France)
Abordar la historia contemporánea o del presente de las cosas presentes -como precisó San Agustín en sus Confesiones- no es una opción fácil para ningún historiador, principalmente porque exige ocuparse de procesos que permanecen incompletos y de acontecimientos recientes cuyos resultados son a veces inciertos. Narrar la historia europea del siglo XX no sólo requiere hacerse cargo de la memoria y del olvido,[1] como preferentemente lo exige el análisis del presente de las cosas pasadas, sino también articular un punto de vista a partir del cual observar y analizar los procesos más problemáticos.
El siempre polémico historiador Timothy Garton Ash, uno de los referentes intelectuales en el debate sobre el estudio de la historia del tiempo presente, explica que escribir sobre los acontecimientos políticos contemporáneos demanda grandes habilidades a los historiadores, quienes deben desplazarse por terrenos siempre movedizos y cambiantes.[2] Muy frecuentemente, sus complicidades y dependencias del poder político les impide ver lo que se oculta detrás del bosque; como efecto, sus interpretaciones no son más que un mero reflejo de sus cegadas pasiones mientras que el pasado se convierte en un material de utilidad política.[3] Pero también algunos gobernantes europeos han realizado un esfuerzo sistemático por cooptar la historia para luego convertirla en una verdad oficial servil a los intereses de la razón de estado. Entre los años 2005 y 2008, por ejemplo, varios países de la Unión Europea promovieron una serie de iniciativas legislativas para criminalizar el pasado. Connotados historiadores como Eric Hobsbawm, Jacques Le Goff, Pierre Nora, Carlo Ginzburg, Marc Ferro, Paul Veyne y Timothy Garton Ash alzaron la voz ante una política que no pretendía otra cosa sino instaurar una censura intelectual a través de la imposición de una moral retrospectiva de la historia. La defensa de una libertad histórica que se oponía a una memoria oficial, sacó a flote la acertada reflexión orwelliana sobre el control del pasado. Desde ese entonces, la historia de la Europa contemporánea, como se puede observar en un rápido vistazo a las llamadas “leyes sobre la memoria”, permanece anclada en un complejo debate que no disocia a la ética de la historia ni a ésta de la política.
Con ese telón de fondo, Tony Judt -fallecido en 2010 a causa de una enfermedad degenerativa neuromuscular- escribió uno de los libros más lúcidos y voluminosos sobre la historia europea contemporánea. El autor, una autoridad reconocida en la historia de los intelectuales franceses del siglo XX, fue director del Remarque Institute de la New York University, institución a la que se confió la tarea de promover el estudio y debate de la historia de Europa en los Estados Unidos. Como prolífico columnista de The New York Times, donde publicó hasta poco antes de su muerte, Judt también se interesó por las relaciones internacionales, especialmente por el escenario político de la ex Yugoslavia y del Medio Oriente. Fue, también, uno de los primeros críticos de la guerra de Irak y de la intervención militar norteamericana en Afganistán, en momentos en que la mayoría de los analistas e intelectuales observaban impasibles el desenlace de dos enfrentamientos que se desarrollaban fuera de todas las normas jurídicas internacionales. Gracias a un constante trabajo crítico de su propio presente y de las proyecciones de un pasado que le incomodaba, Judt encarnó a la perfección el prototipo de un intelectual comprometido con su propio presente.
En Postguerra, Judt se mueve con tal facilidad por los temas y regiones del Viejo Continente, que a veces es difícil creer que hace solo veinte años la mitad de la Europa oriental se encontraba bajo el control de gobiernos incapaces de lidiar con el presente y preparar el futuro; y que estos estaban más ocupados en intentar borrar continuamente su historia para obtener algún rédito inmediato. En este libro, el autor nos enseña que hay otra forma, tal vez más benigna, de reescribir la historia contemporánea: a través de una mirada retrospectiva que revele el pasado a la luz de aquello adonde éste inesperadamente nos llevó. Es por eso que desde un inicio nos recuerda que a fines de la década de 1940, Europa parecía un continente destrozado que probablemente nunca podría salir de la sombra del gigante del otro lado del Atlántico. En los peores años de la guerra fría, Europa también parecía destinada a no ser más que un muro de contención entre Washington y Moscú.
Pese a los nocivos efectos de los conflictos sociales y las crisis económicas derivados de la postguerra, Europa ha vivido un período de relativa prosperidad y paz. Ante ese escenario, Judt se lanza a retratar la recuperación de Europa tras la devastación que siguió a 1945 como si de un rebrote orgánico se tratara, pero es cauto al observar que pocos podrían haber imaginado un futuro así hace sesenta años. Lo que entonces parecían ser los estremecimientos propios de un moribundo son, para Judt, las agitaciones de una nueva vida. La Unión Europea, en rápida expansión, reúne a cerca de 450 millones de personas que constituyen el más grande mercado mundial, lo que motiva a Judt a sugerir que el siglo XXI podría pertenecer al Viejo Continente. Si bien esta idea suena esperanzadora para un continente que se vio envuelto en dos cruentas guerras sucesivas, en ningún sentido la afirmación está más allá del reino de la posibilidad, especialmente en momentos en que la actual crisis económica pone en cuestión la estabilidad de la Unión Europea y acrecienta las tensiones entre sus países miembros.
Como Judt conmovedoramente la pinta, la imagen de Europa a fines de la Segunda Guerra Mundial es más penosa de lo que se puede resistir. Se ha aceptado que cerca de 36.5 millones de europeos murieron entre 1939 y 1945 debido a la guerra. Decenas de millones fueron desarraigados de sus países por los regimenes totalitarios de Hitler y Stalin. Inmediatamente después de la derrota de Alemania, el continente estaba lleno de cicatrices, resentimientos y en busca de venganza.[4] Ésta última se expresó a través de la violencia, las purgas y revueltas de lo que en algunos lugares, como Grecia y Yugoslavia, equivalía a una guerra civil. Como bien se observa en este libro, la guerra en Europa realmente no concluyó en 1945, así como tampoco terminó la persecución de los judíos con el cierre de los campos de concentración. Judt recuerda que más de mil judíos murieron en los pogroms después de la liberación de Polonia. El antisemitismo en Europa continuó, y el hecho de que Alemania no siempre fuera la fuente de la cual se nutría es un tema al que el autor retorna a menudo. Mientras Alemania recibió –con justa razón- gran parte de la culpa por la tragedia de Europa, otros escabulleron sin dejarse notar. Fue Austria, después de todo, la que se encargó de mostrar al mundo la “amnesia de la postguerra”.
Esa incapacidad de recordar los crímenes realizados durante la guerra fue personificada en Kurt Waldheim, oficial del ejército nazi que años más tarde llegaría a ocupar los cargos de secretario general de la ONU (1972-1981) y de presidente de Austria (1986-1992). Con menos de siete millones de habitantes, hacia el final de la guerra aún habían más de medio millón de nazis registrados en Austria; proporcionalmente, los austriacos estuvieron mucho más representados en las SS y entre el personal de los campos de concentración que la población alemana. De acuerdo a los reveladores datos que aporta Judt, más del 38 por ciento de los miembros de la Orquesta Filarmónica de Viena eran nazis, comparados con el 7 por ciento de la Filarmónica de Berlín. De esta manera, en su epílogo sobre la memoria europea, Judt nos recuerda que la enfermedad que permitió la creación de Auschwitz no está completamente curada a causa de un nacionalismo patológico. El año 2000, mientras criticaba un estudio sobre la masacre de judíos a manos de un grupo de polacos en tiempos de la guerra, Lech Walesa, héroe del anticomunismo polaco y ganador del Premio Nobel de la Paz, menospreció al autor del texto calificándolo como “un judío que solo intenta hacer dinero”.
Con todo, Judt también escarba otros problemas derivados de la guerra: la expansión y disolución del comunismo, la crisis alimentaria y la rápida recuperación económica. Los efectos de la guerra fueron devastadores no solo en términos políticos, después de 1945 Alemania había perdido el 40 por ciento de sus hogares, Inglaterra el 30 por ciento, y Francia el 20 por ciento, mientras que en Varsovia el 90 por ciento de las casas desaparecieron. Bajo esas circunstancias, la celeridad de la reconstrucción fue notable, especialmente en Alemania. Los dos problemas claves para las economías europeas fueron, por una parte, la desaparición temporal de Alemania como un mercado abierto para los bienes del continente, y por otra, la ausencia de divisas fuertes con las cuales comprar alimentos, materiales y bienes a Estados Unidos y al resto del mundo. Inglaterra y Francia no tenían efectivo para pagar sus importaciones y otros países carecían de monedas intercambiables. Cuando en el verano de 1947 el secretario de estado norteamericano George Marshall anunció su plan maestro de rescate para Europa, Estados Unidos ya había gastado miles de millones de dólares en préstamos y donaciones a los países del Viejo Continente. Esa primera ayuda, dice Judt, estaba dirigida a tapar huecos pero no a una reconstrucción de largo plazo. El Plan Marshall, en cambio, era diferente. Cuando terminó su ejecución en 1952, Estados Unidos había desembolsado en ayuda externa más que todos sus gobiernos anteriores juntos. Si bien Inglaterra y Francia recibieron los mayores montos el impacto relativo fue más notorio en países pequeños como Italia. Sin embargo, esos aportes no habían sido suficientes para establecer un mercado europeo capaz de recibir los bienes americanos, ni tampoco podían evitar que gran parte del continente colapsara o sucumbiera -como se temía- ante las promesas de progreso elaboradas por el comunismo.
El historiador inglés sostiene que los efectos globales más significativos del Plan Marshall fueron psicológicos: el plan ayudó a los europeos a recuperar la confianza en sí mismos y contribuyó a que las políticas económicas coordinadas parecieran más normales que inusuales. Tan sólo una década después del fin de la guerra, los índices de crecimiento en Europa cobraban vuelo. Los países de la zona occidental se encontraron en una era de riqueza sin precedentes y comenzaron a imitar los patrones de consumo norteamericanos. El cambio fue tan dramático y ajeno a la sociedad europea de preguerra que dejó a más de alguno en un estado de confusión. Judt afirma que medio siglo después los europeos ya no sentían estar viviendo una era americana porque habían logrado desarrollar, al menos incipientemente, un modelo social y económico alternativo al neoliberalismo. Mientras en Estados Unidos el Estado se redujo a una mínima expresión gracias al desarrollo de un modelo de privatizaciones que alcanzó a la educación y a la salud, muchos países europeos consolidaron –no sin problemas que hoy lo ponen en entredicho- un Estado de Bienestar que asegura a los ciudadanos la cobertura de salud y educación pública, mejores sistemas de jubilación y mayores expectativas de vida. Esto es lo que Judt tiene en mente cuando provocativamente sostiene que ahora es Europa la que posee un modelo útil para la imitación universal.
Sin embargo, como él mismo lo pudo constatar hasta el momento de su muerte, hay serios problemas que amenazan al modelo del État-providence europeo.[5] La envejecida población está presionando sus sistemas de bienestar, los que comparados con Estados Unidos y América del Sur son infinitamente más generosos. Una alta proporción de europeos en edad laboral se encuentra económicamente inactiva, quizá el 40 por ciento, comparado con el 29 por ciento en Estados Unidos. Por otra parte, la baja tasa de natalidad prevé que para el 2050 casi una tercera parte de la población de Europa tendrá más de 65 años. Para enfrentar esa situación la Unión Europea necesitará desesperadamente de una población activa capaz de sostener a la población pasiva. La aparente solución es la atracción de un flujo continuo de inmigrantes jóvenes, pero sus efectos inmediatos serán, y ya lo son, el trabajo informal, la excesiva regulación de la inmigración, el racismo y la emergencia de un discurso nacionalista de extrema derecha como el que recientemente ha ganado inusitado poder en Francia y Grecia.
Judt explica que, desde 1945, los europeos han exagerado el rol de sus propios arreglos políticos para mantener la paz en el continente. Evitar el atavismo de las atrofiantes guerras que aquejaron a la Europa occidental, reconciliando a Francia y Alemania, fue uno de los más poderosos motivos de los primeros arquitectos de la Unión Europea. No obstante, la Europa occidental se unió también por la amenaza de un enemigo común que se ocultaba detrás de la Cortina de Hierro. El autor apunta que fueron las tropas estadounidenses y la amenaza de sus armas nucleares las que ayudaron a mantener a raya a los ejércitos de los países del Pacto de Varsovia, hasta que los súbditos del imperio soviético se dieron cuenta de que no tenían nada que perder sino sus cadenas, y el comunismo soviético, que parecía un modelo indestructible, se autodestruyó en el bienio 1988-1989. Analizando estos antecedentes, Judt emprende una detallada descripción de su disolución, examinando tanto lo que acontecía al interior del bloque soviético como fuera de él.
En Postguerra, el autor sostiene que en todo el mundo hubo un continuo interés por el carácter redentor de la ideología comunista -aunque éste fue atenuado después del llamado “discurso secreto” de Kruschev en febrero de 1956, en el que reveló los más brutales crímenes del regimen de Stalin-, pero que la invasión de los tanques en Hungría en noviembre de 1956 disipó cualquier ilusión acerca de una posible reforma al modelo de la ex URSS. Para los europeos del Este ya no había más remedio que aceptar la existencia dentro de la órbita soviética. Después de 1956, tanto los estados comunistas de Europa oriental como la propia Unión Soviética vivieron una progresiva decadencia con décadas de estancamiento, corrupción y abusos.
Desde ese punto de vista, uno de los aspectos más interesantes del libro es la importancia que Judt asigna a la “otra Europa” para entender la trayectoria de cambios y acomodos que se proyectaron por todo el Viejo Continente. Países como Polonia y Hungría, que alguna vez se vieron en el corazón mismo del continente, a partir de la década de 1940 sufrieron un desplazamiento brutal de la corriente europea. Antes de la Segunda Guerra Mundial, señala Judt, las diferencias entre el norte y el sur, ricos y pobres, población urbana y rural, significaban mucho menos que las que hoy existen entre el mundo occidental y el oriental. Todo cambió, sin embargo, gracias a los verdaderos arquitectos de la historia europea: Hitler y Stalin. En términos de desarrollo económico y nivel de vida, antes de la segunda guerra mundial Checoslovaquia fue comparable a Bélgica y estaba muy por delante de países como Italia y Austria. Sin embargo, hacia la década de 1960 su posición en el concierto europeo había cambiado por completo. Este cambio se explica, como bien lo plantea Judt, por dos factores; primero, porque el territorio de Europa central y oriental fue arrasado totalmente por los nazis, y luego Stalin impidió que los satélites de la órbita soviética aceptaran la ayuda del Plan Marshall que transformó a sus vecinos occidentales; en segundo lugar, porque los comunistas pusieron en marcha sus economías en una época oscura y caótica en la cual la colectivización y la planificación central eran caminos destinados al fracaso.
De esta manera, Postguerra analiza de manera sincrónica los movimientos que afectan a la Europa Central y del Este no sólo para comparar el milagro económico occidental de los años 1950 y 1960, sino también para observar con soltura los inseparables vínculos entre la política y la economía y sus repercusiones en el cine, la literatura, la música, el arte y la televisión. Así, Judt mueve al lector de un tema a otro, desde los progresos económicos de la Alemania occidental hasta la recepción de la Nouvelle Vague en el resto de Europa. Con todo, al mantener un pie en el Este y otro en el Oeste, Postguerra logra captar cómo se bifurcaron infelizmente los caminos de la historia para el Viejo Continente. Por ejemplo, con su sutil aunque mordaz crítica al filo-comunismo de algunos intelectuales parisinos como Jean-Paul Sartre, Judt echa por tierra las pretensiones libertarias del movimiento de mayo de 1968 y plantea que las esperanzas de la juventud revolucionaria fueron aplastadas ese mismo año en Praga, paradojalmente, con la represión del comunismo.
Hacia el final del libro, cuando el autor examina la desintegración del bloque comunista y el surgimiento de la Unión Europea nos encontramos con su mirada más interpretativa, aunque jamás descuida el acucioso dominio de los detalles. En el transcurso de esas paginas, Judt plantea convincentemente que los estadounidenses se han vanagloriado muy erradamente de ser los principales artífice del colapso del comunismo, siendo que la clave de la década de 1980 no fue la política exterior del ex presidente Ronald Reagan, sino el reformismo de Mikhail Gorbachev. En efecto, mientras que varios escritores europeos estuvieron muy dispuestos a expandir el mito de la influencia política y cultural norteamericana en la disolución del bloque soviético, Judt demuestra que esa influencia es limitada, lo cual se refleja en la relativa ausencia de Estados Unidos en su narrativa. Sin duda que esta opción no obedece solamente a una interpretación del ocaso del comunismo a partir de factores internos, sino a una lectura crítica de la política exterior norteamericana y de su legado neoliberal, y a un innegable optimismo respecto de las posibilidades que el modelo europeo puede ofrecer al mundo.
Para Judt, la precursora Comunidad Económica Europea se estableció en gran medida para evitar que el trauma de la guerra se extrapolara a la economía. De alguna manera, fue una institucionalidad que bajo el pretexto de la cooperación económica intentaría buscar la integración, evitando que una tragedia como la Segunda Guerra Mundial ocurriera de nuevo. Si la población europea no podía olvidar fácilmente lo que había ocurrido y la vida tenía que continuar, sólo la integración podía sortear las diferencias. Ante esa premisa, los europeos muchas veces prefirieron restar importancia al papel que algunos jugaron durante la guerra, confiando en que la integración política y la cooperación económica futura podrían construirse en base a una suerte de amnesia colectiva. Curiosamente, de esta imperiosa necesidad de olvidar para avanzar, Europa ha pasado a un obsesivo afán por recordar y conmemorar lo acontecido.
Por estas razones Tony Judt afirma que el reconocimiento del Holocausto del pueblo judío es el boleto de entrada a la historia contemporánea, y plantea la inevitable necesidad de examinar la naturaleza de la memoria que la misma Europa ha construido sobre si misma, prestando especial atención a cómo las diferentes naciones han sorteado los terrenos más pedregosos de sus propias historias.[6] Así, durante la postguerra Europa ha debido cargar la culpa de sus crímenes perfectos. Las privaciones de los italianos durante la guerra, por ejemplo, desviaron la atención pública de sus crímenes en los Balcanes o en sus colonias africanas. Los holandeses, por otra parte, se olvidaron que aportaron más de 23.000 voluntarios a las Waffen SS, conformando así el mayor contingente de soldados vinculados a la causa nazi por un país de Europa occidental. Francia, por su parte, también negó durante un largo tiempo su papel de proactivo cómplice en la deportación de judíos a los campos de concentración nazis. En resumen, la mayor parte de los países ocupados de Europa han desarrollado su propio “síndrome de Vichy”, mientras que la solución occidental al problema de la memoria conflictiva ha sido petrificar el recuerdo en placas, monumentos y museos que conmemoran a las víctimas del nazismo y honran a los mártires de la guerra. Pero como Judt señala, una nación primero tiene que recordar antes de empezar a olvidar, no obstante, para muchos países su complicidad con los totalitarismos es algo que prefieren no reconocer.
Judt cierra su magistral libro dejando una reflexión para el futuro cuando escribe que la nueva Europa, unida por los signos y símbolos de su terrible pasado, es un logro notable pero que en el futuro deberá seguir lidiando con él: “El silencio sobre el reciente pasado de Europa era una condición necesaria para la construcción de un futuro europeo”. Entonces, la Unión Europea puede ser una respuesta política, económica y ética a una historia conflictiva, pero nunca podrá sustituirla. En efecto, la construcción de una nueva Europa sólo puede concebirse como el resultado de una toma de conciencia, después de dos conflictos catastróficos, de la imposibilidad de regular las disensiones entre los países vecinos a partir del modelo nacionalista heredado del siglo XIX.


[1] Paul Ricoeur, La MémoireL'HistoireL'Oubli, Paris, Seuil, 2000.
[2] Timothy Garton Ash, History of the Present: Essays, Sketches and Despatches from Europe in the 1990s, New York, Vintage Books, 2001, pp. XIII-XVII.
[3] François Hartog y Jacques Revel, Les usages politiques du passé, Paris, Éditions de l’École des Hautes Études en Sciences Sociales, 2001.
[4] Marc Ferro, Le Ressentiment dans l'histoire. Comprendre notre temps, Paris, Odile Jacob, 2007, pp. 117-157.
[5] Una mirada precursora sobre estos problemas puede verse en dos estudios de Pierre Rosanvallon, La Crise de l'Etat-providence, Paris, Seuil, 1992; La nouvelle question sociale. Repenser l'État-providence, Paris, Seuil, 1998.
[6] Giorgio Agamben, Lo que queda de Auschwitz: el archivo y el testigo, Valencia, Pre-Textos, 2005.

Nicolás de Piérola y su legado histórico. Alfredo Barnechea.

Entrada por Cocharcas, según pincel de Lepiani. A la derecha de Piérola (izquierda en la imagen), el segundo de la revolución, Enrique Bustamante y Salazar, bisabuelo del autor. Bustamante estaba con Piérola en la chalana que abordó el Huáscar en 1877, fue su ministro (embajador) en La Paz ante Campero, lo acompañó en la travesía de Iquique a Punta Caballas, y fue su representante en la Junta de Gobierno de 1895. Murió en 1907.

Historia Centenario del primer Presidente que, más allá del ejército o las oligarquías civiles, fue hacia el pueblo.

¡Viva Piérola! 100 años


Por: Alfredo Barnechea

El grito brotó entre el pueblo, que había llegado en devoción a la vieja calle del Milagro.
Se había escuchado muchas veces antes, probablemente la primera vez en 1869 desde una barra del Congreso. Había sido siempre una corneta de batalla pero esta vez era toque de difuntos.

Hace cien años, el 23 de junio de 1913, murió Nicolás de Piérola y Villena. Arequipeño, hijo del ministro de Hacienda de Echenique, fugaz seminarista, periodista precoz, Piérola fue en 1869, a los 30 años, el ministro de Hacienda de Balta. Es al fin de la “prosperidad falaz” del guano. Piérola se ha dado cuenta como periodista de la estructura perversa del sistema de la consignación del guano. Con el contrato Dreyfus, se lo quita a un club pequeño y le devuelve a la nación sus activos.

Es, acaso, la primera vez que aparece un Estado peruano manejando sus finanzas. Lo que ha hecho antes Castilla, fracasado el sueño estratégico de la Confederación, es apenas un “patchwork”, una tela que le permite cooptar los caudillos indóciles. Pero Estado, Estado, es Piérola, quien osa construirlo. En su biografía del caudillo, Dulanto Pinillos escribió: “Reemplaza el Estado pordiosero por el Estado rico. Sistematiza la hacienda, inicia la obra de dos grandes ferrocarriles, resucita el crédito, cubre el empréstito de 1870, deja en alza el papel peruano en los grandes mercados de Europa”.
De esa decisión surgen muchas cosas. Casi como causa-efecto, muy poco después, el Partido Civil. También la persecución, parlamentaria, judicial y periodística contra Piérola.
Jorge Guillermo Leguía ha dicho de Pardo que “era un político que pensaba como banquero”. Piérola se da cuenta del error monumental de Manuel Pardo respecto del salitre, causa final de la guerra con Chile. Percibe que lo que se busca es devolverle los recursos naturales a los consignatarios. Y también del fatal error de desarmar la Marina peruana, consecuencia letal de la “república práctica”.

La persecución transforma al financista en montonero.Entre 1872 y 1877, Piérola organiza varias insurrecciones. La más impresionante: cuando los pierolistas capturan el “Huáscar” y, en el célebre combate de Pacocha, que figura por derecho propio en los anales de la historia naval del mundo, hacen huir a dos barcos ingleses, el “Shah”y el “Amathyste”, de mucho más poder de fuego. La figura de Piérola enraíza en el imaginario popular.

La fase siguiente en la biografía de Piérola es la dictadura en la guerra con Chile. No es una dictadura como tantas, “golpista”. Es casi una dictadura en la tradición romana: la institución a la que se le entregan temporalmente todos los poderes en una hora de máximo peligro.
El 18 de diciembre de 1879, Mariano Ignacio Prado abandona vergonzosamente la Presidencia en medio de la guerra. No se lo perdonaremos nunca. El país queda acéfalo. No hay en el erario ni un centavo. Carecemos de armas. Los barcos los ha cancelado antes Pardo, y no hay, verdaderamente, escuadra. Grau ya se ha inmolado e ingresado a la gloria del Perú. Capturada Tarapacá, ya no tenemos el salitre. Asediada la costa, no podemos exportar guano, la fuente financiera del Estado. Asumir la presidencia entonces era algo heroico, trágico.

Los enemigos de Piérola han discutido hasta la saciedad sus errores militares. Remito al respecto al libro de Héctor López Martínez, Piérola y la defensa de Lima. Lo que nadie niega es su arrojo. Recorrió las líneas a caballo, junto con su hijo de 17 años. Baquedano contó que lo veían, a tiro de fusil. Incansable, organiza la defensa. Perdimos en San Juan, en Miraflores, en Chorrillos, pero no perdimos la honra. El mismo Iglesias, que firmó, o tuvo que firmar, después el tratado de Ancón, se batió como un león en Chorrillos, donde mataron a su hijo.
¿Se debió dar la batalla de Lima o, como La Serna, abandonar la capital y hacerse fuertes en los Andes? Es lo que trató de hacer Piérola, llegando hasta La Paz para pactar con Campero la defensa conjunta peruano-boliviana.

Pero surgió entonces el gobierno colaboracionista de La Magdalena. Nuestro Vichy. García Calderón se redime en parte por no firmar luego la cesión territorial, pero esos notables limeños traicionan a Piérola (y a Cáceres, que combatía entonces bajo sus órdenes).
La siguiente etapa, gloriosa, de Piérola es 1895. Hay que poner fin al “segundo militarismo”. Cáceres tiene en la cabeza probablemente el modelo de Porfirio Díaz pero el ánimo del país ya no lo acompaña. Surge entonces la Coalición. Como el 1688 inglés, es nuestra “revolución gloriosa”, el consenso de enemigos de antaño en pos de una república.
La guerra civil explota durante meses en todo el país hasta la madrugada milagrosa del 17 de marzo de 1895 cuando Piérola entra por Cocharcas. Hay entre 2 y 3 mil muertos. Lima superaba apenas los 100 mil habitantes.

Basadre escribió en su Historia: “Al hacerse cargo Piérola del más alto puesto de la República en 1895, hallábase esta en sus peores momentos. La hacienda pública sin rentas; las obligaciones del fisco, impagas; la moneda, inestable; la burocracia, corrompida; las prefecturas convertidas en satrapías; el país viviendo en el marasmo y la atonía”.
Piérola saca al Perú de ese estado e inicia 30 años de expansión. Un renacimiento del Perú. En 1900, los chilenos vienen a ver el progreso peruano. Casi un centenar de empresas peruanas cotizan en la bolsa de Londres.

Basadre dijo también que “fue la tragedia de Piérola, y la tragedia del Perú de fines del siglo XIX y principios del XX, que lo dejaran llegar al poder únicamente en los momentos más difíciles: ante la derrota en la guerra con Chile primero, y más tarde ante la violencia de una dictadura militar y la tristeza de la nación desfalleciente”.

¿Cuál fue la magia de Piérola?
Fue el primer Presidente que, más allá del ejército o las oligarquías civiles, fue hacia el pueblo. En su coalición cabían todos. Aristócrata (al fin y al cabo había nacido en la casa de los Tristán), el pueblo vio que El Califa estaba de su lado y no lo gobernaban intereses. En su exposición de defensa ante el congreso civilista en 1872, Piérola dijo: “He luchado, sí, pero sólo con los ricos y los fuertes; no nos hemos apoyado en las aristocracias de la fortuna y de la sangre; no hemos hecho comercio político con ellos; hemos condenado muy alto su presuntuosa arrogancia; y jamás hemos prometido en su nombre una regeneración que no traerán para la república. No hemos rendido nunca culto al poder y a la riqueza”.
El pueblo oyó esa voz, y reconoció en él la grandeza que los pueblos siempre buscan, aunque no sepan decirlo. Decir que se adhirieron a él no expresaría lo que fue esa química de medio siglo. Le dieron, en un plebiscito cotidiano, su idolatría. Uno de esos raros momentos en que la política es una rama del amor.

En 1942, Alberto Ulloa Sotomayor leyó en el Maury una oración:

En la noche vibró estentóreo el ¡Viva Piérola! que el eco en la penumbra llevaba por las calles angostas hasta los barrios lejanos, donde lo acogían oídos propicios.
Voz de orden de la civilidad.Santo y seña de la democracia.
¡Viva Piérola! Disparó contra la opresión. Clamor contra la injusticia. Despedida de los moribundos. Anatema contra los tiranos. Signo de libertad, de igualdad y de fraternidad.
¡Viva Piérola! En todos los labios libres y populares. En el negro, en el zambo, en el mestizo, en el blanco y en el indio. En el varón y en la hembra.
Voz que se oía a todas las distancias, que trasponía los muros de los presidios, a través de los mares y los cerros, donde esperaban los exiliados.
Voz que dominó los cañonazos de Pacocha y se oyó por encima de la fusilería el 17 de marzo, y que suena aún sobre la república.
¡Viva Piérola! Grito compañero de la conspiración y la jarana. Común denominador del hombre de la calle.
Grito perdurable en la historia del Perú.
Voz de ultratumba, todavía.

Fuente: Revista Caretas n°. 2288. 20 de junio del 2013.

domingo, 23 de junio de 2013

Cultura conmemorativa, centenariomanía y nacionalismo catalán. El tricentenario del final de la Guerra de Sucesión (1713-2013).

A golpe de centenario

El recrudecimiento del conflicto entre los nacionalismos subestatales y el español ha producido, desde el cambio de siglo, un entusiasmo por las labores conmemorativas. Ahora toca la Guerra de Sucesión.


Los nacionalistas, todos los nacionalistas, adoran las conmemoraciones. Inventan o aprovechan aniversarios con el fin de renovar y difundir sus mitos fundacionales, de rendir culto a sus héroes y, en definitiva, de fortalecer la identidad nacional correspondiente. Tratan de imponer en estas ocasiones su visión de la historia: las naciones que se precien han de ser antiguas, reconocibles a través del tiempo por características perennes como el arraigo en un territorio, la lengua, la religión, la raza o las virtudes de sus miembros, desde el amor por la independencia hasta la laboriosidad o el valor guerrero. Y no hay mejor base para las reivindicaciones nacionalistas que esa continuidad histórica: si una nación ya estaba formada —pongamos— en el siglo XIII y luchaba por sus libertades amenazadas en el XVIII, ¿cómo negar hoy su existencia y la legitimidad de sus demandas?
A pesar de su aspecto vetusto, estas celebraciones son fenómenos modernos, vinculados a la llegada de la opinión pública y de la política participativa. Igual que los movimientos y gobernantes nacionalistas que las propulsaron hasta crear lo que al historiador Edward Baker le gusta llamar cultura conmemorativa. Entre ellas destacan los centenarios, festejos muy apreciados por quienes subrayan la solidez y la longevidad de sus naciones. Para los milenarios, que no faltan, hay menos fechas disponibles. Las fiestas centenarias se han dedicado así a coronar a los escritores y artistas que encarnan el genio nacional —Dante en Italia, Miguel de Cervantes en España— y a rememorar grandes hitos de las historias patrias, como las proclamaciones independentistas en América o las batallas decisivas contra feroces enemigos en cualquier continente. Se conmemoran no solo las victorias, sino también las derrotas, provistas de una carga emotiva, melancólica, insuperable. Más aún, revoluciones, epopeyas, Constituciones y hasta dinastías han disfrutado de sus centenarios, siempre a mayor gloria de las respectivas comunidades nacionales.

Suelen ser operaciones de propaganda partidista que  agravan los problemas políticos
En un entorno occidental atravesado por la búsqueda de memorias e identidades, la España de los últimos 15 años ha brillado por sucentenariomanía. Había precedentes de envergadura, como el milenario de Cataluña —consagrado por la Generalitat de Jordi Pujol en 1988— o el fastuoso quinto centenario del descubrimiento de América en 1992, orquestado por el Gobierno de Felipe González para certificar el triunfo de un país avanzado y democrático, tan europeo como iberoamericano y capaz de transmutar las auroras imperiales de antaño en un “encuentro de dos mundos”. Pero el recrudecimiento del conflicto entre los nacionalismos subestatales y el español ha producido, desde el cambio de siglo, un especial entusiasmo por estas labores conmemorativas.
Alcanzó gran intensidad, por ejemplo, el bicentenario en 2008 del inicio de la Guerra de la Independencia, uno de los tres o cuatro grandes mitos españolistas. Ante el perfil bajo adoptado por el Ejecutivo socialista, fue la Comunidad de Madrid, guiada por Esperanza Aguirre, la institución que ondeó con mayor energía la bandera española. Las gentes del Partido Popular contestaban desde su baluarte central al catalanismo envalentonado por el nuevo Estatut de 2006. Así, el 2 de mayo de 1808 volvió a interpretarse como un levantamiento patriótico en el que los madrileños marcaron la pauta para que los demás españoles, de manera unánime, se alzaran contra el invasor francés en defensa de su soberanía. Hubo desfiles y ofrendas florales, pero también métodos más innovadores, como series en la televisión autonómica y películas carísimas sobre el evento. En una magna exposición, el visitante conocía las peripecias de los héroes durante aquella memorable jornada y acababa metido en el cuadro Los fusilamientos, de Francisco de Goya, donde era —simbólicamente— abatido junto a los patriotas ensangrentados. Por si el mensaje no le había quedado claro.
El Gobierno popular madrileño no resucitó el discurso católico, que asociaba la guerra contra Napoleón con la custodia de la monarquía tradicional y de la Iglesia frente a la influencia revolucionaria francesa. Al contrario, como ha explicado Ángel Duarte, revitalizó el nacionalismo de raíz liberal, que convertía al pueblo español en el protagonista. No por casualidad, los Episodios Nacionales, de Benito Pérez Galdós, sirvieron de inspiración para el programa conmemorativo y un texto galdosiano se repartió a miles de escolares. Aquel pueblo podía ser ingenuo y dejarse traicionar, pero la grandeza de su entrega parecía indiscutible. En resumen, la Guerra de la Independencia mostraba la vitalidad de la nación española, en la cual los catalanes —ahí estaban el tambor del Bruch y el sitio de Gerona para probarlo— se hallaban bien integrados. Se afirmó incluso que los rebeldes de la francesada, precursores de la Constitución liberal de 1812, pelearon también por sus derechos individuales.
Ahora se nos viene encima el tricentenario del final de la Guerra de Sucesión, cuando Felipe V de Borbón doblegó al archiduque Carlos de Austria en la disputa por la Corona española. Las fuerzas catalanistas realimentarán uno de sus mitos capitales: el de la pérdida de los fueros e instituciones catalanas a manos del siempre opresivo Estado español. Un relato cultivado con mimo desde finales del siglo XIX y comienzos del XX, cuando el recién nacido catalanismo político hizo del 11 de septiembre, aniversario de la capitulación de Barcelona en 1714, su fiesta nacional. El centenario nos encuentra en plena refriega sobre la autodeterminación de Cataluña, por lo que el Gobierno de Artur Mas va a echar el resto. Para recordar no ya lo ocurrido a su juicio en aquellos momentos —la humillación nacional de los catalanes, tan patriotas y unidos en 1714 como los españoles de 1808 a ojos de sus adversarios—, sino las agresiones españolistas sufridas durante siglos. Los agravios del pasado cimentan las exigencias del presente. Estos días hemos sabido que la Generalitat prepara un simposio titulado, sin rodeos, Espanya contra Catalunya: una mirada històrica (1714-2014). Es decir, que las autoridades culturales patrocinan una versión de la historia que enfatiza la represión política, lingüística y también económica de la nación catalana, un memorial en el que solo faltan alusiones a la violencia deportiva o sexual española.

La tarea del historiador es refutar las simplificaciones y restablecer la complejidad 
de los hechos
Las conmemoraciones, no hay duda, dan lugar de vez en cuando a debates interesantes, buenas exposiciones, coloquios serios y publicaciones decentes. Pero, a cargo de nacionalistas de uno u otro signo, constituyen a menudo operaciones de propaganda partidista en las que se gastan ingentes cantidades de dinero público. Además, no contribuyen a resolver problemas políticos, sino que con frecuencia los agravan: un nacionalismo no soporta que el contrario saque pecho o le acuse de opresor. Imaginemos que, en vez de celebrar el cincuentenario del tratado que consolidó la reconciliación franco-germana con una muestra de arte alemán en el Museo del Louvre, cuya calidad no ha evitado la polémica, el Estado francés se dedicara a enumerar las atrocidades cometidas por su vecino en Francia durante las contiendas contemporáneas.
Estos fastos conciernen a la ciudadanía, que en democracia podría no consentir la manipulación interesada del pasado a costa del contribuyente. Y obligan a reaccionar a los historiadores, quienes, de acuerdo con las reglas de su oficio, han de atenerse a lo comprobable y huir de los anacronismos, refutar las simplificaciones y restablecer la complejidad de lo acontecido. Cuando se conmemoraron los combates napoleónicos de 1808-1814, algunos expertos denunciaron las tergiversaciones españolistas. José Álvarez Junco, que señaló en su obra las múltiples vertientes de un conflicto civil, internacional y religioso, no solo ni principalmente nacional, animó a hacer ciencia en lugar de patria. Ahora vemos cómo distinguidos académicos, que en ciertos casos transitan del marxismo a la militancia catalanista, colaboran en la campaña oficial del centenario de 1714. Seguro que aparecen otras voces, de ciudadanos y profesionales, que protestan contra la mitificación de aquellas pugnas dinásticas, propias de una era prenacionalista, y contra las iniciativas políticas que de estas distorsiones se derivan.
Javier Moreno Luzón es catedrático de Historia en la Universidad Complutense de Madrid. Acaba de publicar, con Xosé M. Núñez Seixas, Ser españoles. Imaginarios nacionalistas en el siglo XX (RBA).
Fuente: Diario El País. 22 de junio del 2013.

miércoles, 19 de junio de 2013

Ernesto Che Guevara, de guerrillero a héroe contra-cultural.

Los últimos años del Che

Por: Antonio Zapata Velasco (Historiador)
Días atrás, el Che Guevara hubiera cumplido 85 años y su figura sigue fuerte como antaño, su rostro miles de veces repetido lo hizo un ícono siempre vigente; a lo sumo ha cambiado de mensaje, de guerrillero a héroe contra-cultural, pero el mito sigue presente. Uno de los motores de la leyenda es el misterio que rodea sus últimos años. ¿Porqué se fue de Cuba?, ¿acaso había peleado con Fidel?
En el momento inicial del Granma, Fidel era un demócrata liberal radical, mientras que Raúl ya tenía simpatía por el partido comunista y el Che también se había definido por el marxismo, a causa de su experiencia en Guatemala y el golpe de la CIA contra Arbenz. Fidel los siguió, aunque reafirmando su liderazgo personal.
Por lo tanto, ellos impulsaron el acercamiento con la URSS, al producirse la ruptura de Cuba con los EEUU, comenzando la década de 1960. Pero surgieron dos grandes problemas que complicaron los alineamientos. En primer lugar, había muerto Stalin y el nuevo jefe del PCUS era Nikita Jruschov, quien había proclamado la “coexistencia pacífica”.  
En forma subrepticia, los soviéticos habían instalado misiles nucleares en Cuba, apuntando a ciudades de EEUU. El presidente norteamericano era John Kennedy, que amenazó con una guerra atómica si no eran retirados los misiles. Después de vacilar, Jruschov ordenó su desmantelamiento, sin consultar a los cubanos.
Jruschov apostó por la paz mundial y fue astuto, porque aprovechó para negociar otros temas álgidos que preocupaban a Rusia. Pero, en su criterio primaron sus intereses nacionales y Cuba le importó un comino.
Ese desdén irritó a los dirigentes caribeños. Aunque, Fidel entendió que era el precio a pagar por la ayuda soviética que sostenía la economía de la isla. Mientras que el Che desde entonces fue independiente de los rusos. No se enfrentó en público, pero políticamente se mantuvo autónomo de su influencia.
El segundo hecho fue la ruptura del movimiento comunista internacional. Los chinos habían hecho tienda aparte y se estaban quebrando los partidos comunistas en todo el mundo, unos con Moscú y otros con Pekín.
Ante este dilema, el Che se hallaba cerca de los chinos e inicialmente los cubanos pretendieron reconciliar a las partes. El Che pensaba que Mao era combativo, mientras que la política soviética era una modorra reformista.
Pero, el Che era muy consciente de que era un argentino en Cuba. No pretendía el liderazgo y su actitud era de primer colaborador de Fidel, no deseaba confrontar. Por ello, decidió apartarse, para no obstaculizar los sapos que Castro habría de aceptar para llevar la relación con los soviéticos.
Para aquel entonces había forjado una teoría de la revolución. Era una persona culta, leía mucho y escribía con la misma pasión que jugaba ajedrez, su deporte preferido en esta vida. Sostenía que era necesario implantar un foco guerrillero en un país central, preferentemente aquejado por una dictadura militar desprestigiada. Ese foco requería movilidad y una política de alianzas con el campesinado para implantarse.
Su teoría se basaba en las guerras de independencia de América Latina y pensaba en escala continental. Su primera experiencia fue en África, habiendo montado una operación en el Congo, que resultó fallida en cortos seis meses. No quiso regresar a Cuba, se había despedido y Fidel había leído su carta ante millares de revolucionarios.
Se buscó un segundo destino en Sudamérica y escogió Bolivia como zona de operaciones. Queda en el centro del continente, tiene cinco fronteras y la consolidación de la guerrilla podía resultar en la anhelada fase continental del conflicto con el imperialismo.
Otra razón para escoger las selvas del sur de Bolivia es su cercanía con Argentinay el propósito de llevar la guerrilla a su patria. Su profundo nacionalismo gaucho es explorado como eje de su vida por uno de sus biógrafos, Jon Lee Anderson, que ha publicado una monumental historia sobre el inmenso personaje humano que fue el Che Guevara.  
Fuente: Diario La República. 19 de junio del 2013.

Crítica al libro "Historia de Corrupción en el Perú" de Alfonso Quiroz.

Sobre La historia de la corrupción

Por: Víctor Andrés García Belaunde. Legislador.
Acaba de ser publicado en español el libro del recientemente fallecido historiador nacional Alfonso Quiroz: Historia de Corrupción en el Perú, en el que se analiza el tema mencionado en el título a lo largo de la historia del Perú. Ciertamente el trabajo es meritorio y contiene mucha información y fuentes inéditas, recogidos básicamente en los Estados Unidos, lugar de residencia del autor. Sin embargo, también, contiene omisiones y errores basando algunas de sus afirmaciones, vinculadas al siglo XIX, en fuentes poco confiables sin verificación oficial.
Por ejemplo, se apoya en el viajero alemán Heinrich Witt, quien escribió una serie de relatos sobre sus impresiones de la sociedad limeña a la que él frecuentó y con la que pretendió hacer negocios sin éxito. Witt narra acontecimientos muchas veces sobre especulaciones y percepciones personales, y Quiroz los toma como única fuente, sin otra prueba más de lo que ocurrió, haciendo entonces de las sospechas, verdades históricas. Hace una larga relación de hechos que vinculan supuestamente a personajes corruptos y califica como tal al gobierno de Pezet porque tenía un rancho en Chorrillos, olvidándose de que la propiedad derivaba de la bonanza de su cónyuge.
También comete errores cuando acusa a Manuel Pardo de corrupto, sindicándolo como el autor de la compra de dos navíos de guerra sobrevaluados, comprados en Estados Unidos, rebautizados como Manco Cápac y Atahualpa (pp. 201-202); equivocándose, pues dichos barcos fueron comprados por Prado y su ministro Pío Cornejo en las postrimerías de 1867 (los documentos sobre el tema que hay en el Archivo de la Cancillería y el Informe de la Comisión Investigadora del Congreso de los EEUU así lo demuestran). Y, a propósito de ese tema, llama la atención que no se refiera a la inmensa corrupción que hubo durante el gobierno del general Prado, al que además tilda de “dictadura patriótica”; sin referirse a las graves acusaciones de corrupción que se hicieron durante sus dos gobiernos y a raíz de su fuga en plena guerra y trata de justificar la actitud de Arnaldo Márquez cuando este fue el operador de la compra de los sobrevalorados navíos a través de un intermediario que ni era propietario de los mismos (Alexander Swift).
Quiroz incluso afirma que revisó el archivo de la Casa Grace (Universidad de Columbia) y solo rescata las cartas sobre unas compras de caballos, cuando en realidad dicho archivo contiene mucha correspondencia de negocios extraños entre Prado y los Grace, archivo que he consultado para mis investigaciones, ya que incluso en esta compra hubo claros indicios de ser una transacción sospechosa. La información de las 60 cajas que hay en dicho archivo es sumamente vasta. Por ejemplo, la carta mediante la cual Prado desde Arica (junio de 1879) le pide a Grace que le descuente una letras por 4.O00 L.E. contra un banco en Londres. Esta sola carta demostraría que el viaje de Prado fue meticulosamente preparado con la complicidad de los Grace, quienes lo recibieron cuando llegó a N. York, el 7 de enero de 1880, en compañía del cónsul chileno en Estados Unidos, e hicieron de traductores en una entrevista para el New York Herald al día siguiente.
Aunque aún queda pendiente para el análisis el siglo XX, en el libro de Quiroz se hace evidente un sesgo historiográfico.
Fuente: Diario La República. 18 de junio del 2013.

domingo, 16 de junio de 2013

Franklin Delano Roosevelt y el impulso al Estado de Derecho y el Estado de Bienestar.

FRANKLIN D. ROOSEVELT

El artífice del nuevo orden mundial

Por: Jorge Rendón Vásquez

John Dos Passos escribió: “Cuando tratas de encontrar al pueblo, siempre al final encuentras a alguien, tal vez a algún trabajador “ (El número uno, novela, 1946).


Parodiando a tan extraordinario novelista, podríamos decir sin riesgo de errar: Si buscas al hombre que, en el siglo XX, impulsó el orden mundial basado en el estado de derecho y el Estado de Bienestar, te encontrarás con Franklin Delano Roosevelt.

En efecto, a partir de cierto momento de su vida, este gran hombre, sobrepuesto a la fatalidad de una poliomielitis en 1921, cuando tenía treinta y nueve años, se empeñó en la estructuración de un nuevo régimen económico y social que, dentro del sistema capitalista, liberase de la necesidad a las personas de menores recursos. 

Accedió a la presidencia de los Estados Unidos en 1932 y fue reelecto en 1936, 1940 y 1944. Falleció en abril de 1945. En 1944 había propuesto la enmienda constitucional que prohibió la tercera reelección presidencial, vigente a partir de 1951.

Cuando asumió la presidencia en 1932, la economía de Estados Unidos se hallaba postrada por la recesión que había comenzado con la crisis de 1929, y nueve millones de desempleados deambulaban sin recursos. Lo acompañaba una pléyade de intelectuales y técnicos de primera línea por sus ideales, a los que confió la elaboración y ejecución de las diversas fases de su proyecto. 

Para reactivar la producción apeló a la intervención del Estado, a la que denominó New Deal (Nuevo Trato), coincidiendo con las ideas del economista de Cambridge John Maynard Keynes (Teoría General de la Ocupación, el interés y el dinero, 1936).

TRES CLASES DE MEDIDAS: 

a) La inyección de poder de compra de bienes de producción a las empresas con la Ley de Recuperación Industrial Nacional, de 1933, y un nutrido programa de obras públicas, en el que destacó el encargado a la Autoridad del Valle de Tennessee para la construcción de obras hidroeléctricas que suministrasen energía eléctrica barata frente a la energía escasa y cara de las empresas privadas; 

b) La atribución de capacidad adquisitiva de bienes de consumo a la población, para lo cual promovió la Ley de Seguridad Social, de 1935, concibiéndola como un esfuerzo para eliminar la miseria de las categorías de la población más necesitada o para “la liberación de la necesidad”, como dijera, aplicando tres clases de acciones: “1) medidas contra la desocupación, mediante un sistema de subsidios a los Estados Federales para ser transferidos a los desempleados; 2) una política de asistencia en beneficio de las personas de menores recursos económicos, sobre todo viudas, ancianos y personas indigentes; y 3) un seguro de vejez y muerte para todos los asalariados del país”. Fue la primera Ley de Seguridad Social en los estados capitalistas y un firme paso hacia el Estado de Bienestar. La ejecutó Wilbur Cohen, a quien John F. Kennedy llamó “Mister Social Security”; y 

c) La Ley Nacional de Relaciones Laborales, aprobada en julio de 1935, por la que se garantizaba la libertad sindical, la negociación colectiva y la huelga. La presentó el senador Robert F. Wagner, pero su concepción y contenido correspondió a Frances Perkins, Secretaria del Trabajo de 1933 a 1945, la primera mujer en el gabinete ministerial de Estados Unidos. También fue ella la autora de las ideas plasmadas en la Ley de Seguridad Social.

CONTRA EL NAZISMO 

El ascenso de Hitler y el partido nazi al poder, en enero de 1933, fue para Roosevelt una amenaza no solo para Europa, sino para América y el resto del mundo. Empezó a combatirlos con su propuesta de aislar a las potencias agresoras, pero no llegó a convencer a la mayoría en el Congreso que, en 1935, aprobó la Ley de Neutralidad. Luego de la ocupación de Polonia, Holanda, Bélgica y Francia por la Alemania nazi, en 1939 y 1940, a la mayor parte de la clase política estadounidense ya no le cupó duda de que Roosevelt tenía razón. Se sabía que el siguiente paso de la escalada bélica de Hitler sería invadir Gran Bretaña, y que era imprescindible impedirlo. A iniciativa de Roosevelt, el Congreso aprobó, entonces, en marzo de 1941, la Ley de Préstamo y Arriendo, que autorizaba a enviar a los países que luchasen contra la Alemania nazi armamentos, alimentos, petróleo y otros bienes. 

Tras el fracaso de su planeada invasión a Gran Bretaña, por la decisiva acción de la Real Fuerza Aérea, el gobierno de Hitler comenzó su ataque a la Unión Soviética, el 22 de junio de 1941, quebrantando el Pacto de no agresión firmado con este país en 1939. Hitler y sus generales habían calculado terminar esta invasión, que llamaron “Operación Barbarroja”, con la derrota total de la Unión Soviética en dos meses.

El 14 de agosto de ese año, también a su propuesta, Roosevelt suscribió con Winston Churchill, Primer Ministro de Gran Bretaña, la Carta del Atlántico, que fue el primer documento en el que se establecían los derechos por los cuales debía luchar el mundo libre. “Respetan el derecho —decían— que tienen todos los pueblos de escoger la forma de gobierno bajo la cual quieren vivir, y desean que sean restablecidos los derechos soberanos y el libre ejercicio del gobierno a aquellos a quienes les han sido arrebatados por la fuerza”. Esto implicaba, de paso, el desahucio de todo colonialismo. Pero, además, se trazó la línea que habría de seguirse en el futuro. “Tras la destrucción total de la tiranía nazi —declararon—, esperan ver restablecer una paz que permita a todas las naciones vivir con seguridad en el interior de sus propias fronteras y que garantice a todos los hombres de todos los países una existencia libre sin miedo ni pobreza”.

Ante el alevoso ataque del Japón a Pearl Harbor, el 7 de diciembre de 1941, que destruyó la flota naval y aérea de Estados Unidos, estacionada en ese puerto, el Congreso de Estados Unidos declaró la guerra al Japón.

Siguió la declaración de guerra de Alemania e Italia a Estados Unidos, el 11 de diciembre de 1941, que fue respondida por el Congreso, a pedido de Roosevelt, el mismo día, con el estado de guerra con esos países, y la autorización al Gobierno para emplear todos los medios de realizarla. La Ley de Préstamo y Arriendo fue extendida a la Unión Soviética.

Por entonces en los despachos de Roosevelt y de otros altos funcionarios del Gobierno de Estados Unidos, ya obraban las pruebas de los asesinatos de millones de judíos en los campos de concentración alemanes y de otras atrocidades en los países ocupados. Con ello se confirmaba la necesidad de aniquilar al gobierno nazi y a sus fuerzas armadas, que eran una expresión de barbarie y fanatismo inadmisibles.

Esta fue una de las causas de la decisión adoptada por los jefes de los Estados que combatían al eje de Alemania, Italia y Japón, Franklin D. Roosevelt, Winston Churchill y, en representación de las Fuerzas Francesas Libres, Charles de Gaulle y Henry Giraud, reunidos en la ciudad de Casablanca, en enero de 1943. José Stalin se excusó de asistir, aduciendo que no podía abandonar su país en plena batalla de Stalingrado. A propuesta de Roosevelt, se decidió allí que la guerra solo acabaría con la rendición incondicional de Alemania.

Roosevelt presionó, en seguida, a Stalin para que procediera a la disolución de la Tercera Internacional. Esta organización, que agrupaba a los partidos comunistas, había sido creada en marzo de 1919, a iniciativa de Lenin, con la finalidad de promover la toma revolucionaria del poder por estos partidos, como había acontecido en Rusia, en octubre de 1917. Aunque su línea política fue modificada varias veces, conservaba, en el fondo, ese primer objetivo, incompatible, para Roosevelt, con el nuevo orden mundial a establecerse después de la guerra. En cierta forma, las ingentes cantidades de armamentos, medios de transporte, alimentos y petróleo, que llegaban puntualmente a la Unión Soviética desde Estados Unidos a costa de enormes riesgos y esfuerzo gracias a la Ley de Préstamo y Arriendo, jugaban el papel de una espada de Damocles. Esa ayuda insumía el 25% de los suministros totales entregados en virtud de esta Ley, y le eran vitales a la Unión Soviética para el sostenimiento de la acción bélica.

Stalin se allanó, y la Tercera Internacional fue disuelta el 15 de mayo de 1943. Firmaron la resolución por el Presidium de esta organización: Gottwald, Dimitrov, Zhdanov, Kolarov, Kloplenig, Kuusinen, Manuilsky, Marty, Pieck, Thorez, Florin y Togliati; y por el Partido Comunista de Italia, Biano; por el de España, Dolores Ibarruri; por el de Finlandia, Lechtinen; por el de Rumania, Anna Pauker, y por el de Hungría, Matías Rakosi. Todos ellos vivían en Moscú.

LA CUMBRE LOS TRES GRANDES

Así quedó expedito el camino para la reunión de los tres grandes: Roosevelt, Churchill y Stalin, en Teherán, del 28 de noviembre al 1 de diciembre de 1943. A instancias de Roosevelt, los tres jefes de Estado declararon en ella, principalmente, que “Ningún poder sobre la Tierra puede impedir la destrucción de los ejércitos alemanes por tierra y sus barcos por mar y de sus plantas de maquinaria para la guerra desde el aire” y que “confiamos en el día en que todos los pueblos del mundo puedan vivir libres, al margen de la tiranía y de acuerdo con sus diferentes deseos y sus propias conciencias”. Estados Unidos, Gran Bretaña y Francia se comprometieron a la apertura del Segundo Frente por Europa Occidental, en la primavera de 1944, y la Unión Soviética a declarar la guerra al Japón luego de la derrota de Alemania. Los tres grandes acordaron, además, la organización de las Naciones Unidas, como un órgano de decisión internacional, cuya misión sería desterrar el flagelo de la guerra.

En la siguiente Conferencia de los mismos tres grandes, celebrada en Yalta del 4 al 11 de febrero de 1945, se dispuso que una conferencia en San Francisco organizara las Naciones Unidas y su Consejo de Seguridad; la desmilitarización y partición de Alemania y el pago por esta de indemnizaciones por las pérdidas que estaba ocasionando; y la organización de elecciones libres en los países liberados de Europa.

LA MUERTE DE ROOSEVELT

Roosevelt falleció repentinamente el 12 de abril de 1945. Le sucedió en la Presidencia Harry S. Truman, quien concurrió a la siguiente Conferencia de Postdam, realizada entre el 17 de julio y el 2 de agosto de ese año, luego de la rendición de Alemania en abril, a consecuencia de la ocupación de Berlín por el Ejército Soviético. En esta Conferencia se acordó el juzgamiento de los criminales de guerra y la creación del Tribunal de Nuremberg, y la división de las áreas de influencia en Europa de los aliados occidentales y la Unión Soviética.

La aspiración de Roosevelt de darle al mundo un instrumento para la paz y las reglas de convivencia, la continuó su viuda, Eleanor, como delegada de Estados Unidos ante las Naciones Unidas. Ella presidió la Comisión encargada por el Consejo Económico y Social de las Naciones Unidas de preparar el proyecto de la Declaración de Derechos Humanos, de la que fue su animadora más entusiasta. El proyecto fue aprobado por la Asamblea de las Naciones Unidas, en París, el 10 de diciembre de 1948, por el voto de 48 Estados, de los 53 que entonces constituían las Naciones Unidas. Se abstuvieron la Unión Soviética y los países socialistas del Este europeo.

A pesar de la portentosa magnitud del pensamiento y la obra de Franklin D. Roosevelt ya en la década del treinta, la Academia Sueca le negó el Premio Nobel de la Paz en 1937. Quienes conocían su composición no se extrañaron. Sus miembros eran, en su mayor parte, germanófilos y algunos de declaradas simpatías nazis. Después de la derrota de la Alemania nazi, sus preferencias en la Economía y la Literatura se orientaron a ensalzar a algunas medianías y a ciertos apóstoles y mercenarios del neoliberalismo.

Fuente: Diario La Primera (Perú). 29 de mayo del 2013.