miércoles, 30 de octubre de 2013

General Odría: dictatorial en lo político, liberal en lo económico, populista y clientelista.

El general de la alegría

Antonio Zapata Velasco (Historiador)
Con ese título sardónico fue conocido Manual A. Odría, aludiendo a su afición por la fiesta, la música y comida peruanas. En estos días se cumple el 65 aniversario de su golpe de Estado contra el presidente José Luis Bustamante y Rivero, quien fue derrocado y enviado al exilio.
Con ello se iniciaron ocho años de gobierno autoritario conocidos en la historia política como el “ochenio”.
Su lema fue “Salud, Educación y Trabajo”, buscando posicionarse como campeón de los servicios sociales básicos. Otra de sus consignas era “Hechos y no Palabras”, inaugurando el llamado al pragmatismo y al gobierno de técnicos que ejecuten, a diferencia de políticos especialistas en hablar. Su gobierno fue de derechas y constituyó un paraíso para la vieja oligarquía. Aunque tuvo sentido social y popularidad entre el pueblo, gracias a numerosas obras como colegios, hospitales y edificios públicos.
Sobre los años de Odría, últimamente ha aparecido una novela escrita por Raúl Tola, que relata la historia de una familia ítalo-peruana. El momento cumbre de la trama ocurre en 1954, cuando el general Zenón Noriega se volteó e intentó derrocar a su entonces leal amigo, el presidente Odría. Los personajes están bien contextualizados y se evidencia el poder del jefe de los servicios de espionaje del régimen, el siniestro Esparza Zañartu, antecedente de Vladimiro Montesinos.
Por otro lado, la PUCP ha adquirido un archivo bastante completo del general Odría. Gracias a lo cual, la universidad alberga un conjunto de documentos, entre los que destaca el expediente del crimen Graña, quien era un hombre de negocios y dueño del diario La Prensa, víctima mortal de un atentado en enero de 1947. El principal sospechoso fue el APRA y finalmente el Poder Judicial acusó y condenó a tres militantes del Partido del Pueblo.
Luego del crimen, el presidente Bustamante cambió de gabinete y nombró un Consejo de Ministros completamente militar, donde apareció Odría en la política como ministro de Gobierno. El novel ministro manejó el caso, trayendo a un famoso policía extranjero para que apoye su hipótesis y controlando todos los hilos. La evidencia de la intervención del poder político en este caso judicial se halla en la simple presencia del expediente en el archivo de Odría, quien en tanto miembro del Ejecutivo, en principio no tenía vela en ese entierro.
Otro legajo clave lleva a la señora María Delgado de Odría, una persona clave en el régimen. Como primera dama, ella definió un estilo que luego muchas han intentado emular. Organizó la asistencia social gubernamental y es la verdadera creadora de los programas sociales, concebidos en esa época como una obra exclusivamente filantrópica. Pero, con profundo sentido político, porque fue la base del intenso clientelismo que tanto beneficio le trajo al general Odría.
El general presidente fue un gobernante autoritario que supo ganar adhesiones prolongadas en sectores populares, combinando el garrote y la zanahoria. Esta última, en tiempo de su marido, era manejada por la señora María. Hacia el final de su mandato, Odría concedió el voto a la mujer y ganó un puesto en la historia, que en alguna medida se debe al interés de su esposa por la política. Luego, ella fue candidata contra Luis Bedoya y perdió la alcaldía de Lima. Pero, en esa campaña municipal consolidó su figura como gran bonachona del país.
En los años sesenta, “el general de la alegría” pactó con sus enemigos de antaño, los apristas. Esa coalición le hizo la vida imposible al primer Belaunde, pero era el ocaso, Odría no volvió a la palestra y murió solitario durante los años de Velasco.
Su única buena biografía es obra de la historiadora Margarita Guerra, quien lo retrata como un político dueño de varios sombreros. Por un lado, dictatorial en lo político y liberal en lo económico, pero también populista y practicante de un extenso clientelismo. Así, Odría encarnó contradicciones y paradojas, como tantos personajes de nuestra historia.
Fuente: Diario La República. 30 de octubre del 2013.

domingo, 27 de octubre de 2013

Historia de la tradición de semblantes sobrios en la pintura y la fotografía.

¿Por qué las personas no sonríen en las fotografías antiguas?

Hoy en día, sonreír para una foto es casi un acto reflejo. Sin embargo, si abres cualquier libro de historia de finales del siglo XIX o principios del XX, verás que en las fotografías de los personajes que han marcado estos siglos escasean las sonrisas. Página tras página te toparás con caras serias y aburridas, ya sea en retratos como en fotos de grupo. Una y otra vez. Escritores, mandatarios, científicos…
¿Acaso no les gustaba ser fotografiados? ¿Se sentían intimidados por el fotógrafo? Nada de eso.
El motivo principal era que la fotografía temprana requería de largas exposiciones, es decir, que tenías que estar muy quieto durante un rato hasta que tu imagen quedaba grabada.
Aguantar la expresión de la cara con todos los músculos trabajando para mostrar tu simpática cara era, por tanto, una misión bastante difícil, y si lo intentabas casi seguro que saldrías con una siniestra sonrisa movida y borrosa.
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Pero los motivos tecnológicos no eran los únicos que arrebataban las sonrisas a las personas.
Según un artículo de Nicholas Jevees, artista, escritor y profesor de la Cambridge School of Art, en la época se creía que salir sonriendo en las fotos era estúpido.
El escritor Marc Twain decía que una fotografía es un documento de gran importancia y pasar a la posteridad con una tonta sonrisa fijada para siempre era una condena.
Y es que saber sonreír para salir bien en las fotos no es nada fácil, sobre todo si no estamos acostumbrados a posar para ser retratados o si carecemos de talento.
La línea entre la sonrisa y la ridícula mueca es muy delgada, esto lo sabemos todos, así que con una cara seria nos aseguramos que, al menos, salimos bien en la foto.
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Volvamos a coger un libro de historia, esta vez haciendo un salto mayor en el tiempo, cuando las pinturas eran las encargadas de hacernos inmortales.
Hojea los retratos, te costará encontrar a alguien sonriendo. Según Javees, en la Europa del siglo XVII existía la convicción de que los únicos que sonreían ampliamente, tanto en la vida real como en las pinturas, eran los pobres, los lascivos, los borrachos, los inocentes y la gente del espectáculo.
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El objetivo de los retratos, ya sean a modo de pintura o fotografía, no eran capturar un momento, sino una moral verdadera; y una sonrisa, según Jevees, era una transgresión.
Además de ser propio de la gente baja, sonreír era un atentado contra la decencia y el buen gusto. “La gente que levanta su labio superior tan alto que deja al descubierto sus dientes casi en su totalidad… ¿Por qué hacerlo? La naturaleza nos ha dado labios para ocultarlos”, escribía un escritor Francés en 1703.Y no le faltaba razón; durante años, las dentaduras no tenían nada que ver con las que se ven hoy en día.
No había ortodoncias, ni implantes, ni hábitos de higiene bucal. No obstante, tener unos dientes feos era algo tan normal que la gente ya estaba acostumbrados a ellos y no había reparos en mostrarlos.
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Así que cuando nació la fotografía, esta heredó durante sus primeras etapas la tradición de semblantes sobrios de la pintura, con algunas excepciones.
Con el desarrollo del cine y la irrupción de la televisión, los retratos fotográficos fueron poco a poco animándose y se empezaron a llenar de alegres sonrisas que fueron contagiando a todos los ámbitos de la sociedad.
Fuente: Diario La Primera (Perú). 22 de octubre del 2013.

sábado, 26 de octubre de 2013

Libro: "Centralidad geográfica, marginalidad política: la región Tacna-Arica y su comercio (1778-1841)". Jaime Rosenblitt

CAUDILLISMO EN TACNA Y ARICA


Daniel Parodi (Historiador)
El comercio tacno-ariqueño frente a la Confederación Perú-Boliviana (1836-1841) es el último capítulo del libro que acaba de publicar el historiador chileno Jaime Rosenblitt, titulado “Centralidad geográfica, marginalidad política: la región Tacna-Arica y su comercio (1778-1841)”. El capítulo sugiere que la confederación fue un anhelo de diferentes caudillos políticos de Perú y Bolivia, casi inmediatamente después de proclamadas sus respectivas independencias.
Seguidamente, sostiene Rosenblitt que la principal razón de la creación de la confederación es la lucha entre caudillos militares que caracterizó al Perú republicano inicial y señala cómo José Luis Orbegoso solicitó el auxilio de Santa Cruz, presidente de Bolivia, para llevar a cabo lo que algunos interpretaron como un proyecto confederado; y otros, como una invasión boliviana al Perú. El otorgamiento de plenos poderes políticos y militares a Santa Cruz, así como su victoria sobre Salaverry, creó las condiciones propicias para la fundación de la confederación el 28 de octubre de 1936.
Tras colocarnos de lleno en la confederación, Rosenblitt sugiere revisar la tesis tradicional que plantea el apoyo irrestricto de Tacna y Arica al proyecto confederado sustentado en su rechazo al centralismo limeño y en el desamparo que sufriese de la ciudad capital en coyunturas críticas como los terremotos de 1831 y 1833. Para ello, el historiador chileno estudia las actividades económicas de los principales comerciantes que operaban en Tacna y Arica para luego confrontarlas con sus posiciones políticas y establecer qué tipo de relación se genera entre ambas. Su pesquisa parte de la constatación de que las cifras del tráfico y actividad comerciales de Tacna-Arica no se modificaron sustantivamente con el advenimiento de la confederación, de lo que desprende la idea de que pudo haber razones más allá del abierto liberalismo de Santa Cruz para explicar el apego de la región meridional a su partido. Al respecto, Rosenblitt afirma que la búsqueda de un clima de estabilidad política que permitiese el normal desarrollo de los negocios pesó más en las adhesiones de los tacno-ariqueños que su simpatía con los programas defendidos por los caudillos de entonces.
Para adentrarse en el punto planteado, el autor estudia las actividades comerciales tanto de los seguidores como de los adversarios de la confederación, en la región Tacna-Arica. En ambos bandos existían extranjeros representantes de firmas foráneas tanto como empresarios nacionales. Estos últimos resolvieron su apoyo mayoritario a la confederación en una asamblea que tuvo lugar el 14 de mayo de 1836 y decidieron explícitamente su rompimiento con Lima y el Estado peruano.
Sin embargo, las sorpresas aparecen cuando el estudio se detiene en los comerciantes que se opusieron al proyecto confederado y se constata que sus actividades y redes comerciales eran básicamente las mismas que las de sus oponentes. De esta realidad, el autor desprende la tesis de que la pugna entre unos y otros era por el control de la actividad comercial en los mismos mercados y circuitos, y que este interés fue finalmente lo decisivo en la adopción de las posturas políticas.
Esta afirmación se sostiene en el estudio de los sucesos posteriores a la caída de Santa Cruz que parecen demostrar la naturaleza coyuntural de las adhesiones que despertó. Tras su debacle, la élite comercial tacno-ariqueña no dudó en trabar alianzas con caudillos tan disímiles como Juan Francisco de Vidal en 1841 y Ramón Castilla en 1843, por lo que, por encima de una apuesta política por el liberalismo, prevaleció un esquema clásico de relación con el centro de poder para la obtención de beneficios directos.
Con este libro, Jaime Rosenblitt participa fecundamente del debate historiográfico sobre este periodo temprano de la historia republicana del Perú. Lo hace, en primer lugar, porque matiza las tesis propuestas por Paul Gootenberg en “Caudillos y comerciantes”, de 1997, donde sostiene la oposición entre las posturas proteccionistas de Lima y el norte, frente al librecambismo de los departamentos del sur. Al respecto, Rosenblitt parece recuperar las tesis anteriores que planteaban, más bien, la relación, casi instrumental, entre caudillos y grupos de interés económico provinciales, permutando, por ejemplo, el financiamiento de la lucha caudillesca por cargos públicos o el control local de redes mercantiles.
El trabajo de Rosenblitt dialoga también con “El legado castillista”, sugerente artículo de Carmen McEvoy publicado en 1996, en el que plantea que con Ramón Castilla se fundó un Estado peruano patrimonialista, basado en el intercambio de dones y contradones entre el presidente y los grupos de interés locales. Para Rosenblitt, esta práctica política parece anterior a Castilla y no su hechura personal.
Jaime Rosenblitt vuelve a colocar en la orden del día el caudillismo como modalidad política que nos mantiene en el limbo de un republicanismo acaso inconcluso. Su texto, además, hace gala de un estilo depurado y elegante, entretenido y de fascinante lectura. Vale la pena.
Fuente: Diario 16. 22 de octubre del 2013.

República fenicia costera y cesarismo popular andino. La República Autocrática peruana.


LA FATALIDAD REPUBLICANA

Fernán Altuve-Febres Lores
“El Cusco y la sierra son la naturaleza, el ruralismo, lo perenne, lo indesarraigable”

"En Lima no he aprendido nada del Perú. Allí nunca se trata de ningún objeto relativo a la felicidad pública del reino. Más separada del Perú está Lima que Londres y aunque en ninguna parte de la América española se peca de un patriotismo excesivo, no conozco otra ciudad en la cual este sentimiento sea más apagado. Un egoísmo frío gobierna a todas las personas y lo que no perjudica a uno no perjudica a nadie”.
Ciertamente, en la Lima borbónica se había instalado el alma mercantil que también regía en Cádiz, aquella antigua ciudad fundada por los cartagineses con el nombre de Gades, mientras que a contraparte, en el Perú andino aún reinaba otro espíritu, un alma de severidad romana, similar a la austeridad del impérium de los Incas y de los reyes Habsburgo. Por esto el historiador cusqueño Luis E. Valcárcel señaló en su libro “Tempestad en los Andes”:
“Existieron dos coloniajes: el coloniaje de Lima, pleno de sibaritismo y refinamientos, con un acentuado perfume versallesco -la Perricholi, su símbolo- y el coloniaje del Cusco, austero hasta la adustez, varonil y laborioso… Lima y la costa representan el aduar convertido en urbe frente a la soledad panorámica de sus arenales. El Cusco y la sierra son la naturaleza, el ruralismo, lo perenne, lo indesarraigable”.
En el siglo XVIII el espíritu fenicio de los arenales había corroído silenciosamente los antiguos deberes de una nobleza indiana, creada para servir y no para servirse. El dinero fácil del monopolio comercial del Callao sustentó una aristocracia nominal y vacía que solo quería ser mimada con privilegios sin asumir los deberes de los verdaderos nobles. Este hecho que había observado la aguda mirada del noble prusiano también se le reveló a un patricio criollo, educado para emular el carácter de los quirites romanos, y quien vio que el Perú:
“encierra dos elementos enemigos de todo régimen justo y liberal: oro y esclavos. El primero lo corrompe todo; el segundo está corrompido por sí mismo. El alma de un siervo rara vez alcanza a apreciar la sana libertad; se enfurece en los tumultos, o se humilla en las cadenas”.
Estas ideas escritas en la Carta de Jamaica (1815) demuestran la fina intuición de Simón Bolívar, quien pudo entender con lucidez los reflejos sociales de un país que aún no conocía.
Las guerras de la emancipación pusieron fin a la aristocracia criolla, pero no al culto por el oro y los esclavos que se mantuvo en el patriciado mercantil que supervivió a los viejos pergaminos nobiliarios. Esa misma guerra, como dice Jorge Basadre, convirtió a la hasta entonces remolona plebe en multitud y en multitud armada tras un jefe guerrero.
La dialéctica entre el patriciado fenicio de la ciudad costera y el cesarismo popular del paisaje provinciano constituye el dilema existencial de nuestra vida independiente. La contradicción entre estas dos almas -fenicia y latina-, ha sido la causa y el efecto de nuestra endémica debilidad institucional, nuestra piedra de Sísifo y el triunfo de la fatalidad republicana.
II
En los quince años que separan la Batalla de Ayacucho (1824) y la Batalla de Yungay (1839) que puso fin a la I Guerra con Chile (1836-1839), el dilema esencial consistió en definir si el Perú sería una Gran Confederación o una pequeña República. En aquella incertidumbre solo Andrés de Santa Cruz tuvo la visión de nuestro destino aún no realizado. Por ello, este César andino quiso restaurar la majestad perdida, encarnando la prolongación del imperio por otros medios. El poeta José Santos Chocano, en una carta escrita el 1 de febrero de 1912 en el Golfo de México, a bordo del buque Preston, le decía al historiador José de la Riva Agüero y Osma:
“¡Solo una vez apareció el hombre; he mentado a Santa Cruz. ¿Y quién hace en el Perú justicia -fuera de usted- a ese hombre de quien Napoleón III se asombraba no hubiese sido emperador?!”
Tras este gran hombre, Santa Cruz, se formó el espíritu romano de los Andes mientras que frente a él se atrincheró el espíritu fenicio de la planicie litoral. La supremacía de esta última delimitó el escenario del debate por la primacía entre la clase de los guerreros y la de los mercaderes, erigida cada una en la encarnación de aquellos espíritus rivales.
Durante la República Autocrática (1845-1895) primaron los centauros guerreros. Las multitudes como plebe urbana o como hueste combativa se enrolaban tras un predestinado que representaba en su persona la totalidad de sus aspiraciones, mientras que los empobrecidos mercaderes solo podían defender sus intereses infiltrándose y rodeando al caudillo de turno. Su labor era la de validos que destilaban sus privilegios y minaban gobiernos.
Por el nombre podría creerse que esta autocracia fue un régimen de organización y estabilidad en nuestra historia, pero paradójicamente no lo fue porque, a diferencia del Chile de Portales o del Imperio de Brasil, el poder no estuvo cubierto de un manto “impersonal” que permitiese crear una institucionalidad secular. Además, al personalismo, debilidad innata del Cesarismo, se sumó otro grave problema: la hostilidad silenciosa del Patriciado criollo que con su intensa rivalidad jaqueaba el poder de los caudillos. Es así como a partir de 1844, el patriciado inicia su larga marcha hacia la toma total del poder que concluirá tras la revolución de los gamonales de 1894-95.
El primer paso importante que dan los mercaderes contra los guerreros, su llamada “gesta de la civilidad” contra el “militarismo”, la lideró Domingo Elías, un potentado que, siendo prefecto de Lima, el 17 de junio de 1844 amotinó a las turbas de la capital durante siete días contra su antiguo protector, el general Manuel Ignacio Vivanco, curiosamente el caudillo que se había rodeado del más ilustre cenáculo intelectual y quien, además, había auspiciado una mayor participación de los civiles en la política. A esta felonía la historiografía liberal la ha calificado con el título de “Semana magna”.
Pero el efecto que tuvo esta primera actuación política del patriciado republicano no fue el esperado, pues el deseado gobierno civil no se concretó y, en vez de ello, se consiguió que el caudillismo moderado de Vivanco fuese desplazado por el severo caudillismo de Ramón Castilla, quien gracias a la impericia política de los mercaderes se convirtió en la figura protagónica del cesarismo criollo.
Ahora bien, Castilla siempre aspiró a la institucionalización del poder personal en un régimen perdurable, el “Estado en forma” del que habló Spengler. Su frase “los caudillos formarán las instituciones para que las instituciones formen a los caudillos” nos expone este deseo que no se pudo concretar.
El dormido espíritu fenicio de una pobre República convaleciente de la independencia se despertó sediento de lucro y privilegios con el hedor que despedía el oro del guano. A partir de la década de 1850, este espíritu irrumpió como un torrente en las arcas públicas mientras que la austeridad del espíritu romano -representado por las legiones guerreras y la Iglesia romana- se resistieron a una escandalosa orgía de opulencia y usura.
Los mercaderes ahora tenían una buena razón para iniciar una nueva “gesta de la civilidad” que ha sido el eufemismo recurrente para encubrir su codicia de riqueza pública y poder estatal. Otra vez, Domingo Elías apareció promoviendo “libertades”, esta vez la abolición de la vieja esclavitud negra, mientras él ya se había convertido en el traficante oficial de los coolies que serían los nuevos esclavos amarillos que sustituirían la mano de obra barata de la costa. Contra estos negociados inmorales se enfrentó Vivanco y el pueblo de la católica Arequipa. Así fue como el espíritu fenicio causó la fronda jacobina de 1854 y el alma romana reaccionó con la fronda ultramontana de 1856.
Ramón Castilla sobrevivió aquellas dos graves pruebas y al final pudo conciliar en la Constitución de 1860 los intereses de los mercaderes del guano, los dogmas del pontificado católico y los principios de los centuriones de la República, pero este equilibrio constitucional nunca pudo crear un “Estado en forma” porque los espíritus fenicio y romano solo habían celebrado un armisticio y la verdadera Constitución de la República Autocrática quedó redactada en los versos del brillante poeta satírico Felipe Pardo y Aliaga:
“Yo a un buen Ejecutivo le diría
por toda atribución: “Coge un garrote,
y cuidando sin vil hipocresía.
Que tu celo ejemplar todo el mundo note.
Tu justicia, honradez y economía
y que nadie esté ocioso, ni alborote.
Haz al pueblo el mejor de los regalos:
Dale cultura y bienestar a palos.”
La desaparición de Castilla en 1867 debilitó gravemente el equilibrio constitucional alcanzado. Los guerreros que sucedieron al desaparecido mariscal eran caudillos menores, enredados en un sinnúmero de gobiernos que terminaron por quebrar el espíritu romano, mientras que los mercaderes embargados por el dispendio y las malas inversiones necesitaban cada vez más las riquezas del Estado para poder sostenerse.
Fue entonces cuando surgió la segunda gran figura de la “gesta de la civilidad” contra el “militarismo”. Fue Manuel Pardo quien cohesionó y lideró a los insatisfechos mercaderes del guano en su conquista del Estado. Así nació la fronda financiera que en 1872 lanzó a la multitud de desempleados de las obras de los ferrocarriles, los braseros, contra los soldados que se negaron a aceptar el dominio del patriciado mercantil, la argolla, y quienes, como romanos, pagaron con su sangre el haber tratado de evitar que la Patria se convirtiera en una República fenicia.
El espíritu mercenario que instauró el Civilismo pardista no solo destruyó al Ejército, sino que debilitó a la Patria misma, exponiéndola ante la codicia de los vecinos externos, que resultaron ser los grandes beneficiarios con la riqueza del salitre tras la victoriosa II Guerra con Chile (1879-1883).
A lo largo de aquella infausta guerra, una verdadera “Iliada” americana, la multitud se hizo guerrilla en los Andes y gracias a esta guerra fabiana se reanimó el espíritu romano bajo el caudillaje del general Andrés Avelino Cáceres.
Finalizada la contienda fue restaurada la Constitución de 1860 redactada por los discípulos del gran líder conservador Bartolomé Herrera, con su promesa de equilibro, y los empobrecidos mercaderes del campo y la ciudad fueron convocados para sumarse a la obra de la Reconstrucción Nacional. Pero cuando el país había sido saneado de las pesadas reparaciones de la guerra, el alma mercantil en falencia quiso asaltar nuevamente las arcas del Estado y copar el poder para repartirse los pocos dividendos de la convaleciente República.
Entonces, el espíritu fenicio -sin liderazgo desde la muerte de Pardo-, necesitado de un adalid para una nueva “gesta de civilidad”, convocó a su antiguo enemigo, el antipardista Nicolás de Piérola, con el fin de que comandase la fronda de los gamonales de 1894. Fue así como la riqueza desató a la multitud hecha montoneras contra el máximo Héroe de la Guerra, el Grau de la tierra: el general Cáceres. Con esta nueva felonía se puso fin a la República Autocrática y se dio origen a la llamada República Aristocrática. (Continuará).

* Publicado en  La Democracia Fuerte. Lima, 2005.

Fuente: Diario La Razón.  17 de octubre del 2013.

jueves, 24 de octubre de 2013

Las fuentes del marxismo y sus tres expresiones políticas: radical, liberal y desarrollista.

Carlos Marx


Antonio Zapata Velasco (Historiador)

Se han cumplido 130 años de la muerte de Marx y los homenajes han sido moderados. Durante el auge del neoliberalismo hubieran sido mínimos. Pero, después de la crisis del 2008, nuevamente fue valorado, esta vez como teórico de las fallas del capitalismo. Su propuesta sintetizaba tres tradiciones intelectuales, que dieron origen a políticas muy diferentes.
La primera concepción rechazaba violentamente la desigualdad y era partidaria de una nivelación absoluta de la riqueza. Se remonta a François Babeuf y la “conspiración de los iguales”, durante la Revolución Francesa. Apela al sentimiento igualitario que siempre ha existido entre los pobres. Esta corriente ha inspirado el radicalismo, desde Mao hasta Sendero.
En segundo lugar se halla una versión romántica que acompañó la política del siglo XIX, cuando nació el socialismo. Inclusive, el Marx joven fue un entusiasta de este segundo acercamiento al socialismo. Por ejemplo, su primer texto, Los manuscritos económico-filosóficos, pertenece a su período idealista, cuando soñaba en la autoemancipación del trabajo.
Antes de Marx, en una línea de pensamiento similar se encontró Charles Fourier, el inventor de los falansterios, quien expresó el socialismo del artista y no necesariamente de la pobreza, como en la primera tradición. Fourier quiso encontrar la libertad absoluta del ser humano, sin limitarla al dueño del dinero, sino buscando su extensión a los trabajadores. El socialismo era liberalismo sin hipocresía. En ese sentido, Marx sostuvo que se podría ser “pescador en la mañana, cazador en la tarde y filósofo en la noche”. Esta corriente inspiró la socialdemocracia y los esfuerzos por congeniar socialismo y libertad.
Una tercera tradición se consolidó durante la edad madura de Marx, propugnando una utopía industrialista. Al igual que las dos anteriores, había existido antes de Marx, que la había sintetizado en su propia versión. El inspirador fue Saint Simon, el profeta de la planificación socialista. Según su opinión, era necesario eliminar las consecuencias negativas de la propiedad privada. El poder debía estar en manos de sabios, puesto que el proceso productivo debía ser racional, si quería satisfacer los verdaderos intereses de la humanidad.
En los últimos años de su vida, el mismo Marx desarrolló esta veta industrialista del socialismo. Su argumento fue una sofisticación del planteamiento de Saint Simon. De acuerdo al autor de El capital, la propiedad privada implica el mercado, que periódicamente es estremecido por crisis de sobreproducción ya que la economía es ciega. El empresario ignora al consumidor y sus necesidades, desatando con otros fabricantes una desenfrenada competencia por la ganancia. Así, el capitalista satura el mercado, abriendo una temporada de destrucción de fuerzas productivas.
El sentido de este tercer socialismo era evitar las crisis logrando un crecimiento industrial imparable. En contraposición a la naturaleza anárquica del mercado, el socialismo era científico. Para implementarlo, se requería una comisión de planeamiento, integrada por marxistas versados. Ese grupo tomaría las decisiones asumiendo el poder, concebido como el ejercicio de la política por un partido único, integrado por los poseedores de la verdad científica.
Esta corriente se hizo fuerte en la Unión Soviética como consecuencia del reto de construir el socialismo en un país atrasado, como era la Rusia de los bolcheviques. El desarrollismo fue el marxismo del comunismo triunfante y definió sus parámetros. Los partidos comunistas latinoamericanos fueron hijos de esta concepción. Por ello, eran partidarios de la vía pacífica al socialismo, creyendo que la URSS se impondría en la competencia por el desarrollo industrial.
Así, las tres fuentes del marxismo dieron origen a tres políticas: radical, liberal y desarrollista. La tercera cayó con la URSS y las otras dos han sobrevivido. El futuro dirá si logran recapturar la imaginación política de las próximas generaciones.
Fuente: Diario La República (Perú). 23 de octubre del 2013.

domingo, 13 de octubre de 2013

Andrés Avelino Cáceres Dorregaray, el héroe de la Campaña de la Breña.

Cáceres 90 Años


Carlos Cabanillas

Él solo hizo la tarea de muchos hombres”, sentenció el historiador Jorge Basadre. “Y hubo momentos en que pudo decirse que en el Perú no relucía oro de más quilates que la espada de Cáceres”. Eso fue Andrés Avelino Cáceres Dorregaray, el héroe de la Campaña de la Breña. Luego se hablaría del otro Cáceres, el ayacuchano que fue dos veces presidente del Perú. Esta dualidad define el legado de un héroe indiscutible que sobrevivió lo suficiente como para convertirse en político, con todo lo que aquello implicó. Otro hubiese sido el balance de no haber tenido consigo a su caballo El Elegante en Huamachuco.

A pesar de ello, los enemigos de Cáceres –que los tuvo, y muchos– jamás pudieron minimizar su rol en la resistencia. Las críticas fueron “lodo resbalando sobre granito”, en palabras del propio Basadre. La Breña fue solo la cima de una larga carrera militar que pasó por la batalla de La Palma, el combate del 2 de mayo de 1866 en el Callao y su lucha al mando de Ramón Castilla.

Su tan mentado enfrentamiento con Miguel Iglesias, por ejemplo, resultó en una Junta de Gobierno y, finalmente, en elecciones, las que ganó. Cuentan los biógrafos que su entrada a Lima escoltado por indios con quepis rojos fue apoteósica. Aquel 28 de julio de 1886 leyó su célebre mensaje presidencial de apenas una página y media. Sintomáticamente, hoy se busca ensalzar la figura de Iglesias, quien hizo la paz con Chile. De Cáceres solo hablan algunos etnocaceristas.

Revisar la biografía cacerista es también comprender la admiración humalista. Como descendiente de terratenientes, vivió su infancia entre campesinos ayacuchanos, aprendiendo el quechua que –a decir de Alberto Tauro del Pino– años después le ayudaría a construir sus estrategias. “Fue como un abrazo fugaz, aunque muy significativo, entre el Estado peruano –encarnado en Cáceres y en el Ejército del Centro– y el viejo trasfondo rural del país”, reflexiona Pereyra. Quizás por eso el discurso humalista es pródigo en referencias geográficas e históricas, trufadas con alusiones a Cáceres y Charles Darwin.

En su libro Andrés A. Cáceres y la Campaña de la Breña (1882-1883), el historiador Hugo Pereyra Plasencia sostiene que ‘Taita’ Cáceres se ubicó “casi al centro del espectro de clases”, lo que ayudó a forjar su figura política. “Cáceres fue un serrano blanco de origen terrateniente (…), un hombre de élite, un oficial del ejército, pero que no pertenecía a las familias más encumbradas del país ni tampoco a algún linaje antiguo de renombre que se haya mantenido a lo largo de varias generaciones”. Su apellido, dice Pereyra, “comenzará a brillar con él, y terminará con él, por ausencia de descendencia masculina”.

Su rol en la reconstrucción nacional también fue clave. Formó el Partido Constitucional en 1885 y durante su primer gobierno (1886-1890) creó nuevos impuestos, instauró la educación primaria obligatoria, retiró la devaluada moneda y firmó el polémico Contrato Grace a cambio del pago de la deuda externa, quizás su acto más cuestionable e incomprendido. Fue allí que se ganó la rivalidad de Manuel González Prada. Volvería a la presidencia en 1894 luego de unas elecciones amañadas. Su autoritarismo y la ausencia de legitimidad popular desató la guerra civil. La Coalición Nacional encabezada por Nicolás de Piérola (fundador del Partido Demócrata) unió a demócratas y civilistas en alzas. Derrotado, Cáceres partió al exilio en 1895. Como escribió el poeta Alberto Hidalgo, “por sus campañas de Huamachuco merece un Homero que le cante; por sus gracias de mandatario, un bufón que le apostrofe con carcajadas. Él hizo en tierra lo que Grau en el mar: peleó hasta el último momento con un santo coraje que llega a los límites de la alucinación. A estos dos leones nadie los igualará”.

Cáceres residió en Buenos Aires y Tacna, fue ministro plenipotenciario en Italia y Alemania y continuó representando un rol político, por ejemplo, apoyando el golpe de Leguía de 1919. Vivió sus últimos años en Ancón. Sus restos están en el Cementerio Presbítero Maestro.

Fuente: Revista Caretas n° 2304. 10 de octubre del 2013.

sábado, 12 de octubre de 2013

Libro: "La conquista de América: Una revisión crítica"

 El conquistador Hernando de Soto torturando a los jefes nativos de Florida

“Ejecuciones, mutilaciones, violaciones”, así fue la Conquista de América

ENTREVISTA CON ANTONIO ESPINO, AUTOR DE 'LA CONQUISTA DE AMÉRICA'

Masacres, asesinatos, amputaciones de manos y pies, heridas curadas con aceite hirviendo, violaciones… semejantes crímenes parecen sacados de una mente perturbada. Sin embargo esto era el día a día en las batallas que tuvieron lugar durante la conquista de América. Un periodo de nuestra historia que tiende a mitificarse obviando sus pasajes más oscuros. El catedrático de Historia Moderna en la Universidad Autónoma de Barcelona y especialista en Historia Militar, Antonio Espino López, según cuenta a El Confidencial, propone una mirada sin prejuicios de la colonización hispana en su libro La conquista de América: Una revisión crítica (RBA Ediciones). En su obra, Espino se sirve de los testimonios dejados en las numerosas crónicas de Indias  para describir con precisión las armas, tácticas, batallas y sangrientas prácticas que 'héroes' como Hernán Cortés llevaron a cabo.
¿Cuándo surge su interés por revisitar la conquista de América?
Desde siempre me he preocupado especialmente por cuestiones relacionadas con la historia de la guerra. Poco a poco fue surgiendo el interés por explicar mejor a mis alumnos las estrategias y tácticas militares empleadas en la conquista de América y ello me llevó a releer un número importante de Crónicas de Indias. Allí descubrí numerosos testimonios de las técnicas utilizadas para someter a las poblaciones aborígenes, todas ellas basadas en el terror, la crueldad y la violencia extrema. Una realidad muchas veces obviada por otros historiadores.
¿Por qué se tiene mitificada la conquista de América por parte de, sobre todo, la ficción?
Por un puro y simple desconocimiento histórico. Aquellos que se dedican a ello pueden conocer algunos datos, pueden tener algunas nociones, pero carecen habitualmente de una perspectiva historiográfica del asunto. Y, en buena medida, los culpables somos los historiadores, claro.
Por una cuestión de patriotismo mal entendido siempre se ha negado cualquier exceso cometido en América
¿En qué son culpables los historiadores?

Una amplia mayoría, hasta hace muy pocos años, apenas se había atrevido a mostrarse crítica con el imperialismo hispano en las Indias, en América. Hay que tener en cuenta que, durante mucho tiempo, se había considerado que mostrarse crítico con las hazañas hispanas era sinónimo de ser un mal español, me atrevería a decir; de hacerle el juego a todos aquellos que habían fomentado la famosa “leyenda negra”. Me da la sensación que, por una cuestión de patriotismo mal entendido, siempre se ha negado cualquier exceso cometido en América o se ha querido justificar como una típica “acción de guerra” que, además, en el caso que nos ocupa duró muy poco tiempo.
¿Cree que existe miedo a reconocer la crueldad que usted describe en su libro?
En realidad todo el mundo es más o menos consciente de que tenemos una factura pendiente con los descendientes de las poblaciones aborígenes. Pero no sólo los españoles, sino todas las potencias europeas imperialistas en las épocas moderna y contemporánea. No hay que tener miedo a la hora de reconocer que cualquier imperialismo es expansionista y agresivo por definición, y prácticamente todos ellos usaron de la crueldad. Lo mejor es tenerlo claro, estudiarlo y aceptarlo para encarar cualquier crítica que se pueda hacer. No somos ninguna excepción. No somos ni mejores ni peores que los demás. Hay que entender este tipo de realidades, conocerlas y procurar erradicarlas en nuestro presente y en el futuro.
Nuestros conquistadores muchas veces son mostrados como héroes
Una vez más, esa imagen es fruto del desconocimiento o la falta de reflexión. Es fruto de la idea tan generalizada de que los aborígenes ganaron mucho con la presencia hispana en sus tierras. Por lo tanto, si a la larga resultaron beneficiados, las “molestias” causadas eran asumibles y, en el fondo, poco importantes. Por otro lado, los conquistadores siempre se presentaron a sí mismos como héroes, sus ejemplos eran los antiguos hacedores de imperios: Alejandro Magno, Julio César… Los intelectuales de la época jugaron un papel importante transformando sobre todo a Hernán Cortés, y en menor medida a Francisco Pizarro, en nuevos héroes a la altura de los mencionados. Esa imagen fascinó y convenció a lo largo de los años, sobre todo en un país en el que no hubo grandes “héroes” a partir del siglo XVII.
Theodor de Bry, grabado de la serie América
¿Existe algún conquistador que destacara por su compasión?
Yo diría que nos encontramos en general con personas que utilizan la crueldad sólo cuando era necesario, el problema es que lo fue muy a menudo teniendo en cuenta las características de la conquista hispana de las Indias: contingentes hispanos muy reducidos, necesidad de imponerse sobre grandes poblaciones aborígenes, necesidad de demostrar firmeza ante los amerindios aliados…
¿Considera que fueron excesivas las medidas que se tomaron?
Las medidas que se tomaron fueron muy duras. La conquista de América fue un proceso terrible, muy alejado de la imagen idílica que habitualmente se tiene. No fue en absoluto un conflicto de baja intensidad. Fue una guerra muy dura bajo el paraguas jurídico-religioso del derecho hispano a su presencia en aquellas tierras con el único interés por la civilización y la evangelización de sus habitantes, cuando más bien lo que se escondía era un deseo brutal por obtener riquezas. Como se ha afirmado, la codicia fue el verdadero motor de la conquista. Leyendo numerosos testimonios de la época es evidente que fue así.
Todo el mundo es más o menos consciente de que tenemos una factura pendiente con los descendientes de las poblaciones aborígenes
¿Cree que la conquista del territorio podía haberse llevado a cabo de una manera menos sangrienta?

Sinceramente, creo que no. Creo haber demostrado en mi libro que existió toda una tradición bélica a la hora de enfrentarse a un enemigo diferente, distinto, al europeo. En sus razzias en el norte de África, en la guerra de Granada, en la conquista de Canarias y en los primeros años de presencia hispana en las Antillas (y Panamá), los españoles fueron perfeccionando unas formas de enfrentarse a dichas poblaciones que culminarían en las conquistas de México y Perú. Se trataba de usar el terror para imponerse de manera contundente a un enemigo difícil que podía, en un momento dado, complicar mucho las cosas.
¿Culturalmente cree que la colonización fue positiva?
Claramente, de la atomización cultural aborigen imperante antes de 1492 se pasó a una cierta uniformidad cultural, pero una y otra vez se nos quiere dar a entender que sólo por la adquisición de un idioma europeo el beneficio obtenido puede justificar cualquier exceso cometido, y hay quien duda de que se cometieran excesos. En el caso de América, el etnocidio cultural cometido durante y después de la etapa colonial hispana es evidente.
Respecto a ese tema Carmen Iglesias, miembro de la RAE, declaraba hace poco que A veces, la leyenda negra predomina, pero les dejamos una herramienta de unidad como es el español”. ¿Qué opina de ese punto de vista?
Es la típica reacción de aquel que, conociendo los muchos excesos cometidos, tiene que buscar una justificación adecuada. Y el idioma, por lo que vemos, es esa justificación. Sería algo así como la herencia amable recibida.
Theodor de Bry, grabado de la serie América
¿Cuántas tribus indígenas pudieron perderse o esclavizarse?
No soy especialista en etnología y, por lo tanto, no puedo ofrecer respuestas concretas. Lo que está claro es que numerosos grupos humanos sufrieron mucho con las guerras de conquista: hubo no sólo matanzas, sino también desplazamientos humanos importantes y ello tuvo consecuencias. Dicha circunstancias alteraban los equilibrios de poder en diversas regiones y todo ello tenía sus repercusiones en forma de nuevos conflictos. También es conocida la táctica hispana de usar los conflictos interétnicos en su provecho: se obtenían indios aliados y se les incitaba a la lucha contra sus enemigos aborígenes. Es de sobra conocido como poblaciones enteras en las islas Bahamas, La Española (Haití y República Dominicana actuales), en la costa de la actual Venezuela, en Panamá, en Ecuador y Colombia actuales, etc., resultaron muy mermadas.
Por otro lado, si bien la Monarquía procuró evitar en la medida de sus posibilidades la esclavitud del indio, lo cierto es que casi todas las poblaciones aborígenes sufrieron un trato equivalente al de la esclavitud
En el libro se citan muchas fuentes, basadas en testimonios, pero muchas de ellas se contradicen en las cifras, ¿qué es más normal en los documentos históricos la exageración o el esconder los hechos reales?
Siempre hay exageraciones a la hora de presentar, por ejemplo, los efectivos del enemigo, porque de esa manera justificamos y magnificamos no sólo la victoria conseguida, sino también las medidas terribles que se hubiesen podido tomar. Por otro lado, he detectado algunos casos en los que hubo una clara voluntad más que por esconder, por reducir a la baja las consecuencias de determinadas conductas basadas en la crueldad, en el terror. El problema es que numerosos historiadores de las últimas décadas, tanto españoles como extranjeros, han exhibido una cierta voluntad por “maquillar” mediante el lenguaje utilizado algunos pasajes de la conquista bastante conflictivos. No me atrevería a hablar de autocensura, pero estaríamos en el límite de la misma. Por otro lado, creo haber detectado entre algunos hispanistas un verdadero esfuerzo por justificar la conquista hispana de América de la mejor forma posible, dado que eran muy conscientes de los excesos cometidos por la denominada “leyenda negra”, un conjunto de opiniones que, en general, se caracterizan por ser muy burdas intelectualmente hablando.
Fuente: http://www.elconfidencial.com 12 de octubre del 2013.