Antonio Zapata (Historiador)
El 13 de noviembre de 1655, Lima fue estremecida por un fuerte terremoto que dio origen al culto del Señor de los Milagros. Muchas casas se cayeron, pero permaneció de pie una pared, donde un negro de Angola había pintado un mural. Era el Cristo agonizante en la cruz que se halla en la imagen venerada hasta hoy. El mural estaba situado en Pachacamilla, un barrio algo marginal de la ciudad oficial, donde vivían sectores populares; sobre todo indios provenientes de Lurín y negros de Lima. Ellos vivían con sus familias y se estaban mezclando, dando nacimiento a los primeros zambos.
Estos personajes populares generaron una devoción por fuera de la Iglesia Católica oficial, en una ermita armada algo precariamente alrededor de la pared. Ahí seguramente se mezclaban tradiciones con cierta libertad. Un cura se escandalizó, dio curso a una investigación eclesiástica y luego vino una sentencia inapelable: borrar la imagen. Incluso el virrey envió una guardia para proteger al encargado de eliminar al Señor. Pero, no pudo.
El primer milagro del Cristo de Pachacamilla fue salvarse a sí mismo. Este hombre se atascó y lloró diciendo que había visto al Señor ordenándole dejar las cosas como estaban. Luego, varios individuos subieron la escalera y no se atrevieron a repintar de blanco la pared. Finalmente, una misteriosa lluvia terminó de alejar el grupo. El virrey alarmado por las noticias se apersonó y autorizó la permanencia del mural. En los decenios venideros, una serie de terremotos generaron la costumbre de sacar en procesión una imagen del Señor para aplacar la ira divina.
El color morado está vinculado al primer beaterio de señoras consagradas a cuidarlo. Fue un sueño que inspiró el cromatismo de la fundadora. Ella era nativa del actual Ecuador y aportó también a la Virgen de la Nube, que se halla pintada a espaldas del Señor. Esta Virgen había aparecido en Quito pocos años atrás. Cuando el gran terremoto de 1746, el beaterio había ascendido a monasterio y el culto había ganado en profundidad. Era una fiesta popular conducida por personas de color.
A partir de entonces, el Señor de los Milagros fue consagrado a Lima. Compartió ese privilegio con Santa Rosa, aunque ella tenía un prestigio más universal. Era una santa criolla por todo lo alto y simbolizaba a todo el Nuevo Mundo. Mientras que el Señor era modesto, era conducido por negros y estaba conectado con el populacho limeño.
Pero los terremotos le permitieron acortar distancias. En una tierra que tiembla tanto, el temor humano se vuelca hacia la divinidad, más aún en aquellos tiempos tan religiosos. Por ello, la destacada historiadora María Rostworowski ha postulado la continuidad entre el viejo dios andino Pachacámac y el Señor de los Milagros: ambos controlando los movimientos de tierra.
No obstante el peso de lo sobrenatural, en aquellos tiempos, el Estado se había organizado frente a los desastres. En efecto, el mundo prehispánico fue famoso por su orden y previsión. En lugares estratégicos había colcas que permitían abastecer inmediatamente a la población siniestrada. Siglos después, el Estado virreinal tuvo una respuesta activa y profunda después del gran terremoto y maremoto de 1746. El virrey Manso de Velasco elaboró un plan de reconstrucción en solo diez días y lo ejecutó con firmeza, a pesar de numerosas resistencias de la Iglesia y la clase alta.
Qué diferencia con los tiempos que corren. Seguimos alabando al Señor, pero nuestra época, aparentemente más racional, ha involucionado en atención de desastres. FORSUR acaba de ser cancelado sin pena ni gloria. Por su parte, el organismo permanente de atención a la defensa civil, el INDECI, no cumple sus funciones básicas. Pobremente organizado y con deficiencias de marco legal, el INDECI es impotente para atender emergencias. Sin embargo, su labor es crucial porque vivimos en un país muy vulnerable.
El riesgo en el Perú siempre ha sido alto y aumentará a causa del cambio climático. Si el mundo ha de ser más árido, nuestro país atravesará enormes desafíos naturales. Sin embargo, tendremos que confiar en el Señor, porque el Estado moderno parece casi indefenso en prevención y atención de los desastres.
Estos personajes populares generaron una devoción por fuera de la Iglesia Católica oficial, en una ermita armada algo precariamente alrededor de la pared. Ahí seguramente se mezclaban tradiciones con cierta libertad. Un cura se escandalizó, dio curso a una investigación eclesiástica y luego vino una sentencia inapelable: borrar la imagen. Incluso el virrey envió una guardia para proteger al encargado de eliminar al Señor. Pero, no pudo.
El primer milagro del Cristo de Pachacamilla fue salvarse a sí mismo. Este hombre se atascó y lloró diciendo que había visto al Señor ordenándole dejar las cosas como estaban. Luego, varios individuos subieron la escalera y no se atrevieron a repintar de blanco la pared. Finalmente, una misteriosa lluvia terminó de alejar el grupo. El virrey alarmado por las noticias se apersonó y autorizó la permanencia del mural. En los decenios venideros, una serie de terremotos generaron la costumbre de sacar en procesión una imagen del Señor para aplacar la ira divina.
El color morado está vinculado al primer beaterio de señoras consagradas a cuidarlo. Fue un sueño que inspiró el cromatismo de la fundadora. Ella era nativa del actual Ecuador y aportó también a la Virgen de la Nube, que se halla pintada a espaldas del Señor. Esta Virgen había aparecido en Quito pocos años atrás. Cuando el gran terremoto de 1746, el beaterio había ascendido a monasterio y el culto había ganado en profundidad. Era una fiesta popular conducida por personas de color.
A partir de entonces, el Señor de los Milagros fue consagrado a Lima. Compartió ese privilegio con Santa Rosa, aunque ella tenía un prestigio más universal. Era una santa criolla por todo lo alto y simbolizaba a todo el Nuevo Mundo. Mientras que el Señor era modesto, era conducido por negros y estaba conectado con el populacho limeño.
Pero los terremotos le permitieron acortar distancias. En una tierra que tiembla tanto, el temor humano se vuelca hacia la divinidad, más aún en aquellos tiempos tan religiosos. Por ello, la destacada historiadora María Rostworowski ha postulado la continuidad entre el viejo dios andino Pachacámac y el Señor de los Milagros: ambos controlando los movimientos de tierra.
No obstante el peso de lo sobrenatural, en aquellos tiempos, el Estado se había organizado frente a los desastres. En efecto, el mundo prehispánico fue famoso por su orden y previsión. En lugares estratégicos había colcas que permitían abastecer inmediatamente a la población siniestrada. Siglos después, el Estado virreinal tuvo una respuesta activa y profunda después del gran terremoto y maremoto de 1746. El virrey Manso de Velasco elaboró un plan de reconstrucción en solo diez días y lo ejecutó con firmeza, a pesar de numerosas resistencias de la Iglesia y la clase alta.
Qué diferencia con los tiempos que corren. Seguimos alabando al Señor, pero nuestra época, aparentemente más racional, ha involucionado en atención de desastres. FORSUR acaba de ser cancelado sin pena ni gloria. Por su parte, el organismo permanente de atención a la defensa civil, el INDECI, no cumple sus funciones básicas. Pobremente organizado y con deficiencias de marco legal, el INDECI es impotente para atender emergencias. Sin embargo, su labor es crucial porque vivimos en un país muy vulnerable.
El riesgo en el Perú siempre ha sido alto y aumentará a causa del cambio climático. Si el mundo ha de ser más árido, nuestro país atravesará enormes desafíos naturales. Sin embargo, tendremos que confiar en el Señor, porque el Estado moderno parece casi indefenso en prevención y atención de los desastres.
Fuente: Diario La República