jueves, 27 de febrero de 2014

La Primera Guerra Mundial. Max Hastings.

Regimiento avanzando hacia el frente durante la I Guerra mundial en posiciones francesas. / CORBIS

El estallido de la primera gran guerra

El arranque y las consecuencias de la primera tragedia del siglo XX

Max Hastings es un prestigioso historiador y creador de dos libros sobre las guerras mundiales

Es el autor de ‘1914. El año de la catástrofe’, publicado en España por la editorial Crítica


Max Hastings

Los grandes acontecimientos históricos están rodeados de mitos y leyendas. Sin embargo, muy pocos son comparables con aquel tórrido verano de 1914 que burló a la humanidad proporcionando el escenario que desencadenó la primera tragedia del siglo XX, llamada entonces la Gran Guerra. 2014 marca el centenario de un suceso que influyó profundamente en la historia de Europa.
 
En algunos países, pero sobre todo en Gran Bretaña, han surgido grandes debates sobre la forma en que debería conmemorarse este evento. Actualmente hay mucha gente que piensa que las dos guerras mundiales pertenecen a órdenes morales distintos, es decir, que la guerra de 1939-1945 fue una guerra “buena”, y la de 1914-1918, una guerra “mala”. Y que el primer conflicto fue tan horrible que apenas importan las causas que motivaron la intervención de los distintos bandos beligerantes.
 
Los británicos siempre han tenido una idea precisa –y excesivamente patriótica– de lo que ocurrió en la II Guerra Mundial. Se enfrentaron solos ante el maléfico nazismo hasta 1941, y después, con la ayuda del Ejército Rojo y de Estados Unidos, derrotaron a Hitler. La lucha no fue tan sangrienta como la del conflicto anterior porque los aliados tenían mejores generales que entendían que sus soldados no debían sacrificarse inútilmente, como sucedió en 1916. Los británicos aún miran al pasado y ven en el periodo de 1939-1945 su mejor momento.
La mayoría de Europa consideraba la guerra un instrumento político útil.
 
No obstante, tienen una vaga idea, y por tanto bastante confusa, de la I Guerra Mundial. Incluso entre personas cultas, aunque algunos sepan que un pez gordo de Ruritania con un bigote extravagante fue asesinado en Sarajevo, la mayoría desconoce cómo estalló el conflicto en Europa. La creencia más extendida, avalada por algunos historiadores y novelistas modernos, es que el conflicto fue sencillamente un terrible error en el que compartieron culpas todas las potencias europeas y una locura agravada por la incompetencia brutal de los mandos militares. Esto es lo que yo considero “la guerra desde la perspectiva de los poetas”. En medio de la sangre y el barro sentían que no había ninguna causa que mereciera esa masacre. Mejor terminar de cualquier manera en vez de resistir buscando una victoria sin sentido.
 
Parece que algunos de los que ahora participan en los actos conmemorativos de 1914 están queriendo limitar el debate sobre las causas que provocaron el conflicto. Entre otros motivos, para no despertar susceptibilidades entre los actuales socios de la Unión Europea y para que este tema no se convierta en 2014 en una mera apología del remordimiento y la disculpa. En 1998, el historiador sensacionalista británico Niall Ferguson sostuvo seriamente que si en la I Guerra Mundial Alemania hubiera vencido a Rusia y a Francia, se habría creado medio siglo antes “algo no muy diferente a la Unión Europea que conocemos hoy día”, y que los británicos podrían haber permanecido como simples espectadores ricos sin derramar una sola gota de sangre.
 
Pero la mayoría de nosotros consideramos que eso es una estupidez. Los historiadores más serios, incluyendo algunos de los mejores alemanes, consideran al Kaiserreich de 1914 una autocracia militarizada cuya victoria habría sido un desastre. Yo sostengo que, a pesar del terrible coste en vidas humanas, la civilización occidental tiene que agradecer por muchas razones a los aliados su victoria tanto en 1918 como en 1945, aun cuando el resultado del primer enfrentamiento demostró tener unas consecuencias dramáticas, ya que Alemania tuvo que luchar de nuevo, en esa ocasión con Hitler, una generación más tarde.

Gas venenoso. El empleo de máscaras antigás se generalizó entre los soldados ante la producción masiva.
No entraré en detalles sobre los acontecimientos del verano de 1914, pero sí creo que es necesario resumir ciertos pormenores. El 28 de junio, el archiduque Francisco Fernando, heredero del Imperio Austrohúngaro y miembro de la dinastía Habsburgo, fue asesinado por un joven terrorista serbobosnio. Los hombres de Estado del Imperio Austrohúngaro no sintieron ninguna pena por la muerte de Francisco Fernando, ya que era un hombre que no gozaba de especial estima por parte de nadie. Pero encontraron en el atentado la justificación ideal para ajustar cuentas con Serbia, un vecino habitualmente incómodo cuyos líderes incitaban a sus propias minorías políticas a la revolución. Los oficiales del Ejército serbio le habían facilitado el arma y tal vez también habían organizado el plan para cometer el asesinato aunque, en mi opinión, es poco probable que el Gobierno de Belgrado estuviera involucrado.
 
Hay algo que resulta incomprensible para las generaciones actuales: la mayoría de las naciones europeas consideraban la guerra no como un horror que debe evitarse a toda costa, sino como un instrumento político útil. Son muchas y posibles las interpretaciones que se ofrecen sobre las causas que originaron el conflicto, pero la única que me parece insostenible es que se produjera por accidente. Todos los Gobiernos piensan que hay que actuar racionalmente cuando se persigue el interés nacional.
 
A principios de julio, Austria decidió invadir Serbia y, por tanto, romper relaciones con ese país. Como todos sabían que Rusia consideraba a esta nación eslava la protegida del zar, Viena envió una misión a Berlín para asegurarse de que Alemania la respaldaría en caso de que Rusia interviniera. El 6 de julio, el káiser Guillermo y su canciller entregaron a Austria lo que los historiadores llaman “un cheque en blanco”, la promesa incondicional de la diplomacia alemana de proporcionar apoyo militar en caso necesario para aplastar a Serbia.
 
Fue una decisión imprudente. Algunos historiadores han presentado argumentos de peso para evitar echar la culpa a Alemania de lo que sucedió después. Pero es imposible no tener en cuenta un hecho indiscutible: el Gobierno del káiser respaldó la decisión de Austria de desencadenar una acción bélica en los Balcanes, adelantándose así a cualquier movimiento de los aliados de la Entente. Algunos autores han seguido la teoría que presentó Fritz Fischer en 1964, según la cual el régimen del káiser intentó desde el principio de la crisis precipitar un conflicto a nivel europeo. No comparto ese punto de vista. Yo pienso que en julio de 1914 Alemania quería que su aliada Austria aplastara a Serbia sin que nadie más interviniera. Pero aunque parezca sorprendente, los alemanes estaban dispuestos a aceptar el riesgo de que a continuación estallara una conflagración en toda Europa.
Más de un político conservador y de un militar pensaban que un triunfo de Alemania fuera de sus fronteras podría detener el avance socialista.
 
Alemania, aunque ya no era un Estado absolutista a la manera de Rusia, conservaba el carácter de una autocracia militarizada en la que un emperador algo trastornado veía con buenos ojos una postura intervencionista. Los generales de Guillermo II barajaban mientras tanto la hipótesis de un enfrentamiento militar que ya había proporcionado a Prusia en la segunda mitad del siglo anterior tres grandes victorias sobre Dinamarca, Austria y Francia. Reconocían además que la democracia amenazaba a su propio país. En el Parlamento alemán existía en aquel momento una mayoría socialista que manifestaba vehementemente su ideología en contra de los militares y prometía que acabaría pronto con la autoridad trastornada del káiser. Pero más de un político conservador y de un militar pensaban que un triunfo de Alemania fuera de sus fronteras podría detener el avance de la marea socialista.
 
Cometieron también el error –típico en aquella época– de subestimar el dominio que estaba consiguiendo su país sin hacer un solo disparo en ningún campo de batalla, solamente gracias a su preponderancia industrial. De acuerdo con los datos de cualquier indicador económico, el poder de Alemania estaba por delante del de Gran Bretaña, Francia y Rusia. Si Alemania no hubiera entrado en guerra en 1914, es difícil saber cómo habría dominado Europa entre 1925 y 1930, pues ningún rival habría podido resistirse y habría conseguido esa hegemonía solo por medios pacíficos.
 
Pero el káiser y sus generales midieron sus fuerzas contando sus efectivos militares. Estaban obsesionados con el creciente poderío militar de Rusia. Según sus cálculos, Rusia no conseguiría ninguna ventaja estratégica y decisiva hasta 1916. “La guerra, cuanto antes, mejor”, fue la frase que lanzó Moltke, jefe del Estado Mayor de Alemania, en una reunión secreta celebrada en diciembre de 1912 y presidida por el káiser.

Archiduque Francisco Fernando. Su magnicidio en Sarajevo desencadenó la ira de Austria contra Serbia y el arranque de las hostilidades.
En 1914, Alemania estaba segura de poder alcanzar una victoria sobre Rusia y su aliado Francia. Sin embargo, no tuvo en cuenta a Gran Bretaña, el tercer aliado de la Entente, porque tenía un ejército pequeño y porque “los barcos de guerra no tienen ruedas”, tal y como manifestó astutamente el káiser.
 
Austria declaró la guerra a Serbia el 28 de julio y empezó bombardeando Belgrado. Los rusos se movilizaron tres días después. Así que el zar desplazó su ejército antes de que lo hiciera el káiser. Existe un argumento formulado por algunos historiadores, que respeto y debe ser conocido, según el cual Rusia debería haber dejado a Austria que aplastara a Serbia en lugar de ampliar el conflicto. Pero personalmente rechazo la idea de que Serbia se mereciera ser destruida.
 
El 31 de julio, un extraño triunfalismo sembró los pasillos del poder en Berlín. El régimen había conseguido su principal objetivo. Tras la iniciativa militar rusa, Alemania podría parecer como una víctima ante su propio pueblo y ante el mundo. Una vez que el káiser firmó desde su palacio en Berlín la orden de movilización de Alemania, mandó, con su infalible mal gusto, que se sirviera champán en sus apartamentos reales. Un general de Baviera que había visitado el Ministerio de la Guerra poco después de que llegara la noticia de la movilización rusa afirmó: “Por todas partes se ven caras alegres. La gente camina por los pasillos agitando los brazos, felicitándose unos a otros”.
 
Rusia había actuado de acuerdo con las esperanzas manifestadas por los mandos militares alemanes. Pero los generales del káiser expresaron simplemente su esperanza de que Francia, aliado de Rusia en la Entente, contemplara la posibilidad de no apoyarla. Guillermo consideraba a los franceses “un pueblo afeminado, no de hombres como los anglosajones o los teutones”, lo que le influyó a decidirse a luchar contra ellos.
 
Los franceses sabían que el plan de guerra alemán era derrotar y aplastar rápidamente a su ejército antes de volver a Rusia. Como era de esperar, Berlín envió un mensaje a París advirtiendo que no aceptaría su neutralidad a menos que Francia entregara sus armas en las fortalezas defensivas de Alemania como garantía. En lugar de ello, los franceses, inevitablemente, se movilizaron.
El Káiser veía a Francia "un pueblo afeminado" y decidió luchar contra ellos.
 
En cuanto a Gran Bretaña, incluso en un momento tan decisivo, la mayor parte del Gobierno y de la población se oponían a un enfrentamiento bélico con Europa. Pero de repente todo cambió. Alemania cometió un error. Su plan de guerra consistía en entrar en Francia a través de Bélgica, de cuya neutralidad era garante Gran Bretaña. El 1 de agosto, Berlín notificó formalmente a Londres su intención de invadir. Bismarck y el Ejército prusiano ya habían evitado actuar de ese modo precisamente porque temían las consecuencias. Pero en 1914, Moltke, que estaba convencido de que Gran Bretaña se decidiría de todos modos a entrar en el conflicto, pensó que marchar a través de Bélgica no cambiaría nada. No estaba equivocado. Aquella decisión provocó que el Gobierno británico enviara un ultimátum a Alemania anunciando su deseo de combatir si no se retiraba de Bélgica. Pero por supuesto que los alemanes no lo hicieron. Y el 4 de agosto, Gran Bretaña se convirtió en la última gran potencia europea en entrar en el conflicto.
 
Teniendo en cuenta lo que sucedió en 1914 y que cada opinión es muy respetable, vuelvo una vez más a esta conclusión: aunque Alemania no quería desencadenar una confrontación de esas características, había tomado la decisión de iniciarla en los Balcanes, provocando con ello todo lo que sucedió después. En cualquier momento del mes de julio, Berlín podía haber detenido el conflicto pidiéndole a Viena que retrocediera de Serbia. Ninguna nación se merece que toda la responsabilidad recaiga sobre ella, pero, de acuerdo con lo anterior, los alemanes parecen los más culpables.
 
Lo que sucedió durante los cuatro años siguientes fue tan terrible para la humanidad que algunas personas sugieren que un triunfo de Alemania habría sido un mal menor. Yo no estoy de acuerdo. Es cierto que el káiser no tenía un gran plan para dominar el mundo, pero sus líderes rápidamente se dieron cuenta de las grandes recompensas que podrían obtener si se firmara un armisticio con los aliados. Sin embargo, el 9 de septiembre de 1914, cuando Berlín percibió la victoria que se avecinaba, el canciller alemán hizo una lista de la compra con todo lo que pensaba adquirir: Francia entregaría a Alemania todos sus depósitos de minerales de hierro, la región fronteriza de Belfort, la franja costera que va desde Dunkerque hasta Boulogne-sur-Mer, la vertiente occidental de la cordillera de los Vosgos. Además, tendrían que demoler las fortalezas estratégicas y pagar grandes compensaciones en efectivo. Por otra parte, iban a anexionarse por completo Luxemburgo, Bélgica y Holanda se convertirían en Estados vasallos, las fronteras de Rusia quedarían drásticamente reducidas, crearían un vasto imperio colonial en el centro de África y una unión económica alemana que se extendería desde Escandinavia hasta Turquía. Aunque otros gobernantes alemanes presentaron distintas demandas –algunas de ellas, incluso más draconianas–, todos estaban convencidos de que no dejarían de luchar hasta asegurarse de que su nación tuviera la hegemonía de Europa.

El soldado. Se consolida la figura del soldado que protagoniza obras literarias de referencia, así como la del amargo desertor.
El Kaiserreich había vencido a sus rivales continentales más importantes. Sin embargo, parece fantasioso imaginar que sus dirigentes hubieran ofrecido un acuerdo generoso a la neutral Gran Bretaña, o su consentimiento para llegar a un statu quo mundial en el que continuaran imperando los intereses financieros y el poder naval británicos. Es muy probable que si Gran Bretaña hubiera intentado permanecer en 1914 como mero espectador de una guerra en el continente, se habría visto de todos modos obligada a luchar contra una Alemania victoriosa algunos años más tarde, pero en condiciones más desfavorables.
 
Maquiavelo observó: “Las guerras comienzan cuando se desea, pero no terminan cuando se quiere”. ¿Podría algún Gobierno francés o británico entre 1914 y 1918 haber ofrecido la paz a Alemania cuando esta insistía en hacer la guerra? Resulta difícil saber si los hombres de Estado aliados, en su caso, se hubieran retirado una vez que comenzó el conflicto. Ha vencido la “perspectiva de los poetas” –los valores de la alianza anglo-francesa dejaron de tener sentido cuando se conocieron los horrores de la guerra–, para tergiversar radicalmente las percepciones actuales. Pero ningún poeta diseñó un plan diplomático creíble que permitiera acabar con la pesadilla que intensamente describieron.
 
Casi todos los combatientes en su sano juicio retrocedían ante las miserias del campo de batalla. Pero esto no quiere decir que pensaran que sus países tuvieran que regalar el triunfo a sus enemigos. George Orwell escribió con gran perspicacia que la manera más rápida de terminar una guerra es perderla.
 
En cada nación beligerante en agosto de 1914, algunos románticos y nacionalistas, casi todos ellos jóvenes, mostraban su entusiasmo ante el gran drama que se estaba produciendo. Entre ellos, un ama de casa austriaca que escribió en su diario: “El heroísmo de esta época, el magnífico espectáculo del mundo en llamas”. Pero la gran mayoría de los europeos presenciaban horrorizados tanta consternación. En un pueblecito del departamento de Isère, en Francia, la tarde del 1 de agosto llegaron dos automóviles militares a la plaza de la iglesia con una orden. El campanero llamó enseguida a la población. El maestro del pueblo describió así la situación: “Parecía como si de repente el viejo rebato feudal hubiera regresado para perseguirnos. Todos manteníamos silencio. Algunos estaban sin aliento. Otros, enmudecidos por la sorpresa. Muchos aún sujetaban las horquetas en sus manos. Las mujeres preguntaban: ‘¿Qué quiere decir todo esto?’ ‘¿Qué nos va a pasar?’. Las mujeres, los niños, los hombres, todos parecían angustiados y emocionados. Las mujeres se abrazaron a sus maridos. Los niños, al ver a sus madres llorar, las imitaron. La mayoría de los hombres se reunieron para discutir sobre qué iba a pasar con la cosecha. Entonces, los jóvenes, y los no tan jóvenes, se subieron a los trenes y se alistaron en el ejército”.
Lo que sucedió durante los cuatro años siguientes fue tan terrible para la humanidad que algunas personas sugieren que un triunfo de Alemania habría sido un mal menor.
 
Winston Churchill escribió años más tarde: “Ninguna parte de la Gran Guerra se puede comparar, por su interés, con el principio. El silencio comedido y guardado por las grandes fuerzas beligerantes, la incertidumbre sobre sus movimientos y posiciones, el gran número de hechos desconocidos e incognoscibles convirtieron la primera colisión en un drama jamás superado. No hubo ningún otro periodo de la guerra en el que la batalla general se librara a tan gran escala, en el que se produjera una gran carnicería en menor tiempo, en el que hubiera tanto en juego. Además, al principio, nuestras capacidades de asombro, horror y entusiasmo aún no se habían cauterizado ni mitigado por los años de hornos en llamas”.
 
Cuando empezó la guerra, muchos británicos se sentían inseguros porque no sabían si estaban apoyando al bando correcto. Pero cuando llegaron las primeras noticias sobre la conducta de los alemanes en Bélgica endurecieron sus posturas. Algunas de las historias que se escuchaban sobre miles de bebés mutilados eran pura propaganda. Sin embargo, los estudios académicos más modernos demuestran que los alemanes, además de incendiar Lovaina y muchas otras ciudades y pueblos, fusilaban a sangre fría, tomaban rehenes o represalias por supuestos e imaginarios disparos de francotiradores y asesinaron a 6.427 civiles belgas y franceses inocentes de todas las edades y de ambos sexos. Si bien es un error comparar el régimen del káiser con el de los nazis, su conducta en 1914 sugiere qué habría sido de la civilización europea si se hubiera producido su victoria.
 
Con respecto al modo en que se libraron las batallas, casi todos los investigadores modernos coinciden en que es una fantasía imaginar que fue fácil alcanzar la victoria. En todas las batallas entre las grandes naciones industriales del siglo XX se han producido numerosas muertes antes del triunfo de uno u otro bando.
 
En términos militares, lo que distinguió a la II Guerra Mundial de la primera no fue que los aliados tuvieran en el segundo conflicto mejores jefes militares o más humanos, sino que entre 1941 y 1945 los rusos aceptaron que era necesario un sacrificio de 27 millones de muertos para vencer a los nazis, convirtiéndose, por tanto, en los grandes responsables de la derrota del Ejército alemán. Gran Bretaña y Estados Unidos solo pagaron con su sangre una pequeña parte del precio de la victoria.
 
En cambio, aunque Serbia perdió un millón de vidas, y Rusia, por lo menos el doble, los británicos y los franceses pagaron entre 1914 y 1918 un tributo mayor. Durante las primeras semanas de la guerra se libraron batallas totalmente diferentes a las que vinieron después, más parecidas de hecho a los enfrentamientos de la época de Napoleón, aunque mucho más costosas en vidas. En agosto de 1914, Francia sufrió más de 250.000 bajas. El día que más caídos se produjeron desde que estalló el conflicto fue el 22 de agosto, con 27.000 franceses muertos.

Gavrilo Princip. El joven terrorista serbobosnio acabó con la vida del archiduque Franciso Fernando el 28 de junio de 1914.
Mucha gente asocia el conflicto con barro, trincheras, alambradas y cascos. Sin embargo, las primeras batallas no tenían remotamente ningún parecido con eso. En los últimos días del verano de 1914, el Ejército de Francia avanzaba hacia la batalla entre un paisaje bucólico, con sus pantalones rojos y sus abrigos azules, capitaneados por bandas de música interpretando marchas militares, banderas al viento y oficiales montados a caballo agitando sus espadas con sus manos enfundadas en guantes blancos.
 
El 22 de agosto de 1914, en una mañana de niebla espesa, las columnas francesas se desplegaban hacia el norte atravesando el pueblo de Virton, justo al lado de Bélgica. La caballería, que iba por delante, se acercó a una granja en la cima de una colina empinada encontrándose de frente con el fuego enemigo. Fue un día de caos y sangre. Los alemanes empezaron a avanzar siguiendo las órdenes de sus oficiales de cantar canciones nacionales para reconocerse unos a otros entre la oscuridad. Sus oponentes atacaron igualmente cantando La Marsellesa.
 
Resultó ser la última melodía que algunos de ellos cantarían. De repente, la niebla desapareció por completo. La infantería, la caballería y los batallones de artillería franceses se encontraron en la cima de la colina a la vista de los artilleros alemanes. Se produjo una masacre. La infantería francesa intentó reiniciar su avance colina arriba. El reglamento francés de servicio de campaña calculó que los atacantes podían correr cincuenta metros en veinte segundos, por lo que no podían recargar sus armas.
 
Pero estaban equivocados. Desde Virton, un superviviente relataba con amargura: “Los que escribieron aquel reglamento se habían olvidado de algo tan sencillo como las ametralladoras. Podíamos escuchar con claridad el ruido de un par de aquellas segadoras. Cada vez que nuestros hombres se levantaban para avanzar, la línea de separación era más estrecha. Al final, nuestro capitán dio la orden: ‘¡Fijen sus bayonetas y carguen!”.
 
“Ya era mediodía y hacía un calor endemoniado. Nuestros hombres, con todo su equipo, comenzaron a correr sobre la colina cubierta de hierba, batiendo los tambores y haciendo sonar las cornetas que anunciaban el ataque. Todos fuimos abatidos. Me golpearon y me quedé allí hasta que alguien me recogió más tarde”. Aquella noche, el superviviente, aún aturdido por esa experiencia, se quedó inmóvil murmurando una y otra vez: “¡Me han destrozado! ¡Oh, me han destrozado!”.
 
Así pues, aquel 22 de agosto fallecieron 27.000 jóvenes franceses en doce batallas a lo largo de la frontera de Francia, sin ganar ni un solo metro de terreno. El general francés que dirigió la ofensiva en las Ardenas escribió al general Joffre, jefe del Estado Mayor: “Los resultados han sido, en general, poco satisfactorios”.
En las primeras batallas no hubo barro, ni trincheras, ni alambradas
 
A finales de agosto, los franceses y los británicos retrocedían hacia el Sur, en dirección a París, cruzando Francia bajo un sol abrasador y tormentas ocasionales, ante los aparentemente invencibles soldados alemanes. Todo parecía indicar que Alemania estaba a punto de conseguir un triunfo absoluto. No fue fácil para las fuerzas aliadas mantenerse unidos en medio de una retirada que amenazaba con convertirse en una derrota. Los casos de soldados rezagados y los desertores llegaron a ser un gran problema. Tanto los británicos como los franceses recurrieron a drásticas sanciones contra aquellos que decidieron que no querían continuar. Uno de ellos fue el soldado Thomas Highgate, del Regimiento Royal West Kent. En la tarde del 6 de septiembre, un guardabosques inglés encontró a Highgate en un cobertizo de una finca de los Rothschild al sur de París.
 
El soldado había decidido que la batalla del Marne –la gran contraofensiva francesa que hizo retroceder a los alemanes que ya estaban a las puertas de París y cambiaría el curso de la historia– no era para él. Pero llevaba puesta ropa que había robado a un civil, y eso le condenó. Highgate fue ejecutado por un pelotón de fusilamiento el 8 de septiembre ante la mirada de dos compañías de soldados compañeros, siguiendo las órdenes del comandante del cuerpo, que quería que la ejecución tuviera “el máximo efecto disuasorio”. Las órdenes dadas al capitán especificaban que Highgate fuera fusilado en público, y así es como se hizo.
 
Quiero concluir mi relato sobre la I Guerra Mundial con la historia de la primera batalla de Ypres, que se desarrolló en octubre y noviembre de 1914. En el noroeste de Bélgica, las tropas británicas, francesas y belgas mantuvieron una línea defensiva contra la aparentemente interminable ofensiva alemana. La victoria de los aliados en Ypres frustró el último intento de los alemanes de lograr un avance para ganar la guerra en el frente occidental. Sin embargo, se cobró tal coste de vidas, sufrimiento y sacrificio, que los aliados no estaban dispuestos a celebrar nada.
 
Ypres fue la primera batalla de la guerra donde de verdad se combatió de trinchera en trinchera, entre el barro y la sangre, a menudo con el agua hasta la cintura. A aquellos que participaron en ella les resultaba imposible imaginar que un combate de ese estilo pudiera continuar durante muchas semanas más, y mucho menos durante cuatro años.

Trinchera de primera línea del frente en Pas-de-Calais (francia) en octubre de 1915. Soldados a la espera de abrir fuego. / COSTA / LEEMAGE
Hoy día solemos contemplar sin aprecio las palabras “Descanse en paz” que aparecen grabadas en la gran mayoría de las lápidas. Sin embargo, para muchos de los que lucharon en Ypres, y en las demás sangrientas batallas que le siguieron, esas palabras tienen un significado real y profundo. Un oficial británico escribió sobre un camarada que había fallecido en noviembre la siguiente nota: “Cuando recuerdo lo agotado que se sentía el pobre Bernard, ahora pienso que está descansando en paz, lejos de toda esta miseria y del ruido, y aunque para su mujer debe de ser horrible, pobrecilla, para él no es tan malo. Ella debe consolarse sabiendo que él por fin puede descansar”. Frases como estas fueron muy importantes para millones de hombres que sufrieron el horror de la guerra.
 
Me gustaría finalizar del mismo modo que he empezado, recalcando la idea de que aunque la I Guerra Mundial fue una desgracia para Europa y para todos los combatientes, es un error pensar que solo fue una masacre inútil. Mucha gente ha criticado la supuesta injusticia que se cometió en el Tratado de Versalles obligando a los alemanes a aceptar su derrota.
 
No cabe duda de que el acuerdo tenía pro­­fundos fallos, pero resultaba extraordinariamente difícil rehacer Europa después del conflicto y de la caída de tres imperios. Los vencedores de la II Guerra Mundial también encontraron en este asunto algo irresoluble. No obstante, los críticos con el Tratado de Versalles no imaginan el tipo de paz que habría pactado Alemania en caso de que hubiera resultado vencedora, como de hecho hizo con Rusia imponiendo sus condiciones en el Tratado de Brest-Litovsk en marzo de 1918. Tal vez resulta cuando menos sorprendente y tremendamente exagerado comparar la victoria de Europa y EE UU en la II Guerra Mundial con la repulsa general hacia el primer conflicto mundial.
 
Ninguna persona en su sano juicio puede sugerir que 2014 sea la ocasión para celebrar el conflicto ni tampoco la victoria de los aliados. Pero me gustaría que los políticos y los medios de comunicación dejaran a un lado los “inútiles” y repetidos prejuicios, y reconocieran que tanto Francia como Gran Bretaña interpretaron en la Gran Guerra el papel que les correspondía. La Alemania del káiser, sus ministros y militares representaban una fuerza malvada a la que había que impedir que dominara Europa. Los muertos de todas las guerras son motivo de lamento. Pero el único consuelo al gran sacrificio que hicieron los aliados era saber que las fuerzas tiranas habían sido derrotadas P

Traducción de Virginia Solans.

Fuente: Diario El País. 27 de febrero del 2014.

miércoles, 26 de febrero de 2014

Historia del pensamiento de izquierda: los principios de igualdad y libertad.


El Frente Amplio y Venezuela

Antonio Zapata (Historiador)

El pensamiento izquierdista se nutre de dos principios: la igualdad y la libertad. Ambos surgieron de la revolución francesa y son difíciles de armonizar. Por el contrario, se puede morir en el intento. Aunque al izquierdista mayoritario le importa la igualdad por encima de todo.

 Por ello, el politólogo Norberto Bobbio sostiene que ser de izquierda implicaría creer que una mayor igualdad garantiza armonía y bienestar. Mientras que la derecha sostendría que la desigualdad es conveniente, porque motoriza el progreso. De ahí se desprende la postura izquierdista a favor de los de abajo y de la redistribución de la ganancia. Así, ser izquierdista significa apoyar todo lo que mejore las condiciones económicas y sociales de las clases populares.

 Por esa razón, buena parte de la izquierda latinoamericana es chavista y ahora apoya a Maduro. Es decir, el comunicado del Frente Amplio se asemeja a discursos semejantes que circulan por toda América Latina. El punto es el mismo: Maduro despliega políticas públicas redistributivas y goza de sostén popular. Así se justifica su eslogan de “socialismo del siglo XXI”.

El problema surge al considerar el segundo factor: la libertad. Al igual que la igualdad, nació en Francia de 1879. Durante su etapa inicial y por muchos años, los partidarios de la libertad fueron parte de las izquierdas. El enemigo eran los conservadores monárquicos y todo lo popular era a la vez libertario e igualitario.
 
En la segunda parte del siglo XIX, liberales e izquierdistas se separaron. Los liberales se reunieron con los conservadores y formaron los partidos de derecha liberal que se esparcieron por todo Occidente. Mientras que las izquierdas se definieron por el socialismo, acentuaron el mensaje de clase y se posicionaron a forro por la igualdad.
 
A continuación se produjo la revolución bolchevique y apareció la URSS como patria del socialismo realmente existente. Con Stalin el divorcio entre igualdad y libertad fue muy pronunciado. Toda la historia del estalinismo está llena de represiones a rebeliones que buscaban una ventana de libertad en la sociedad burocrática. Así ocurrió en Berlín en 1953, en Hungría en 1956, en Checoslovaquia en 1968 y en Polonia de los ochenta.  
 
Finalmente, el comunismo implosionó cuando el último jerarca, Gorbachov, pretendió reconciliar lo que Stalin había dividido. La glasnost y la perestroika desestructuraron la sociedad soviética en vez de enmendarla, trayendo abajo a la URSS.
 
Entonces nació una nueva izquierda, que vuelve a pensar en los esfuerzos de los anarcosindicalistas, que pretendieron combinar igualdad con libertad y que pensaron alternativas distintas al estatismo. Fue también el propósito de la socialdemocracia que construyó Europa desde una sensatez rosada, aunque hoy parezca otra cara del liberalismo.
 
Esa izquierda que busca igualdad con libertad se ve mal representada en gobiernos tipo Maduro. Se trata de nuevas versiones del nacionalismo populista latinoamericano. Ya sabemos que no conducen a la izquierda menos al socialismo.
 
¿Acaso Haya, Perón o Vargas acabaron en la izquierda? ¿Acaso Humala nos está conduciendo al socialismo? No. El nacionalismo populista termina en el restablecimiento de la oligarquía; cuando triunfa, lo hace por vía propia; es decir, se transforma en una nueva plutocracia, la “boliburguesía” de Venezuela actual.
 
Pero cuando el populismo pierde por un contragolpe de derecha, como amenaza al país Llanero, el principal perdedor es el pueblo, que debe soportar dictaduras derechistas como los militares argentinos por ejemplo.
 
En todo este desarrollo es un error comprometerse con regímenes tipo Maduro. Son represivos y atentan contra las libertades básicas, enfeudarse a ellos no conduce a nada.
Mejor es perfilar una voz propia, que combine principios igualitarios y libertarios, que salve cuando menos el prestigio de la izquierda contemporánea en el Perú. Un punto que parece ser menor para la cúpula de nuestro Frente Amplio.

Fuente: Diario La República. 26 de febrero del 2014.

domingo, 23 de febrero de 2014

Nuevas miradas a la figura del conquistador Francisco Pizarro.

Francisco Pizarro: la humanidad puede con la leyenda negra

Carmen Martín Rubio ultima una biografía que demuestra su templanza, su carácter de estadista y su papel decisivo en la economía del siglo XVI.
 
Jesús García Calero
 
Francisco Pizarro es tal vez el más controvertido de los descubridores por la leyenda negra. Audaz y determinado en sus hechos de armas, la historia no le «perdona» que a un tiempo colonizara el riquísimo imperio de los incas -y ajusticiara al emperador Atahualpa- ni que tuviera que librar batallas contra sus subordinados (el resentido Diego de Almagro) o participar en el arresto y ejecución de Núñez de Balboa -fue su lugarteniente en el descubrimiento del Pacífico, en 1513- por orden del gobernador Pedrarias Dávila.
 
Y sin embargo, la imagen que el mundo tiene de Pizarro bien merece una revisión, sobre todo a la luz de las cartas que escribió, poco conocidas y en las que se refleja una figura mucho más compleja, la de un estadista con sentimientos y escrúpulos ante las decisiones difíciles que debió afrontar, y también con algunas ideas muy claras que se convertirían en las virtudes fundacionales del Nuevo Mundo hispano, como la apuesta por el mestizaje, el mandato (tantas veces fracasado) de tratar bien a los indios y la pacificación. Eso es lo que asegura la historiadora Carmen Martín Rubio, que ultima una biografía sobre el conquistador, que aparecerá el próximo año y está llamada a cambiar estos prejuicios.
 
Según sus conclusiones, antes de juzgarle no debemos olvidar que Pizarro viene de una cuna humilde. «Aunque pertenece a una familia aristocrática de Trujillo fue rechazado por su padre. Tal vez ese hecho influye en el afán de superación que gobierna toda su biografía», comenta la historiadora.
 
Pizarro es hijo ilegítimo, se cría con su madre y su abuelo maternos, campesinos y roperos. Es un niño que no aprende a leer. Se conserva la partida de bautismo y allí se le consigna como Francisco González, con el apellido de la madre. «No llevará el apellido de su padre hasta los 12 años. Cuentan los cronistas -nos recuerda Martín Rubio- que un día su abuelo paterno lo vio jugando en la calle y se dio cuenta del parecido con él y con su hijo, y convence a su hijo para que le dé apellido. El padre nunca quiso saber nada de él. Ni le menciona en el testamento».
La vida de los conquistadores es pura adrenalina, su sangre y su siglo corren aceleradamente por biografías vertiginosas. Pizarro viaja a Italia a los 17 años, lucha en los Tercios junto al Gran Capitán y aprende la ciencia militar. Al comenzar el siglo XVI viaja a América. En 1513 le tenemos junto con Vasco Núñez de Balboa, descubriendo el Pacífico, en una expedición cuyo quinto centenario conmemoramos y en la que oye por primera vez a los indígenas hablar del rico reino del Birú.
 
En 1526 comienza a buscar el mítico imperio y en 1534 toma Cuzco, tras una década de sacrificios, horrores y hambrunas sin cuento, superando indisciplinas y desafíos que, aun hoy recordados, cortan el aliento. Gobierna y enriquece a la Corona como pocos, ya que las grandes minas están en sus dominios. La corriente de oro y plata de Perú, Charcas y Potosí que inunda Europa y funda el capitalismo, mana de su Gobierno.
 
En las cartas que Pizarro envió a Carlos V a través de su último secretario, recientemente recopiladas por el historiador Guillermo Lhoman Villena, se reflejan motivaciones y sentimientos incompatibles con la caricatura de la leyenda negra. Martín Rubio recuerda que, por ejemplo, cuando Almagro le vence en Abancay, escribe conmocionado por la persecución y muerte de sus hombres: «...me duele y me llora el corazón, que no sé que sufrimiento me basta de no reventar con ver tales cosas e no puedo creer sino que el enemigo ha reinado en este hombre pues todas las cosas permite y consiente».
 
Poco tiempo después, tras vencer a Almagro y ejecutarle (dejando, eso sí, vivos a sus oficiales, los mismos que a la postre se conjurarían con el hijo de Almagro para asesinarle) muestra compasión por la orfandad que provoca: «Don Diego, hijo del adelantado, que Dios tenga en el Cielo, queda muy pobre. Tengo por [él] amor que a su padre tuve, aunque él en muerte y en vida procuró mi daño y mi deshonra, por la crianza que en mi casa tomó y porque yo le he de tener por hijo, suplico a Vuestra Majestad muy humildemente tenga de él memoria y le mande hacer mercedes, pues haciéndolas a él las recibo yo, pues su padre sirvió a Vuestra Majestad».
 
Y quien tanta riqueza proporcionó no logró convencer al Emperador del orgullo de sus hazañas: «Mande que se me dé como se ha dado a los demás que han servido (...) ninguno me ha hecho ventaja como los demás lo conocen por los grandes tesoros que de mis trabajos ha recibido», (solicitaba la Gobernación sobre Charcas para que la explotación de sus minas le ayudasen a sostener su gobierno, una solicitud que no le fue concedida).
 
Sus dos últimas misivas muestran al hombre abatido, que ha dedicado su vida, energía y hacienda a vastas conquistas, exploraciones y fundación de ciudades. «E a mi me abate y me pone en el hospital cargado de deudas por sostener la tierra...», dice en un lugar. Y luego: «Parece que, como a hombre desahuciado de vida, me dejáis a que obre natura, o muera o viva, dejándome abierta la sepultura».
 
Once días después de escribir esa carta Pizarro era asesinado en su propia casa por los partidarios de Diego de Almagro, los antiguos oficiales que había perdonado, alentados por el liderazgo del hijo de su lugarteniente por el que había intercedido. Lo cierto es que solo la explotación de las minas de Charcas podrían haber vigorizado el poder económico de un hombre con tierras pero sin dinero, que había reinvertido en mejorar las ciudades y otras empresas. No murio rico, no murió bien, quien tan bien había servido a su Rey.
 
Así dice su testamento sobre la venta de sus bienes como única posibilidad de recuperar el dinero que necesita para sostener sus tierras: «…que por su propia autoridad e sin mandamiento de juez alguno puedan entrar a tomar tanto de mis bienes e quanto a ellos les pareciere e bien visto fuere que son menester para cumplir e pagar este mis testamento e venderlos e rematarlos en publica almoneda para que dellos e de lo procedido dellos cumplan efectúen e paguen todo lo contenido en este micho testamento o en todos los dichos mis bienes remanecientes cumplido y efectuado este mis testamento e postrimera voluntad instituyo e dejo por mi universal eredero a Don Gonzalo Pizarro mi hijo en todos mis bienes asi del estado e marquesado que Su Majestad me tiene hecha merced como de todos los otros bienes que parecieren ser mios o pertenezcan por alguna causa o de derecho…».
 
Una historia de amor
 

miércoles, 19 de febrero de 2014

La historia del siglo XVII, la transición del feudalismo al capitalismo.

La decadencia general del siglo XVII

Gonzalo Anes. Director de la Real Academia de la Historia.

Sigue vigente la tesis de que el siglo XVII fue de «decadencia económica general». Solo en los últimos decenios se admiten como excepción los Países Bajos del Norte, debido a la evidencia de que hubo crecimiento económico durante todo el siglo en Holanda y un gran desarrollo de las ciencias y de las artes.
 
Tuve la suerte de vincularme como alumno a los seminarios que dirigían Fernand Braudel y Pierre Vilar en l’École Pratique des Hautes Études, en París, entre los años 1959 a 1963. Allí no se dudaba de que el siglo XVII había sido «duro en toda Europa» y de que, para España, había sido «el siglo de las catástrofes». Sin embargo, Vilar reconocía que «el ritmo de la caída» no había sido el mismo, en las diversas actividades, en todas las regiones. Para Hobsbawm, en 1955, la recesión durante el siglo XVII venía a ser resultado «de la transición del feudalismo al capitalismo».
 
Los postulados de la historiografía marxista ortodoxa, con mucho prestigio en los años inmediatamente posteriores a la segunda guerra mundial, vigentes entonces, continúan admitiéndose hoy, a pesar de la contradicción flagrante entre la lógica económica, las cifras disponibles y «el sentido común». En el Manifiesto del Partido comunista (Londres, 1848), reeditado en tantos idiomas, se afirma que la historia de todas las sociedades es la historia de la lucha de clases; que «opresores y oprimidos» se enfrentarían siempre en «una lucha constante, velada unas veces y otras franca y abierta». El resultado, en las distintas situaciones, habría sido conseguir «la transformación revolucionaria de toda la sociedad o el hundimiento de las clases en pugna». Así, según este planteamiento, de los siervos de la Edad Media habrían surgido los vecinos libres de las primeras ciudades, que acabarían formando el «estamento urbano» generador de los «primeros elementos de la burguesía». Con el descubrimiento de América y con la circunnavegación de África, «la burguesía en ascenso» habría encontrado un nuevo [y creciente] ámbito de actividad en los mercados hindú y chino, y en la colonización de América. Esta actividad se habría visto favorecida por «la multiplicación de los medios de cambio y de las mercancías», del desarrollo simultáneo del comercio, de la navegación y de la industria, con un impulso desconocido hasta entonces. Todo ello habría originado que surgiera y se desarrollase el proceso «revolucionario de la sociedad feudal en descomposición».
 
Los historiadores de formación marxista, fundándose en estos principios, trataron de explicar por qué no se produjo, en la Europa del siglo XVII, el proceso revolucionario destructor de todas las instituciones y de todos los vínculos de dependencia propios de «la sociedad feudal». Los protagonistas de ese movimiento revolucionario habrían de ser los hombres de negocios, los maestros artesanales y los menestrales, como componentes de la «nueva clase», pues la defensa y triunfo de sus intereses habría de ser incompatible con la continuidad de los fundamentos de la «sociedad feudal». Al no haber sido así, por continuar vigentes los «privilegios feudales» contrarios a los intereses de la ascendente «clase burguesa», se habría originado en Europa la «decadencia general» durante el siglo XVII.
 
En los seminarios de l’École Pratique des Hautes Études, en mis cursos parisinos, la versión de la decadencia general era admitida sin crítica. Influyeron en ello los planteamientos marxistas, incluso en historiadores que se creían totalmente libres de tal «contaminación ideológica». Por entonces, seguían vigentes las descripciones de «la traición de la burguesía», en el sentido de que «la nueva clase» no siempre había sido eliminada o descartada brutalmente, sino que ella misma había traicionado su destino. Para el caso de España, se aludía a «la nobleza en venta» y a los «nuevos nobles» originados en la compra de hidalguías, de hábitos de las órdenes militares y de señoríos. Por ello, la «burguesía española» se habría interesado en adquirir propiedad inmueble rústica, por considerar que la compra de tierras era una inversión segura, lo que vendría a reforzar el orden social existente, en vez de haber provocado su ruptura.
 
Por entonces, los alumnos aceptábamos estos planteamientos como resultado de la investigación y como verdades irrefutables. No reflexionábamos, en que, como era lógico, al comprar tierras, aquellos «burgueses» creían hacer la mejor inversión alternativa, ya que, al rendimiento material deseado, la posesión de tierras añadía un rendimiento inmaterial no calculable en dinero, pues, además de seguridad, les daba prestigio y posibilidades de alcanzar «más altos grados» en la estimación social.
 
En aquellos seminarios, se nos enseñaba que el fracaso de «los burgueses», en el siglo XVII, se había debido a que desertaran de las actividades que les eran propias. Se suponía también que, en las tierras y jurisdicciones adquiridas, los «burgueses» habrían querido conseguir la máxima rentabilidad de sus inversiones para lo que habrían provocado una mayor explotación de los campesinos. Éste habría sido el resultado de la «reacción señorial» originada por «los burgueses» al integrarse en la «clase nobiliaria», que, según la fraseología marxista, era la «clase feudal dominante».
 
Al investigar, años después, las realidades socioeconómicas españolas en los siglos XVII y XVIII, pude comprobar que la compra de tierras y de jurisdicciones y que los reyes hicieran merced de títulos nobiliarios a algunos hombres de negocios enriquecidos, no habían podido provocar en la España del siglo XVII la que se denominaba decadencia de la burguesía. Esta supuesta «decadencia» se fundaba en el desconocimiento de lo que habían sido los señoríos jurisdiccionales y llevaba implícito además un supuesto erróneo: el de que los hombres de negocios no habrían de destinar su dinero a la mejor inversión alternativa, sino que debieran de haber sido conscientes de su «obligación moral histórica», consistente en dedicarse a las negociaciones y actividades que les eran propias, con el fin de reforzar los intereses de la clase a la que pertenecían, y favorecer así la consecución de la que Marx y Engels consideraban era su misión histórica: conseguir el triunfo de «la clase burguesa» sobre «la clase feudal dominante». Además del desconocimiento de las realidades socio-económicas de la España del siglo XVII, también parecía ignorarse un principio que ha regido siempre las acciones humanas desde los tiempos primitivos hasta el presente: que quienes dedican su tiempo, sus saberes y su imaginación a obtener beneficios, suelen actuar racionalmente. Los «burgueses» del siglo XVII, como los emprendedores de cualquier época del pasado, y como los del presente, quisieron hacer rentables su trabajo, sus esfuerzos, su dinero y, además, mantener esa rentabilidad en el futuro y conseguir su continuidad. La compra de tierras siempre se consideró inversión segura. Como «los burgueses» podían vincular sus bienes a su linaje mediante la fundación de un mayorazgo, perpetuaban así, o creían perpetuar, la posesión de estos bienes.
 
Permanecer fieles a sus negocios y actividades mercantiles o manufactureras, comerciales o crediticias para que tuvieran éxito las actuaciones revolucionarias que Marx y Engels les iban a asignar doscientos años más tarde, no fue intuición profética que hiciera a los «burgueses» de los siglos XVI y XVII permanecer en sus tratos y negociaciones para reforzar al conjunto de su «clase», conseguir la derrota de los «señores feudales» y establecer el nuevo orden burgués. Se dedicaron a asegurar los rendimientos de la riqueza conseguida, y quisieron perpetuar el bienestar en su linaje, ennoblecido por ellos o por los matrimonios de su prole. El resultado no fue provocar la decadencia general, sino que contribuyeron, sin rupturas, al desarrollo de múltiples actividades económicas, adaptándose a los reajustes espontáneos que se produjeron en el ámbito hispano-virreinal durante los siglos XVI, XVII y XVIII. También participaron en el fomento de las actividades artísticas y culturales en el espacio unitario formado por España y la América virreinal, en un proceso urbanizador y civilizador sin precedente equiparable en la historia, en cuanto a su amplitud e intensidad.

Fuente: www.almendron.com Revista de Prensa. 10 de febrero del 2014.

martes, 18 de febrero de 2014

Primera Guerra Mundial: desmoronamiento del frágil equilibrio de poderes europeo y fracaso de la diplomacia.

1914: del fracaso y la utilidad de la diplomacia

La historia enseña que es mejor luchar por un laborioso equilibrio de intereses.

El 28 de junio de 1914 se difundió por los telégrafos la noticia de la muerte violenta del heredero al trono austrohúngaro en Sarajevo. Cinco semanas después estalló la I Guerra Mundial. En la memoria colectiva de los alemanes aquella contienda quedó a menudo soterrada por la II Guerra Mundial y el crimen de lesa humanidad que fue la Shoa. Pero en muchos de nuestros países vecinos, en cuyos territorios tuvieron lugar las sangrientas batallas y la horrenda matanza de las trincheras, la I Guerra Mundial está marcada a fuego en la memoria hasta el mismo día de hoy; en Francia sigue llamándose sin más la Grande Guerre, la Gran Guerra. George Kennan reconoció en ella la “catástrofe originaria” del siglo XX.
 
La historia de aquellas cinco semanas transcurridas entre el atentado en una convulsa región periférica del Imperio Austrohúngaro y el estallido de la guerra entre las grandes potencias europeas se ha descrito muchas veces. Con ocasión del centenario de la catástrofe han aparecido numerosos estudios nuevos que tratan de hacernos comprender lo inconcebible. Exponen detalladamente el cálculo de los actores en las capitales europeas, los temerarios pronósticos sobre una campaña que supuestamente conduciría a una rápida victoria, la fijación de objetivos bélicos descabellados, los errores de apreciación sobre el comportamiento de los adversarios y de los propios aliados.
 
La historia del estallido de la guerra hace 100 años y el desmoronamiento del frágil equilibrio de poderes europeo en el verano de 1914 es una historia tan impresionante como angustiosa del fracaso de las élites y de los militares, pero también de la diplomacia. Ello es aplicable no solo a los decisivos días de julio de 1914. Las relaciones entre las grandes potencias del continente y sus dinastías reinantes, muchas de ellas incluso emparentadas entre sí, tenían los pies de barro mucho antes de que la fatídica concatenación de errores de apreciación política y movilizaciones militares siguiera su curso. Las pautas de pensamiento del Congreso de Viena ya no eran capaces de responder a la realidad de la Europa de principios del siglo XX, presidida por complejas interrelaciones e inmersa en una fase temprana de la globalización de sus economías nacionales. La política exterior de aquel entonces no disponía ni de la voluntad ni de los instrumentos para generar confianza y alcanzar un equilibrio de intereses pacífico. Estaba marcada por una profunda desconfianza recíproca, confiaba en los medios de la diplomacia secreta y no tenía empacho en solventar las rivalidades de poder a costa de terceros. No conformó instituciones sólidas para el arreglo pacífico de controversias a través de negociaciones.
 
Que de la documentación histórica de los beligerantes se desprenda con absoluta nitidez hasta qué punto predominaban por doquier las percepciones erróneas y la miopía política no nos da pie a los alemanes para relativizar el fracaso de la política exterior alemana en aquellas aciagas semanas. En lugar de la desescalada y el entendimiento, en Berlín se impuso la voluntad de ir hasta las últimas consecuencias. Durante la I Guerra Mundial perdieron la vida 17 millones de personas en todo el mundo, un número incalculable la sufrió en sus carnes y padeció secuelas de por vida.
 
Este año rendiremos homenaje a las víctimas en los campos de batalla de entonces, en Alsacia, en Flandes, en el Marne y el Somme, en Ypres y también en el Este. Es una gran suerte que hoy en día haya llegado a ser inconcebible que pueda estallar una guerra en el corazón de Europa. Tras el cataclismo civilizatorio de la II Guerra Mundial, que partió de Alemania, establecimos una comunidad jurídica europea desechando el siempre precario equilibrio de alianzas cambiantes que caracterizó a nuestro continente 100 años atrás. Con la Unión Europea hallamos un camino para resolver pacíficamente nuestras diferencias de intereses. Entre europeos, en lugar de la ley del más fuerte rige la fuerza de la ley. A algunos el buscar compromisos alrededor de la mesa común de negociaciones en Bruselas les resulta demasiado trabajoso, demasiado prolijo, demasiado parsimonioso. La admonición de este año conmemorativo consiste en que seamos permanentemente conscientes del formidable logro civilizatorio que representa el hecho de que Estados miembros pequeños y grandes, antaño adversarios en innumerables guerras libradas en nuestro desgarrado continente, pugnen hoy pacífica y civilizadamente por hallar soluciones conjuntas en largas noches de negociación.
 
La pérdida de confianza en el proyecto europeo registrada a lo largo de los años de la crisis económica europea en particular entre la generación joven, acuciada en muchos lugares de la UE por el desempleo y la falta de expectativas de futuro, entraña grandes peligros. En semejante tesitura es fácil entonar sonsonetes nacionalistas, envueltos en la consabida musiquilla de la crítica a Europa. Ante el trasfondo de la historia tenemos el deber de hacerles frente con determinación.
 
En muchas partes del mundo el quebradizo sistema del balance of power no se ha superado hasta el día de hoy. Veinticinco años después de la caída del muro de Berlín y del telón de acero son numerosos los focos de crisis. En Oriente Próximo y parte de África se carece de una arquitectura de seguridad regional estable. En Asia oriental las pulsiones nacionalistas y las ambiciones encontradas amenazan con convertirse en un grave riesgo para la paz y la estabilidad mucho más allá de la región.
 
El estallido de la guerra en 1914 dio al traste con la primera globalización. Tan estrechamente entrelazadas estaban las economías nacionales y las culturas europeas que a muchos coetáneos la guerra se les antojaba lisa y llanamente imposible, irracional y contraria a los propios intereses. Pero con todo estalló. Hoy nuestro mundo está más interconectado que nunca. Ello abre numerosas oportunidades, genera prosperidad y espacios de libertad. Pero nuestro mundo también es vulnerable y está lleno de puntos de fricción y conflictos de intereses. En este mundo la sagacidad de la política exterior y el oficio diplomático son más importantes que nunca. Una mirada desapasionada no solo sobre los propios intereses, sino también sobre los de los vecinos y socios, una actuación responsable y una consideración objetiva de las consecuencias son irrenunciables para salvaguardar la paz. Evitar tomas de posición precipitadas y sondear tenazmente espacios de compromiso son dos principios básicos de una diplomacia prudente. El año 1914 nos ofrece abundantes muestras de adónde conduce ignorarlos. ¿Debía la crisis de julio abocar entonces inexorablemente a la catástrofe? Seguramente no. Pero en aquella época el pathosy la presunta audacia eran tenidos en mayor estima que el valor de luchar por un laborioso equilibrio de intereses. ¿Queda descartado que hoy pueda repetirse algo parecido? Solo depende de nosotros, los responsables actuales, y de las lecciones que sepamos sacar de la historia.

Frank-Walter Steinmeier es ministro federal de Relaciones Exteriores. Este artículo fue publicado en el Frankfurter Allgemeine Zeitung el pasado 25 de enero.
 
Fuente: Diario El País. 18 de febrero del 2014.

domingo, 16 de febrero de 2014

Reflexión sobre los historiadores Eric Hobsbawm y Tony Judt.

Se ha producido un giro en los referentes de la historia contemporánea, del marxismo a la socialdemocracia.

De Eric Hobsbawm a Tony Judt

Hobsbawm (Alejandría, 1917-Londres, 2012) se propuso desvelar el efecto de la revolución rusa en la conciencia social del siglo XX y se mantuvo siempre fiel a sus lealtades políticas más allá de las crisis del comunismo | Judt (Londres, 1948-Nueva York, 2010) mostró las líneas de pensamiento que entraban en colisión con el comunismo y apostó por la socialdemocracia para frenar la erosión de las sociedades. 

José Enrique Ruiz Doménec

La historia contemporánea es tanto una disciplina como un espejo donde legiones de lectores buscan las claves del presente. En los años 80 y 90, Hobsbawm se consolidó como la gran figura totémica en este terreno, papel que en los últimos tiempos parece haberse desplazado, entre crítica y público, hacia Judt. Más allá del paso del marxismo a la socialdemocracia, ¿cuáles son las implicaciones de este giro?

A los historiadores más respetados se les conoce no sólo por sus investigaciones, también por sus ideas y reflexiones expresadas en una abundante y rica producción. Los lectores que se interesan por este tipo de historiadores, además de alcanzar una sólida formación, jamás aceptan la impostura y se niegan a vivir en la mentira. Para una inmensa mayoría de ellos, Eric Hobsbawm es un referente indiscutible como expresión de una conciencia crítica sobre el pasado y es fácil entender sus libros, en especial la trilogía la era de la revolución, la era del capital y la era del imperio, como una serie de reivindicaciones sobre la necesidad de "criticar todo abuso que se haga de la historia desde una perspectiva político-ideológica". Esa misma sensación se ha comenzado a tener en los últimos años con Tony Judt, un brillante escritor que al final de una azarosa vida confesó: "la historia como disciplina narrativa sólida volverá, ya que es difícil imaginar una sociedad que pueda pasar sin una narrativa coherente y consensuada de su pasado. De modo que es responsabilidad nuestra producir esta narrativa, justificarla y luego enseñarla".

Hobsbawm y Judt representan dos maneras distintas de abordar el estudio de la historia aunque coinciden en reconocer los derechos del lector necesarios para sostener una sociedad moderna y abierta a que se le explique qué ocurrió, cuándo y dónde ocurrió, y con qué consecuencias; coinciden igualmente en hacer una historia directa, comprensible, bien escrita, puesto que, piensan al unísono, "un libro de historia mal escrito es un mal libro de historia". Estamos ante dos reputados historiadores judíos de diferente generación, uno nació en junio de 1917, otro en enero de 1948, interesados por el sentido del siglo XX, uno para desvelar el efecto de la revolución rusa en la conciencia social, otro para mostrar las líneas de pensamiento que entraron en colisión con el comunismo; dos historiadores, un mismo compromiso con los ideales de la izquierda y dos maneras de vivenciarlo, uno permaneciendo fiel a sus lealtades políticas pese a las deficiencias mostradas en la práctica, Budapest en 1956, Praga en 1968 o Berlín en 1989, otro convirtiendo sus decepciones vitales (en especial el sionismo al que apoyó en un principio desde su emotiva adscripción al movimiento kibutz) en razones para apuntalar la creencia en la socialdemocracia como la mejor vía para frenar los mecanismos de erosión de la sociedad creados por la política del miedo.

Hacia 1970, cuando Hobsbawm era un reputado profesor, Judt comenzaba su tarea tras haber sido un estudiante aventajado en la Universidad de Cambridge y en la École Normale Supérieure de París. Los trabajos del primero sobre la crisis del siglo XVII y los rebeldes primitivos formaban entonces un armazón conceptual que atrapó a medio mundo intelectual y al otro medio lo dejó lleno de interrogantes sobre el compromiso de los intelectuales, mientras que convirtió a su autor en un verdadero insider en el mundo académico británico, recibiendo los más altos reconocimientos institucionales, sin renunciar en ningún momento a su condición de comunista de partido, como deja claro en Sobre la historia ("¿Qué deben los historiadores a Marx?"); pero también en un hombre sensible que compensó su trabajo académico escuchando jazz, al que dedicó sabrosos comentarios críticos en el New Statesman, (hoy reunidos en Gente poco corriente), o interesándose por el arte y la cultura de la sociedad burguesa, origen de Un tiempo de rupturas. En este libro, publicado tras su muerte, Hobsbawm fija la narrativa capaz de explicar "una era de la historia que ha perdido el norte y que, en los primeros años del nuevo milenio, mira hacia delante sin guía ni mapa, hacia un futuro irreconocible, con más perplejidad e inquietud de lo que yo recuerdo en mi larga vida". Con su queja sobre "la actual inundación creativa que anega el globo con imágenes, sonidos y palabras, que casi con toda certeza será incontrolable tanto en el espacio como en el ciberespacio", con su convicción de que "el gran arte sigue siendo eurocéntrico, como el champagne, incluso en un mundo globalizado", con la referencia habitual de Marx, ("pocas páginas son más conocidas hoy en día que la profética descripción que Karl Marx hizo de las consecuencias sociales y económicas de la industrialización capitalista occidental"), Hobsbawm se despoja de sus ideales, sentimientos e impresiones que le habían acompañado desde que era estudiante en Viena y Berlín en los años veinte, sin abandonar no obstante su convicción de que el único futuro "no extraño" pasa por asumir la doctrina marxista.

Cuesta imaginar a Judt en esa encrucijada, o en cualquier encrucijada que dependa de un diagnóstico marxista. Sólo un joven rebelde como él es capaz de afrontar el estudio del pasado lejos de los argumentos fomentados por Hobsbawm; también cuesta imaginar a un historiador más capaz que él para desenredar el gigantesco ovillo teórico construido por la historiografía marxista en la segunda mitad el siglo XX. "Un intelectual del pasado -confesó en cierta ocasión- que no esté interesado en primera instancia en captar correctamente la historia puede tener muchas virtudes, pero la de historiador no se cuenta entre ellas". Para Judt, el estudio debe partir de un análisis severo de las fuentes antes de emitir un juicio sobre ellas, aunque ese juicio se asiente en la autoridad de Marx. Su sensibilidad, sus sensaciones, sus recuerdos y su manera de expresarlo todo responden a esa postura inicial. Con ella investigó la historia de las ideas francesas fraguada en la Resistencia, hecho clave en la conducta intelectual parisina desde 1944 en adelante. Eso le permitió afrontar su libro más original, según creo, Pasado imperfecto, el que le convirtió en un hombre público, donde personajes secundarios sirven para recrear la atmósfera intelectual de la época que resquebrajó no sólo la unidad del comunismo, sino su propia legitimidad. Escribir desde los márgenes sin atenerse a las convicciones teóricas que durante las décadas 1979 y 1980 marcaron el rumbo de Hobsbawm, determina la manera de hacer historia de Judt y por lo mismo su compromiso con la sociedad: "En realidad, yo no creo que desatender el pasado sea nuestro mayor riesgo; el error característico del presente es citarlo desde la ignorancia".

La vida y el trabajo de Hobsbawm y Judt corrieron durante bastantes años en paralelo: hay algo de plutarquiano en sus vidas, algo que afecta a la naturaleza de los dos grandes libros que a la postre les darán celebridad mundial: Historia del siglo XX (The age of extremes), una lectura crítica de por qué se malogró el proyecto de una revolución mundial auspiciada por las ideas marxistas; y Posguerra, donde se asumen como parte de la narrativa reflexiones, posturas políticas, incluso vivencias familiares, como que el nacimiento del mundo de la posguerra obligó a la destrucción de las comunidades judías en Polonia, Moldavia, Galitzia, Bocovia y otros lugares, una destrucción analizada hoy bajo el epígrafe de holocausto: son las comunidades originarias de la familia de Judt, en algunos casos sufriendo el destino de su pueblo, como fue el caso de la tía a la que él debe su nombre, la tía Toni, conducida de Holanda a Auschwitz donde fue asesinada en las cámaras de gas. Y es que, para Judt, el historiador es algo más que un teórico social, algo más que un intérprete de unos textos canónicos que explican el siglo XX como los efectos de la acumulación del capital. Tan orgulloso con su interpretación, se negó a rendirse: la prueba está en El refugio de la memoria, un libro donde pone en orden sus pensamientos mientras luchaba contra la enfermedad de Lou Gehrig, una variante de esclerosis lateral amiotrófica, que le obligó a dictar el texto, pues la mente era la única parte del cuerpo activa.

La diferencia entre Hobsbawm y Judt se percibe mejor si logramos entender las confesiones que Judt aceptó realizar ante Timothy Snyder y que dieron lugar a Pensar el siglo XX. En este libro habla con amabilidad de Hobsbawm, sobre todo de su casual encuentro en Atlanta, consciente de la distancia entre ellos y el poco eco que tuvieron sus trabajos en el maestro. No le importó ese silencio, que algunos considerarían desdén, en parte porque su postura crítica sobre la historiografía expuesta en Sobre el olvidado siglo XX es una invitación a ser sujeto de una actitud parecida. En su palacio de la memoria, para utilizar el concepto de Jonathan Spence, Judt reconoce su adscripción a la izquierda, aunque cuesta encajar eso con alguien que se confiesa un elitista y al que según sus propias palabras "sus colegas consideran un dinosaurio reaccionario". Es comprensible que piensen así, dijo, ya que "enseño el legado textual de unos europeos hace tiempo desaparecidos; no soy muy tolerante con la propia expresión como sustitutivo de la claridad; contemplo el esfuerzo como una pobre alternativa del logro; trato mi disciplina como dependiente en primera instancia de los hechos, no de la teoría; y veo con escepticismo mucho de lo que hoy pasa por ser erudición histórica".

Allí donde Judt ve el individuo como el principio de la libertad occidental, Hobsbawm veía precisamente lo mismo, pero no le gustaba, ya que su gusto personal se inclinaba por la lucha de clases como el motor de la historia. Motivo por el cual para escribir la historia del siglo XX debió superar la nostalgia de un hecho que no pudo ser (el triunfo del comunismo). Para Judt, por el contrario, sólo es posible escribir la historia de ese siglo superando la melancolía ante un hecho que no se acaba de entender del todo: ¿por qué tuvo que desaparecer el mundo del ayer, por decirlo como otro judío relevante, Stefan Zweig, para que pudiera unirse Europa? Mientras Hobsbawm pone fin a su estudio del siglo XX con un desalentador dilema, "fracasaremos si intentamos construir el tercer milenio prolongando el pasado o el presente", Judt se reinventó estudiando checo para entender mejor lo que estaba sucediendo en la Europa Oriental a finales de los años ochenta, lo que le alejó por completo de la ideología comunista que había minimizado su responsabilidad en el atraso y la falta de libertad en los países gobernados en su nombre. Esta actitud le acercó a lo que los franceses llaman moralistes; es decir, escritores en la línea de Camus, Aron o Blum (a los que estudia en El peso de la responsabilidad) con un compromiso cívico explícito que aspiran a ser universalistas coherentes, aunque eso signifique cuestionar algunos dogmas que habían inspirado a la izquierda durante todo el siglo XX. Para Judt está claro que "algo va mal" cuando no se tiene conciencia de que "la democracia puede sucumbir ante una versión corrupta de sí misma, mucho más que a los encantos del totalitarismo, el autoritarismo o la oligarquía". Por su parte, para Hobsbawm, esa realidad es visible, aunque la interpreta en la línea de que en el futuro que viene "no hay porvenir", sólo un simulacro organizado por el poder industrial capitalista.

El mundo del mañana ha comenzado sin resolver los motivos que dieron lugar a la Primera y la Segunda Guerra Mundial. Hobsbawm añora la lucidez de la postura de la izquierda, internacionalista, obrerista, al servicio de las masas trabajadoras, que se atenía a una moral estricta, sin fisuras, donde no cabía la corrupción dentro de ese universo revolucionario, Judt, advierte que existen fuerzas ocultas que están evitando la enseñanza de la historia como lo que realmente debe ser, una narración coherente del pasado, para dar paso a diversiones bien financiadas que conducen al menoscabo de la conciencia crítica del ciudadano y al dominio exacerbado de los sentimientos que no hace mucho condujeron al estallido de dos guerras mundiales. Ambos coinciden en reconocer que la historia tiene en sus manos descubrir esa amenaza, e insisten que en sus libros se encuentran las herramientas para vencerla. Un magnífico legado.
 
Fuente: La Vanguardia.com 05 de febrero del 2014.