domingo, 7 de octubre de 2012

Mirada al proceso revolucionario de las FF.AA dirigido por Juan Velasco Alvarado (1968-1975).

Cuando los cholos llegaron al poder

Por: Eloy Jaúregui (Escritor y periodista)

El general Francisco Morales Bermúdez me había citado a las ocho de la mañana en punto en su oficina de la calle Roma en San Isidro. Hacía frío de madrugada y me recibió su segunda esposa, la abogada Alicia Saffer Michaelsen quien oyó mi interrogatorio. A los dos los conozco de la iglesia de San Felipe. El ex presidente peruano lucía una bufanda crema que hacía contraste con su nariz enrojecida por la humedad. Fue una entrevista agria, llena de exabruptos y contradichos.

Esa vez le había preguntado sobre el viraje que le infringió al proceso del general Juan Velasco, el hecho de haber suspendido la inminente invasión de nuestro ejército a territorio Chileno ese agosto de 1976 y al Plan Cóndor. Morales Bermúdez dijo sus medias verdades y me apuró. Yo me despedí frío también. La entrevista de esa mañana se ha perdido en el olvido.

Diferente fue la mañana del 3 de octubre de 1968 que aunque fría había calentado y conmocionado a los peruanos madrugadores. Por la radio se informaba que esa madrugada se había producido un golpe militar y que las Fuerzas Armadas detuvieron al presidente constitucional Fernando Belaúnde Terry a quien lo habían sorprendido mientras dormía en Palacio de Gobierno y que ahora estaba en pleno viaje a Buenos Aires en calidad de deportado.

Esa vez llegué apresurado a mi colegio, la Gran Unidad Escolar Ricardo Palma de Surquillo. El regente, a quien decíamos “El zorro”, nos reunió en el patio y anunció que se habían suspendido las clases por falta de garantías. Todos lo quisimos esa mañana. Con Ponte y Perales, dos compañeros de aula tomamos el bus de la línea 9 y nos dirigimos hacia la Plaza de Armas en busca de noticias.

Lima estaba sembrada de soldados que cerraban las calles y los transeúntes apenas alcanzaban a mirar la casa de gobierno donde se habían asentado dos viejos tanques de guerra. Al medio día, en el atrio de la Catedral recién me uní a un reducido grupo de personas e intentamos gritar algo a favor de la democracia. La protesta fue corta. La Policía nos detuvo y en unos portatropas nos llevaron hasta la Prefectura de la Av. España donde me soltaron a las horas por ser menor de edad. Cuando regresé a la plaza al atardecer, todo lucía como si nada hubiese ocurrido.

El experimentado periodista Abraham Lama habría de recordar a Martín Adán que esa noche, cuando se despedía de sus amigos del Bar Palermo después de una juerga de endecasílabos, y al enterarse de la noticia comentó: “El Perú volvió a la normalidad”. La frase recorrió las redacciones de los diarios, que celebraron otra muestra del ingenio cáustico del poeta.

Pero esta vez estaba equivocado el rapsoda iluminado. Lo que vendría después de aquella captura a Palacio de Gobierno no sería otro golpe militar “normal” propio de la voluntad sigilosa de un caudillo e históricamente perpetrado en nombre de la oligarquía terrateniente para salvar el orden amenazado por las convulsiones sociales. No. Esa vez la historia del Perú había cambiado para siempre.

Ya en horas de la noche la confusión seguía. ¿Y ahora quién es el cabecilla de la rebelión? De pronto alguien dijo su nombre: “es el general Juan Velasco Alvarado”. Mutis, ni en pelea de perros. A todos los hombres de prensa que se acercaba a Palacio de Gobierno les costaba trabajo recordar a ese nombre y a ese hombre.

Velasco, piurano, había guardado su imagen media caña ultra caleta. Fue uno de los once hijos de una familia mestiza y que había escalado con la sola ayuda de sus estudios y decisión toda la escala militar desde soldado raso a General de División ocupando como último cargo militar la Jefatura del Comando Conjunto de las Fuerzas Armadas. Era lo que se dice un cholo, como Sánchez Cerro u Odría, otros “cachacos” golpistas, tal como lo señaló un comentarista en La Prensa.

Ya instalado en el poder lo conocimos. No daba la talla para presidente. No al menos como el gallardo mandatario Belaúnde. Sus bigotitos de galán antiguo y su voz ronca de empedernido fumador le quedaban muy mal. Pero cuando anunció que estos militares habían tomado el poder no para defender el orden establecido sino para subvertirlo, para imponer cambios fundamentales en las estructuras sociales y económicas de un país asfixiado por el latifundismo, ahí cambió la cosa.

Así, el nuevo régimen militar se declaró “institucional”, es decir, de toda la Fuerza Armada. Con el fin de evitar una estructura caudillista, Velasco creó una suerte de parlamento, el Comité de Asesoramiento de la Presidencia (COAP), constituido por coroneles y generales de las tres ramas militares quienes debía aprobar las leyes “revolucionarias”. En la historia algunos gobiernos militares también se declararon revolucionarios, pero el concepto “revolución” expresaba solo su origen fáctico, el no haber surgido de un proceso democrático.

Cuando esa vez le pregunté al general Morales Bermúdez el por qué se había subordinado contra Velasco me contestó: “El general Velasco ya no estaba en capacidad, ni física ni sicológica, para dirigir el país”. La verdad era otra. Entonces le recordé lo que Velasco le había confesado a César Hildebrandt en la última entrevista de 1977, que el ex presidente había dicho que desde el primer día tuvo opositores adentro y afuera: “Mis ministros me traicionaron. ¿O no? Me sacaron, traicionándome. Eso fue una traición”. Y Morales Bermúdez calló como hoy los Fujimoristas enmascaran con el velo de su silencio la oceánica corrupción de la elite política y militar.

Los historiadores serios, incluyendo a Pablo Macera, han señalado que el gobierno de Velasco fue una dictadura militar atípica dispuesta a cambiar radicalmente el Perú. En esos años, existía una estructura feudal del agro en el que el veinte por ciento de los propietarios poseían el ochenta por ciento de la superficie cultivable. Aquel “problema del indio” del que hablaba Mariátegui existía y millones de peruanos abandonaron el campo y emigraron a las ciudades. Los que se quedaron en el campo desa-taron el más grande movimiento de toma de tierras entre el 1956 y el 1964. La reforma agraria de Velasco culminó ese proceso, pero ya las movilizaciones anteriores habían herido de muerte al latifundio. Sendero Luminoso estaba madurando y en el campo energético la empresa International Petroleum and Company (IPC), subsidiaria de la Standard Oil de Rockefeller Co. operaba como en su chacra fuera del marco de la ley.

Hoy, al mencionar a Velasco en mi facebook leo opiniones encontradas. Mi amigo, el poeta José Rosas Ribeyro desde París me escribe: “¡Qué horror, por dios! El velasquismo fue una asquerosa dictadura. Lo único ‘revolucionario’ en ella fue la demagogia y la corrupción”. Y Mario Antonio Guimarey dice que: “Velasco realizó cambios que ya no podían tener retroceso y quebró el espinazo dorsal de la Oligarquía de entonces. Lamentablemente lo hizo en dictadura, pero al menos lo pudo realizar”.

Mi rockera favorita Dollyrocker ha comentado: “A Velasco sólo le faltó visión de futuro. Ahhh, y dejar tocar a Santana”. Y don Paco opina: “Le sobraron cachacos y civiles arribistas, que se acomodaron hasta en la sopa (…) Ojo; los dos primeros años de Velasco, a pesar de todas sus contradicciones, quizá hayan sido los mejores de la historia republicana. Los únicos que no recordaron ni la fecha ni a Velasco fueron los periodistas. Han pasado apenas 44 años. Qué honor ser esa memoria y minoría.

Fuente: Diario La Primera (Perú). 07 de octubre del 2012.  

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