“En política nadie dio la talla en el Perú”
Doctor en antropología, docente universitario y acaso el mayor estudioso de la violencia política en el Perú, Carlos Iván Degregori nos dejó para siempre el miércoles tras una larga lucha contra el cáncer. En diciembre pasado concedió la presente entrevista. Aquí, en tono testimonial, revela pasajes de su vida y habla del Perú que quiso tanto. Esta conversación, parcialmente inédita, apareció en enero en la revista Palabra de Maestro.
Por:
Pedro Escribano
¿Cómo así se arrojó al abismo en esto de pensar el país y sus problemas? ¿Hubo en casa algún intelectual?
–Mis padres son de las cabezadas de la provincia de San Juan de Lucanas, Ayacucho. No eran intelectuales. Yo soy el primer varón profesional de mi familia. Tengo tías y hermanas, que eran o maestras o asistentas sociales, pero de los varones yo soy el primer profesional. ¿De dónde me viene? La verdad, no sé. Tal vez, las personas mayores de mi familia tenían esos ímpetus de que sus hijos se eduquen y sean profesionales. Un deseo muy generalizado en las familias provincianas; en realidad, en todas las familias.
–¿Y en qué momento se inclinó por la antropología?
–Cuando me di cuenta de que tenía que seguir algo, entonces había que decidir Ciencias o Letras. Las ciencias tenían más prestigio, sobre todo para las familias migrantes, de clase media, que querían que sus hijos sean ingenieros, arquitectos. Y yo ingresé a la UNI. Pero allí me di cuenta de que yo era más para Letras. Y allí tuve otro dilema: si era más para Literatura o para Antropología. Literatura me gustaba desde chico, pues leía chistes, novelitas, cowboyadas, Tarzán, Superman, y recuerdo los Populibros, libritos muy útiles que publicaba Manuel Scorza. Creo que es el contexto de la época el que me ayuda a decidir por las Ciencias Sociales. Es una época de compromiso social, incluso en los escritores. Era la generación del 50 y de Arguedas. Había leído Los ríos profundos, Yawar fiesta, y me impactaron mucho. Entonces decidí por Sociales, sin olvidar nunca la vena literaria, porque me gusta tanto leer como escribir. También decido movido por el espíritu de la época: los jóvenes teníamos interés en la política, en el cambio social, la utopía socialista, la revolución cubana.
–Cuando escribía literatura, ¿escribía en prosa o verso?
–Yo comencé escribiendo cuentitos, pero sólo llegué a publicar un libro de poemas. En los años 70 alcanzo una mención honrosa en el Premio Poeta Joven del Perú, cuando gana José Watanabe. Luego me di cuenta de que eso era en serio, que eres o no eres, que poeta no eres solo los ratos libres. Pero ya estaba metido en Ciencias Sociales y la poesía quedó como una afición mía. Pero eso de escribir también se ha resuelto un poco por la vía periodística.
–Leyó Los ríos profundos, ¿quizás está allí el llamado de pensar el país?
–Sí, mucho. Yo traía toda la vivencia de mis padres. Ellos ya estaban en Lima, pero siempre en vacaciones íbamos a Lucanas. Mi padre era mismo personaje “arguediano”. Los comuneros iban a visitarlo, pues él tenía una tienda de repuestos y un pequeño grifo. Ir a Lucanas era muy atractivo, sobre todo porque era el mundo de las vacaciones.
–Y en Lima, ¿en qué colegio estudió?
–En La Salle de Lima. Crecí en La Victoria.
–O sea, como dicen, muy de barrio…
–(Risas). Sí, por la primera cuadra de Manco Cápac, en la casa de una tía.
–De su época escolar, ¿recuerda que su formación fue la adecuada?
–Bueno, eso es como en todo: hay luces y sombras. La Salle era un colegio católico, y yo estudié antes del Concilio de Vaticano II, es decir, cuando imperaban las cuestiones arbitrarias. Pero se enseñaba bien, no puedo quejarme.
–De adolescente ¿cómo era? ¿Futbolista, guitarrero, trovador?
–No, más bien tranquilo. Bueno, como todos, a los 13 o 14 años fiestero, pero no llegué –y es una de las cosas que me da pena ahora– a tocar ningún instrumento. Pero fiestas, sí, era lo común. Yo diría que no fui el gran mataperro ni tampoco fui un lorna (risas).
–¿De joven fue bohemio?
–Más o menos, ah. Fue una especie de aprendizaje. Curioso, aquí en Lima, con la cerveza y con la fiesta, uno aprende más o menos a manejarse, pero cuando salí de Lima como antropólogo, en el campo, con las comunidades, era el trago corto, el aguardiente, y uno tenía que ser igual a ellos, eso ya era otro nivel. Era graduarte. Era como pasar de primaria a secundaria, y no podías ni rechazar ni quedarte dormido a la mitad. Ha sido un aprendizaje. Estar en cortepelos, cumpleaños y fiestas patronales, eso era bravazo.
La vida universitaria
–En la universidad, ¿quiénes eran parte de la patota?
–He sido un nómade universitario. Primero fue la UNI, después pasé a Letras en la Católica. En esa época, en la Católica, en cada promoción había un grupo de Letras que pasaba a San Marcos, eso era casi ritual, una suerte de fuga. También seguro porque en esa época todavía la Católica era muy conservadora. Por otro lado, San Marcos era excelente, tanto en Literatura como en Ciencias Sociales. En Letras de San Marcos tuve un pequeño grupo de amigos, entre ellos Marco Martos, que era un gran ajedrecista, y era de primera división, y con él también es que yo me metía en estas aventuras literarias. Otro amigo, Jaime Urrutia, que también es antropólogo. En San Marcos hemos tenido buenos profesores, Washington Delgado era un lujo. En Sociales estaba todavía Arguedas, pero no me enseñó.
–¿Alguna vez conversó con él?
–No. Yo le he visto, he estado en alguna de sus clases. Estaban Arguedas, Jorge C. Muelle, Luis E. Valcárcel, José Matos Mar, Alberto Escobar. También Guillermo Lumbreras, Julio Cotler, John Murra, Martha Hildebrandt en Fonética, que para mí solo se hubiera quedado en eso, era muy buena profesora. San Marcos era toda una meca en Humanidades.
La clase inteligente
–Si nosotros pensamos en las personalidades intelectuales que menciona, ¿qué no hicieron para que este país padezca el atraso, la inmoralidad? ¿Los intelectuales le fallaron al país?
–Primero, los intelectuales es imposible que puedan… digamos, no sé si es imposible. Pero no pueden ser al mismo tiempo clase dirigente de una sociedad e intelectuales. Tampoco voy a pensar en el intelectual puro, no es de mis tiempos ni creo que hayan existido. Pero como que hay muchas mediaciones entre los estudiosos, los políticos y los dirigentes sociales, que tienen que articularse para producir un cambio social. Y es aquí donde yo creo ha habido desencuentros. Ha habido muchos que han tratado de dar lo mejor de sí, pero como que no se pudo llegar a hacer el ensamblaje que es necesario para que los poderes sociales se precipiten en un cambio profundo.
–No haber alcanzado este ensamblaje podría ser la respuesta a Zavalita: allí empezó a joderse el Perú.
–(Risas) Ah, es muy posible. La respuesta a cuándo se jodió el Perú es mucho más compleja, pero uno de los factores por los cuales atravesamos todo lo que hemos pasado en las últimas décadas, hasta ahora, es por falta de eslabonamiento. Pongámoslo al revés, una mayoría social que se transformaba aceleradamente. O sea, yo he crecido en la época de las grandes migraciones. Yo recuerdo que siendo un mocoso, el esposo de mi hermana mayor trabajaba en el Hospital de Collique, e íbamos de paseo a visitarlo en Comas. Lima acababa en la UNI y después todo era chacra. Yo he visto las primeras esteras de las invasiones, lo que hoy es Independencia. También era una época de todos los movimientos campesinos. En un país, como dice Arguedas, hirviente en estos días, toda esa mayoría de peruanos y peruanas que se movilizan, buscan nuevas representaciones políticas, pero también nuevas interpretaciones sociales, culturales. Allí es donde no hemos dado la talla. Yo hablo porque además he sido militante político de Izquierda Unida durante años. Creo que incluso que más que como intelectuales, porque un Mariátegui, por ejemplo, no aparece en cada generación pues. En política nadie dio la talla en el Perú, ni la izquierda, el centro ni la derecha, por eso el país se viene abajo en los años 80.
–El desembalse, la frustración, dio lugar a que Sendero germinara…
–Claro, por supuesto, y luego Fujimori. Son los dos extremos al no haber funcionado los que tenían que haber encontrado el camino. Sea de una izquierda socialista, sea de un centro izquierda como era la Democracia Cristiana, Acción Popular o sea un liberalismo de derecha, liberalismo no solo económico, sino también político, un liberalismo de verdad. Ninguno acertó y el país se desbarrancó.
–¿Cree que José Matos Mar lo advirtió con su libro El desborde popular?
–Él tiene una muy buena intuición. El título lo dice todo. Había un desborde popular y desgraciadamente no se encuentra la manera de encausarlo por la vía más constructiva, más solidaria, más social y tiene que ser o por la violencia extrema e irracional o el autoritarismo como el de los 90, con Fujimori. El otro que tuvo por el lado liberal una intuición, yo diría muy parcial, fue Hernando de Soto con El otro sendero. Su solución era muy simplista, y sigue siéndolo. Ahora con lo de Bagua es evidente, esa no es la solución, pero sí da cuenta de los informales, los emprendedores. Pero hay otro que no se ha tomado en cuenta, pero que también lo ve, y es Carlos Franco que ha publicado el libro La otra modernidad, que ofrece una perspectiva muy interesante de lo que es el Perú.
Contra el pesimismo
–¿Se ha sentido alguna vez pesimista, chapaleando en el pantano de las taras peruanas?
–Fíjate, curiosamente no me ocurrió cuando la gran crisis de los 80, principios de los 90; tal vez hasta por dar la contra, psicológicamente, yo decía: hay que seguir intentando, hay que seguir dándole, pero a fines de los 90, la verdad que sí, cuando llega el momento en que parece que Fujimori seguirá en un tercer periodo, fue una etapa muy pesimista. Además, yo lo vivía en la universidad, el control, incluso intervención militar en el caso de San Marcos, que se vuelve como una escuelita. Realmente fue una época para mí muy desanimada.
–¿Quiso irse del país?
–No...
–¿O quiso irse al monte?
–(Risas). No, era a fines de los 90 y ya sabíamos todo lo de Sendero, imagínate... Uno ya podía comprobar la distancia entre los sueños y las pesadillas, pero eran tiempos muy grises.
La educación y el estado
–En esta suerte de país condenado a no progresar, en educación ¿qué responsabilidad le toca al magisterio, al Estado?
–Es injusta la campaña que le echa la culpa al Sutep de la crisis de la educación. Culpa no es la palabra exacta, sino responsabilidad, y si de educación pública se trata, la tiene el Estado. Y allí hay dos hechos: uno es la inversión que hace el Estado en educación, que llega a su punto más alto en el 60 y de allí desciende y no se ha recuperado hasta hoy. Lo segundo es que, a partir de los 80, las élites optan por la educación privada y se deja que languidezca la pública. También hay responsabilidad del magisterio, del Sutep, pero las grandes responsabilidades hay que ponerlas en orden. Países como Brasil o Argentina siguen optando por la educación pública.
–¿Qué debe hacer el gobierno en educación?
–Así como es necesario el dominio de los nuevos medios como internet, hay que apostar por una educación intercultural, inclusiva, que combine saberes, conocimientos. No es que el que habla quechua es un ignorante, no, será ignorante en castellano, como nosotros lo somos en chino. Lo que pasa es que son otros saberes, otras culturas, otras formas de entender el mundo y que recién estamos descubriendo, que no es un pasivo sino un activo. Lo que sí es cierto es que estamos en el momento de la educación. Si seguimos creciendo, como se dice, al 8%, esto no será sostenible si la educación no vuelve a ser uno de los ejes centrales.
Fuente: Diario La República, suplemento "Domingo" (Perú). 22 Mayo, 2011.
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Hasta volvernos a encontrar. Rocío Silva Santisteban.