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El tráfico del terror
ENTRE LOS SIGLOS XVI Y XIX ENTRE DIEZ Y QUINCE MILLONES DE PERSONAS FUERON CAPTURADAS EN ÁFRICA PARA SER TRANSPORTADAS, VEJADAS Y VENDIDAS EN EUROPA Y AMÉRICA COMO "PIEZAS" O "MERCADERÍA". A CONTINUACIÓN IMÁGENES Y CIFRAS DE UN LIBRO QUE APORTA NUEVAS PISTAS SOBRE EL FENÓMENO DE LA ESCLAVITUD: INGLATERRA Y LA ABOLICIÓN DE LA ESCLAVITUD EN EL PERÚ, DE MANUEL SAPONARA
Por Jorge Paredes Laos
La ruta que unía África con Brasil era conocida como middle passage porque era el punto intermedio de la llegada a las indias occidentales. En 1770 era surcada por 192 barcos negreros ingleses, cuya capacidad de carga era de 50 mil esclavos. Los franceses transportaban hasta 30 mil "piezas" anualmente y los portugueses diez mil. Un barco de unas 150 toneladas podía transportar hasta 600 esclavos. Todo un comercio que floreció por cuatro siglos y que transportó forzadamente a varios millones de personas. En un trabajo clásico referido al tema, Herbert S. Klein señalaba que solo en el siglo XVII habían ingresado al Brasil y la América hispana 2,2 millones de africanos, una cantidad monstruosa que pudo haber sido mayor si tenemos en cuenta que buena parte de los embarcados moría en el largo viaje que unía África con el litoral americano. Los esclavos no solo morían de hambre o de enfermedades en las frías bodegas, sino también era frecuente que fueran arrojados vivos al mar como castigo por amotinarse o por falta de alimentos. Después de 1807, cuando Inglaterra comenzó a presionar a las nuevas repúblicas americanas para que cumplieran los tratados abolicionistas, muchos traficantes arrojaban su "carga humana" al océano si eran sorprendidos por las patrullas inglesas.
Ya en tierra, los esclavos eran vendidos según varias categorías: Al que estaba en pleno uso de sus facultades se le llamaba "Alma en boca". Era el de mayor precio. Se pagaba 250 pesos por ellos en Potosí. "Con todas sus tachas" significaba que el vendedor no se hacía responsable de los defectos del esclavo. "Costal de huesos" designaba al que podía tener enfermedades ocultas y a "usanza de feria" era el que valía menos que un indio. Es decir, casi nada.
DECRETOS DE URGENCIA
ENTRE LOS SIGLOS XVI Y XIX ENTRE DIEZ Y QUINCE MILLONES DE PERSONAS FUERON CAPTURADAS EN ÁFRICA PARA SER TRANSPORTADAS, VEJADAS Y VENDIDAS EN EUROPA Y AMÉRICA COMO "PIEZAS" O "MERCADERÍA". A CONTINUACIÓN IMÁGENES Y CIFRAS DE UN LIBRO QUE APORTA NUEVAS PISTAS SOBRE EL FENÓMENO DE LA ESCLAVITUD: INGLATERRA Y LA ABOLICIÓN DE LA ESCLAVITUD EN EL PERÚ, DE MANUEL SAPONARA
Por Jorge Paredes Laos
La ruta que unía África con Brasil era conocida como middle passage porque era el punto intermedio de la llegada a las indias occidentales. En 1770 era surcada por 192 barcos negreros ingleses, cuya capacidad de carga era de 50 mil esclavos. Los franceses transportaban hasta 30 mil "piezas" anualmente y los portugueses diez mil. Un barco de unas 150 toneladas podía transportar hasta 600 esclavos. Todo un comercio que floreció por cuatro siglos y que transportó forzadamente a varios millones de personas. En un trabajo clásico referido al tema, Herbert S. Klein señalaba que solo en el siglo XVII habían ingresado al Brasil y la América hispana 2,2 millones de africanos, una cantidad monstruosa que pudo haber sido mayor si tenemos en cuenta que buena parte de los embarcados moría en el largo viaje que unía África con el litoral americano. Los esclavos no solo morían de hambre o de enfermedades en las frías bodegas, sino también era frecuente que fueran arrojados vivos al mar como castigo por amotinarse o por falta de alimentos. Después de 1807, cuando Inglaterra comenzó a presionar a las nuevas repúblicas americanas para que cumplieran los tratados abolicionistas, muchos traficantes arrojaban su "carga humana" al océano si eran sorprendidos por las patrullas inglesas.
Ya en tierra, los esclavos eran vendidos según varias categorías: Al que estaba en pleno uso de sus facultades se le llamaba "Alma en boca". Era el de mayor precio. Se pagaba 250 pesos por ellos en Potosí. "Con todas sus tachas" significaba que el vendedor no se hacía responsable de los defectos del esclavo. "Costal de huesos" designaba al que podía tener enfermedades ocultas y a "usanza de feria" era el que valía menos que un indio. Es decir, casi nada.
DECRETOS DE URGENCIA
Todos estos datos recogidos por Manuel Saponara en el libro Inglaterra y la abolición de la esclavitud en el Perú (Fondo Editorial del Congreso), dan cuenta de la crueldad y a la vez del refinamiento de una práctica considerada como natural en un buen tramo de la historia, que comenzó a perder prestigio recién con la expansión de las ideas de la Ilustración en el siglo XIX.
Justamente, el libro de Saponara se concentra en este período y en los acontecimientos desencadenados en el Perú desde la Independencia hasta la abolición de la esclavitud, el 3 de diciembre de 1854. En síntesis, las ideas abolicionistas llegaron al Perú con San Martín, pero se estrellaron con una realidad terrible: ni hacendados ni caudillos militares querían cambiar el statu quo. En primer lugar, porque tanto los ejércitos patriotas como los realistas se alimentaban de la fuerza esclava, costumbre que sería seguida después por los caudillos militares, los cuales engrosaron sus tropas con los negros de las haciendas (de ahí los innumerables decretos dados entre 1821 y 1839 que ofrecían leva y libertad a los esclavos que se uniesen a las fuerzas en contienda, aunque luego muchas de esas promesas eran incumplidas, y empujaban a los burlados al pillaje y el bandolerismo); y en segundo término, porque la economía agraria y la mentalidad de los dueños de las tierras seguían siendo esclavistas. Por eso la "libertad de vientres" ("nadie nace esclavo en el Perú"), decretada por San Martín después de la independencia, prácticamente cayó en saco roto. Saponara recoge el testimonio de un hacendado que en 1834 poseía "400 negros, 300 negras y 200 negritos" y se quejaba de la falta de esclavos. "Perdemos muchos de ellos y las tres cuartas partes de los negritos mueren antes de llegar a los doce años. No tengo ya más que novecientos, comprendiendo a estos débiles niños" (p.190). Otro dato relevante es que el azote sobrevivió a la abolición, y existen pruebas de que en 1854 se seguía azotando a los negros libertos. Ya para entonces, bajo la presión inglesa, sobre lo cual abundan referencias en el libro, el gobierno peruano había prohibido toda práctica esclavista.
EL PRECIO DE LA LIBERTAD
Las cosas no cambiaron mucho hasta la primera mitad del siglo XIX. Habían pasado más de veinte presidentes, sin contar protectores y juntas de gobierno, incluido un período de Ramón Castilla (1845-851), en que se reanudó la "importación" de esclavos de Colombia, pero la gota que derramó el vaso fue una nueva guerra civil. El gobierno del general José Rufino Echenique desfallecía en medio de escándalos y el saqueo de las arcas fiscales. Ante el descontento, se levantó primero Domingo Elías en Ica y luego Ramón Castilla organizó la revolución en Arequipa. Echenique se quedó con un ejército debilitado y recurrió a la vieja táctica de los caudillos. El 18 de noviembre de 1854 lanzó un decreto que concedía la libertad a todos los esclavos que se enrolasen a su ejército por dos años y a sus mujeres "legítimas", además prometía un pago a los dueños de los liberados. Saponara cita al propio Echenique, quien cuenta que mandó liberar a 116 esclavos venidos de Nueva Granada y "comprados por Domingo Elías y consentidos por Castilla" (p. 216). Entonces, Castilla fue más allá que su oponente: el 3 de diciembre en Huancayo expidió el decreto que "abolía la esclavitud en todo el Perú". Según Ricardo Palma en ese momento había cuatro mil esclavos. La cifra, sin embargo, se quedó corta, pues un año después los ex propietarios presentaron al gobierno una lista de 26.419 manumisos para cobrar las respectivas indemnizaciones. ¿Qué había pasado? Un editorialista de El Comercio lo explicaba así en un artículo del 27 de agosto de 1858: "Los esclavos muertos se están pasando por vivos; y los libres por esclavos. Lo mismo se está pagando por un esclavo recién nacido que por uno viejo de ochenta años o que por uno robusto" (p. 231). Todo esto generó un gran costo al erario nacional. El Estado tuvo que desembolsar casi ocho millones de pesos (en efectivo y en billetes de pago diferido), siete millones más de lo que había pensado Castilla.
En la mitad del siglo XIX todos sabían que la esclavitud tenía los días contados, pero como dice Saponara nadie quería darle el tiro de gracia. Ya sea por interés o por convicción Castilla sí se atrevió a jalar el gatillo.
Justamente, el libro de Saponara se concentra en este período y en los acontecimientos desencadenados en el Perú desde la Independencia hasta la abolición de la esclavitud, el 3 de diciembre de 1854. En síntesis, las ideas abolicionistas llegaron al Perú con San Martín, pero se estrellaron con una realidad terrible: ni hacendados ni caudillos militares querían cambiar el statu quo. En primer lugar, porque tanto los ejércitos patriotas como los realistas se alimentaban de la fuerza esclava, costumbre que sería seguida después por los caudillos militares, los cuales engrosaron sus tropas con los negros de las haciendas (de ahí los innumerables decretos dados entre 1821 y 1839 que ofrecían leva y libertad a los esclavos que se uniesen a las fuerzas en contienda, aunque luego muchas de esas promesas eran incumplidas, y empujaban a los burlados al pillaje y el bandolerismo); y en segundo término, porque la economía agraria y la mentalidad de los dueños de las tierras seguían siendo esclavistas. Por eso la "libertad de vientres" ("nadie nace esclavo en el Perú"), decretada por San Martín después de la independencia, prácticamente cayó en saco roto. Saponara recoge el testimonio de un hacendado que en 1834 poseía "400 negros, 300 negras y 200 negritos" y se quejaba de la falta de esclavos. "Perdemos muchos de ellos y las tres cuartas partes de los negritos mueren antes de llegar a los doce años. No tengo ya más que novecientos, comprendiendo a estos débiles niños" (p.190). Otro dato relevante es que el azote sobrevivió a la abolición, y existen pruebas de que en 1854 se seguía azotando a los negros libertos. Ya para entonces, bajo la presión inglesa, sobre lo cual abundan referencias en el libro, el gobierno peruano había prohibido toda práctica esclavista.
EL PRECIO DE LA LIBERTAD
Las cosas no cambiaron mucho hasta la primera mitad del siglo XIX. Habían pasado más de veinte presidentes, sin contar protectores y juntas de gobierno, incluido un período de Ramón Castilla (1845-851), en que se reanudó la "importación" de esclavos de Colombia, pero la gota que derramó el vaso fue una nueva guerra civil. El gobierno del general José Rufino Echenique desfallecía en medio de escándalos y el saqueo de las arcas fiscales. Ante el descontento, se levantó primero Domingo Elías en Ica y luego Ramón Castilla organizó la revolución en Arequipa. Echenique se quedó con un ejército debilitado y recurrió a la vieja táctica de los caudillos. El 18 de noviembre de 1854 lanzó un decreto que concedía la libertad a todos los esclavos que se enrolasen a su ejército por dos años y a sus mujeres "legítimas", además prometía un pago a los dueños de los liberados. Saponara cita al propio Echenique, quien cuenta que mandó liberar a 116 esclavos venidos de Nueva Granada y "comprados por Domingo Elías y consentidos por Castilla" (p. 216). Entonces, Castilla fue más allá que su oponente: el 3 de diciembre en Huancayo expidió el decreto que "abolía la esclavitud en todo el Perú". Según Ricardo Palma en ese momento había cuatro mil esclavos. La cifra, sin embargo, se quedó corta, pues un año después los ex propietarios presentaron al gobierno una lista de 26.419 manumisos para cobrar las respectivas indemnizaciones. ¿Qué había pasado? Un editorialista de El Comercio lo explicaba así en un artículo del 27 de agosto de 1858: "Los esclavos muertos se están pasando por vivos; y los libres por esclavos. Lo mismo se está pagando por un esclavo recién nacido que por uno viejo de ochenta años o que por uno robusto" (p. 231). Todo esto generó un gran costo al erario nacional. El Estado tuvo que desembolsar casi ocho millones de pesos (en efectivo y en billetes de pago diferido), siete millones más de lo que había pensado Castilla.
En la mitad del siglo XIX todos sabían que la esclavitud tenía los días contados, pero como dice Saponara nadie quería darle el tiro de gracia. Ya sea por interés o por convicción Castilla sí se atrevió a jalar el gatillo.
Fuente: Suplemento El Dominical (El Comercio)