jueves, 27 de febrero de 2014

La Primera Guerra Mundial. Max Hastings.

Regimiento avanzando hacia el frente durante la I Guerra mundial en posiciones francesas. / CORBIS

El estallido de la primera gran guerra

El arranque y las consecuencias de la primera tragedia del siglo XX

Max Hastings es un prestigioso historiador y creador de dos libros sobre las guerras mundiales

Es el autor de ‘1914. El año de la catástrofe’, publicado en España por la editorial Crítica


Max Hastings

Los grandes acontecimientos históricos están rodeados de mitos y leyendas. Sin embargo, muy pocos son comparables con aquel tórrido verano de 1914 que burló a la humanidad proporcionando el escenario que desencadenó la primera tragedia del siglo XX, llamada entonces la Gran Guerra. 2014 marca el centenario de un suceso que influyó profundamente en la historia de Europa.
 
En algunos países, pero sobre todo en Gran Bretaña, han surgido grandes debates sobre la forma en que debería conmemorarse este evento. Actualmente hay mucha gente que piensa que las dos guerras mundiales pertenecen a órdenes morales distintos, es decir, que la guerra de 1939-1945 fue una guerra “buena”, y la de 1914-1918, una guerra “mala”. Y que el primer conflicto fue tan horrible que apenas importan las causas que motivaron la intervención de los distintos bandos beligerantes.
 
Los británicos siempre han tenido una idea precisa –y excesivamente patriótica– de lo que ocurrió en la II Guerra Mundial. Se enfrentaron solos ante el maléfico nazismo hasta 1941, y después, con la ayuda del Ejército Rojo y de Estados Unidos, derrotaron a Hitler. La lucha no fue tan sangrienta como la del conflicto anterior porque los aliados tenían mejores generales que entendían que sus soldados no debían sacrificarse inútilmente, como sucedió en 1916. Los británicos aún miran al pasado y ven en el periodo de 1939-1945 su mejor momento.
La mayoría de Europa consideraba la guerra un instrumento político útil.
 
No obstante, tienen una vaga idea, y por tanto bastante confusa, de la I Guerra Mundial. Incluso entre personas cultas, aunque algunos sepan que un pez gordo de Ruritania con un bigote extravagante fue asesinado en Sarajevo, la mayoría desconoce cómo estalló el conflicto en Europa. La creencia más extendida, avalada por algunos historiadores y novelistas modernos, es que el conflicto fue sencillamente un terrible error en el que compartieron culpas todas las potencias europeas y una locura agravada por la incompetencia brutal de los mandos militares. Esto es lo que yo considero “la guerra desde la perspectiva de los poetas”. En medio de la sangre y el barro sentían que no había ninguna causa que mereciera esa masacre. Mejor terminar de cualquier manera en vez de resistir buscando una victoria sin sentido.
 
Parece que algunos de los que ahora participan en los actos conmemorativos de 1914 están queriendo limitar el debate sobre las causas que provocaron el conflicto. Entre otros motivos, para no despertar susceptibilidades entre los actuales socios de la Unión Europea y para que este tema no se convierta en 2014 en una mera apología del remordimiento y la disculpa. En 1998, el historiador sensacionalista británico Niall Ferguson sostuvo seriamente que si en la I Guerra Mundial Alemania hubiera vencido a Rusia y a Francia, se habría creado medio siglo antes “algo no muy diferente a la Unión Europea que conocemos hoy día”, y que los británicos podrían haber permanecido como simples espectadores ricos sin derramar una sola gota de sangre.
 
Pero la mayoría de nosotros consideramos que eso es una estupidez. Los historiadores más serios, incluyendo algunos de los mejores alemanes, consideran al Kaiserreich de 1914 una autocracia militarizada cuya victoria habría sido un desastre. Yo sostengo que, a pesar del terrible coste en vidas humanas, la civilización occidental tiene que agradecer por muchas razones a los aliados su victoria tanto en 1918 como en 1945, aun cuando el resultado del primer enfrentamiento demostró tener unas consecuencias dramáticas, ya que Alemania tuvo que luchar de nuevo, en esa ocasión con Hitler, una generación más tarde.

Gas venenoso. El empleo de máscaras antigás se generalizó entre los soldados ante la producción masiva.
No entraré en detalles sobre los acontecimientos del verano de 1914, pero sí creo que es necesario resumir ciertos pormenores. El 28 de junio, el archiduque Francisco Fernando, heredero del Imperio Austrohúngaro y miembro de la dinastía Habsburgo, fue asesinado por un joven terrorista serbobosnio. Los hombres de Estado del Imperio Austrohúngaro no sintieron ninguna pena por la muerte de Francisco Fernando, ya que era un hombre que no gozaba de especial estima por parte de nadie. Pero encontraron en el atentado la justificación ideal para ajustar cuentas con Serbia, un vecino habitualmente incómodo cuyos líderes incitaban a sus propias minorías políticas a la revolución. Los oficiales del Ejército serbio le habían facilitado el arma y tal vez también habían organizado el plan para cometer el asesinato aunque, en mi opinión, es poco probable que el Gobierno de Belgrado estuviera involucrado.
 
Hay algo que resulta incomprensible para las generaciones actuales: la mayoría de las naciones europeas consideraban la guerra no como un horror que debe evitarse a toda costa, sino como un instrumento político útil. Son muchas y posibles las interpretaciones que se ofrecen sobre las causas que originaron el conflicto, pero la única que me parece insostenible es que se produjera por accidente. Todos los Gobiernos piensan que hay que actuar racionalmente cuando se persigue el interés nacional.
 
A principios de julio, Austria decidió invadir Serbia y, por tanto, romper relaciones con ese país. Como todos sabían que Rusia consideraba a esta nación eslava la protegida del zar, Viena envió una misión a Berlín para asegurarse de que Alemania la respaldaría en caso de que Rusia interviniera. El 6 de julio, el káiser Guillermo y su canciller entregaron a Austria lo que los historiadores llaman “un cheque en blanco”, la promesa incondicional de la diplomacia alemana de proporcionar apoyo militar en caso necesario para aplastar a Serbia.
 
Fue una decisión imprudente. Algunos historiadores han presentado argumentos de peso para evitar echar la culpa a Alemania de lo que sucedió después. Pero es imposible no tener en cuenta un hecho indiscutible: el Gobierno del káiser respaldó la decisión de Austria de desencadenar una acción bélica en los Balcanes, adelantándose así a cualquier movimiento de los aliados de la Entente. Algunos autores han seguido la teoría que presentó Fritz Fischer en 1964, según la cual el régimen del káiser intentó desde el principio de la crisis precipitar un conflicto a nivel europeo. No comparto ese punto de vista. Yo pienso que en julio de 1914 Alemania quería que su aliada Austria aplastara a Serbia sin que nadie más interviniera. Pero aunque parezca sorprendente, los alemanes estaban dispuestos a aceptar el riesgo de que a continuación estallara una conflagración en toda Europa.
Más de un político conservador y de un militar pensaban que un triunfo de Alemania fuera de sus fronteras podría detener el avance socialista.
 
Alemania, aunque ya no era un Estado absolutista a la manera de Rusia, conservaba el carácter de una autocracia militarizada en la que un emperador algo trastornado veía con buenos ojos una postura intervencionista. Los generales de Guillermo II barajaban mientras tanto la hipótesis de un enfrentamiento militar que ya había proporcionado a Prusia en la segunda mitad del siglo anterior tres grandes victorias sobre Dinamarca, Austria y Francia. Reconocían además que la democracia amenazaba a su propio país. En el Parlamento alemán existía en aquel momento una mayoría socialista que manifestaba vehementemente su ideología en contra de los militares y prometía que acabaría pronto con la autoridad trastornada del káiser. Pero más de un político conservador y de un militar pensaban que un triunfo de Alemania fuera de sus fronteras podría detener el avance de la marea socialista.
 
Cometieron también el error –típico en aquella época– de subestimar el dominio que estaba consiguiendo su país sin hacer un solo disparo en ningún campo de batalla, solamente gracias a su preponderancia industrial. De acuerdo con los datos de cualquier indicador económico, el poder de Alemania estaba por delante del de Gran Bretaña, Francia y Rusia. Si Alemania no hubiera entrado en guerra en 1914, es difícil saber cómo habría dominado Europa entre 1925 y 1930, pues ningún rival habría podido resistirse y habría conseguido esa hegemonía solo por medios pacíficos.
 
Pero el káiser y sus generales midieron sus fuerzas contando sus efectivos militares. Estaban obsesionados con el creciente poderío militar de Rusia. Según sus cálculos, Rusia no conseguiría ninguna ventaja estratégica y decisiva hasta 1916. “La guerra, cuanto antes, mejor”, fue la frase que lanzó Moltke, jefe del Estado Mayor de Alemania, en una reunión secreta celebrada en diciembre de 1912 y presidida por el káiser.

Archiduque Francisco Fernando. Su magnicidio en Sarajevo desencadenó la ira de Austria contra Serbia y el arranque de las hostilidades.
En 1914, Alemania estaba segura de poder alcanzar una victoria sobre Rusia y su aliado Francia. Sin embargo, no tuvo en cuenta a Gran Bretaña, el tercer aliado de la Entente, porque tenía un ejército pequeño y porque “los barcos de guerra no tienen ruedas”, tal y como manifestó astutamente el káiser.
 
Austria declaró la guerra a Serbia el 28 de julio y empezó bombardeando Belgrado. Los rusos se movilizaron tres días después. Así que el zar desplazó su ejército antes de que lo hiciera el káiser. Existe un argumento formulado por algunos historiadores, que respeto y debe ser conocido, según el cual Rusia debería haber dejado a Austria que aplastara a Serbia en lugar de ampliar el conflicto. Pero personalmente rechazo la idea de que Serbia se mereciera ser destruida.
 
El 31 de julio, un extraño triunfalismo sembró los pasillos del poder en Berlín. El régimen había conseguido su principal objetivo. Tras la iniciativa militar rusa, Alemania podría parecer como una víctima ante su propio pueblo y ante el mundo. Una vez que el káiser firmó desde su palacio en Berlín la orden de movilización de Alemania, mandó, con su infalible mal gusto, que se sirviera champán en sus apartamentos reales. Un general de Baviera que había visitado el Ministerio de la Guerra poco después de que llegara la noticia de la movilización rusa afirmó: “Por todas partes se ven caras alegres. La gente camina por los pasillos agitando los brazos, felicitándose unos a otros”.
 
Rusia había actuado de acuerdo con las esperanzas manifestadas por los mandos militares alemanes. Pero los generales del káiser expresaron simplemente su esperanza de que Francia, aliado de Rusia en la Entente, contemplara la posibilidad de no apoyarla. Guillermo consideraba a los franceses “un pueblo afeminado, no de hombres como los anglosajones o los teutones”, lo que le influyó a decidirse a luchar contra ellos.
 
Los franceses sabían que el plan de guerra alemán era derrotar y aplastar rápidamente a su ejército antes de volver a Rusia. Como era de esperar, Berlín envió un mensaje a París advirtiendo que no aceptaría su neutralidad a menos que Francia entregara sus armas en las fortalezas defensivas de Alemania como garantía. En lugar de ello, los franceses, inevitablemente, se movilizaron.
El Káiser veía a Francia "un pueblo afeminado" y decidió luchar contra ellos.
 
En cuanto a Gran Bretaña, incluso en un momento tan decisivo, la mayor parte del Gobierno y de la población se oponían a un enfrentamiento bélico con Europa. Pero de repente todo cambió. Alemania cometió un error. Su plan de guerra consistía en entrar en Francia a través de Bélgica, de cuya neutralidad era garante Gran Bretaña. El 1 de agosto, Berlín notificó formalmente a Londres su intención de invadir. Bismarck y el Ejército prusiano ya habían evitado actuar de ese modo precisamente porque temían las consecuencias. Pero en 1914, Moltke, que estaba convencido de que Gran Bretaña se decidiría de todos modos a entrar en el conflicto, pensó que marchar a través de Bélgica no cambiaría nada. No estaba equivocado. Aquella decisión provocó que el Gobierno británico enviara un ultimátum a Alemania anunciando su deseo de combatir si no se retiraba de Bélgica. Pero por supuesto que los alemanes no lo hicieron. Y el 4 de agosto, Gran Bretaña se convirtió en la última gran potencia europea en entrar en el conflicto.
 
Teniendo en cuenta lo que sucedió en 1914 y que cada opinión es muy respetable, vuelvo una vez más a esta conclusión: aunque Alemania no quería desencadenar una confrontación de esas características, había tomado la decisión de iniciarla en los Balcanes, provocando con ello todo lo que sucedió después. En cualquier momento del mes de julio, Berlín podía haber detenido el conflicto pidiéndole a Viena que retrocediera de Serbia. Ninguna nación se merece que toda la responsabilidad recaiga sobre ella, pero, de acuerdo con lo anterior, los alemanes parecen los más culpables.
 
Lo que sucedió durante los cuatro años siguientes fue tan terrible para la humanidad que algunas personas sugieren que un triunfo de Alemania habría sido un mal menor. Yo no estoy de acuerdo. Es cierto que el káiser no tenía un gran plan para dominar el mundo, pero sus líderes rápidamente se dieron cuenta de las grandes recompensas que podrían obtener si se firmara un armisticio con los aliados. Sin embargo, el 9 de septiembre de 1914, cuando Berlín percibió la victoria que se avecinaba, el canciller alemán hizo una lista de la compra con todo lo que pensaba adquirir: Francia entregaría a Alemania todos sus depósitos de minerales de hierro, la región fronteriza de Belfort, la franja costera que va desde Dunkerque hasta Boulogne-sur-Mer, la vertiente occidental de la cordillera de los Vosgos. Además, tendrían que demoler las fortalezas estratégicas y pagar grandes compensaciones en efectivo. Por otra parte, iban a anexionarse por completo Luxemburgo, Bélgica y Holanda se convertirían en Estados vasallos, las fronteras de Rusia quedarían drásticamente reducidas, crearían un vasto imperio colonial en el centro de África y una unión económica alemana que se extendería desde Escandinavia hasta Turquía. Aunque otros gobernantes alemanes presentaron distintas demandas –algunas de ellas, incluso más draconianas–, todos estaban convencidos de que no dejarían de luchar hasta asegurarse de que su nación tuviera la hegemonía de Europa.

El soldado. Se consolida la figura del soldado que protagoniza obras literarias de referencia, así como la del amargo desertor.
El Kaiserreich había vencido a sus rivales continentales más importantes. Sin embargo, parece fantasioso imaginar que sus dirigentes hubieran ofrecido un acuerdo generoso a la neutral Gran Bretaña, o su consentimiento para llegar a un statu quo mundial en el que continuaran imperando los intereses financieros y el poder naval británicos. Es muy probable que si Gran Bretaña hubiera intentado permanecer en 1914 como mero espectador de una guerra en el continente, se habría visto de todos modos obligada a luchar contra una Alemania victoriosa algunos años más tarde, pero en condiciones más desfavorables.
 
Maquiavelo observó: “Las guerras comienzan cuando se desea, pero no terminan cuando se quiere”. ¿Podría algún Gobierno francés o británico entre 1914 y 1918 haber ofrecido la paz a Alemania cuando esta insistía en hacer la guerra? Resulta difícil saber si los hombres de Estado aliados, en su caso, se hubieran retirado una vez que comenzó el conflicto. Ha vencido la “perspectiva de los poetas” –los valores de la alianza anglo-francesa dejaron de tener sentido cuando se conocieron los horrores de la guerra–, para tergiversar radicalmente las percepciones actuales. Pero ningún poeta diseñó un plan diplomático creíble que permitiera acabar con la pesadilla que intensamente describieron.
 
Casi todos los combatientes en su sano juicio retrocedían ante las miserias del campo de batalla. Pero esto no quiere decir que pensaran que sus países tuvieran que regalar el triunfo a sus enemigos. George Orwell escribió con gran perspicacia que la manera más rápida de terminar una guerra es perderla.
 
En cada nación beligerante en agosto de 1914, algunos románticos y nacionalistas, casi todos ellos jóvenes, mostraban su entusiasmo ante el gran drama que se estaba produciendo. Entre ellos, un ama de casa austriaca que escribió en su diario: “El heroísmo de esta época, el magnífico espectáculo del mundo en llamas”. Pero la gran mayoría de los europeos presenciaban horrorizados tanta consternación. En un pueblecito del departamento de Isère, en Francia, la tarde del 1 de agosto llegaron dos automóviles militares a la plaza de la iglesia con una orden. El campanero llamó enseguida a la población. El maestro del pueblo describió así la situación: “Parecía como si de repente el viejo rebato feudal hubiera regresado para perseguirnos. Todos manteníamos silencio. Algunos estaban sin aliento. Otros, enmudecidos por la sorpresa. Muchos aún sujetaban las horquetas en sus manos. Las mujeres preguntaban: ‘¿Qué quiere decir todo esto?’ ‘¿Qué nos va a pasar?’. Las mujeres, los niños, los hombres, todos parecían angustiados y emocionados. Las mujeres se abrazaron a sus maridos. Los niños, al ver a sus madres llorar, las imitaron. La mayoría de los hombres se reunieron para discutir sobre qué iba a pasar con la cosecha. Entonces, los jóvenes, y los no tan jóvenes, se subieron a los trenes y se alistaron en el ejército”.
Lo que sucedió durante los cuatro años siguientes fue tan terrible para la humanidad que algunas personas sugieren que un triunfo de Alemania habría sido un mal menor.
 
Winston Churchill escribió años más tarde: “Ninguna parte de la Gran Guerra se puede comparar, por su interés, con el principio. El silencio comedido y guardado por las grandes fuerzas beligerantes, la incertidumbre sobre sus movimientos y posiciones, el gran número de hechos desconocidos e incognoscibles convirtieron la primera colisión en un drama jamás superado. No hubo ningún otro periodo de la guerra en el que la batalla general se librara a tan gran escala, en el que se produjera una gran carnicería en menor tiempo, en el que hubiera tanto en juego. Además, al principio, nuestras capacidades de asombro, horror y entusiasmo aún no se habían cauterizado ni mitigado por los años de hornos en llamas”.
 
Cuando empezó la guerra, muchos británicos se sentían inseguros porque no sabían si estaban apoyando al bando correcto. Pero cuando llegaron las primeras noticias sobre la conducta de los alemanes en Bélgica endurecieron sus posturas. Algunas de las historias que se escuchaban sobre miles de bebés mutilados eran pura propaganda. Sin embargo, los estudios académicos más modernos demuestran que los alemanes, además de incendiar Lovaina y muchas otras ciudades y pueblos, fusilaban a sangre fría, tomaban rehenes o represalias por supuestos e imaginarios disparos de francotiradores y asesinaron a 6.427 civiles belgas y franceses inocentes de todas las edades y de ambos sexos. Si bien es un error comparar el régimen del káiser con el de los nazis, su conducta en 1914 sugiere qué habría sido de la civilización europea si se hubiera producido su victoria.
 
Con respecto al modo en que se libraron las batallas, casi todos los investigadores modernos coinciden en que es una fantasía imaginar que fue fácil alcanzar la victoria. En todas las batallas entre las grandes naciones industriales del siglo XX se han producido numerosas muertes antes del triunfo de uno u otro bando.
 
En términos militares, lo que distinguió a la II Guerra Mundial de la primera no fue que los aliados tuvieran en el segundo conflicto mejores jefes militares o más humanos, sino que entre 1941 y 1945 los rusos aceptaron que era necesario un sacrificio de 27 millones de muertos para vencer a los nazis, convirtiéndose, por tanto, en los grandes responsables de la derrota del Ejército alemán. Gran Bretaña y Estados Unidos solo pagaron con su sangre una pequeña parte del precio de la victoria.
 
En cambio, aunque Serbia perdió un millón de vidas, y Rusia, por lo menos el doble, los británicos y los franceses pagaron entre 1914 y 1918 un tributo mayor. Durante las primeras semanas de la guerra se libraron batallas totalmente diferentes a las que vinieron después, más parecidas de hecho a los enfrentamientos de la época de Napoleón, aunque mucho más costosas en vidas. En agosto de 1914, Francia sufrió más de 250.000 bajas. El día que más caídos se produjeron desde que estalló el conflicto fue el 22 de agosto, con 27.000 franceses muertos.

Gavrilo Princip. El joven terrorista serbobosnio acabó con la vida del archiduque Franciso Fernando el 28 de junio de 1914.
Mucha gente asocia el conflicto con barro, trincheras, alambradas y cascos. Sin embargo, las primeras batallas no tenían remotamente ningún parecido con eso. En los últimos días del verano de 1914, el Ejército de Francia avanzaba hacia la batalla entre un paisaje bucólico, con sus pantalones rojos y sus abrigos azules, capitaneados por bandas de música interpretando marchas militares, banderas al viento y oficiales montados a caballo agitando sus espadas con sus manos enfundadas en guantes blancos.
 
El 22 de agosto de 1914, en una mañana de niebla espesa, las columnas francesas se desplegaban hacia el norte atravesando el pueblo de Virton, justo al lado de Bélgica. La caballería, que iba por delante, se acercó a una granja en la cima de una colina empinada encontrándose de frente con el fuego enemigo. Fue un día de caos y sangre. Los alemanes empezaron a avanzar siguiendo las órdenes de sus oficiales de cantar canciones nacionales para reconocerse unos a otros entre la oscuridad. Sus oponentes atacaron igualmente cantando La Marsellesa.
 
Resultó ser la última melodía que algunos de ellos cantarían. De repente, la niebla desapareció por completo. La infantería, la caballería y los batallones de artillería franceses se encontraron en la cima de la colina a la vista de los artilleros alemanes. Se produjo una masacre. La infantería francesa intentó reiniciar su avance colina arriba. El reglamento francés de servicio de campaña calculó que los atacantes podían correr cincuenta metros en veinte segundos, por lo que no podían recargar sus armas.
 
Pero estaban equivocados. Desde Virton, un superviviente relataba con amargura: “Los que escribieron aquel reglamento se habían olvidado de algo tan sencillo como las ametralladoras. Podíamos escuchar con claridad el ruido de un par de aquellas segadoras. Cada vez que nuestros hombres se levantaban para avanzar, la línea de separación era más estrecha. Al final, nuestro capitán dio la orden: ‘¡Fijen sus bayonetas y carguen!”.
 
“Ya era mediodía y hacía un calor endemoniado. Nuestros hombres, con todo su equipo, comenzaron a correr sobre la colina cubierta de hierba, batiendo los tambores y haciendo sonar las cornetas que anunciaban el ataque. Todos fuimos abatidos. Me golpearon y me quedé allí hasta que alguien me recogió más tarde”. Aquella noche, el superviviente, aún aturdido por esa experiencia, se quedó inmóvil murmurando una y otra vez: “¡Me han destrozado! ¡Oh, me han destrozado!”.
 
Así pues, aquel 22 de agosto fallecieron 27.000 jóvenes franceses en doce batallas a lo largo de la frontera de Francia, sin ganar ni un solo metro de terreno. El general francés que dirigió la ofensiva en las Ardenas escribió al general Joffre, jefe del Estado Mayor: “Los resultados han sido, en general, poco satisfactorios”.
En las primeras batallas no hubo barro, ni trincheras, ni alambradas
 
A finales de agosto, los franceses y los británicos retrocedían hacia el Sur, en dirección a París, cruzando Francia bajo un sol abrasador y tormentas ocasionales, ante los aparentemente invencibles soldados alemanes. Todo parecía indicar que Alemania estaba a punto de conseguir un triunfo absoluto. No fue fácil para las fuerzas aliadas mantenerse unidos en medio de una retirada que amenazaba con convertirse en una derrota. Los casos de soldados rezagados y los desertores llegaron a ser un gran problema. Tanto los británicos como los franceses recurrieron a drásticas sanciones contra aquellos que decidieron que no querían continuar. Uno de ellos fue el soldado Thomas Highgate, del Regimiento Royal West Kent. En la tarde del 6 de septiembre, un guardabosques inglés encontró a Highgate en un cobertizo de una finca de los Rothschild al sur de París.
 
El soldado había decidido que la batalla del Marne –la gran contraofensiva francesa que hizo retroceder a los alemanes que ya estaban a las puertas de París y cambiaría el curso de la historia– no era para él. Pero llevaba puesta ropa que había robado a un civil, y eso le condenó. Highgate fue ejecutado por un pelotón de fusilamiento el 8 de septiembre ante la mirada de dos compañías de soldados compañeros, siguiendo las órdenes del comandante del cuerpo, que quería que la ejecución tuviera “el máximo efecto disuasorio”. Las órdenes dadas al capitán especificaban que Highgate fuera fusilado en público, y así es como se hizo.
 
Quiero concluir mi relato sobre la I Guerra Mundial con la historia de la primera batalla de Ypres, que se desarrolló en octubre y noviembre de 1914. En el noroeste de Bélgica, las tropas británicas, francesas y belgas mantuvieron una línea defensiva contra la aparentemente interminable ofensiva alemana. La victoria de los aliados en Ypres frustró el último intento de los alemanes de lograr un avance para ganar la guerra en el frente occidental. Sin embargo, se cobró tal coste de vidas, sufrimiento y sacrificio, que los aliados no estaban dispuestos a celebrar nada.
 
Ypres fue la primera batalla de la guerra donde de verdad se combatió de trinchera en trinchera, entre el barro y la sangre, a menudo con el agua hasta la cintura. A aquellos que participaron en ella les resultaba imposible imaginar que un combate de ese estilo pudiera continuar durante muchas semanas más, y mucho menos durante cuatro años.

Trinchera de primera línea del frente en Pas-de-Calais (francia) en octubre de 1915. Soldados a la espera de abrir fuego. / COSTA / LEEMAGE
Hoy día solemos contemplar sin aprecio las palabras “Descanse en paz” que aparecen grabadas en la gran mayoría de las lápidas. Sin embargo, para muchos de los que lucharon en Ypres, y en las demás sangrientas batallas que le siguieron, esas palabras tienen un significado real y profundo. Un oficial británico escribió sobre un camarada que había fallecido en noviembre la siguiente nota: “Cuando recuerdo lo agotado que se sentía el pobre Bernard, ahora pienso que está descansando en paz, lejos de toda esta miseria y del ruido, y aunque para su mujer debe de ser horrible, pobrecilla, para él no es tan malo. Ella debe consolarse sabiendo que él por fin puede descansar”. Frases como estas fueron muy importantes para millones de hombres que sufrieron el horror de la guerra.
 
Me gustaría finalizar del mismo modo que he empezado, recalcando la idea de que aunque la I Guerra Mundial fue una desgracia para Europa y para todos los combatientes, es un error pensar que solo fue una masacre inútil. Mucha gente ha criticado la supuesta injusticia que se cometió en el Tratado de Versalles obligando a los alemanes a aceptar su derrota.
 
No cabe duda de que el acuerdo tenía pro­­fundos fallos, pero resultaba extraordinariamente difícil rehacer Europa después del conflicto y de la caída de tres imperios. Los vencedores de la II Guerra Mundial también encontraron en este asunto algo irresoluble. No obstante, los críticos con el Tratado de Versalles no imaginan el tipo de paz que habría pactado Alemania en caso de que hubiera resultado vencedora, como de hecho hizo con Rusia imponiendo sus condiciones en el Tratado de Brest-Litovsk en marzo de 1918. Tal vez resulta cuando menos sorprendente y tremendamente exagerado comparar la victoria de Europa y EE UU en la II Guerra Mundial con la repulsa general hacia el primer conflicto mundial.
 
Ninguna persona en su sano juicio puede sugerir que 2014 sea la ocasión para celebrar el conflicto ni tampoco la victoria de los aliados. Pero me gustaría que los políticos y los medios de comunicación dejaran a un lado los “inútiles” y repetidos prejuicios, y reconocieran que tanto Francia como Gran Bretaña interpretaron en la Gran Guerra el papel que les correspondía. La Alemania del káiser, sus ministros y militares representaban una fuerza malvada a la que había que impedir que dominara Europa. Los muertos de todas las guerras son motivo de lamento. Pero el único consuelo al gran sacrificio que hicieron los aliados era saber que las fuerzas tiranas habían sido derrotadas P

Traducción de Virginia Solans.

Fuente: Diario El País. 27 de febrero del 2014.

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