LA FATALIDAD
REPUBLICANA
Fernán Altuve-Febres Lores
“El Cusco y la sierra son la naturaleza, el
ruralismo, lo perenne, lo indesarraigable”
"En Lima no he aprendido nada del Perú. Allí nunca se trata de ningún
objeto relativo a la felicidad pública del reino. Más separada del Perú está
Lima que Londres y aunque en ninguna parte de la América española se peca de un
patriotismo excesivo, no conozco otra ciudad en la cual este sentimiento sea
más apagado. Un egoísmo frío gobierna a todas las personas y lo que no
perjudica a uno no perjudica a nadie”.
Ciertamente, en la Lima borbónica se había instalado el alma mercantil
que también regía en Cádiz, aquella antigua ciudad fundada por los cartagineses
con el nombre de Gades, mientras que a contraparte, en el Perú andino aún
reinaba otro espíritu, un alma de severidad romana, similar a la austeridad del
impérium de los Incas y de los reyes Habsburgo. Por esto el historiador
cusqueño Luis E. Valcárcel señaló en su libro “Tempestad en los Andes”:
“Existieron dos coloniajes: el coloniaje de Lima, pleno de sibaritismo y
refinamientos, con un acentuado perfume versallesco -la Perricholi, su símbolo-
y el coloniaje del Cusco, austero hasta la adustez, varonil y laborioso… Lima y
la costa representan el aduar convertido en urbe frente a la soledad panorámica
de sus arenales. El Cusco y la sierra son la naturaleza, el ruralismo, lo
perenne, lo indesarraigable”.
En el siglo XVIII el espíritu fenicio de los arenales había corroído
silenciosamente los antiguos deberes de una nobleza indiana, creada para servir
y no para servirse. El dinero fácil del monopolio comercial del Callao sustentó
una aristocracia nominal y vacía que solo quería ser mimada con privilegios sin
asumir los deberes de los verdaderos nobles. Este hecho que había observado la
aguda mirada del noble prusiano también se le reveló a un patricio criollo,
educado para emular el carácter de los quirites romanos, y quien vio que el
Perú:
“encierra dos elementos enemigos de todo régimen justo y liberal: oro y
esclavos. El primero lo corrompe todo; el segundo está corrompido por sí mismo.
El alma de un siervo rara vez alcanza a apreciar la sana libertad; se enfurece
en los tumultos, o se humilla en las cadenas”.
Estas ideas escritas en la Carta de Jamaica (1815) demuestran la fina
intuición de Simón Bolívar, quien pudo entender con lucidez los reflejos
sociales de un país que aún no conocía.
Las guerras de la emancipación pusieron fin a la aristocracia criolla,
pero no al culto por el oro y los esclavos que se mantuvo en el patriciado
mercantil que supervivió a los viejos pergaminos nobiliarios. Esa misma guerra,
como dice Jorge Basadre, convirtió a la hasta entonces remolona plebe en
multitud y en multitud armada tras un jefe guerrero.
La dialéctica entre el patriciado fenicio de la ciudad costera y el
cesarismo popular del paisaje provinciano constituye el dilema existencial de
nuestra vida independiente. La contradicción entre estas dos almas -fenicia y
latina-, ha sido la causa y el efecto de nuestra endémica debilidad
institucional, nuestra piedra de Sísifo y el triunfo de la fatalidad
republicana.
II
En los quince años que separan la Batalla de Ayacucho (1824) y la
Batalla de Yungay (1839) que puso fin a la I Guerra con Chile (1836-1839), el
dilema esencial consistió en definir si el Perú sería una Gran Confederación o
una pequeña República. En aquella incertidumbre solo Andrés de Santa Cruz tuvo
la visión de nuestro destino aún no realizado. Por ello, este César andino
quiso restaurar la majestad perdida, encarnando la prolongación del imperio por
otros medios. El poeta José Santos Chocano, en una carta escrita el 1 de
febrero de 1912 en el Golfo de México, a bordo del buque Preston, le decía al
historiador José de la Riva Agüero y Osma:
“¡Solo una vez apareció el hombre; he mentado a Santa Cruz. ¿Y quién hace en el
Perú justicia -fuera de usted- a ese hombre de quien Napoleón III se asombraba
no hubiese sido emperador?!”
Tras este gran hombre, Santa Cruz, se formó el espíritu romano de los Andes
mientras que frente a él se atrincheró el espíritu fenicio de la planicie
litoral. La supremacía de esta última delimitó el escenario del debate por la
primacía entre la clase de los guerreros y la de los mercaderes, erigida cada
una en la encarnación de aquellos espíritus rivales.
Durante la República Autocrática (1845-1895) primaron los centauros
guerreros. Las multitudes como plebe urbana o como hueste combativa se
enrolaban tras un predestinado que representaba en su persona la totalidad de
sus aspiraciones, mientras que los empobrecidos mercaderes solo podían defender
sus intereses infiltrándose y rodeando al caudillo de turno. Su labor era la de
validos que destilaban sus privilegios y minaban gobiernos.
Por el nombre podría creerse que esta autocracia fue un régimen de
organización y estabilidad en nuestra historia, pero paradójicamente no lo fue
porque, a diferencia del Chile de Portales o del Imperio de Brasil, el poder no
estuvo cubierto de un manto “impersonal” que permitiese crear una
institucionalidad secular. Además, al personalismo, debilidad innata del Cesarismo,
se sumó otro grave problema: la hostilidad silenciosa del Patriciado criollo
que con su intensa rivalidad jaqueaba el poder de los caudillos. Es así como a
partir de 1844, el patriciado inicia su larga marcha hacia la toma total del
poder que concluirá tras la revolución de los gamonales de 1894-95.
El primer paso importante que dan los mercaderes contra los guerreros,
su llamada “gesta de la civilidad” contra el “militarismo”, la lideró Domingo
Elías, un potentado que, siendo prefecto de Lima, el 17 de junio de 1844
amotinó a las turbas de la capital durante siete días contra su antiguo
protector, el general Manuel Ignacio Vivanco, curiosamente el caudillo que se
había rodeado del más ilustre cenáculo intelectual y quien, además, había
auspiciado una mayor participación de los civiles en la política. A esta
felonía la historiografía liberal la ha calificado con el título de “Semana
magna”.
Pero el efecto que tuvo esta primera actuación política del patriciado
republicano no fue el esperado, pues el deseado gobierno civil no se concretó
y, en vez de ello, se consiguió que el caudillismo moderado de Vivanco fuese
desplazado por el severo caudillismo de Ramón Castilla, quien gracias a la
impericia política de los mercaderes se convirtió en la figura protagónica del
cesarismo criollo.
Ahora bien, Castilla siempre aspiró a la institucionalización del poder
personal en un régimen perdurable, el “Estado en forma” del que habló Spengler.
Su frase “los caudillos formarán las instituciones para que las instituciones
formen a los caudillos” nos expone este deseo que no se pudo concretar.
El dormido espíritu fenicio de una pobre República convaleciente de la
independencia se despertó sediento de lucro y privilegios con el hedor que
despedía el oro del guano. A partir de la década de 1850, este espíritu
irrumpió como un torrente en las arcas públicas mientras que la austeridad del
espíritu romano -representado por las legiones guerreras y la Iglesia romana-
se resistieron a una escandalosa orgía de opulencia y usura.
Los mercaderes ahora tenían una buena razón para iniciar una nueva
“gesta de la civilidad” que ha sido el eufemismo recurrente para encubrir su
codicia de riqueza pública y poder estatal. Otra vez, Domingo Elías apareció
promoviendo “libertades”, esta vez la abolición de la vieja esclavitud negra,
mientras él ya se había convertido en el traficante oficial de los coolies que
serían los nuevos esclavos amarillos que sustituirían la mano de obra barata de
la costa. Contra estos negociados inmorales se enfrentó Vivanco y el pueblo de
la católica Arequipa. Así fue como el espíritu fenicio causó la fronda jacobina
de 1854 y el alma romana reaccionó con la fronda ultramontana de 1856.
Ramón Castilla sobrevivió aquellas dos graves pruebas y al final pudo
conciliar en la Constitución de 1860 los intereses de los mercaderes del guano,
los dogmas del pontificado católico y los principios de los centuriones de la
República, pero este equilibrio constitucional nunca pudo crear un “Estado en
forma” porque los espíritus fenicio y romano solo habían celebrado un
armisticio y la verdadera Constitución de la República Autocrática quedó
redactada en los versos del brillante poeta satírico Felipe Pardo y Aliaga:
“Yo a un buen Ejecutivo le diría
por toda atribución: “Coge un garrote,
y cuidando sin vil hipocresía.
Que tu celo ejemplar todo el mundo note.
Tu justicia, honradez y economía
y que nadie esté ocioso, ni alborote.
Haz al pueblo el mejor de los regalos:
Dale cultura y bienestar a palos.”
La desaparición de Castilla en 1867 debilitó gravemente el equilibrio
constitucional alcanzado. Los guerreros que sucedieron al desaparecido mariscal
eran caudillos menores, enredados en un sinnúmero de gobiernos que terminaron
por quebrar el espíritu romano, mientras que los mercaderes embargados por el
dispendio y las malas inversiones necesitaban cada vez más las riquezas del
Estado para poder sostenerse.
Fue entonces cuando surgió la segunda gran figura de la “gesta de la
civilidad” contra el “militarismo”. Fue Manuel Pardo quien cohesionó y lideró a
los insatisfechos mercaderes del guano en su conquista del Estado. Así nació la
fronda financiera que en 1872 lanzó a la multitud de desempleados de las obras
de los ferrocarriles, los braseros, contra los soldados que se negaron a aceptar
el dominio del patriciado mercantil, la argolla, y quienes, como romanos,
pagaron con su sangre el haber tratado de evitar que la Patria se convirtiera
en una República fenicia.
El espíritu mercenario que instauró el Civilismo pardista no solo
destruyó al Ejército, sino que debilitó a la Patria misma, exponiéndola ante la
codicia de los vecinos externos, que resultaron ser los grandes beneficiarios
con la riqueza del salitre tras la victoriosa II Guerra con Chile (1879-1883).
A lo largo de aquella infausta guerra, una verdadera “Iliada” americana,
la multitud se hizo guerrilla en los Andes y gracias a esta guerra fabiana se
reanimó el espíritu romano bajo el caudillaje del general Andrés Avelino
Cáceres.
Finalizada la contienda fue restaurada la Constitución de 1860 redactada
por los discípulos del gran líder conservador Bartolomé Herrera, con su promesa
de equilibro, y los empobrecidos mercaderes del campo y la ciudad fueron
convocados para sumarse a la obra de la Reconstrucción Nacional. Pero cuando el
país había sido saneado de las pesadas reparaciones de la guerra, el alma
mercantil en falencia quiso asaltar nuevamente las arcas del Estado y copar el
poder para repartirse los pocos dividendos de la convaleciente República.
Entonces, el espíritu fenicio -sin liderazgo desde la muerte de Pardo-,
necesitado de un adalid para una nueva “gesta de civilidad”, convocó a su
antiguo enemigo, el antipardista Nicolás de Piérola, con el fin de que
comandase la fronda de los gamonales de 1894. Fue así como la riqueza desató a
la multitud hecha montoneras contra el máximo Héroe de la Guerra, el Grau de la
tierra: el general Cáceres. Con esta nueva felonía se puso fin a la República
Autocrática y se dio origen a la llamada República Aristocrática. (Continuará).
* Publicado
en La Democracia Fuerte. Lima, 2005.
Fuente: Diario La Razón. 17 de octubre del 2013.