Acertar con los pasos siguientes en Egipto
Por: Timothy Garton Ash. Catedrático de Estudios Europeos en la Universidad de Oxford.
Las multitudes que han conseguido la dimisión de Mubarak prueban que Huntington se equivocó sobre el choque de civilizaciones. Los árabes y los musulmanes luchan con valentía en defensa de la dignidad humana.
Nadie predijo aquello, pero todo el mundo podía explicarlo después". Se dijo de otra revolución, pero vale para esta.
"Para ser sinceros, pensábamos que íbamos a durar unos cinco minutos", recuerda uno de los organizadores de la manifestación original del 25 de enero con la que comenzó esta revolución egipcia. "Pensamos que nos detendrían enseguida". Si hubiera sido así, si las fuerzas de seguridad de Mubarak hubieran vuelto a matar al feto en el vientre, Internet estaría ahora lleno de artículos de expertos que tratarían de explicar por qué "Egipto no es Túnez". Por el contrario, la Red está llena de explicaciones improvisadas pero de una certeza aplastante sobre lo que nadie había previsto. Son las falsas ilusiones del determinismo retrospectivo.
Por consiguiente, antes de seguir, hagamos dos profundas reverencias. La primera, y más profunda, a los que iniciaron esto, corriendo un gran peligro personal, sin ningún apoyo de un Occidente teóricamente defensor de las libertades y contra un régimen que recurre de forma habitual a la tortura. A ellos van toda mi admiración y todo mi respeto. Y en segundo lugar, hay que inclinarse ante la diosa Fortuna, lo imprevisto, que, como observó Maquiavelo, explica la mitad de todo lo que ocurre en la vida de los seres humanos. Ninguna revolución ha conseguido avanzar jamás si no cuenta con unos individuos valientes y buena suerte.
Una correosa víctima de esta revolución, de cuya muerte deberíamos alegrarnos, es la falacia del determinismo cultural, y en concreto la noción de que los árabes y los musulmanes no están preparados para las libertades, la dignidad y los derechos humanos. Su "cultura", nos aseguraban Samuel Huntington y otros, les programaba para otra cosa. Que se lo digan a la gente que baila en la plaza de Tahrir. Eso no quiere decir que los modelos religioso-políticos del islam, tanto radical como conservador, y los legados específicos de la historia árabe moderna, no vayan a hacer que la transición a una democracia liberal consolidada sea más difícil de lo que fue, por ejemplo, en la República Checa. Claro que sí. Todavía es posible que, al final, las cosas salgan terriblemente mal. Pero la idea tan condescendiente de que "eso nunca podría ocurrir allí" ha quedado refutada en las calles de Túnez y El Cairo.
Y, ya que hablamos de determinismos, deshagámonos de otro. En las etiquetas como "La revolución de Facebook", "La revolución de Twitter" y "La revolución de Al Yazira", volvemos a encontrarnos con el espectro del determinismo tecnológico. Después de hablar con algunos amigos en El Cairo, no me cabe la menor duda de que todos estos medios han desempeñado un papel muy importante en la organización y la multiplicación de las protestas populares que comenzaron el 25 de enero. Mientras escribo este artículo, he ido observando el crecimiento de la página de Facebook creada por los egipcios para "autorizar" a Wael Ghonim -el directivo de Google liberado hace unos días de la cárcel y recién designado héroe de la revolución- a hablar en su nombre. La primera vez que la visité, a las 8.51 de la mañana del miércoles, tenía 213.376 seguidores; dos días después, tenía 285.570. Antes, Ghonim había organizado, con seudónimo, otra página en Facebook que contribuyó a las protestas y cuenta ya con más de 600.000 seguidores.
Como sucedió en Túnez, lo que crea el efecto catalítico es la combinación de las redes sociales de Internet y telefonía móvil con el viejo superpoder de la televisión. La cadena de televisión Al Yazira ha ofrecido un relato fascinante de una lucha de liberación con material sacado de blogs e imágenes borrosas tomadas con teléfonos móviles. Ghonim se convirtió en un héroe popular porque poco después de salir de prisión apareció en un programa de la televisión egipcia que le permitió llegar por primera vez a un público de masas. Es decir, las tecnologías de la comunicación, viejas y nuevas, son muy importantes; pero ni impiden que los movimientos populares de protesta acaben aplastados, como se vio en Bielorrusia e Irán, ni deciden el resultado; y el medio no es el mensaje.
Luego están las analogías históricas. He perdido ya la cuenta de cuántos artículos he visto (incluido uno mío, me apresuro a añadir) que se preguntan si este es, o no, el 1989 árabe. "La caída del muro de Berlín del mundo árabe", grita un titular. "Esto no es 1989", clama otro. A la hora de la verdad, la comparación quizá no nos explique gran cosa de lo que ocurre en Egipto, Túnez y Jordania, pero desde luego nos dice algo sobre 1989. Es indudable que 1989 ha pasado a ser el modelo por antonomasia de cualquier revolución de principios del siglo XXI. Lejos están ya 1789, 1917, y 1848.
Por el contrario, otra analogía que sí se utiliza casi tanto como la de 1989 es el Irán de 1979, que incluye la posibilidad de que los islamistas radicales y violentos salgan vencedores. En The New York Times, Roger Cohen, que ha escrito crónicas espléndidas desde Túnez y Egipto, sigue la primera ley del periodismo ("primero simplificar, luego exagerar") cuando dice que "la cuestión fundamental" en Egipto es: "¿estamos presenciando el Teherán de 1979 o el Berlín de 1989?". Una posible respuesta es: lo que estamos presenciando en El Cairo en 2011 es El Cairo de 2011. No lo digo en el sentido obvio de que cada acontecimiento es único, sino en otro sentido más profundo. Porque lo que caracteriza a una verdadera revolución es la aparición de algo auténticamente nuevo, por un lado, y, por otro, el regreso de un principio humano universal que había estado reprimido.
Es nuevo, en El Cairo en 2011, que los árabes y los musulmanes se manifiesten en masa, con valentía y (en general) disciplina pacífica, en defensa de la dignidad humana y contra los gobernantes corruptos y represores. Son nuevos en 2011 el grado de descentralización y las redes organizativas que están detrás de las manifestaciones, de forma que hasta a los observadores más enterados les cuesta responder a la pregunta: "¿quién organiza esto?". Es nueva en 2011 la extraordinaria presión demográfica, porque la mitad de la población en casi todos estos países es menor de 25 años.
Lo viejo, en este Cairo de 2011 -tan viejo como las pirámides, tan viejo como la civilización humana-, es el grito de los hombres y mujeres oprimidos, que vencen la barrera del miedo y viven, aunque sea de forma pasajera, la sensación de libertad y dignidad. Mi corazón daba saltos de alegría cuando vi las imágenes de las inmensas muchedumbres que se concentraban pacíficamente en el centro de la ciudad celebrando la caída del rais. Sin embargo, cuando acabemos de tararear el coro de los prisioneros compuesto por Beethoven para Fidelio, no olvidemos que estos momentos son siempre efímeros. Queda por delante la dura tarea de consolidar la libertad.
Aquí es donde adquieren importancia las comparaciones históricas, que no pueden sustituir al análisis informado y de primera mano de la situación concreta, pero sí ofrecen una amplia variedad de experiencias que muestran de cuántas formas puede salir mal una revolución y la delicada combinación de factores que hace falta para que salga bien.
Ni en la oposición ni en el sector oficial he visto todavía un ingrediente vital para que salga bien: unos interlocutores organizados y creíbles para negociar la transición. Es cierto que en la plaza de Tahrir ha surgido un embrión de organización. Con Ghonim, los manifestantes tienen a un personaje que es un símbolo y podría llegar a ser un líder. Pero da la impresión de que todavía falta mucho para una alianza de las fuerzas opositoras capaz de canalizar la presión popular hacia la mesa de negociación. En el bando oficial, habría que dejar paso a un gobierno provisional encabezado por alguien que sea aceptable para todos (o al menos casi todos) los bandos, alguien como el viejo y astuto Amr Moussa, secretario general de la Liga Árabe. Solo cuando coincidan esos dos elementos podremos empezar a confiar en que la revolución egipcia está en el buen camino.
Timothy Garton Ash es catedrático de Estudios Europeos en la Universidad de Oxford, investigador titular en la Hoover Institution de la Universidad de Stanford. Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia.
Fuente: Diario El País (España). 12/02/2011.
Por: Timothy Garton Ash. Catedrático de Estudios Europeos en la Universidad de Oxford.
Las multitudes que han conseguido la dimisión de Mubarak prueban que Huntington se equivocó sobre el choque de civilizaciones. Los árabes y los musulmanes luchan con valentía en defensa de la dignidad humana.
Nadie predijo aquello, pero todo el mundo podía explicarlo después". Se dijo de otra revolución, pero vale para esta.
"Para ser sinceros, pensábamos que íbamos a durar unos cinco minutos", recuerda uno de los organizadores de la manifestación original del 25 de enero con la que comenzó esta revolución egipcia. "Pensamos que nos detendrían enseguida". Si hubiera sido así, si las fuerzas de seguridad de Mubarak hubieran vuelto a matar al feto en el vientre, Internet estaría ahora lleno de artículos de expertos que tratarían de explicar por qué "Egipto no es Túnez". Por el contrario, la Red está llena de explicaciones improvisadas pero de una certeza aplastante sobre lo que nadie había previsto. Son las falsas ilusiones del determinismo retrospectivo.
Por consiguiente, antes de seguir, hagamos dos profundas reverencias. La primera, y más profunda, a los que iniciaron esto, corriendo un gran peligro personal, sin ningún apoyo de un Occidente teóricamente defensor de las libertades y contra un régimen que recurre de forma habitual a la tortura. A ellos van toda mi admiración y todo mi respeto. Y en segundo lugar, hay que inclinarse ante la diosa Fortuna, lo imprevisto, que, como observó Maquiavelo, explica la mitad de todo lo que ocurre en la vida de los seres humanos. Ninguna revolución ha conseguido avanzar jamás si no cuenta con unos individuos valientes y buena suerte.
Una correosa víctima de esta revolución, de cuya muerte deberíamos alegrarnos, es la falacia del determinismo cultural, y en concreto la noción de que los árabes y los musulmanes no están preparados para las libertades, la dignidad y los derechos humanos. Su "cultura", nos aseguraban Samuel Huntington y otros, les programaba para otra cosa. Que se lo digan a la gente que baila en la plaza de Tahrir. Eso no quiere decir que los modelos religioso-políticos del islam, tanto radical como conservador, y los legados específicos de la historia árabe moderna, no vayan a hacer que la transición a una democracia liberal consolidada sea más difícil de lo que fue, por ejemplo, en la República Checa. Claro que sí. Todavía es posible que, al final, las cosas salgan terriblemente mal. Pero la idea tan condescendiente de que "eso nunca podría ocurrir allí" ha quedado refutada en las calles de Túnez y El Cairo.
Y, ya que hablamos de determinismos, deshagámonos de otro. En las etiquetas como "La revolución de Facebook", "La revolución de Twitter" y "La revolución de Al Yazira", volvemos a encontrarnos con el espectro del determinismo tecnológico. Después de hablar con algunos amigos en El Cairo, no me cabe la menor duda de que todos estos medios han desempeñado un papel muy importante en la organización y la multiplicación de las protestas populares que comenzaron el 25 de enero. Mientras escribo este artículo, he ido observando el crecimiento de la página de Facebook creada por los egipcios para "autorizar" a Wael Ghonim -el directivo de Google liberado hace unos días de la cárcel y recién designado héroe de la revolución- a hablar en su nombre. La primera vez que la visité, a las 8.51 de la mañana del miércoles, tenía 213.376 seguidores; dos días después, tenía 285.570. Antes, Ghonim había organizado, con seudónimo, otra página en Facebook que contribuyó a las protestas y cuenta ya con más de 600.000 seguidores.
Como sucedió en Túnez, lo que crea el efecto catalítico es la combinación de las redes sociales de Internet y telefonía móvil con el viejo superpoder de la televisión. La cadena de televisión Al Yazira ha ofrecido un relato fascinante de una lucha de liberación con material sacado de blogs e imágenes borrosas tomadas con teléfonos móviles. Ghonim se convirtió en un héroe popular porque poco después de salir de prisión apareció en un programa de la televisión egipcia que le permitió llegar por primera vez a un público de masas. Es decir, las tecnologías de la comunicación, viejas y nuevas, son muy importantes; pero ni impiden que los movimientos populares de protesta acaben aplastados, como se vio en Bielorrusia e Irán, ni deciden el resultado; y el medio no es el mensaje.
Luego están las analogías históricas. He perdido ya la cuenta de cuántos artículos he visto (incluido uno mío, me apresuro a añadir) que se preguntan si este es, o no, el 1989 árabe. "La caída del muro de Berlín del mundo árabe", grita un titular. "Esto no es 1989", clama otro. A la hora de la verdad, la comparación quizá no nos explique gran cosa de lo que ocurre en Egipto, Túnez y Jordania, pero desde luego nos dice algo sobre 1989. Es indudable que 1989 ha pasado a ser el modelo por antonomasia de cualquier revolución de principios del siglo XXI. Lejos están ya 1789, 1917, y 1848.
Por el contrario, otra analogía que sí se utiliza casi tanto como la de 1989 es el Irán de 1979, que incluye la posibilidad de que los islamistas radicales y violentos salgan vencedores. En The New York Times, Roger Cohen, que ha escrito crónicas espléndidas desde Túnez y Egipto, sigue la primera ley del periodismo ("primero simplificar, luego exagerar") cuando dice que "la cuestión fundamental" en Egipto es: "¿estamos presenciando el Teherán de 1979 o el Berlín de 1989?". Una posible respuesta es: lo que estamos presenciando en El Cairo en 2011 es El Cairo de 2011. No lo digo en el sentido obvio de que cada acontecimiento es único, sino en otro sentido más profundo. Porque lo que caracteriza a una verdadera revolución es la aparición de algo auténticamente nuevo, por un lado, y, por otro, el regreso de un principio humano universal que había estado reprimido.
Es nuevo, en El Cairo en 2011, que los árabes y los musulmanes se manifiesten en masa, con valentía y (en general) disciplina pacífica, en defensa de la dignidad humana y contra los gobernantes corruptos y represores. Son nuevos en 2011 el grado de descentralización y las redes organizativas que están detrás de las manifestaciones, de forma que hasta a los observadores más enterados les cuesta responder a la pregunta: "¿quién organiza esto?". Es nueva en 2011 la extraordinaria presión demográfica, porque la mitad de la población en casi todos estos países es menor de 25 años.
Lo viejo, en este Cairo de 2011 -tan viejo como las pirámides, tan viejo como la civilización humana-, es el grito de los hombres y mujeres oprimidos, que vencen la barrera del miedo y viven, aunque sea de forma pasajera, la sensación de libertad y dignidad. Mi corazón daba saltos de alegría cuando vi las imágenes de las inmensas muchedumbres que se concentraban pacíficamente en el centro de la ciudad celebrando la caída del rais. Sin embargo, cuando acabemos de tararear el coro de los prisioneros compuesto por Beethoven para Fidelio, no olvidemos que estos momentos son siempre efímeros. Queda por delante la dura tarea de consolidar la libertad.
Aquí es donde adquieren importancia las comparaciones históricas, que no pueden sustituir al análisis informado y de primera mano de la situación concreta, pero sí ofrecen una amplia variedad de experiencias que muestran de cuántas formas puede salir mal una revolución y la delicada combinación de factores que hace falta para que salga bien.
Ni en la oposición ni en el sector oficial he visto todavía un ingrediente vital para que salga bien: unos interlocutores organizados y creíbles para negociar la transición. Es cierto que en la plaza de Tahrir ha surgido un embrión de organización. Con Ghonim, los manifestantes tienen a un personaje que es un símbolo y podría llegar a ser un líder. Pero da la impresión de que todavía falta mucho para una alianza de las fuerzas opositoras capaz de canalizar la presión popular hacia la mesa de negociación. En el bando oficial, habría que dejar paso a un gobierno provisional encabezado por alguien que sea aceptable para todos (o al menos casi todos) los bandos, alguien como el viejo y astuto Amr Moussa, secretario general de la Liga Árabe. Solo cuando coincidan esos dos elementos podremos empezar a confiar en que la revolución egipcia está en el buen camino.
Timothy Garton Ash es catedrático de Estudios Europeos en la Universidad de Oxford, investigador titular en la Hoover Institution de la Universidad de Stanford. Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia.
Fuente: Diario El País (España). 12/02/2011.
que bien dicho y que ganas de leer algo así.
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