domingo, 27 de junio de 2010

Historia de las relaciones diplomáticas entre el Perú y EE.UU. La figura de John Randolph Clay.

Imagen: Mineralogical Record

Perú-Estados Unidos: El hombre de la amistad

El aporte de John Randolph Clay. Según una encuesta, la mayoría de peruanos considera a Estados Unidos uno de los países más amigos del Perú. Esta relación tuvo en Randolph Clay a un invalorable gestor.

Por: Rosa Garibaldi
Historiadora y diplomática peruana.

El 8 de diciembre de 1847 arribó a Lima un eminente diplomático estadounidense. Durante quince años había ejercido funciones ante la corte de los zares de Rusia y de los emperadores austríacos. Era John Randolph Clay (1808-1885), nuevo jefe de la misión diplomática de Estados Unidos en el Perú: uno de los diez puestos diplomáticos más importantes de Estados Unidos en el mundo.

Afianzar lazos

Su país requería un diplomático inteligente y de prestigio para la misión en Lima, pues se encontraba en plena guerra con México. Necesitaba, por tanto, a un Perú neutral y amistoso en cuyos puertos tanto la Marina de Guerra como la mercante estadounidense pudieran abastecerse y reparar sus naves.

Al llegar, Clay quedó inmerso, sin saberlo, en la propuesta de defensa hemisférica del presidente Ramón Castilla, quien —a través de su gran canciller José Gregorio Paz Soldán— convocó el primer Congreso Americano de Lima, para crear un sistema de defensa contra todas las agresiones procedentes del exterior. El Gobierno Estadounidense no estaba exento del tema.

Apoyo histórico

John Randolph Clay se ganó la amistad y confianza del presidente Ramón Castilla al apoyar incondicionalmente a nuestro país en un momento crítico. En 1852 el secretario de Estado Daniel Webster (1782-1852), con el fin de lograr acceso directo para las naves norteamericanas al milagroso fertilizante —el guano peruano— prescindiendo del sistema de consignatarios del Perú, desconoció la jurisdicción peruana sobre las islas guaneras de Lobos. Bajo ese argumento y animados por las garantías brindadas —el respaldo de la escuadra norteamericana— sesenta naves, liderada por una “armada hasta los dientes”, enrumbaron hacia nuestras islas. J.R. Clay puso en riesgo su propia carrera diplomática y se unió a la enérgica campaña de la legación peruana en Washington y de la cancillería para defender la jurisdicción del Perú sobre las islas de Lobos. Una tras otra envió a su gobierno las pruebas —históricas y jurídicas— que nuestra cancillería le entregó para fundamentar la posición peruana. Y llegó al extremo de preguntarle al secretario de Estado de su país:

“En oposición a estas innumerables pruebas, ¿qué tienen como prueba los Estados Unidos?”. Gracias a Clay, se evitó un enfrentamiento armado entre las naves norteamericanas y las fuerzas peruanas en las islas. El conflicto concluyó cuando el secretario de Estado Edward Everett reconoció oficialmente, el 16 de noviembre de 1852, la jurisdicción peruana sobre las islas.

Por la paz

En 1854 Estados Unidos firmó con Ecuador un tratado para establecer un protectorado en las islas Galápagos, pues se creía que albergaban guano similar al peruano. Esto detonó la creciente desconfianza contra los norteamericanos. Fue entonces que Clay, en informe al secretario de Estado William L. Marcy (1786-1857) abogó por una política exterior estadounidense auténticamente favorable a las naciones sudamericanas y basada en intereses mutuos, con un cambio radical en sus relaciones y dispuesta a mediar en las controversias entre esas repúblicas y las potencias europeas.

Solución a un reclamo

En 1858 nuestro país se enfrentó al reclamo estadounidense por el embargo de dos naves norteamericanas, la Lizzie Thompson y la Georgiana. Estas habían cargado guano de islas con una licencia otorgada ilegalmente por los insurgentes de Manuel Ignacio de Vivanco. John Randolph Clay siguió las instrucciones enviadas por el presidente James Buchanan, un expansionista a ultranza y ferviente exponente del “Destino manifiesto”.

La argumentación peruana sobre el caso era sólida: aquí no había —como sostenía Estados Unidos— una guerra civil entre dos beligerantes en la que cada bando ejercía jurisdicción sobre el territorio que ocupaba. Existía un grupo alzado en armas, en el sur, contra el gobierno legítimo del Perú y Estados Unidos —con sus estados sureños en abierta rebelión contra el norte— resultaba el menos indicado para sancionar una conducta que, a la larga, podría ser dañina para sus propios intereses. Clay batalló para que nuestro país aceptara responsabilidad en la confiscación de las naves y buscó una solución para “salvar cara”: el pago de una suma global como liquidación de todos los reclamos pendientes. La suma sería determinada por una comisión mixta, sin mención alguna de casos concretos ni retroceso en cuanto a principios.

Las negociaciones

El 31 de mayo de 1860, Clay recibió instrucciones del secretario de Estado Lewis Cass (1782-1866) para darle un ultimátum de cinco días al Perú que él aplazó para negociar directamente con Castilla. En la primera audiencia, del 23 de julio, la desesperación por encontrar una salida condujo a Clay a vislumbrar una esperanza en las cordiales palabras de su amigo. En realidad, Castilla lo desengañó: el único recurso aceptable era el arbitraje de un tercer país. Dos días después de esta reunión, Castilla fue víctima de un intento de asesinato y una bala le perforó el brazo. Clay fue uno de los pocos admitidos a su cabecera y, ciertamente, el único extranjero.

En la segunda audiencia (28 de setiembre), Castilla rechazó la fórmula de Clay. Reiteró que la única salida aceptable era el arbitraje de una potencia seleccionada por Estados Unidos. Finalmente, el 2 de octubre de 1860 a Clay no le quedó más que presentar el ultimátum, ante lo cual el presidente Castilla optó por romper relaciones con Estados Unidos antes de ceder a pagar indemnizaciones a los dueños de las naves confiscadas.

La partida

En Estados Unidos, Clay fue amonestado por la demora en presentar el ultimátum. Nunca se arrepintió. Su proceder estuvo conforme con su filosofía: un agente diplomático debe actuar en forma distinta a sus instrucciones cuando el resultado esperado lo justifique. Influyó en su ánimo la renuencia de partir del Perú con una misión inconclusa mientras existiese la posibilidad de alcanzar su meta.

Dejó el Perú tras trece años de lucha, alegrías y tristezas, en los que habían nacido tres hijos y muerto dos. Regresó a Washington en momentos de confusión por la inminente guerra de secesión. Su carrera diplomática terminó oficialmente el 1 de abril de 1861. Le hubiera sido difícil como funcionario simpatizante del Partido Demócrata acceder a un puesto en la recién elegida administración republicana de Abraham Lincoln.

Otro eminente diplomático peruano del gobierno de Castilla —Federico Barreda— cumpliría la invalorable tarea de reanudar las relaciones diplomáticas con el país del norte y encontrar la solución al reclamo de las naves embargadas: el arbitraje de Leopoldo I, rey de los belgas, que dio la razón al Perú.

Fuente: Diario El Comercio, Suplemento El Dominical. Domingo 27 de Junio del 2010.

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