Nuestro 11 de septiembre
César Hildebrandt (Periodista)
El viernes pasado se recordó el primer 11 de septiembre fatídico de la historia moderna.
Se recordó, con mucho menos respeto del que hubiera sido necesario, el sacrificio de Salvador Allende, un médico que quiso curar el mal de la injusticia y que terminó sitiado por el ultraísmo izquierdista, la conspiración norteamericana, el odio de la derecha fascista de Chile y la traición de los generales institucionalistas, los almirantes hijos de puta, los generales FACH salidos del infierno y los carabineros pobres diablos que se sentían valientísimos a la hora de pegarle a los desarmados.
Fue el 11 de septiembre de 1973. Y se veía venir. Pero lo que vimos esos días, a pesar de lo previsible, fue más de lo podíamos esperar.
En el palacio de La Moneda, roto con misiles aire- tierra, defendido apenas por un puñado de suicidas, el presidente socialista reunió a sus colaboradores y familiares y les exigió que se fueran, que no siguieran allí, entre los humos de las bombas y el zumbido, ya innecesario, de las balas.
El golpe de Estado se había consumado, pero Gustavo Leigh, el chacal de la Fuerza Aérea chilena, seguía cumpliendo las órdenes de Pinochet y sus aviones Hawker Hunter seguían roqueteando lo que quedaba de la sede presidencial.
¡Cuántas veces había yo mirado La Moneda desde el hotel Carrera y había temido esto!
Y adentro, entre aquellos que se negaron a irse, estaba mi amigo, el “Perro” Olivares, el secretario de prensa de don Salvador.
Dos años antes, en 1971, había estado con él y un grupo internacional de periodistas en una noche de Valparaíso.
Buen hombre el “Perro”, que se había ganado el mote por la cara y no por el alma. Nos dijo, en resumen, que Allende estaba entre dos fuerzas que querían la confrontación y que, muchas veces, se sentía tan solo como Juan Manuel Balmaceda, el presidente chileno que, acosado por la oligarquía y el ejército, terminó suicidándose durante la guerra civil de 1891.
Recuerdo que estábamos en una especie de bar enorme y que el “Perro” Olivares nos dijo que él temía que lo peor estaba por venir y que la derecha no iba a tolerar que Allende continuara con las reformas. “Los ricos de este país pudieron con O’Higgins y con Balmaceda. Y están seguros de que podrán con Allende”, sentenció.
Y pudieron. Porque mientras el MIR y el MAPU, y el socialismo del ala Altamirano, provocaban a las Fuerzas Armadas, la derecha, con apoyo de la embajada norteamericana y logística de la CIA (llegaron a fundar una agencia de noticias que servía de tapadera y se llamaba Orbe), tramaba la masacre.
Y la tramó bien. El 11 de septiembre de 1973, seis horas después de que la flota de Valparaíso se hiciera a la mar anunciando lo que se venía, Allende se encerró en una habitación del humeante palacio, se sentó en uno de esos sillones donde había tenido que sentarse en los últimos tres años - un falso Luis XV tapizado en terciopelo cardenalicio-, cogió la ametralladora que le había regalado Fidel Castro -con la que había disparado simbólicamente a los blindados que desmoronaban el ala que daba a la calle Morandé-, se puso el arma entre las rodillas, el cañón apuntando casi la garganta, y disparó.
No, él no saldría vivo de La Moneda. No pediría perdón, ni pondría las manos en la nuca, ni tramitaría su asilo en alguna embajada compasiva. La izquierda, carajo, también, pensaba, debe hacer historia y debe dar ejemplos.
La canalla ultraizquierdista que le hizo la vida imposible empezaba, a esa hora, a ser cazada y exterminada por el fascismo que ella misma ayudó a despertar. El hombre que hizo todo lo posible para que el socialismo tuviera un rostro nuevo se volaba la tapa del cráneo.
El hombre latinoamericano más decente del siglo XX, Salvador Allende, terminaba con honor lo que había empezado con generosidad.
Y nosotros nunca seríamos los mismos.
Y ese es el 11 de septiembre que más nos dolerá.
Porque lo de las torres gemelas fue espantoso pero, al fin y al cabo, fue obra de una secta tanática que dice ser respuesta a las atrocidades que Israel y los Estados Unidos perpetran el Medio Oriente hace cuarenta años.
Lo de Allende y lo que vino después fue, en cambio, obra del Departamento de Estado de los Estados Unidos, de las Fuerzas Armadas de Chile, del Partido Nacional y del Partido Demócrata Cristiano de Chile. Fue, digamos, una masacre oficial.
Fuente: Diario La Primera. Domingo 13 de septiembre del 2009.
César Hildebrandt (Periodista)
El viernes pasado se recordó el primer 11 de septiembre fatídico de la historia moderna.
Se recordó, con mucho menos respeto del que hubiera sido necesario, el sacrificio de Salvador Allende, un médico que quiso curar el mal de la injusticia y que terminó sitiado por el ultraísmo izquierdista, la conspiración norteamericana, el odio de la derecha fascista de Chile y la traición de los generales institucionalistas, los almirantes hijos de puta, los generales FACH salidos del infierno y los carabineros pobres diablos que se sentían valientísimos a la hora de pegarle a los desarmados.
Fue el 11 de septiembre de 1973. Y se veía venir. Pero lo que vimos esos días, a pesar de lo previsible, fue más de lo podíamos esperar.
En el palacio de La Moneda, roto con misiles aire- tierra, defendido apenas por un puñado de suicidas, el presidente socialista reunió a sus colaboradores y familiares y les exigió que se fueran, que no siguieran allí, entre los humos de las bombas y el zumbido, ya innecesario, de las balas.
El golpe de Estado se había consumado, pero Gustavo Leigh, el chacal de la Fuerza Aérea chilena, seguía cumpliendo las órdenes de Pinochet y sus aviones Hawker Hunter seguían roqueteando lo que quedaba de la sede presidencial.
¡Cuántas veces había yo mirado La Moneda desde el hotel Carrera y había temido esto!
Y adentro, entre aquellos que se negaron a irse, estaba mi amigo, el “Perro” Olivares, el secretario de prensa de don Salvador.
Dos años antes, en 1971, había estado con él y un grupo internacional de periodistas en una noche de Valparaíso.
Buen hombre el “Perro”, que se había ganado el mote por la cara y no por el alma. Nos dijo, en resumen, que Allende estaba entre dos fuerzas que querían la confrontación y que, muchas veces, se sentía tan solo como Juan Manuel Balmaceda, el presidente chileno que, acosado por la oligarquía y el ejército, terminó suicidándose durante la guerra civil de 1891.
Recuerdo que estábamos en una especie de bar enorme y que el “Perro” Olivares nos dijo que él temía que lo peor estaba por venir y que la derecha no iba a tolerar que Allende continuara con las reformas. “Los ricos de este país pudieron con O’Higgins y con Balmaceda. Y están seguros de que podrán con Allende”, sentenció.
Y pudieron. Porque mientras el MIR y el MAPU, y el socialismo del ala Altamirano, provocaban a las Fuerzas Armadas, la derecha, con apoyo de la embajada norteamericana y logística de la CIA (llegaron a fundar una agencia de noticias que servía de tapadera y se llamaba Orbe), tramaba la masacre.
Y la tramó bien. El 11 de septiembre de 1973, seis horas después de que la flota de Valparaíso se hiciera a la mar anunciando lo que se venía, Allende se encerró en una habitación del humeante palacio, se sentó en uno de esos sillones donde había tenido que sentarse en los últimos tres años - un falso Luis XV tapizado en terciopelo cardenalicio-, cogió la ametralladora que le había regalado Fidel Castro -con la que había disparado simbólicamente a los blindados que desmoronaban el ala que daba a la calle Morandé-, se puso el arma entre las rodillas, el cañón apuntando casi la garganta, y disparó.
No, él no saldría vivo de La Moneda. No pediría perdón, ni pondría las manos en la nuca, ni tramitaría su asilo en alguna embajada compasiva. La izquierda, carajo, también, pensaba, debe hacer historia y debe dar ejemplos.
La canalla ultraizquierdista que le hizo la vida imposible empezaba, a esa hora, a ser cazada y exterminada por el fascismo que ella misma ayudó a despertar. El hombre que hizo todo lo posible para que el socialismo tuviera un rostro nuevo se volaba la tapa del cráneo.
El hombre latinoamericano más decente del siglo XX, Salvador Allende, terminaba con honor lo que había empezado con generosidad.
Y nosotros nunca seríamos los mismos.
Y ese es el 11 de septiembre que más nos dolerá.
Porque lo de las torres gemelas fue espantoso pero, al fin y al cabo, fue obra de una secta tanática que dice ser respuesta a las atrocidades que Israel y los Estados Unidos perpetran el Medio Oriente hace cuarenta años.
Lo de Allende y lo que vino después fue, en cambio, obra del Departamento de Estado de los Estados Unidos, de las Fuerzas Armadas de Chile, del Partido Nacional y del Partido Demócrata Cristiano de Chile. Fue, digamos, una masacre oficial.
Fuente: Diario La Primera. Domingo 13 de septiembre del 2009.
Pues sí, desde luego, el hombre más auténtico de toda América Latina en el siglo pasado. Su esfuerzo por democratizar y modernizar Chile se vió dinamitado por la extrema izquierda. La CÍA y la ultraderecha fascista harían el resto. Me recuerda a lo que pasó en mi país en 1936: ultraizquierda que dinamita la II República y el doberman fascista que salta al cuello. La democracia cristiana, como en la Alemania de Hitler, apoyando pasivamente a la bestia. Aquella sociedad española de mi adolescencia estuvo muy afectada por aquella dictadura terrorista de Pinchet y, cómo no, de la vecina argentina, los canallas aquellos de Videla o Galtieri, pues había muchos inmigrantes españoles aún en Argentina. Me acuerdo de Quilapayún, aquél mítico grupo, de cómo le ocultaron al moribundo Neruda, ese golpe, para no acelerar su muerte ya cercana. Y cómo no, recordar a Víctor Jara. De ahí mi lástima por el odio tan fuerte e histórico que noto entre chilenos y peruanos.
ResponderEliminarSaludos Eddye.
Es importante reflexionar sobre la vigencia de los ideales de Salvador Allende y la continuidad del autoritarismo político en Latinoamérica. Este último tan criticable, en su versión de izquierda o derecha. Pinochet representó el derrumbe de una larga tradición democrática, hecho que contó con la complicidad de una nación que dice encarnar la libertad y la democracia. No menos despreciable resulta la actitud de medios como “El Mercurio”, cuya línea editorial estaba lejos de ser independiente, y cerca de ser abyecta. Hoy cuando la política es cuestionada por quienes no entienden su sentido, es preciso recordar a personajes como Allende, cuyo mensaje último lo recibimos con la noticia de su heroico final.
ResponderEliminar¡Saludos Juan Pedro!