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Alberto Adrianzén Merino (Sociòlogo)
A diferencia de la letra del tango que dice “que 20 años no es nada”, en el caso de la izquierda peruana sí es mucho. Este enero se cumplieron 20 años del primer y único congreso de la fenecida Izquierda Unida (IU), que terminó con su ruptura y que dio inicio a la decadencia de nuestra izquierda.
Lo curioso de esta fecha recordatoria es que ningún grupo de izquierda ha dicho algo sobre el aniversario. Lo que tenemos, más bien, es el silencio y un disimulo permanentes sobre las causas que originaron su fracaso. Hoy existe la “izquierda” pero como grupos marginales que poco aportan al debate político y menos influyen en el curso de los acontecimientos nacionales. El Muro no solo se cayó en Berlín sino también le cayó encima a esta izquierda. Desde ese momento la mudez ha sido su mejor palabra.
Una explicación, obvia pero cierta, es que este silencio se explica porque hasta el momento no se ha producido una renovación de la dirigencia de izquierda. Los actuales dirigentes que provocaron la crisis en el 89 y que hasta ahora continúan como tales, no están dispuestos a explicar este fracaso porque atenta contra sus propios intereses en tanto dirigentes. No estamos, por lo tanto, ante un “silencio de los inocentes” sino más bien frente a un “silencio de los culpables”. Por eso “hablar” es lo peor que le podría pasar a estos dirigentes. Aquella frase de Manuel González Prada, citada miles de veces, que dice que hay que “”romper el pacto infame de hablar a media voz” muy bien se le puede aplicar a esa izquierda que, además de silenciosa, es también sorda.
La tragedia de la izquierda peruana –que es aún más clamorosa si se tiene en cuenta el avance del progresismo en América Latina–está vinculada, justamente, a esta mudez y sordera permanentes. La política está siempre asociada al “hablar”, es decir a producir discursos que permitan no solo establecer nexos comunicativos (“verdades compartidas”) con los distintos sectores y movimientos sociales sino también a crear identidades colectivas capaces de convertirse, como hoy sucede en Bolivia y Ecuador, en una nueva mayoría política para así iniciar la transformación del país.
Lo que sucedió fue que el violentismo, inútil y criminal, de Sendero y del MRTA, pero también las prácticas tradicionales de la dirigencia de izquierda, impactaron negativamente creando no solo confusión y división en sus filas sino también desorganizando el mundo popular. El fin del socialismo real fue el último acto que desencadenó su crisis. Lo cierto es que la izquierda peruana, si la comparamos con la salvadoreña que en estos días puede ganar las elecciones en ese país, no fue heredera de ningún conflicto armado; tampoco de una crítica radical al sistema político como hoy sucede con el “correísmo” en el Ecuador; y menos, tributaria de los grandes movimientos sociales como es el “evismo” y el MAS en Bolivia.
A diferencia de los movimientos en estos tres países, la izquierda peruana, que ejercía una crítica retórica a la democracia, decidió luego atar acríticamente su futuro al destino de una democracia que demostró en pocos años su precariedad e insuficiencia. La izquierda tiró por la borda una rica tradición de décadas de lucha democrática y popular. Y si bien este hecho demostró su escasa capacidad de renovación política e ideológica, lo que importa resaltar es que la relación con la democracia, además de instrumental, no estuvo al servicio de un proyecto transformador y sí más bien de un proceso de instalación al interior de un sistema político que rápidamente se mostró ilegítimo ante los sectores populares, como lo demostraría después el fujimorismo.
La izquierda no elaboró ninguna crítica democrática a la democracia. La continuidad de una crítica izquierdista a la democracia o su conversión en un grupo tecnocrático que rechazaba el conflicto para construir lo que podemos llamar “consensos vacíos”, fue la coartada para instalarse en un sistema que algunos contradecían de palabra pero que todos aceptaban en los hechos. El primer golpe lo recibieron del senderismo y el MRTA, el segundo de Hernando de Soto que redefinió una nueva identidad popular con su teoría del informal, el tercero del fujimorismo con su crítica autoritaria y neoliberal de la democracia y, el último, del “humalismo” que definió una nueva identidad popular a partir del nacionalismo y de una crítica radical a la democracia.
Hoy se habla de una “izquierda madura” y eso es un error, más aún cuando esa aparente madurez está asociada al visto bueno del Apra y de la derecha. Lo que se necesita con urgencia es una izquierda joven y moderna, nuevos y renovados dirigentes, digamos una izquierda más bien “verde”, capaz de construir una nueva explicación del mundo y de madurar al calor de las luchas de un pueblo que reclama hace tiempo una democracia para todos.
Fuente: Diario La Repùblica. 28/02/09
A diferencia de la letra del tango que dice “que 20 años no es nada”, en el caso de la izquierda peruana sí es mucho. Este enero se cumplieron 20 años del primer y único congreso de la fenecida Izquierda Unida (IU), que terminó con su ruptura y que dio inicio a la decadencia de nuestra izquierda.
Lo curioso de esta fecha recordatoria es que ningún grupo de izquierda ha dicho algo sobre el aniversario. Lo que tenemos, más bien, es el silencio y un disimulo permanentes sobre las causas que originaron su fracaso. Hoy existe la “izquierda” pero como grupos marginales que poco aportan al debate político y menos influyen en el curso de los acontecimientos nacionales. El Muro no solo se cayó en Berlín sino también le cayó encima a esta izquierda. Desde ese momento la mudez ha sido su mejor palabra.
Una explicación, obvia pero cierta, es que este silencio se explica porque hasta el momento no se ha producido una renovación de la dirigencia de izquierda. Los actuales dirigentes que provocaron la crisis en el 89 y que hasta ahora continúan como tales, no están dispuestos a explicar este fracaso porque atenta contra sus propios intereses en tanto dirigentes. No estamos, por lo tanto, ante un “silencio de los inocentes” sino más bien frente a un “silencio de los culpables”. Por eso “hablar” es lo peor que le podría pasar a estos dirigentes. Aquella frase de Manuel González Prada, citada miles de veces, que dice que hay que “”romper el pacto infame de hablar a media voz” muy bien se le puede aplicar a esa izquierda que, además de silenciosa, es también sorda.
La tragedia de la izquierda peruana –que es aún más clamorosa si se tiene en cuenta el avance del progresismo en América Latina–está vinculada, justamente, a esta mudez y sordera permanentes. La política está siempre asociada al “hablar”, es decir a producir discursos que permitan no solo establecer nexos comunicativos (“verdades compartidas”) con los distintos sectores y movimientos sociales sino también a crear identidades colectivas capaces de convertirse, como hoy sucede en Bolivia y Ecuador, en una nueva mayoría política para así iniciar la transformación del país.
Lo que sucedió fue que el violentismo, inútil y criminal, de Sendero y del MRTA, pero también las prácticas tradicionales de la dirigencia de izquierda, impactaron negativamente creando no solo confusión y división en sus filas sino también desorganizando el mundo popular. El fin del socialismo real fue el último acto que desencadenó su crisis. Lo cierto es que la izquierda peruana, si la comparamos con la salvadoreña que en estos días puede ganar las elecciones en ese país, no fue heredera de ningún conflicto armado; tampoco de una crítica radical al sistema político como hoy sucede con el “correísmo” en el Ecuador; y menos, tributaria de los grandes movimientos sociales como es el “evismo” y el MAS en Bolivia.
A diferencia de los movimientos en estos tres países, la izquierda peruana, que ejercía una crítica retórica a la democracia, decidió luego atar acríticamente su futuro al destino de una democracia que demostró en pocos años su precariedad e insuficiencia. La izquierda tiró por la borda una rica tradición de décadas de lucha democrática y popular. Y si bien este hecho demostró su escasa capacidad de renovación política e ideológica, lo que importa resaltar es que la relación con la democracia, además de instrumental, no estuvo al servicio de un proyecto transformador y sí más bien de un proceso de instalación al interior de un sistema político que rápidamente se mostró ilegítimo ante los sectores populares, como lo demostraría después el fujimorismo.
La izquierda no elaboró ninguna crítica democrática a la democracia. La continuidad de una crítica izquierdista a la democracia o su conversión en un grupo tecnocrático que rechazaba el conflicto para construir lo que podemos llamar “consensos vacíos”, fue la coartada para instalarse en un sistema que algunos contradecían de palabra pero que todos aceptaban en los hechos. El primer golpe lo recibieron del senderismo y el MRTA, el segundo de Hernando de Soto que redefinió una nueva identidad popular con su teoría del informal, el tercero del fujimorismo con su crítica autoritaria y neoliberal de la democracia y, el último, del “humalismo” que definió una nueva identidad popular a partir del nacionalismo y de una crítica radical a la democracia.
Hoy se habla de una “izquierda madura” y eso es un error, más aún cuando esa aparente madurez está asociada al visto bueno del Apra y de la derecha. Lo que se necesita con urgencia es una izquierda joven y moderna, nuevos y renovados dirigentes, digamos una izquierda más bien “verde”, capaz de construir una nueva explicación del mundo y de madurar al calor de las luchas de un pueblo que reclama hace tiempo una democracia para todos.
Fuente: Diario La Repùblica. 28/02/09