lunes, 5 de mayo de 2008

Javier Heraud.


Javier Heraud desenterrado

César Hildebrandt

Javier Heraud había nacido seis años antes que yo, así que cuando se murió de treinta balazos disparados por la Guardia Civil yo tenía quince años, estaba en el colegio militar Leoncio Prado y apenas me enteré del ­asunto.

Dos años después, sin embargo, liberado de la ceguera que imponía el colegio, leí a Heraud, quise a Heraud y juré que jamás lo olvidaría.

Más tarde, en “Caretas”, cuando entrevisté a su familia para una nota, percibí que a ellos –sus padres, su hermana– lo que había hecho Heraud les parecía romántico y suicida pero no heroico.

Heraud era mellizo generacional de César Calvo, con quien compartió el premio “El poeta joven del Perú”. Pero mientras a César lo habían secuestrado las palabras y las mujeres –en ese orden–, a Javier lo raptaron las ideas.

Había estudiado en el “Markham”, donde siempre fue uno de los primeros, y había ingresado a la Católica con el primer puesto en Letras. Era buenmozo sin remordimientos, talentoso hasta la precocidad, tierno y buenazo hasta la pared de enfrente.

Con “El viaje” había ganado un premio –en esa época los premios no se daban al toma que te doy– y con “El río”, en 1960, había sorprendido a la crítica. Su poesía tenía mucho de agua limpia que discurre y ­alimenta y a mí lo primero que me impactó fue la limpia de retórica que Heraud había hecho con sus textos. Heraud no quería escribir para impresionar y por eso impresionaba, no aspiraba a ser citado y por eso llamó tanto la atención y no quiso hacer poesía social al uso en los cincuenta y por eso sus poemas tenían la serenidad geográfica de un mundo que él no parecía crear sino descubrir al mismo tiempo que sus lectores. Y por todo eso era casi imposible ­aceptar que el autor de “El río” tenía apenas 18 años. Sólo la poesía francesa había producido precipitaciones tan magníficas.

Todo en Javier fue vértigo impaciente. Fue profesor de inglés y lenguaje a los 17 ­años, apenas salido del colegio, y teacher en el Guadalupe a los 18. Y habiendo ingresado a la Católica se matricula también en San Marcos, donde empezaría sin ganas ­una carrera que sólo podía hacerlo infeliz: la abogacía.

La revolución cubana tronaba en sus oídos, los movimientos anticoloniales cantaban himnos y ganaban guerras, a Jacobo Arbenz lo había depuesto la CIA hacía seis ­años, Juan Bosch estaba a punto de gobernar República Domicana –la CIA lo sacaría del poder siete meses después y luego Lyndon Johnson enviaría 50,000 hombres para respaldar al mequetrefe de Balaguer–, a Jesús Galíndez no le encontraban el cadáver, a Patricio Lumumba ya lo habían empezado a matar entre belgas y norteamericanos, y por todas partes los jóvenes peleaban para que el mundo fuese más de Gramsci que de Mussolini, más de los justos que de los esbirros.

Así que Heraud se fue a la Unión Soviética, invitado; a París, por gracia de unos amigos próximos al socialprogresismo peruano –al que Heraud se había adscrito–; y a Cuba, invitado por el régimen que en ese momento parecía encarnar todas las virtudes y carecer de todos los defectos.

De regreso, Javier no pudo ser el mismo. ¿Le mortificaba la conciencia haber sido un niño de clase media al que nada le faltó? ¿Lo envenenaba esa culpa gratuita que persiguió a Vallejo, cuya tumba parisina había visitado? ¿Lo convencieron los argumentos del Movimiento de Izquierda Revolucionaria, una escisión temprana del Apra decidida a imponer por la fuerza un modelo de sociedad más próximo a los valores de la civilización? ¿Fue engatusado –como dicen los mezquinos y los parásitos de las becas– por astutos camaradas que lo llevaron al suicidio?

Lo que se sabe es que el 15 de mayo de 1963 Javier Heraud está huyendo de un destacamento policial que ha dado con su paradero de guerrillero perdido en medio de la selva. Heraud y Alain Elías, que sobreviviría milagrosamente, van corriente abajo por el río Madre de Dios cuando los policías los avistan. Los primeros testigos –los que valen– dijeron que, viéndose perdidos, uno de ellos mostró y agitó algo blanco en señal de rendición. Pero ya en 1963 era difícil rendirse en el Perú. Los policías dispararon sus FAL calibre 7.62. Al cadáver de Heraud le contaron, para el protocolo de la morgue, 29 impactos. “El río” se había ensangrentado para siempre. El poeta caudaloso y el guerrillero estupefacto desaparecieron. Y la consigna de la Caverna peruana –o sea la derecha analfa que lee sus periódicos y sigue siendo analfa– ha sido silenciar a Heraud, prohibir su entrada a los parnasos a los que él jamás hubiese querido entrar.

Ayer, en una silenciosa ceremonia de tono familiar, lo que quedaba de Heraud fue trasladado del cementerio “Los Pioneros”, en Puerto Maldonado, a los Jardines de la Paz, en Lima. Allí están sitos sus huesos, junto a los de su padre y 45 años después de la tragedia.

Si Javier hubiese tenido las prerrogativas de Cristo y hubiese resucitado ayer, en plena ceremonia, podría haber repetido las palabras de otro gran poeta odiado por la Caverna española –o sea la casa matriz de los de ­aquí–: Gabriel Celaya:

“Pensadlo: ser poeta no es decirse a sí mismo.

Es asumir la pena de todo lo existente,

es hablar por los otros, es cargar con el peso

mortal de lo no dicho, contar años por siglos,

ser cualquiera o ser nadie, ser la voz ambulante

que recorre los limbos procurando poblarlos”.


Fuente : Diario La Primera

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