Electorado “pragmático” y voluntad popular
Eddy Romero Meza
“Pueblo bruto”,
“gente ignorante”, “electarado”, “populacho”, “ingenuos” o “fáciles de
manipular”, son expresiones recurrentes en nuestro medio frente a encuestas o
resultados electorales. Ciertamente el acceso a la educación es algo poco
democratizado en el país, pero en este caso se trata de estigmatizar la
racionalidad del elector promedio en el Perú. Descalificar su decisión por
falta o ausencia de criterio, sentido de realidad o sentido común.
Al respecto el
politólogo Steve Levitsky, ha publicado un interesante artículo titulado: “Elecciones
y tarados”, donde señala lo siguiente:
Los peruanos no son
estúpidos. Ni en Cajamarca ni en San Juan de Lurigancho. Ni siquiera en San
Isidro. Pero lamentar la “ignorancia,” la “falta de memoria” y hasta la
estupidez del electorado peruano se ha vuelto una práctica común. El rey
de los lamentos es Aldo Mariátegui, que saca del closet su concepto del
“electarado” cada vez que se elige alguien que a él no le gusta (o sea, con
frecuencia).
Pero Mariátegui no
está solo. Y el desprecio hacia el electorado peruano no se limita a la
derecha. Aunque sean más sutiles, muchos comentarios progresistas sobre
los que votan por candidatos que “roban pero hacen obras” revelan el mismo
desdén.
Despreciar al electorado
es poco democrático. Implica que algunos ciudadanos (casi siempre, de menores
ingresos) no son competentes para votar –el argumento utilizado en siglos
pasados para justificar las restricciones al sufragio. Además, es poco
liberal. El liberalismo reconoce que siempre existirán diversos intereses
y opiniones, y que estas diferencias son legítimas.
Puedo no compartir
las preferencias electorales de un conservador de Texas, pero al llamarlo
tarado estoy diciendo que hay una opción electoral objetivamente “correcta” (la
mía), y que la de mi compatriota no es legítima.
En vez de despreciar
al electorado peruano, sería mejor estudiar por qué la gente vota como vota.
Como no ha habido mucha investigación sobre el comportamiento electoral
peruano, sabemos muy poco. Sin embargo, hay algunas características del
voto peruano que vale la pena señalar. (La República, 05/10/14)
El autor pone en
evidencia el desprecio que emana tanto de derecha como la izquierda sobre la
capacidad de decisión de la población. Resalta lo antidemocrático que es
autoproclamarse el poseedor de la “opción correcta” y desconocer el derecho de
los demás a disentir y optar por otras propuestas (declararlas implícitamente ilegítimas).
Por otro lado, hace
alusión acertadamente a como en el pasado se restringía el derecho a voto a la
mayoría de la población al declararlos no competentes: analfabetos o de instrucción
limitada. Esto nos recuerda las viejas polémicas decimonónicas entre los
conservadores y liberales peruanos, donde en los primeros destacaba el clérigo
Bartolomé Herrera quien defendía la tesis de la “soberanía de la inteligencia”
en contraposición de la “soberanía popular” sostenida por los hermanos Gálvez.
Ahora bien, esta
postura liberal de Levitsky ha sido cuestionada en su concepción, pues
idealizaría la “voluntad popular” y la racionalidad de los sectores
mayoritarios. Así pues, el escritor Gustavo Faverón, señala:
¿Qué
cosa hace que los limeños elijan alcalde a Castañeda? Lo mismo que hace que
conviertan al Trome en el diario más leído, a la Paisana Jacinta en un personaje popular, a Esto es guerra en un éxito televisivo, a
Kenji Fujimori en nuestro congresista más votado, a Beto Ortiz o Magaly Medina
en líderes de opinión, y a dos docenas de expresidiarios en los personajes más
simpáticos de nuestra farándula. Vendrán los politólogos a decir que no es
ni estupidez ni ignorancia ni nada de eso, sino que todo responde a una
racionalidad diferente que uno no comprende porque está divorciado de las
masas. El problema de los que dicen eso es que su racionalidad es deficitaria y
la ejercen como una fe y no como una ciencia (y además no han comprendido lo
obvio: que la lumpenización de la sociedad peruana se da simultáneamente en
todas las clases sociales). Nadie dice que no haya explicaciones racionales
para el hecho de que los peruanos prefiramos la basura diariamente; pero en
esas explicaciones deben incluirse, de manera central, la ignorancia, la
idiotez, la vacuidad, la aceptación pasiva y activa de la criminalidad y la
concepción de la cosa pública como un botín. Si en vez de eso se evocan
"racionalidades que no entendemos", entonces no se está haciendo
análisis político sino magia, y de la mala. https://www.facebook.com/gustavo.patriau/posts/10152535369569635?fref=nf
Faverón se ubica al
extremo opuesto de aquellos que suelen hablar retóricamente de “sabiduría
popular” en estos contextos electorales. Algunos lo tildaran de
aristocratizante y otros de sensato. Lo cierto es que va a contracorriente y
nos plantea algo no muy “políticamente correcto”: la creciente “lumpenización de la sociedad peruana” y la necesidad de
ubicar la ignorancia y pasividad, también como explicación de porqué la gente
vota como lo hace (a pesar de la
evidencia de corrupción de sus candidatos).
Siguiendo la línea planteada por Faverón, el profesor de la PUPC, Daniel
Salas ha publicado un interesante artículo titulado “La falacia del elector
racional”, donde señala lo siguiente:
¿Se puede decir que
la gente toma decisiones ineficientes? Claro que sí. De hecho, ocurre a cada
rato. ¿Se puede decir que los electores votan sin tomar en cuenta criterios
morales? Por supuesto. No hay nada de excluyente ni de soberbio en hacer ese
tipo de apreciaciones. Hay muchísimos ejemplos en los que la mayoría está
equivocada tanto en sus razonamientos como en sus juicios morales. Por ejemplo,
en un linchamiento. Por ejemplo, cuando se justifica que, en nombre de la paz,
se violen los derechos de algunos. O, con más frecuencia, cuando se rinde al
pánico, a la desesperación y al miedo, armas atroces que se utilizan desde el
poder para manipular su conducta.
Los electores pueden
creer que Castañeda representa el pragmatismo y las obras que la ciudad
necesita. Pero de ahí no se infiere que eso sea cierto. De hecho, la elección
de Castañeda es lo que los economistas llaman un resultado “subóptimo”, por más
que tenga una racionalidad.
Es
curioso que muchas mentes progresistas, que reconocen que el mercado tiene
fallas y puede producir resultados subóptimos, respondan que, en el análisis
político, se debe omitir todo juicio sobre las racionalidades de los electores. Steve Levitsky ha sostenido, por ejemplo, que concuerda con Carlos
Meléndez en cuanto a que “el votante peruano no es ni irracional
ni estúpido. La gente vota por muchas razones, basado en diversas identidades,
intereses, y expectativas. Podemos no compartir las preferencias del electorado
en Cajamarca, Puno, o San Isidro, pero negar la legitimidad de estas
preferencias choca con los principios básicos de la democracia”.
Ciertamente, no
parece justo llamar a nadie “irracional y estúpido” (mucho menos “tarado”, como suele escribir Aldo Mariátegui). Pero no veo cómo
de allí se infiere que las preferencias sean legítimas. En primer lugar, ¿en
qué sentido las debemos considerar legítimas? Si queremos decir que implican
efectos legales, es obvio que no se pueden cuestionar. En cambio, si las
queremos considerar racional o moralmente legítimas mi posición cambia. No veo
que lo sean y no puedo admitido que lo sean. Quienes votaron por Castañeda han
aceptado premiar la corrupción, por un lado, y han elegido, contrariamente a
sus creencias, a un pésimo gestor. En el análisis de Levistsky faltan al menos
dos cosas: por un lado, el hecho de que la corrupción haya dejado de ser un
estigma, de manera que puede ser practicada de modo descarado, y, por otro, el
hecho de que los electores votan creyendo que van a obtener cierto resultado
pero en realidad van a lograr un resultado muy inferior.
(…) Que hay un
declive moral en una comunidad de electores que avala la corrupción resulta
evidente y si es evidente no entiendo por qué no puede ser señalado. Es cierto
que la gente no es estúpida pero sí puede estar tremendamente desinformada, sí
puede estar saturada de prejuicios y sí puede, fácilmente, renunciar al
razonamiento moral.
Lamentablemente, la
ciencia política, al menos en el Perú, parece dedicarse a narrar un juego de
ajedrez en donde los contendores son equivalentes. Y parece, desde su
neutralidad metodológica, poner en un mismo nivel la astucia y la inteligencia.
Una cosa es entender las racionalidades detrás de las acciones, otra es el
pretender una neutralidad imposible en un contexto en el que se define el
destino de una comunidad. Es demasiado simple repetir el mantra de toda
elección es racional para quedarse estacionado en esa posición, sin atreverse a
dar el salto hacia una crítica que revele los medios de poder y de construcción
ideológica que propician las elecciones erradas y, a fin de cuentas, la erosión
de valores tan elementales para una sociedad como son la honradez y la
solidaridad. http://www.dedomedio.com/politica/la-falacia-del-elector-racional/
Daniel Salas, indica algo que personalmente comparto sobre estas
elecciones: el resultado es legal, pero no legítimo. Y resalta algo
fundamental: la
corrupción ha dejado de ser un estigma en la sociedad peruana. La anomia, la
transgresión, la pendejada y achoramiento nos caracterizan desde hace mucho
tiempo y parece observarse cierto acentuamiento de ello por momentos. Desde
nuestra “cultura combi” hasta la política de “otorongo no come otorongo”. La
“viveza” se celebra en el Perú aún cuando dañe a otros (en realidad esa es su
esencia). Anecdóticamente, cuando fueron difundidos los vladivideos el año
2000, la primera respuesta de la gente fue de admiración ante Montesinos antes
que de censura frente sus ilícitos actos.
Otro elemento interesante que
introduce Salas a la discusión es el de “desarrollo moral”, tema de reflexión
desde la filosofía clásica y estudiado hoy en día en el campo psicológico;
lamentablemente poco abordado en nuestro medio, salvo excepciones importantes
como la de Susana Frisancho de la Universidad Católica. Salas apunta que hay un
declive moral en una comunidad de electores que avala la corrupción. Lo cual
nos lleva al tema central: ¿Cuán trastocados están los valores en el Perú? Un
país donde la retórica siempre suplanta a los hechos (“construir un país con
valores”, “hacer una sociedad con valores”); donde se trata a miles o millones como
ciudadanos de segunda clase; donde la educación es elitista y el racismo o
discriminación son perpetuados por los medios de comunicación masivos; ciertamente
no nos brinda una mirada optimista sobre su desarrollo moral.
Finalmente, me gustaría compartir el
análisis del sociólogo Francisco Durand, sobre este asunto, quien en su artículo:
La lógica del “roba pero hace”, señala:
Han terminado las
elecciones pero todavía resuena aquello de “roba pero hace”. Encuentro cinco
razones lógicas detrás del cuestionado dicho. Uno, es un reconocimiento
que la política está muchas veces dirigida por bandidos, lo cual es
fundamentalmente cierto.
Dos, la explicación
que una parte significativa del electorado vote por alguien que “roba pero
hace” refleja una opción preferible, una suerte de mal menor debido a que la
peor opción es “no hacen pero roban”. Tres, el convencimiento de que
“así funciona la política” en nuestro país es resultado no solo del cinismo
de muchos electores, sino de nuestro perverso sentido de competencia
política. La mayoría de las denuncias por robo a las autoridades, a veces con
pruebas contundentes, son proporcionadas por sus rivales, que difunden estas
acusaciones para sacarlo del camino o como una forma de venganza, de ajuste de
cuentas.
Cuarto, los medios
de comunicación de masas difunden esta “verdad” al aportar pruebas o
indicios provenientes de los rivales sin haber realizado una indagación a fondo
de los hechos. De modo que al explotar la noticia son cómplices de la
popularidad de esta frase, pues ayudan a convencernos que buena parte de los
políticos roban al hacer obras.
Quinto y último, existen
varios tipos de intereses detrás de la práctica de hacer obras y robar:
primero tenemos al bandido político, que encuentra en su cargo la forma más
rápida de acrecentar su fortuna; segundo, está el constructor, que se beneficia
de un contrato obtenido en forma ilícita (competencia desleal); tercero,
tenemos a una población preocupada esencialmente que se hagan obras porque “por
lo menos hacen algo”. De modo que el dicho tiene lógica para por los menos tres
grupos sociales.
Termino reconociendo
que es un argumento un tanto retorcido, pero no debemos olvidar que vivimos en un país retorcido que desarrolla su
propia lógica. (La República, 06/10/14)
En resumen, existe entre la población
una lógica que aparenta ser “pragmática” (en realidad no lo es, sólo es
inmediatista) y un peligroso acostumbramiento a formas negativas de
convivencia: deshonestidad, permisividad, cinismo, etc. La política está más
que devaluada y de ahí el recurrente: “la política es así”. Esta resignación frente
a la cosa pública y el individualismo corrosivo nos llevan a este estado o
situación que vivimos. La democratización no solo consiste en tener elecciones
consecutivas (ausencia de golpe de estados), sino en garantizar la legitimidad
y probidad de las autoridades que nos representan. Sigo meditando sobre estas
recientes elecciones y no puedo soslayar el hecho de que el sesgo informativo
es evidente en la prensa, y que nuestra democracia cada vez será más mediática.
El resultado en las urnas dependerá también de la realidad que construyen o
transmiten (selectivamente) los medios de comunicación, los cuales están
virtualmente monopolizado en el país.
Algunos creen hallar la solución a
esto, proponiendo el voto voluntario; idealizando este y declarándolo más
democrático que el obligatorio. Desconocen que este tiende a elitizar la
elección de autoridades, debido al ausentismo masivo a las urnas. Normalmente
son los sectores más conservadores los que levantan las banderas del voto
voluntario, igualándolo a “voto más inteligente” (tufillo herreriano). No se
trata de adoptar estas posturas, sino de constatar que existe un malestar
generalizado de los valores en el país, sin importar la condición social.
Ciertamente una educación más auténtica es parte de la solución, pero no es
asunto sólo de escuelas o universidades, sino de cultura ciudadana, donde la
responsabilidad es compartida: sociedad civil y política. Por ahora, antes de
seguir señalando responsables, sólo cabe hacerme una pregunta: ¿Qué puedo hacer
yo, más allá de escribir esto?