viernes, 29 de noviembre de 2013

Lyndon Johnson: continuador del New Deal, progresismo y Vietnam.

El sucesor: Lyndon B. Johnson

Antonio Zapata (Historiador)
Al cumplirse cincuenta años del asesinato de John Kennedy, poco se ha reparado en su sucesor, el entonces vicepresidente Lyndon Johnson. Fue un político demócrata tejano, que en noviembre de 1963 accedió a la presidencia, habiendo juramentado en el mismo avión que transportaba los restos de Kennedy. A continuación, fue electo presidente en 1964 y en total estuvo cinco años como gobernante. 
Con el gobierno de Johnson llegó al apogeo el sueño estadounidense del Estado del Bienestar, puesto que los beneficios sociales alcanzaron la mayor cobertura de la historia. Asimismo, se consumó la revolución cultural en el mundo capitalista desarrollado y, como consecuencia, Johnson enfrentó una enorme desilusión con su proyecto de sociedad y la encarnizada oposición juvenil a la participación estadounidense en la guerra de Vietnam.
Johnson se sentía progresista y continuador del New Deal de Roosevelt. Para su gusto, Kennedy era demasiado conservador y él quería superarlo. Formuló un programa nacional contra la pobreza y animó la integración de las diversas razas en un solo caldero, que habría de fundir la diversa experiencia de los inmigrantes en un torrente nacional norteamericano. 
Asimismo, fue el gran impulsor de la educación pública, ya que su carrera había comenzado como maestro de escuela. Gracias a ello, Johnson disponía de sólidos planteamientos sobre la necesidad de la educación masiva y de calidad. Fue la mejor época de la educación en EE.UU., abriendo oportunidades de ascenso social.
Pero, su política exterior careció de todo rasgo progresista. En América Latina intervino en la República Dominicana y volvió la política del Gran Garrote, desmontando la Alianza para el Progreso que Kennedy había desplegado. Retornaron los halcones a imponer dictaduras cuyo único requisito era posicionarse con EE.UU. en el curso de la Guerra Fría contra la URSS.
Los problemas más agudos que enfrentó fueron en Indochina, donde tuvo que encarar una situación crítica que era herencia de políticas adoptadas por sus antecesores. Hasta ese entonces, la guerra civil en Vietnam era un enfrentamiento entre el gobierno del Sur y el FLN, una guerrilla de base local. Pero, esa guerrilla se estaba transformando en ejército regular e incluso venía de obtener una resonante victoria en combate abierto. 
Ante esta situación, los asesores militares estadounidenses no querían aceptar el hecho de que el FLN tenía sólidos apoyos locales; sostenían que sus éxitos se explicaban por sus vínculos con Vietnam del Norte. De acuerdo a su concepción, había una arremetida comunista mundial que buscaba liquidar el capitalismo, apoderándose de esa ficha clave que era Indochina y propiciando el derrumbe del sistema como fichas del juego de dominó. 
Por ello, en agosto de 1964 EE.UU. inició un programa de bombardeo en gran escala a Vietnam del Norte. Con esa decisión, la guerra escaló tremendamente y Estados Unidos encontró crecientes dificultades políticas para sostener su ofensiva. Por un lado, el bombardeo masivo no resolvió el conflicto puesto que se basaba en un cálculo equivocado, que sostenía la incapacidad de la guerrilla del Sur para operar sin el apoyo material de Vietnam del Norte. 
Además, los bombardeos masivos eran tan crueles que le granjearon la hostilidad de un conjunto de corrientes democráticas en Europa y en medio mundo. Para todas estas fuerzas, EE.UU. se comportaba en forma excesivamente agresiva, sobre todo al descubrirse que había lanzado en Vietnam más bombas que en toda la II Guerra Mundial.
Así, el fracaso de la ofensiva estadounidense en Indochina amargó la presidencia de Johnson y le quitó ese aire New Deal que era de su preferencia. 
Durante los sesenta, los poderes fácticos en EE.UU. tuvieron que afrontar la rebelión de una generación que se opuso sistemáticamente a su hegemonía. Habiendo querido ser progresista, Johnson terminó como enemigo de los ideales juveniles. Fue tan gris que todos extrañaron a Kennedy.
Fuente: Diario La República. 27 de noviembre del 2013.

sábado, 23 de noviembre de 2013

La Batalla de Pavía. Historia militar de España.

Pavía, donde el arcabus español acabó a la caballería francesa

En 1525, unos tercios aún sin formar derrotaron a la mejor caballería de Europa

Manuel P. Villatoro
Con el arcabuz en ristre, decenas de balas en el zurrón y la sangre del enemigo sobre sus camisas. Así combatieron los soldados hispanos que, en 1.525 y en las afueras de la ciudad de Pavía, se enfrentaron a la que, por entonces, era la mejor caballería de Europa: la francesa. Aquella jornada, los territorios italianos fueron testigos no sólo de una victoria aplastante del ejército imperial de Carlos I, sino de un cambio de mentalidad, pues se constituyeron las bases de los que, en un futuro, serían los temibles tercios españoles.
El cetro hispano era sujetado entonces por las reales manos de Su Majestad Imperial Carlos I, quien, desde 1519, ostentaba el título deemperador del Sacro Imperio Romano Germánico como Carlos V. Los territorios del soberano se extendían además por media Europa, pues, testamento por aquí, herencia por allá, el rey había logrado aunar bajo su corona a España, parte de Italia, Austria, Alemania y Flandes. Sin duda, un imponente legado para un joven de tan sólo 19 años.
Sin embargo, no todo era jolgorio en el territorio europeo pues, desde tierras galas, se abalanzaban vientos de guerra guiados por el monarca francés Francisco I. Y es que, el coronamiento de Carlos no fue precisamente una alegre noticia para el gabacho, quien, desde hacía años, buscaba para sí el título de emperador. A su vez, tampoco ayudó a mantener la paz entre ambos reinos el que «la France» se viera rodeada casi en su totalidad por los territorios del Sacro Imperio. No había más que hablar. Transpirando envidia, el franco decidió meter su gran nariz en los asuntos militares del país y lanzó a su ejército contra las huestes imperiales.

Huir o morir

Así pues, el calendario marcaba el año 1524 cuando el galo cruzó los Alpes en busca de venganza. Su objetivo: la conquista de Milán y sus territorios limítrofes (una zona conocida también como Milanesado y que, en aquel tiempo, estaba controlada por las tropas de Carlos I). El derramamiento de sangre era seguro entre ambos contingentes. No obstante, y ante tal número de enemigos, las huestes imperiales prefirieron poner pies en polvorosa (una retirada táctica que se dice, o más bien huida) y refugiarse en las fortalezas y ciudades cercanas.
«Las fuerzas imperiales, en inferioridad de condiciones, se replegaron a Lodi, dejando enla ciudad fortificada de Pavía una guarnición de dos mil españoles (la mayoría arcabuceros) y cinco mil alemanes al mando del navarro Antonio de Leyva, un veterano de las campañas del Gran Capitán, que se aprestó para resistir en esa plaza el asalto de los (…) hombres del ejército francés», determinan el periodista Fernando Martínez Laínez y el experto en historia militar José María Sánchez de Toca en su obra «Tercios de España. La infantería legendaria».
A pesar de estar atrincherado en una ciudad fortificada, la situación distaba mucho de ser idónea para Leyva. Y es que, no sólo disponía de un escaso contingente con el que resistir hasta la llegada de refuerzos, sino que la mayoría de sus hombres eran lansquenetes alemanes –mercenarios que no tendrían reparos en abandonar la defensa de Pavía en el caso de no recibir su sueldo periódicamente-.

La bolsa o la vida

Los defensores no tuvieron que esperar mucho para observar los pendones decorados con la flor de lis cortando el horizonte. Concretamente, fue en noviembre cuando Francisco I hizo su aparición frente a la pequeña Pavía con más de 17.000 infantes, una cincuentena de cañones y 6.500 de sus más temibles caballeros acorazados. Pocos días después pusieron sitio a la ciudad y, pólvora en mano, iniciaron un bombardeo constante contra los hombres de Leyva.
Con todo, parece que en aquellas jornadas la suerte estaba del lado de Carlos I, pues ni los soldados ni los proyectiles galos lograron atravesar las murallas hispanas. «Los repetidos ataques a Pavía de las tropas francesas no consiguieron nada salvo acabar con un creciente número de bajas. Además, el mal tiempo y las pésimas condiciones del terreno, cada vez más embarrado, comenzaron a pasar factura entre los sitiadores. Para empeorar las cosas, la artillería comenzó a perder efectividad a causa de la escasez de pólvora, por las dificultades logísticas y la humedad reinante», señalan Juan Vázquez y Lucas Molina en su obra «Grandes batallas de España».
Aquel fue un asedio sangriento en el que los soldados no pidieron cuartel ni clemencia, pues sabían que lo único que obtendrían como respuesta sería una cuchillada. Sin embargo, la valentía y el arrojo de los defensores tenía un límite: el dinero. Y es que, conforme pasaban los días, se acrecentaban las posibilidades de que los lansquenetes, al no recibir sus pagas, se revelaran contra los mandos españoles.
Ante esta difícil situación, los oficiales hispanos no tuvieron más remedio que recurrir a medidas desesperadas. «En Pavía, los mercenarios (…) comenzaban a sentirse molestos porque no recibían sus pagas. Tras repartir la plata obtenida en las iglesias locales, los comandantes españoles empeñaron sus fortunas personales para pagar a los mercenarios. Viendo la situación, los dos mil arcabuceros españoles decidieron que seguirían defendiendo Pavía aún sin cobrar», señalan Vázquez y Molina.

¿Una ayuda suficiente?

Por otro lado, y mientras Leyva hacía frente a base de arcabuz y pica a un contingente casi cuatro veces superior al suyo, Carlos I organizó a marchas forzadas los refuerzos que acudirían en socorro de Pavía y en escarmiento del francés. Su Majestad Imperial constituyó un ejército de4.000 españoles, 10.000 alemanes, 3.000 italianos, 2.000 jinetes y 16 piezas de artillería. Arma en el brazo y valentía en el zurrón, este ejército partió en enero de ese mismo año hacía Milán bajo el pendón de la Cruz de Borgoña y el águila bicéfala de Carlos I.
Francisco I, por su parte, también reforzó su ejército con 5.000 mercenarios y 4.500 arqueros franceses al recibir las noticias de la llegada del ejército imperial. No obstante, «sa majesté» gala cometió un error que, a la postre, pagaría a precio de oro. «Francisco I decidió dividir sus tropas (…) en contra de la opinión de sus mandos. Parte de ellas se dirigieron a Nápoles para tomar la ciudad ante la escasa resistencia española», destacan los autores de «Grandes Batallas de España».
Al parecer, el galo no valoró en ningún momento que Leyva o el ejército que venía en su ayuda pudieran hacer frente a su «armée». De hecho, tal era el grado de confianza que tenía en sus soldados, que no abandonó sus posiciones cuando, a principios de febrero, llegó el contingente imperial al mando del marqués de Pescara, Carlos de Lannoy y George von Frundsberg. Fuera por su voluntad inquebrantable, fuera por su orgullo, lo único cierto es que Francisco I se encontró repentinamente entre dos ejércitos: el de la ciudad de Pavía y el enviado por Carlos I –este último en su retaguardia-.
Con todo, la victoria tampoco se planteaba fácil para los imperiales, pues Francisco tenía a sus órdenes un gran número de soldados (aproximadamente 25.000), unos buenos pertrechos y, sobre todo, a miles de los mejores caballeros acorazados de Europa. Unos temibles jinetes que, con la lanza en ristre y con Francia en el corazón, dejaban tras su paso un reguero de muerte y destrucción allí por donde pisaban sus monturas.
Por ello, el galo no lo dudó: se aprestaría a la defensa hasta que el enemigo decidiera atacar. «El monarca francés tenía a su ejército protegido por una doble línea de fortificaciones (una rodeando la ciudad y otra haciendo frente a los imperiales) y decidió esperar el ataque. Sabía que los imperiales andaban escasos de dinero y víveres, y daba por hecho que los sitiados, hambrientos, se rendirían pronto», destacan Laínez y Sánchez de Toca en su obra.

El plan de acción

Así pues, las jornadas fueron pasando entre constantes duelos de artillería hasta el 21 de febrero, día en que los oficiales del ejército de refuerzo decidieron lanzar un ataque contra las líneas francesas. No había otro remedio, pues sabían que, si se limitaban a esperar, sus compañeros en Pavía podían flaquear y rendirse. Únicamente quedaba matar o morir.
Tras profundas deliberaciones, los asaltantes establecieron un curioso plan de ataque. Durante la noche, un contingente imperial abriría una brecha en las defensas francesas con el mayor sigilo posible. A continuación, el grueso del ejército de Pescara pasaría a través de ese hueco y asaltaría la sección norte del campamento galo.
A su vez, se darían órdenes a Leyva para que, desde Pavía, hiciese una salida con sus hombres y se encontrara cerca del campamento francés con las tropas de Pescara para que, de esta forma, los sitiados pudieran recibir munición y alimentos. Finalmente, y como método de distracción, se estableció que varias unidades de arcabuceros iniciarían un intercambio de disparos con tropas galas en otro punto del campo de batalla.

Comienza la batalla

Establecido el plan de acción, ya sólo quedaba llevarlo a la práctica. «La noche del 23 al 24 de febrero, Pescara envió varias compañías de soldados “encamisados” (así llamados por llevar camisas blancas sobre las armaduras que les permitieran reconocerse en los combates nocturnos) para abrir brecha en los muros de las defensas francesas. Por ahí se lanzó el ejército de Pescara», señalan los autores españoles en su obra «Tercios de España. La infantería legendaria».
Una vez tomada la posición y rotas las defensas, una buena parte del ejército imperial se adentró en territorio francés. «Entraron primero 1.400 caballos ligeros y el Marqués del Vasto con 3.000 arcabuceros (2.000 españoles y 1.000 italianos); tras ellos, lo hicieron la caballería imperial apoyada por el resto de los españoles de Pescara y los alemanes que constituían el grueso, finalmente, los italianos con 16 piezas de artillería ligera», destaca Andrés Más Chao en el volumen titulado «La infantería en torno al Siglo de Oro» de la obra conjunta «Historia de la infantería española».
Sin más visión que la oscuridad de la noche, el contingente imperial avanzó a través del terreno francés con el firme objetivo de repartir todas las cuchilladas posibles a los franceses. Sin embargo, y como era de esperar, el plan tuvo un repentino fallo: los galos advirtieron al poco la presencia del ejército de Pescara.
Corrían las 6 de la mañana cuando, alertados por el ruido, los galos tomaron posiciones alrededor de la parte norte de su campamento. De hecho, las sospechas ante un posible ataque imperial inquietaron tanto a los centinelas que enviaron a una unidad de caballería ligera y a un contingente de infantería suiza para reconocer el terreno.
No habían pasado ni unos minutos cuando esta fuerza se encontró con la vanguardia del ejército de Pescara. «Pronto entraron en contacto la caballería ligera francesa con la española, y los piqueros suizos con los (…) alemanes, que les superaban en número. Los suizos consiguieron apoderarse de varios cañones imperiales antes de entrar en contacto con (…) los alemanes, pero pronto comenzaron a ceder terreno. La lucha fue a muerte», añaden Vázquez y Molina.
De esta forma, en plena noche y con una visibilidad nula debido al precario tiempo que castigaba las tierras italianas, se inició la contienda. Espada contra escudo y pica contra armadura, los franceses lograron en un principio acabar con muchos hombres de Pescara pero, finalmente, la tenacidad imperial se terminó imponiendo y, tajo aquí, sablazo allá, los galos acabaron perdiendo ímpetu y cedieron terreno.

La victoria del arcabuz

Mientras la vanguardia sostenía su propio combate, el grueso de la infantería española -seguida además por una unidad de caballería- recibió órdenes de girar y continuar la marcha hacia el campamento francés, pues era de vital importancia tomar esa posición. Sin atisbo de duda, los soldados iniciaron el camino sin saber que, a unos pocos kilómetros, se ubicaba la principal batería de artillería francesa.
No obstante, no tardaron mucho en descubrirlo pues, en cuanto vieron la primera pica, los galos iluminaron el cielo con los fogonazos de sus cañones, cuyas balas cayeron de forma implacable sobre los españoles. «Las mayores bajas imperiales se sucedieron en esta fase, tal vez unas 500, antes de que los veteranos infantes pudiesen ponerse a cubierto entre las desigualdades del terreno», completan los autores de «Grandes batallas de España».
Tal fue el zarpazo de la artillería francesa que Francisco I se decidió a dar el golpe de gracia a los españoles y, tras embutirse en su armadura, dirigió una devastadora carga sobre estos desafortunados enemigos. El ataque fue de tal virulencia que desbarató totalmente a los jinetes pesados de Pescara y desconcertó a la infantería aliada.
La contienda parecía perdida para el bando imperial. Desorganizados y en inferioridad numérica, poco podían hacer los españoles ante aquellos feroces caballeros de armadura completa. Sin embargo, en ese delicado momento una idea cruzó la cabeza de Pescara. A voz en grito, el oficial ordenó a 1.500 de sus arcabuceros retirarse hasta un bosque cercano a toda prisa y, desde allí, descargar todo el plomo y la pólvora posible contra los jinetes. Para sorpresa de los presentes, los disparos no sólo detuvieron la carga enemiga, sino que acabaron con muchos de los caballistas y desmontaron a tantos otros.

El asalto final

A su vez, y durante este momento de incertidumbre, Leyva sorprendió a Francisco I saliendo de Pavía con todos sus hombres y atacando el flanco francés, lo que permitió a los jinetes españoles reagruparse y lanzarse contra los enemigos con una fuerza renovada. En tan solo unos minutos, la batalla había dado un vuelco del lado imperial y, para desgracia de «sa majesté» gabacha, poco podían hacer ya sus tropas por remediar la situación.
Finalmente las tropas imperiales, apoyadas además por los disparos de los arcabuceros, obligaron a los franceses a poner pies en polvorosa. Con los galos huyendo y la línea de batalla enemiga rota, los soldados del bando imperial no tuvieron más que levantar sus brazos en señal de victoria.
«La derrota francesa fue aplastante. Más de 10.000 muertos y 3.000 suizos prisioneros, que fueron puestos en libertad a condición de no volver a combatir contra Carlos V. El rey Francisco I fue capturado después de que un arcabucero le matara el caballo, y sería trasladado cautivo a Madrid. Las pérdidas imperiales no superaron los 500 hombres contando muertos y heridos, entre éstos últimos el propio marqués de Pescara», finalizan Laínez y Sánchez de Toca.
Fuente: http://www.abc.es 23 de noviembre del 2013.

lunes, 11 de noviembre de 2013

De la república aristocrática y el régimen populista a la república democrática. Fernán Altuve y la democracia fuerte en el Perú.


LA FATALIDAD REPUBLICANA II

Fernán Altuve-Febres Lores

La República Aristocrática (1895-1930) se fundó gracias a la coalición mercantil conformada por la opulencia agroexportadora del patriciado costeño y la riqueza de los gamonales andinos que se enfrentaron contra la visión romana de los patriotas.
III
Víctor Andrés Belaunde, que sigue en su análisis a Joaquín Costa, observó que la nueva realidad originó tres fuerzas socio-políticas: la plutocracia costeña, la burocracia militar y el caciquismo serrano. La conformación tripartita de estos poderes fácticos respondió a la necesidad señorial de domesticar a la multitud para convertirla en una clase ausente, en una clientela electoral de los patricios. Logrado esto, el caudillaje quedaba huérfano de apoyo popular y así desvanecía la clásica dialéctica donde el cesarismo se enfrentaba al patriciado rampante.

Para un venerable Jorge Basadre, historiador de las Thursday, October 17, 2013elitesThursday, October 17, 2013, esta etapa constituyó un “Estado en forma” con una fuerte institucionalidad que podía servir de modelo arquetípico para el Perú independiente, pero, contrariamente a esta pretensión, un análisis detallado nos demuestra que este fue un régimen sumamente débil, debido a la lucha interminable de las facciones políticas. Esto fue claro hasta para un personero de la opulencia, como el intelectual Javier Prado Ugarteche, quien entendió lo grave del problema del faccionalismo afirmando que los partidos:
“ponen en pugna las fuerzas y las clases sociales, militares, letrados, señores y plebeyos, pobres y ricos, conducen a la división de los elementos nacionales, al odio irreconciliable entre las clases, a la anarquía y al despotismo, a la debilidad interna y lo que es peor, a la debilidad externa”.
Oswald Spengler, autor de la Decadencia de Occidente y creador del concepto de “Estado en forma” nos explica, en su libro Prusianismo y Socialismo, que esta noción no se debe confundir con la de “partidos en forma” que son aquellos grupos de interés que actuaban como mini-estados dentro de un seudo-Estado que no logra tener una forma propia. El mismo Spengler nos dice que en este tipo de países es común encontrar tres tipos de partidos. Uno que se identifica con el capitalismo, que es la fórmula del “socialismo inglés”, otro partido que se acerca al militarismo, que es la forma del “socialismo prusiano” y un tercer partido jesuita que es la forma del “socialismo español”.

En el Perú el Partido Civil del capitalista Pardo fue inglés, mientras que era prusiano el Partido Constitucional del General Cáceres, como jesuita fue el Partido Demócrata del exseminarista Piérola. El civilismo fenicio había logrado dividir al espíritu romano en dos partidos antagónicos, el de los legionarios de Cáceres y el de los montoneros de Piérola. He ahí la razón de la hegemonía del partido civil durante estos años.

Pero estos partidos señoriales con sus feroces pugnas públicas y sus convenientes acuerdos de gabinete tampoco pudieron crear la institucionalidad deseada y, por tanto, siempre vivieron en la fragilidad que produce una guerra política perpetua que solo era atemperada por cortos armisticios. El poeta Santos Chocano criticó la hipocresía de este tipo de régimen al que consideraba inferior al cesarismo, diciéndonos:
“Solo hay dos formas de gobierno, el gobierno de la fuerza o el gobierno de la farsa. En nuestra América tropical se tiene que escoger entre el gobierno de la fuerza organizadora o el gobierno de la farsa organizada”.

El sucesivo carrusel de facciones en el poder ya estaba gastado para 1919; por eso un astuto aristócrata provinciano, formado en el cálculo del partido inglés, terminó encarnando la irrupción de la pequeña burguesía contra el viejo patriciado mercantil. Abjuró del espíritu fenicio y trató de recrear un régimen de constitucionalidad fuerte como el que había buscado el General Cáceres. Se llamaba Augusto B. Leguía y gobernaría por once años.
Víctor Andrés Belaunde califica a esta etapa agónica de la vieja república de partidos como un Cesarismo Burocrático por haberse sostenido en la milicia y el caciquismo parlamentario. En realidad el cesarismo civil que impuso Leguía trató de superar los defectos del faccionalismo aristocrático con una continuidad personal que no sería posible tras la irrupción de las masas en la escena política y el consecuente establecimiento de una República Democrática.

IV
La República Democrática fue prefigurada por un joven Basadre en 1929 cuando pronunció su discurso. La multitud, la ciudad y el campo en la inauguración del año académico de la Universidad de San Marcos ante el mismo Presidente Leguía. Un año después a la caída de este gobernante, el 22 de agosto de 1930, la multitud, las masas en vías de organización, se hicieron presentes. Ahora bien, la acepción de “Democracia” que aquí damos es sociológica y no responde a la idea burguesa de un mero deporte electoral.

La nueva irrupción plebeya reintrodujo a la multitud en el escenario político y con ello quedó abierto el camino de la revitalización de la dialéctica César-patriciado. El liberado espíritu fenicio que había sido limitado por el cesarismo civil de Leguía tenía que impedir a toda costa que aquella “Hora de la Espada” augurada espléndidamente por el poeta argentino Leopoldo Lugones durante el centenario de la batalla de Ayacucho (1924) se hiciera realidad.

Hasta aquel momento el Perú había conocido a la muchedumbre, “tumultum” que de cuando en cuando se enrolaba tras un caudillo carismático, pero aquella quería dejar de ser multitud para convertirse en pueblo, “populus”. Fue entonces que una oligarquía unánime se disfrazó de patriotismo para enfrentar al pueblo de trabajadores con el pueblo en armas.

La necesidad por representar a ese pueblo en formación generó la rivalidad entre el partido de las armas que inauguró Sánchez Cerro y el ejército de las masas que fundó Víctor Raúl Haya de La Torre y lo convirtió en un verdadero “espartaquismo” criollo.

En ese sentido, es interesante observar cómo el esperado “Espartaco andino”, que intuía el historiador Luis E. Valcárcel para que tornase en realidad el socialismo de Mariátegui no prosperó políticamente. Es posible que ello se debiese a que  a esa multitud ansiosa de ser pueblo, el indigenismo solo le ofrecía un ideal de raza que la volvía a convertir en tribu. Años después, la utopía andina seguía “buscando un Inca”, en palabras de Alberto Flores Galindo, para que aquel hiciera la taumaturgia de convertir un gastado discurso en realidad.

La lucha entre el pretorianismo de un Ejército que marchaba al compás de “la Madelon” y el jacobinismo de un partido que cantaba “la Marsellesa”, dividió al espíritu latino y permitió que la adinerada Oligarquía se convirtiera en el árbitro indiscutible de esta disputa.

Precisamente, en el momento de mayor poder oligárquico, surgió la voluntad de algunos intelectuales de hacer de la burguesía criolla una auténtica “elite” responsable. Por ello José de la Riva Agüero, en una carta escrita el 6 de mayo de 1934 a Víctor Andrés Belaunde, criticaba duramente el: ”funestísimo espíritu fenicio que ha animado casi siempre a las clases adineradas”.

Autor en su juventud de Paisajes Peruanos, relación del viaje iniciático de un aristócrata limeño que quiso superar la histórica dicotomía entre lo andino y lo criollo con la idea de una nación mestiza, Riva Agüero, por ser un verdadero noble, fracasó en su intento de bautizar a los mercaderes con las virtudes del catolicismo romano. Años más tarde, el terrateniente Pedro Beltrán Espantoso le devolvió su sentido fenicio y la condujo hasta su ocaso en 1968.
Tres décadas de conspiraciones, golpes de Estado y elecciones estériles fueron el saldo del poco estable Régimen Oligárquico (1930-1962) que orientó el espíritu fenicio. La oligarquía, inflexible ante las aspiraciones populares, usó el lenguaje del nacionalismo para encumbrar a Generales como Manuel Odría, para traicionarlos cuando apreciaba que su caudillaje se hacía expresión del pueblo. Es por esto mismo que el sociólogo francés Henry Favre dijo certeramente que: “Si bien, Odría nunca fue tan lejos como Perón o Rojas Pinilla, es innegable que hubo en el odriísmo gérmenes de peronismo, cuyo desarrollo la oligarquía solo podía temer”.

El régimen oligárquico duró hasta 1962 cuando una acción reformista instó al Ejército a cambiar el cesarismo nacionalista por el nacionalismo populista. El golpe de Estado de 1962 inauguró el Régimen Populista (1962-1992) rompiendo el clientelaje de la vieja oligarquía e iniciando su desalojo del poder. La unión del pueblo con los militares -en esa inspiradora fórmula que conocemos con el nombre de binomio Pueblo-Fuerza Armada- encarnaba una nueva confrontación entre los guerreros y los mercaderes.

Lamentablemente, con la llegada de los militares al poder en 1968, se confundió el problema secular de la oligarquía, pues no se la entendió a ésta como una realidad socio-política sino que se creyó que ella era solo un degenerado sistema económico de producción feudal que tenía que ser corregido por una profundización de la revolución burguesa. Esta débil interpretación, tomada de la intelectualidad socialista, dio como resultado la creación de una nueva oligarquía financiera, menos arraigada que los terratenientes, y más voraz que ellos. Esa ha sido la paradoja del pretorianismo burocrático, habernos dejado en 1980, por impericia política, un espíritu fenicio potenciado y silenciosamente victorioso.

Aquí es importante señalar que la fractura del viejo modelo oligárquico ha reproducido nuevamente la dialéctica “cesarismo- patriciado”, pero con características menos flexibles que en otros tiempos. Así, por un lado aparece una tecnocracia fenicia como vanguardia de un empresariado egoísta, muy poco realista y absolutamente ajena a las necesidades de una nueva multitud, desbordada desde los campos hacia las ciudades. Multitud que no logró hacerse pueblo y que de tiempo en tiempo busca un providencial “outsider” que encarne sus crecientes aspiraciones y en algunos casos sus desesperaciones.

El grave problema del Perú es que cada día está más debilitado, pues “el desborde popular” supera las formas clásicas de la democracia y ésta no encuentra un espíritu que la oriente. Dando cuenta de los efectos de un primer desborde demográfico, José Matos Mar escribía en 1984:

“La multitud, hasta hace unos años clientela del poder, se encuentra ahora abandonada a su propia suerte. Lima se convierte así en el crisol en que se crea, al margen del mundo oficial, un nuevo sistema de formas inéditas en el pasado nacional”.

El segundo desborde, de carácter económico, fue prefigurado por Hernando de Soto en “El Otro Sendero” (1986) y se materializó en el gobierno de Reconstrucción Nacional iniciado en 1990 en el cual las Fuerzas Armadas tuvieron un rol fundamental.

Ahora bien, las multitudes, tras su desborde demográfico y económico, han logrado romper el cerco de la exclusión y la marginación, creando un poder paralelo, omnipresente, por lo que es probable que de una manera similar a otros casos del continente -donde se ha conocido el fenómeno de las masas golpistas- se presente el caso extremo de un desborde político cuando las formas actuales se hayan agotado.

Como hemos explicado, nuestra experiencia independiente ha sido la de regímenes frágiles: la República Autocrática estuvo siempre debilitada por el personalismo, la República Aristocrática permanentemente debilitada por el faccionalismo y la República Democrática adoleciendo de una debilidad congénita: la violencia, la marginación de masas y el desborde popular.

Un verdadero proceso de democratización política debe ser consciente de que el desorden y la debilidad han sido los orígenes de nuestros males y de nuestros vicios públicos durante casi doscientos años. Necesitamos de manera imperiosa un orden virtuoso que supere nuestras taras. Virtud deriva de Vir, “fuerza” en latín, por eso pensamos en una Democracia Fuerte que busque hacer del Perú un pueblo “en forma” que culmine la inconclusa revolución de la multitud y nos permita iniciar una nueva y aún no explorada revolución, la del espacio.

* Publicado en  La Democracia Fuerte. Lima, 2005

Fuente. Diario La Razón. 18 de octubre del 2013.

domingo, 10 de noviembre de 2013

Breve historia del Congreso de la República del Perú.

Antiguo local de la Universidad de San Marcos (Plaza Bolívar) en cuya capilla funcionó el primer Congreso de 1822 y donde se levanta el actual edificio parlamentario.

Es la institución más antigua del Perú. Fundada en 1822, es esencia de la legalidad, soporte de la libertad, víctima de caudillos e insurrecciones, protagonista de los momentos más memorables y aciagos de anarquía política, y en las últimas décadas escenario de escándalos que han deteriorado su imagen y su prestigio.

El Congreso: historia de luces y sombras

El 12 de noviembre de 1822, en el momento de la mayor anarquía y de tempestades políticas, el Primer Congreso Constituyente aprobó y promulgó la primera Constitución Política del Perú, que no entró en vigencia, porque el Congreso fue víctima del primer golpe de Estado, del 28 de febrero de 1823, que impuso a don José de la Riva-Agüero y Sánchez Boquete.

Otros hechos que marcaron la historia del Parlamento: el presidente del senado Manuel Pardo fue asesinado a tiros en 1878; un tratado fue firmado en alta mar en un buque enemigo, el Tratado con Chile lo firmaron en sesión secreta, y un exdiputadofue excomulgado por el Papa Pío IX.

En 1823 el general Andrés de Santa Cruz tomó asiento en una butaca congresal y con un violento despliegue intimidatorio de las tropas a caballo por la Plaza Bolívar, deliberó con los congresistas y les exigió el nombramiento de Riva-Agüero, el primero en ceñirse la banda presidencial.

El Congreso no olvidó la humillación inferida por el Ejército y el 23 de junio del mismo año depuso a Riva-Agüero, quien viajó a Trujillo, disolvió el Congreso de Lima y formó otro a su antojo. En la capital, los diputados ordenaron su captura y fusilamiento, por tratar en secreto con el virrey La Serna para implantar una monarquía en el Perú.

El clérigo, político, diputado (1826-27) y presidente de la Convención Nacional (1832-34), Francisco de Paula González Vigil, fue excomulgado tres veces por el Papa Pío IX (1851), por cuestionar los poderes de la curia romana y negar la infalibilidad del Sumo Pontífice.

YO DEBO ACUSA
R
 
Este diputado es autor de la célebre frase; “Yo debo acusar, ¡yo acuso!”, pronunciada el 2 de noviembre de 1832 denunciando al presidente Agustín Gamarra por violar la Constitución.

El primer Congreso Constituyente se instaló el 20 de setiembre de 1822 en la Capilla de la Universidad de San Marcos, que funcionó en el mismo lugar que ocupa hoy el Congreso en la Plaza Bolívar, desde 1577 hasta1875, cuando se trasladó a La Casona y donde permaneció hasta 1966.

En 191 años de historia política el Congreso ha sido testigo de sediciones e insurrecciones, diputados atacados a balazos en el local congresal, clausurado por revueltas militares,y objeto de los más denigrantes conceptos como que, “sin hacer nada de provecho por el país… todas sus farsas” costaban la entonces astronómica cifra de 300 mil soles,según dijo el presidente Remigio Morales Bermúdez en 1892. Éste solía hacer siesta en la Plaza Mayor y cuando le decían que alguien le buscaba se preguntaba: ¿Qué querrá? ElCongreso de 1822 desmanteló el régimen colonial, fue símbolo de la rebelión independiente, desplazó a la aristocracia criolla, puso fin a la corriente monarquista de San Martín y Monteagudo, estableció el sistema republicano y, con todos sus defectos, estableció los derechos de los peruanos. Pero, también, fue algunas veces espectador servil de dictaduras.

Su más notable decisión en 1823 fue invitar a Bolívar al Perú y acabar la guerra final contra los españoles.

Los abogados y sacerdotes llenaron las curules formándose entre los primeros, la clase parlamentaria más brillante. Este Congreso lo integraban 28 abogados, 26 eclesiásticos, 8 médicos, 9 comerciantes, 6 empleados y 5 militares. El primer diputado de raza negra fue el médico Juan Manuel Valdés.

Manuel Pardo fue asesinado al ingresar al senado en 1878.

FRAUDE EN ELECCIONES

El diputado por Huancavelica Luis Antonio Colmenares, según el historiador Jorge Basadre, para su elección al Primer Congreso Constituyente “tomó unos cuantos indios de las puertas de un mercado y los condujo al local electoral con cédulas escritas para que votaran por él”.

El primer congresista guerrillero o montonero fue el curaca de Huarochirí Ignacio Quispe Ninavilca . El 1826 Bolívar expresó su molestia por la presencia de tres diputados arequipeños opositores de los que dijo: ¡Qué malditos diputados ha mandado Arequipa!

El Congreso que promulgó la Constitución Vitalicia que otorgaba todos los poderes a Bolívar la juró el 9 de diciembre de 1826. Fue abolida el 28 de enero de 1827.

El segundo Congreso General Constituyente del Perú se instaló el 4 de junio de 1827, y dio una nueva Constitución.

La juramentación de esta Constitución fue pública y se realizó el 18 de abril en los cuatro esquinas de la Plaza Mayor; la plazuela de la Constitución (Plaza Bolívar), San Marcelo (Av. Emancipación y Rufino Torrico) y San Lázaro (Jr. Trujillo, Rímac). También introdujo la bicameralidad, con una cámara de 21 senadores.

La Convención Nacional presidida por Francisco de Paula González Vigil, el 10 de junio de 1834 dio la nueva Constitución, una ley electoral y ordenó elecciones populares presidenciales, parlamentarias y municipales.

Desde 1835 hasta 1839 el Congreso no tuvo ninguna vigencia por la implantación de la Confederación Peruano-Boliviana del general Andrés Santa Cruz, a través de asambleas cuestionadas de Sicuani y Tacna.

Congreso Constituyente convocado por San Martín en 1822 que dio la primera Constitución Política. 

ACUSACIÓN CONSTITUCIONAL

Derrotado Santa Cruz en Yungay, el general Gamarra instaló el 15 de noviembre de 1839 el Congreso de Huancayo, que puso fuera de la ley a Orbegoso, a quien calificó de “Insigne traidor”. 

Correspondía a la cámara de diputados acusar constitucionalmente al Presidente de la República, congresistas y ministros.

Instauró las “Facultades extraordinarias” para el presidente de la República que solo podía otorgarlas el Consejo de Estado, y estableció la posibilidad de suspender las garantías durante un tiempo. 

El 21 de octubre de 1845, el ministro de Hacienda, Manuel del Río, presentó formalmente a las cámaras el primer Presupuesto del Perú, correspondiente al bienio 1846 -47 que no la aprobó.

El Presupuesto 1848-49 presentaba algunas irregularidades y la Comisión del Consejo de Estado (hoy Comisión de Presupuesto) encargada de examinar estas cuentas lo rechazó. Solo el ministerio de Guerra, tenía un presupuesto de 4’817,899 pesos.

El 13 de julio de 1849 la cámara de diputados aprobó un proyecto que autorizó al Ejecutivo a tomar un empréstito por 400 mil pesos para pagar los sueldos y pensiones que se adeudaban durante 5 meses.

Ante la presión de los diputados, el ministro de Hacienda, Manuel del Río, fue el primero en dimitir, sin embargo, quedó claro que solo el presidente podía destituir un ministro.

El historiador Jorge Basadre en “Elecciones y Centralismo en el Perú- Apuntes para un esquema histórico”, dice que las camarillas y dictaduras parlamentarias también existieron en el Congreso y hasta hubo “compra y venta de opiniones y votos en gran escala” como en 1868-1869 con motivo de los debates por el Contrato Dreyfus.

R.Castilla condenó el asalto de la tropa al Congreso en 1857.

OTRAS CONSTITUCIONES

La Constitución de 1856 abolió la pena de muerte por iniciativa del diputado y luego héroe José Gálvez: “La sociedad no tiene derecho a matar”, decía. También estableció el “Voto de censura” a los ministros.

Se instaló por primera vez el “Consejo de Ministros” como entidad autónoma para reunirse sin concurso del presidente de la República y se estableció como requisito para asumir una función pública, jurar, respetar y hacer cumplir la Constitución.

Incorporó también la “Vacancia presidencial”, por atentar contra la independencia, celebrar algún pacto indebido, modificar la forma de gobierno, impedir la reunión del Congreso, suspender sus sesiones o disolverlo.

La Constitución de más larga vigencia fue la de 1860.

El tratado Vivanco-Pareja, fue firmado en alta mar a bordo de la nave española “Villa Madrid” el 27 de enero de 1865. El Congreso clausuró sus funciones, y se “lavó” las manos.

La primera censura, fue el 21 de agosto de 1876 en la Cámara de Diputados contra el ministro Antonio Arenas por 24 votos contra 16 y el gabinete renunció en pleno.

El 22 de agosto de 1876 la cámara de diputados formuló una acusación constitucional contra el presidente Manuel Pardo pero la comisión especial la rechazó por 60 votos contra 25 votos.

El 12 de marzo de 1881, en plena ocupación chilena, el presidente Francisco García Calderón convocó un Congreso en Magdalena (Pueblo Libre), en el vestíbulo de un modesto rancho, donde se erigió un gobierno provisional que se instaló en la Escuela de Clases en Chorrillos, para tratar la paz con Chile.

También se formó congresos en Ayacucho, para lograr el continuismo de Nicolás de Piérola (28 de Julio1881),en la Asamblea de Montán, Cajamarca (1882), para legalizar al régimen del general Miguel Iglesias, y otro en Arequipa que funcionó entre abril y julio de 1883 tras el final de la Guerra del Pacífico.

José dela Riva-Agüero disolvió el Congreso y fue expatriado.

EL TRATADO DE ANCÓN

El general Miguel Iglesias convocó una Asamblea Constituyente el 24 de octubre de 1883 que se instaló el 1 de marzo de 1884 y lo eligió presidente provisorio para aprobar el Tratado de Ancón.

Dice Basadre que “el tratado casi no fue discutido y a las 2 de la tarde fue presentado en sesión secreta y aprobado a las seis de la tarde por todos los votos presentes menos seis”. En 1914 Guillermo Billinghurst quiso disolver el Congreso pero el Ejército lo cesó e impuso al general Óscar R. Benavides. 

SABLE Y POLÍTICA

El 2 de noviembre de 1857, el comandante Pablo Arguedas, atropelló con la tropa la Sala de Sesiones de La Convención y expulsó con violencia a los diputados. El presidente Ramón Castilla le recriminó en una carta: “Nunca creí que un jefe del Ejército que se llama amigo mío se atreviera a dar un paso tan grave sin acuerdo de sus jefes, sin orden mía y sin conocimiento del Consejo de Ministros... Esto es muy sensible… Es muy mal precedente el que Ud. ha establecido atribuyendo al sable, la facultad de resolver las diferencias políticas”. Años más tarde Arguedas fue apresado, procesado por insurrección y deportado.

ASESINATO EN EL SENADO

El 16 de noviembre de 1878 el presidente del Senado, Manuel Pardo, fue abatido por el sargento Melchor Montoya al ingresar a ese recinto. “Se nos viene la guerra con Chile”, había dicho en una entrevista al escritor y periodista Pedro Dávalos Lissón. “Perdono a todos”, expresó Pardo en su agonía. El presidente Mariano Ignacio Prado llegó en coche y exclamó: “!Vergüenza!”, y enterado que el asesino había sido detenido, preguntó: “¿Y por qué vive todavía ese miserable?”.

En julio de 1823, Riva-Agüero, dusolvió el Congreso, ordenó apresar 7 diputados y los expulsó a Arica, llenos de piojos y en una barcaza inmunda, con una provisión de agua y bofes malolientes. El Congreso ordenó su y captura. Su osadía le costó 7 años y medio de destierro.

El 2 de enero de 1834 los militares asaltaron a balazos La Convención Nacional y en el ataque asesinaron el soldado Juan Ríos. “Uno de los oficiales presentó la lista de los diputados que debía apresar...”. La golpista Francisca Zubiaga,”La Mariscala” montada a caballo y a balazos dirigía el motín. El pueblo de Lima los resistió y frustró la asonada. 

“Aquí quedo, bueno.., un tanto descansado de las majaderías del célebre Congreso…. que cada día se hace más pesado y sin hacer nada de provecho por el país…” le cuesta al gobierno, “…300 mil soles todas su farsas”, escribió el presidente Remigio Morales Bermúdez al diplomático Aníbal Villegas en 1892.

Ramón Machado. C 
Redacción

Fuente: Diario La Primera. 20 de octubre del 2013.