viernes, 19 de abril de 2013

Stalin y las causas del declive de la URSS. La herencia stalinista del partido único.

La herencia de Stalin

Por: Antonio Zapata Velasco (Historiador)
Pocas semanas atrás fueron sesenta años de la muerte de José Stalin, el dictador soviético creador del sistema conocido como  “socialismo real”, para englobar a la URSS y su anillo de satélites. Este subsistema mundial se derrumbó al final de los años ochenta, comienzo de los noventa. Algunos supérstites siguen dando que hablar, como el régimen de Corea del Norte, cuya amenaza atómica es centro de las noticias internacionales del día.
Las razones del declive del “comunismo realmente existente” han ido quedando claras, conforme se han abierto los archivos soviéticos y una nueva generación de investigadores ha producido conocimiento fresco sobre el estalinismo. Un autor solvente es Francisco Talbo, un español que cuenta con mucha información y razonamiento ponderado.
Los problemas se habrían concentrado en dos grandes factores. En primer lugar, la planificación central fue ineficiente y perdió la competencia con el mercado.
El régimen económico soviético se basaba en una autoridad central que decidía sobre inversiones y fijaba metas a las empresas. Se suponía que daría origen a una gran racionalidad en la asignación de recursos, que permitiría un rápido crecimiento económico. Como consecuencia, el bienestar aumentaría en forma regular y la gente disminuiría su jornada laboral, hasta quedar liberada de necesidades materiales. La clave era la supuesta racionalidad de la planificación versus la insensatez del mercado.
Pero, en la práctica, la planificación supuso grandes dificultades. Era necesaria una burocracia que tomara decisiones. Su poder era inmenso, establecía metas de producción y precios de todos los productos, incluyendo salarios. Pero, dependía de información que debería provenir de las unidades productivas a las cuales ajustaba las clavijas.
Pues bien, nadie proporcionaba cifras verdaderas, porque si se evidenciaba un incumplimiento entonces seguían recortes de inversión. Todos hacían check y los verificadores se encargaban de aparentar un funcionamiento regular. Al final, la burocracia central decidía a ciegas y optaba por consideraciones políticas, sin racionalidad económica. El resultado fue el largo estancamiento de Brezhnev y el rápido declive bajo Gorbachov.
En segundo lugar, esa burocracia central acumuló una enorme autoridad que conservó en sus manos hasta el fin. Se traducía en el disfrute de bienes materiales muy superiores a los del común. Así, se formó una costra gobernante que no representaba a la sociedad, sino al régimen político. Ella fue muy antidemocrática, porque entendió que el debate libre y la opinión pública contradecían su existencia. Por necesidad, fue despótica y autoritaria.
Cuando Gorbachov intento airear, mediante la transparencia y las elecciones libres, el sistema se derrumbó. La suma de una economía osificada con un régimen político abierto fue desastrosa. El sistema se hizo trizas.

Mientras que, en ese mismo momento, el PC Chino tomó decisiones inversas. El régimen entendió el error de Gorbachov y no soltó el control político. Lo mantuvo en sus manos, más bien abrió la economía. Deng Xiao-ping reintrodujo el mercado, incluso en el campo, atrayendo en paralelo la inversión extranjera. La burocracia comunista china fue astuta y ha sobrevivido, proyectando a China como gran potencia mundial.
El nombre de Stalin ha quedado ligado a la fórmula despotismo más colectivización forzosa. Como paquete no ha tenido larga historia, se extinguió. Pero, uno de sus componentes continúa vigente, el régimen político controlado por un partido único. En ese sentido, la herencia de Stalin está entre nosotros y, de manera inadvertida, incluso está presente en la nueva potencia mundial en ascenso.
Si uno prolonga el pensamiento, encuentra la racionalidad de las expresiones últimas de don Isaac Humala. Según el patriarca familiar, el régimen de Corea del Norte sería superior a todos los países del planeta, porque habría hallado la fórmula ideal: una monarquía hereditaria de partido único.
Fuente: Diario La República (Perú). 17 de abril del 2013.
Recomendados: 
Veinte años sin la URSS. Eduardo Dargent.

domingo, 14 de abril de 2013

Margaret Thatcher y su sello en la historia del siglo XX.

Margaret Thatcher: nos encantaba odiarla

Lo que sirvió de elemento de unión entre todos los sectores que se oponían al programa de la Dama de Hierro fue la sospecha de que la hija del tendero estaba empeñada en dar un valor monetario al ser humano.


Por: Ian McEwan (Escritor)
Maggie! ¡Maggie! ¡Maggie! ¡Fuera! ¡Fuera! ¡Fuera!”. Aquella exigencia que proclamaba la izquierda, por fin, se ha cumplido. Durante los años ochenta, en innumerables manifestaciones, aquel grito constituyó la expresión de una curiosa ambivalencia, la intimidad que suponía llamarla por su nombre de pila y, al mismo tiempo, el rechazo más furioso a todo lo que representaba. “Maggie Thatcher”: dos enérgicos troqueos que contrastaban con el suave ritmo y ámbico del Estado de bienestar en la Gran Bretaña de la posguerra. Todos los que vivíamos desolados por la brusca aversión que era evidente que le inspiraba aquel mundo confortable y dominado por el Estado, no nos conformábamos con tenerle antipatía. Nos encantaba tenerle antipatía. Ella nos obligaba a optar, a decidir qué cosas eran verdaderamente importantes.
En retrospectiva, veo que muchos de los comentarios críticos estaban teñidos de un sexismo primario. Las feministas la repudiaban porque insistían en que, a pesar de ser mujer, no era una de ellas. Pero lo que servía de elemento de unión entre todos los sectores que se oponían al programa de Margaret Thatcher era la sospecha de que la hija del tendero estaba empeñada en dar un valor monetario al ser humano, pensar que no tenía corazón y saber —como se sabía públicamente— que despreciaba los impulsos que sirven de vínculos entre los individuos y la sociedad.
Si los lectores británicos de hoy viajaran a través del túnel del tiempo hasta los últimos años de la década de los setenta, quizá les irritaría descubrir que la programación de televisión del día siguiente era un secreto de Estado que no se compartía con los periódicos. La única publicación autorizada para publicarla era la revista Radio Times (no es extraño que vendiera siete millones de ejemplares semanales). Era ilegal que uno mismo se colocara un teléfono supletorio. Había que esperar seis semanas a que fuera el instalador. No existía más que un modelo de contestador automático aprobado oficialmente. La “junta” local de electricidad podía ser un sitio muy hostil. Al acuñar el neologismo de “privatización”, Thatcher acabó con esos monopolios de Estado y transformó la vida cotidiana en aspectos que ahora damos por descontados.
El precio que hemos pagado por esa transformación es el de tener un mundo que es más duro, más competitivo y, desde luego, más consciente de la atracción del dinero. Tal vez ahora, después de la crisis crediticia, seamos capaces de reflexionar sobre lo que hemos perdido y lo que hemos ganado desde que se desreguló la City en 1986, pero no creo que podamos deshacer nunca su legado.

Su influencia obligó a examinar con más intensidad las prioridades de cada uno
Resulta curioso pensar que, durante la época de Thatcher, la novela británica gozó de un renacimiento relativamente importante. No es habitual que un Gobierno pueda presumir de haber fomentado las artes, pero Thatcher, que siempre tuvo una actitud impaciente ante la reflexión detallada sobre la vida, llevó a los autores a nuevos terrenos. La novela prospera en condiciones adversas, y la sensación general de desolación ante el nuevo mundo que ella nos mostraba arrastró a muchos escritores a la oposición. Con frecuencia, a una postura de oposición en sentido amplio, más moral que política. Su influencia obligó a examinar con más intensidad las prioridades, una reflexión que, en ocasiones, se manifestó en diversas distopías.
En cualquier caso, nos fascinaba. En una reunión internacional celebrada en Lisboa a finales de los ochenta, el contingente británico, del que formábamos parte Salman Rushdie, Martin Amis, Malcolm Bradbury y yo mismo, no dejamos de hacer referencia a Thatcher en nuestras ponencias. Cuando se nos pedía que informáramos sobre “el estado de las cosas” en nuestro país, éramos casi incapaces de hablar de otra cosa que no fuera ella. En un momento dado, los representantes italianos, en su mayor parte de tendencia existencial o posmoderna, se alzaron contra nosotros, y se produjo un enfrentamiento de lo más airado, que fue la delicia de los organizadores. La literatura no tenía nada que ver con la política, decían los escritores italianos. Hay que tener una visión de conjunto. ¡Olvidaos ya de Thatcher!
No les faltaba algo de razón, pero no tenían ni idea de lo fascinante que era, tan poderosa, triunfadora, popular, omnisciente, irritante y, a nuestro juicio, equivocada. Quizá teníamos la sospecha de que la realidad había creado un personaje que quedaba fuera del alcance de nuestra imaginación creativa.
No todos los escritores fueron detractores suyos. Philip Larkin visitó Downing Street y lo primero que hizo la primera ministra fue citarle una de sus frases, que le había gustado mucho: “Tu mente yace abierta como un cajón de cuchillos”. Existen varias versiones de la anécdota. Es posible que no la reprodujera bien del todo. En cualquier caso, la cita es la mejor forma de elogio y, como es natural, Larkin se emocionó.
Podemos hacer conjeturas y pensar que algún asesor había propuesto a Thatcher unas cuantas frases escogidas, o que ella había pedido que se las proporcionaran. En cualquier caso, la cita elegida la retrata a la perfección. Para empezar, tenía una memoria increíble para los informes, y no debió de costarle nada aprenderse varias frases al pie de la letra y con toda rapidez. La frase de Larkin podía asociarse con la mente traicionera (de un adversario o un colega del gabinete) expuesta sin remedio a la mirada de acero de Thatcher. Hay que agradecer la lectura de los diarios de Alan Clark, que ofrece una magnífica descripción de lo que representaba ser convocado al número 10 y verse sometido a ese escrutinio.

La obsesión nacional alrededor de ella tuvo siempre un elemento de erotismo
En una rueda de prensa, el difunto Christopher Hitchens, que era entonces corresponsal político del New Statesman, corrigió a la primera ministra sobre un dato concreto, y ella se apresuró a corregirle a su vez a él. Resultó que ella tenía razón, él era el equivocado. Delante de sus colegas periodistas, le dijo que se pusiera de pie delante de ella para que pudiera darle un ligero golpecito con sus papeles. A lo largo de los años y de numerosas repeticiones de la historia, la anécdota acabó convirtiéndose en que Thatcher le dijo a Hitchens que se inclinara hacia adelante y le dio un azote en el trasero con los papeles.
El hecho real tiene menos importancia que la modificación que se hizo de él. La obsesión nacional con Margaret Thatcher tuvo siempre un elemento de erotismo. La invención del término “sadomonetarismo”, la forma que tenían sus poderosos ministros de embelesarse ante ella, los constantes comentarios de sus detractores sobre su feminidad, o su falta de ella, son muestras del control glacial que ejerció sobre la imaginación masoquista (masculina) del país. Un poder aún más intenso por la sospecha de que no lo ejercía de manera consciente.
Es posible que el papel encarnado por Meryl Streep, de una figura que arrastraba los pies, enferma y aislada por la muerte de Dennis, su marido, haya suavizado los recuerdos o haya creado otros en las mentes de una generación más joven.
El funeral de Estado volverá a poner en práctica nuestras extravagantes obsesiones. Los partidarios y los detractores de Margaret Thatcher nunca se pondrán de acuerdo sobre el valor de su legado, pero al pensar en su importancia, el poder hipnótico que tuvo sobre nosotros, no tienen más remedio que coincidir.
© Ian McEwan, 2013
Ian McEwan es escritor. Su último libro publicado es Sweet Tooth (2012).
Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia.
Fuente: Diario El País (España). 14 de abril del 2013.

sábado, 13 de abril de 2013

Margaret Thatcher y la historia del nuevo capitalismo post-industrial del siglo XX.


Con Thatcher empezó la revolución

Tras su triunfo en las elecciones de 1979, la primer ministro británica consiguió darle nuevos bríos al capitalismo con políticas devastadoras para la acción pública.


Margaret Thatcher ganó las elecciones británicas en 1979, iniciando un movimiento privatizador de desmantelamiento del Estado social, de enorme proyección posterior gracias a Ronald Reagan. El presidente Reagan ganó a Carter en 1980 de forma aplastante, y, con el slogan“America is back”, dio un impulso global desde Estados Unidos a lo que el Reino Unido solo no hubiera podido alcanzar. Reagan y Thatcher expresaron una nueva estrategia capitalista con tres pilares de hierro: el primero, la descentralización del poder del Estado —o sea, su debilitamiento— en beneficio de los poderes públicos locales y, sobre todo, en beneficio de los poderes privados a través de lo que se dio en llamar desregulación; el segundo, el poder de las finanzas; y el tercero, la disminución drástica de la tributación.
Thatcher y Reagan coincidían en que el gobierno (el Estado) era el problema, no la solución. Por eso, había que limitarlo a unos pocos bienes públicos: justicia, política monetaria, infraestructuras, defensa. Nada más. Y, además, había que poner límites también a esas políticas.
El debilitamiento de un Estado considerado un parásito significaba el de la más relevante conquista de lo público, el Estado de bienestar y, dentro de él, la joya de la Corona, la Seguridad Social. La escuela neoliberal lo ha repetido machaconamente: los servicios públicos gratuitos o semigratuitos crean una relación viciada con el ciudadano beneficiario, que consume en exceso ese servicio. No son, por tanto, un instrumento de cohesión, sino una pesada carga que dificulta la competitividad.
Thatcher y Reagan triunfaron en imponer una política devastadora para la acción pública: la desregulación. Las políticas económicas de Reagan(Reaganomics) y de Thatcher lideraron la liberalización total de las actividades económicas, hasta entonces sometidas al interés general representado por las instituciones elegidas democráticamente y defendidas por los peores enemigos de Thatcher: los sindicatos.

En esa estrategia de desarme del Estado, quien tomó inmediatamente la delantera fue el sector de las finanzas, la economía del dinero
En esa estrategia de desarme del Estado, quien tomó inmediatamente la delantera, como corresponde a su lógica de expansión sin respiro, fue el sector de las finanzas, la economía del dinero.
El segundo pilar de la revolución conservadora de los 80 fue, efectivamente, el crecimiento impetuoso del nuevo gran poder económico: el mercado financiero y sus agentes institucionales.
La globalización financiera significó —porque lo necesitaba— la absoluta libertad de capital, desbordando a la ya muy importante libertad de comercio internacional, que se expandió asombrosamente en el siglo pasado. La liberalización anglosajona obligó a los gobiernos europeos (como el francés o el alemán), ante la amenaza real —que Mitterand sufrió en primera persona— de una fuga masiva de capitales, a dar todas las posibilidades de movimiento al capitalismo financiero. Con ello se sembró la semilla de los paraísos fiscales.
La expansión del sector financiero no fue sólo cuantitativa. Los mercados financieros empezaron a desarrollar —a través de productos sofisticados, como los mercados de futuro, que multiplicaron por muchas veces la cifra de negocios de las bolsas occidentales, y, a la cabeza de ellas, Chicago, Wall Street y la City de Londres— un movimiento tan potente que creó toda una sociología de los tiburones financieros, tan ácidamente expuesta en la novela de Tom Wolfe La hoguera de las vanidades.
Se estaba produciendo un terremoto en el sistema productivo. Desde el modelo de producción manufacturera como núcleo duro de las economías occidentales, a la hegemonía del crédito y de las finanzas, de las transacciones monetarias, apoyadas decisivamente por la aparición deslumbrante de las tecnologías de la información y las telecomunicaciones

Los demás países desarrollados iniciaron, igualmente, un crecimiento constante de endeudamiento público que llegaría a ser una bomba de espoleta retardada
Se estaba engendrando una economía sin base real en mercancías, infraestructuras o servicios no financieros. Una economía que, por tanto, podía crecer ilimitadamente al compás de la creación artificial de crédito.
El tercer elemento de la reacción, en los 80, contra el Welfare State (redistribuidor de los beneficios y del crecimiento) fue la socialización de las pérdidas en forma de grandes déficits públicos y la privatización de las ganancias en forma de fuertes reducciones fiscales a las capas de población mejor situadas económicamente. Estados Unidos pasó así de ser el mayor prestamista a ser el mayor deudor. Los demás países desarrollados iniciaron, igualmente, un crecimiento constante de endeudamiento público que llegaría a ser una bomba de espoleta retardada.
La otra cara de la moneda —nunca mejor dicho— fue el desplome de los impuestos a los mayores perceptores de renta, a las rentas del capital, a las compañías multinacionales. Se hizo bajo el señuelo de la célebre curva de Arthur Laffer (nunca verificada, ni científicamente, ni en la práctica) que dice que, si hay impuestos altos a los más ricos, éstos no invertirán, se recaudará menos por el Estado y crecerá menos la economía y el empleo, a causa de la desmotivación de aquéllos para trabajar.
Para el reaganismo, los impuestos eran letales para el objetivo de beneficios a corto plazo, para la iniciativa y la energía emprendedora en un mercado libre, como habían puesto de manifiesto las recesiones sufridas en la década anterior. Para Margaret Thatcher, los impuestos progresivos constituían una discriminación a favor de los pobres (de ahí su tristemente célebre poll-tax, que la hizo salir de Downing Street).
En 1981, cuando Ronald Reagan tomó posesión en la Casa Blanca, el impuesto de la renta que pagaban las mayores fortunas tenía un tipo del 75% (llegó a estar en el 94% en 1945). Cuando Reagan dejó la Casa Blanca en 1989, ese tipo máximo había descendido hasta el 33%. En el Reino Unido de Margaret Thatcher el cambio fue aún más fuerte. En el impuesto sobre la renta, su tipo máximo bajó del 83 al 40% y en el impuesto de sociedades bajó del 52 al 33%.

La otra cara de la moneda –nunca mejor dicho− fue el desplome de los impuestos a los mayores perceptores de renta, a las rentas del capital
Era el corolario de una política de revitalización del capitalismo británico y de desvitalización del Estado y de los gastos públicos, a mayor gloria de la mano invisible de Adam Smith. Era la expresión fiscal, asimismo, de una política monetaria de altos tipos de interés, sin precedentes, y de desempleo estructural como única forma de frenar la inflación.
El modelo de reforma fiscal anglosajón, amparado en la debilidad por la que atravesaban la mayor parte de los partidos socialistas europeos —España, que estaba estrenando democracia, fue una excepción—, se extendió rápidamente a decenas de otros países.
La revolución tributaria conservadora cambió, como dice Michel Albert, la verdadera naturaleza de las relaciones entre el Estado y sus ciudadanos: décadas de incrementos en la carga fiscal, particularmente en las naciones industrializadas, sufrieron una súbita inversión en su orientación. Se puso de moda la expresión “desgravación fiscal” (tax relief), no sólo en los ámbitos político y administrativo, sino entre el gran público. Era una transformación cultural que aún no nos ha abandonado, y que explica la dificultad de los gobiernos para romper con esa dinámica, llevándolos por el camino de la emisión de deuda, atemorizados ante la mínima posibilidad de incrementar la carga tributaria en los estratos sociales con mayor capacidad adquisitiva.
La conjunción de los tres componentes esenciales del nuevo capitalismo post-industrial del siglo XX —Estado débil, mercados financieros internacionales poderosos y déficit público financiado preferentemente con deuda, pero no con impuestos progresivos— condujo irremediablemente a la crisis global del siglo XXI, que estamos sufriendo desde hace casi siete años. No es una buena herencia la de Thatcher y su revolución conservadora.
Diego López Garrido es diputado del PSOE y catedrático de Derecho Constitucional.
Fuente: Diario El País (España). 12 de abril del 2013.

martes, 2 de abril de 2013

Historia de la mujer en la conquista de América. Las españolas en los inicios de la colonización del nuevo mundo.

Descendiente de españoles, sor Juan Inés de la Cruz, a la derecha, nació en México en 1651. Brillante, culta, aguda y sensible, reivindicó el papel de las oprimidas mujeres

Ellas también hicieron las Américas

El Nuevo Mundo no solo fue cosa de hombres

Tras las huellas de Colón viajaron mujeres épicas que han sido engullidas por el olvido

Miles de españolas emigraron en el siglo XVI para explorar estas tierras


Tereixa Constela
Isabel Barreto. La única almiranta de Felipe II y su nombre no dice nada. Aventurera a la altura de Magallanes y Orellana. Soñadora capaz de ajusticiar a un marinero desobediente y avisar a navegantes: “Señor, matadlo o hacedlo matar… y si no, lo haré yo con este machete”. Una de tantas mujeres que protagonizaron gestas épicas en el Nuevo Mundo y olvidos legendarios en el Viejo. América no solo fue cosa de hombres. Pisando los talones de Colón se movilizaron un tropel de pioneras como Isabel Barreto, recordadas en una exposición en el Museo Naval de Madrid cuyo título lo dice todo: No fueron solos.
En 1595, tras enviudar, Isabel Barreto asumió el mando de la expedición que había partido de Perú en busca de las islas Salomón, donde ella y su marido, Álvaro de Mendaña y Neira, ubicaban Ophir, un reino de oro y piedras preciosas, otro Eldorado de los tantos de la época. Ni le intimidó la idea de cruzar el Pacífico ni le atemorizó hacerse cargo de una tripulación de héroes y villanos a partes iguales, que conspiraban para amotinarse cada dos por tres, que a la mínima amenazaban con beber en la calavera del prójimo, que malvivían a fuerza de agua con cucarachas podridas y tortitas amasadas con el mar.
Barreto se puso a la altura de aquellos marinos que navegaban con la muerte enrolada entre ellos. “Apenas había día que no echasen a la mar uno o dos [cadáveres], y día hubo de tres y cuatro”, escribió Pedro Fernández de Quirós, piloto y cronista de la travesía. A él debemos esta descripción de su jefa: “De carácter varonil, autoritaria, indómita, impondrá su voluntad despótica a todos los que están bajo su mando, sobre todo en el peligroso viaje hacia Manila”. En su búsqueda de las Salomón se toparon con las desconocidas islas Marquesas, donde fondearon. No cabe duda de que Isabel Barreto desconocía el desaliento. Con 7.000 millas náuticas a sus espaldas, el descontento de la tripulación soplándole en el cogote y un marido recién fallecido, ordenó zarpar hacia Filipinas. Pocos discutirían sus cargos (almiranta, gobernadora de Santa Cruz y adelantada de las islas de Poniente) cuando avistaron Manila. Allí se casaría con Fernando de Castro, al que contagió su arrebato y embarcó en otra enfebrecida travesía hacia las Salomón.
No fue Barreto la única protagonista de aquellos días de choque de civilizaciones. Sin embargo, fuera del circuito académico apenas han trascendido sus historias. “Mucho se ha hablado y escrito de la participación del hombre, del caballo e incluso del perro en la conquista del Nuevo Mundo. Muy poco, sin embargo, acerca de la participación de la mujer y de su importantísima labor en todos los aconteceres de lo que supuso el descubrimiento, conquista y colonización de las tierras americanas”, escribe el historiador de la Universidad de Vermont Juan Francisco Maura en el libro Españolas de ultramar en la historia y la literatura, publicado por la Universidad de Valencia.
¿Cuándo fueron las primeras? 
De la mano de Colón. En el tercer viaje del almirante (1497-1498) iban a bordo 30 mujeres a petición de los reyes Isabel y Fernando, aunque en los últimos años, según Maura, se ha constatado la presencia de embarcadas en el segundo (1493) y algún historiador sostiene que podrían haber participado en el primero (1492). Se desconoce con exactitud cuántas partieron hacia América porque muchas no figuran en los registros y otras viajaron ilegalmente, pero entre 1509 y 1607 se han contabilizado, según la investigadora de la Universidad de Alicante Mar Langa Pizarro, 13.218 pasajeras. Emigraron muchas –el 36% de los inscritos–, y entre ellas, algunas poderosas. María de Toledo, nuera de Cristóbal Colón –se casó con su hijo Diego–, fue virreina de las Indias Occidentales entre 1515 y 1520, aunque no le concedieron el permiso para dirigir la Armada y colonizar tierra firme después de la muerte de su esposo. María sufrió prejuicios sexistas (no se libró pese a sus redes familiares: era sobrina de Fernando de Aragón) y practicó prejuicios raciales (en una carta da poderes para que le lleven a las Indias “300 piezas de esclavos negros”). Bueno, en puridad histórica, no fueron tales, aclara el catedrático de Historia Moderna Carlos Martínez Shaw: “En la época no había prejuicios racistas, simplemente los europeos veían la esclavitud de los negros como la cosa más natural del mundo”.


La brazalera, como esta de plata, ágata y castaña de Indias del XVIII, tenía una misión protectora. Se colocaba bajo la manga / MUSEO DEL TRAJE
Una de las razones por las que se ha borrado la presencia femenina es malévola: “Para presentar a los españoles como una panda de piratas que solo buscan sexo y oro. Las mujeres humanizan el proceso”, expone Juan Francisco Maura, que achaca el silenciamiento al gran peso de la historiografía anglosajona para contar la aventura americana hispana. “En general presentan a los anglosajones como colonos, sin el matiz violento de la conquista, mientras que dibujan a los españoles como saqueadores y violadores que querían hacerse ricos”, contrasta. Desde luego, subraya, las pioneras en llegar a América no iban en el Mayfloweren 1620. Hacía décadas que miles de españolas de todo pelaje habían recomenzado su vida al otro lado del océano. “Y no solo en un segundo plano como muchos quieren pensar, sino a la vanguardia de una sociedad naciente”, aclara Maura.

En menos de un siglo emigraron 13.218 mujeres de variada clase. Todas se Iban "a valer más", según Pérez Canto
Hubo armadoras como la sevillana Francisca Ponce de León, que fleta su nao San Telmo a Santo Domingo 17 años después del descubrimiento; gobernadoras como Beatriz de la Cueva, que rigió los destinos de Guatemala; innovadoras como María Escobar, la primera en importar y cultivar trigo en América; empresarias como Mencía Ortiz, que funda una compañía para enviar mercancías a las Indias en 1549, o feroces conquistadoras como la extremeña Inés Suárez, que embarcó en 1537 como servidora de Pedro de Valdivia y acabó siendo su amante y guerreando contra los araucanos en Chile, a cuyos caciques (presos) decapitó sin contemplaciones. No eran tiempos de convenciones que defendiesen derechos de prisioneros de guerra.
Parte del trasiego hacia América se debe a una orden de la Corona (1515), que pronto obligó a todos los cargos y empleados públicos a embarcarse con sus esposas. “Las mujeres seguían a sus maridos, padres o hermanos o un alto funcionario con séquito o servicio, pero esto enmascara muchas situaciones, y a partir de 1550, más o menos, muchas viajaron solas buscando el cónyuge que no siempre encontraron o llevadas por otros bajo fórmulas muy distintas, criadas, amigas, institutrices. Todas, fuera cual fuera su posición, llegaron a América a valer más”, sostiene Pilar Pérez Canto, catedrática de Historia y coordinadora, junto a Asunción Lavrín, del volumen La historia de las mujeres en España y América Latina (Cátedra).
El sueño transoceánico contagió a toda la población. Las solteras no se arredraron: fueron el 60% de las que emigraron. Ricas, pobres, religiosas, prostitutas o aventureras con certificado de buena conducta, imprescindible para viajar legalmente. Las trabas migratorias no son un invento moderno: en una real cédula de 1549 se prohibía el viaje de “judíos y moros conversos, reconciliados con la Iglesia, hijos y nietos de quemados por herejía, extranjeros nacidos fuera de los territorios del imperio español y esclavos blancos y negros sin licencia especial”. Tampoco los subterfugios ni los burladores de la ley son modernos… ni masculinos (en exclusiva). Francisca Brava hizo las Américas sin dejar tierra firme. En un documento del Archivo de Indias se da cuenta de su negocio: “Quien quiera comprar una licencia para pasar a las Indias, váyase entre la puerta de San Juan y de Santiesteban, al camino que sale a Tudela, cabo de una puente de piedra, y allí pregunte por Francisca Brava, que allí se la venderá”.
Lo que las une a todas, según Carolina Aguado, comisaria de la exposición del Museo Naval de Madrid, son sus narices. “Eran mujeres de armas tomar. Abandonan un país en el siglo XVI y una sociedad donde la mujer era un cero a la izquierda y se meten en un barco cuando esos viajes eran terroríficos, con riesgo de pirateo y naufragio para llegar a una sociedad que no conocían”. A la comisaria le impresiona la peripecia de Mencía Calderón, que viaja con sus tres hijas y toma las riendas de la expedición al fallecer su marido, Juan de Sanabria: “Tardan seis años en llegar a Asunción, afrontan una tempestad, les atacan piratas y luego los indios tupis, ella pierde a una hija, y cuando en Brasil no les dejan volver a embarcar, se pone al frente del grupo que cruza el Mato Grosso. Del medio centenar de mujeres que habían zarpado llegan solo diez”. La gesta de Calderón se ha popularizado en los últimos años gracias a la novela de Elvira Menéndez El corazón del océano (Temas de Hoy), que ha inspirado una serie que emitirá Antena 3, con Ingrid Rubio, Clara Lago y Hugo Silva en el reparto.

Cada día de la expedición que dirigió Isabel Barreto "echaban uno o dos cadáveres al mar"
Uno de los testimonios femeninos más notables en la conquista americana fue narrado en primera persona por Isabel de Guevara, una de las fundadoras de Asunción y Buenos Aires, en una carta enviada a la princesa Juana, hermana de Felipe II, el 2 de julio de 1556, que se conserva en el Archivo Histórico Nacional. En ella detalla las penalidades sufridas por los 1.500 hombres y mujeres del grupo que encabezó Pedro de Mendoza hasta el río de la Plata. “Al cabo de tres meses murieron mil, esta hambre fue tamaña que ni la de Jerusalén se le puede igualar, ni con otra ninguna se puede comparar. Vinieron los hombres en tanta flaqueza, que todos los trabajos cargaban de las pobres mujeres, así lavarles las ropas, como curarles, hacerles de comer lo poco que tenían, limpiarlos, hacer centinela, rondar los fuegos, armar las ballestas cuando algunas veces los indios les vienen a dar guerra (…), dar arma por el campo a voces, sargenteando y poniendo en orden los soldados (…). Si no fuera por ellas, todos fueran acabados; y si no fuera por la honra de los hombres, muchas más cosas escribiera con verdad y los diera a ellos por testigos”.
La investigadora Mar Langa, que ultima el libro Mujeres de armas tomar, que editará Servilibro en Paraguay, cree que “probablemente” lo que omite es el canibalismo, detallado por testigos que sobrevivieron a la hambruna. En Viaje al río de la Plata (1567), el bávaro Ulrico Schmidl narró lo siguiente: “Tres españoles se robaron un rocín y se lo comieron sin ser sentidos, mas cuando se llegó a saber los mandaron prender e hicieron declarar con tormento; y luego que confesaron el delito los condenaron a muerte en la horca (…). Esa misma noche, otros españoles se arrimaron a los tres colgados en las horcas y les cortaron los muslos y otros pedazos de carne (…) para satisfacer el hambre”.
Los archivos españoles tutelan historias similares. Maura destaca que son un territorio inexplorado, “formidable pero sin catalogar”. No sabemos lo que no sabemos. Una cosa sí: cada documento deteriorado (y sin digitalizar) esparce una nube de amnesia sobre el pasado. Gracias a los archivos conocemos cuándo se fundaron el primer convento y el primer prostíbulo, aunque no lo hicieran precisamente en este orden. Cuatro beatas que habían viajado con Hernán Cortés abrieron las puertas del primer monasterio femenino (en el que acabarían ingresando dos nietas del emperador Moctezuma) en Ciudad de México en 1540. Para entonces la primera “casa de mujeres públicas” autorizada por la corona española era ya una institución consolidada en la ciudad de Santo Domingo, desde que el rey aprobó su construcción en agosto de 1526, “por la honestidad de la ciudad y mujeres casadas de ella y por excusar otros daños e inconvenientes”.

Tras compartir 11 meses agónicos, Ana de Ayala enterró a Orellana junto al Amazonas
Viajaron rameras, pero no todas las aventureras eran meretrices como a veces algunos interpretan. Alfonso Dávila, director del Archivo General de la Administración, investigó la biografía de la sevillana Ana de Ayala, esposa de Francisco de Orellana, para una exposición sobre la exploración del Amazonas. “Es una de las grandes incógnitas de la historia de España, unos la convierten en noble y otros en prostituta que vive amancebada con Orellana en Sevilla mientras prepara la segunda incursión en el Amazonas, debió de ser una mujer de clase media, de grandes redaños, porque se casó en contra de todos con Orellana”, explica Dávila.
Orellana y Ayala zarparon en 1544 a pesar de las órdenes de cancelar la travesía. La flota, que salió con 400 hombres y cuatro capitanes, se diezmó nada más llegar a Cabo Verde, “posiblemente por el agua corrompida y la falta de provisiones”. Orellana desoyó todos los presagios que anticipaban el desastre y dividió el menguado grupo en dos lanchas con las que embocaron el Amazonas. Surcaron el gran río durante 11 meses, perdidos, extinguiéndose uno tras otro, incluido Orellana, al que Ana de Ayala enterró en la orilla izquierda, bajo la sombra de un árbol. Sobrevivieron 44 personas, entre ellas la sevillana, que tuvo la valentía de afear al rey que la falta de medios les había precipitado al fracaso.
Quizá la única trayectoria que se impuso al olvido fue la de Catalina de Erauso, la singular monja alférez. Su asombrosa vida se transmitió y agrandó en diversas obras, que es la vía más directa para abrirse un hueco en la eternidad. Erauso, novicia en un convento español, zarpó para América, donde luchó vestida de soldado en un sinfín de combates que acabaron granjeándole el respeto de compañeros y superiores. Todas sus vulneraciones de la norma fueron toleradas. Incluida su sexualidad, porque Erauso jamás ocultó sus preferencias: “A pocos días me dio a entender que tendría a bien que me casase con su hija, que allí consigo tenía; la cual era muy negra y fea como un diablo, muy contraria a mi gusto, que fue siempre de buenas caras”. Lo dejó escrito en sus memorias hace casi cuatrocientos años, poco antes de coger de nuevo otro barco para América.
La exposición ‘No fueron solos’ podrá visitarse en el Museo Naval de Madrid desde el 21 de mayo hasta el 30 de septiembre.
Fuente: Diario El País. 20 de mayo del 2012.

lunes, 1 de abril de 2013

Libro "El imperio español. De Colón a Magallanes". Hugh Thomas.

Hugh Thomas cree que el imperio español se forjó por azar, curiosidad, fe y fiebre del oro

El historiador relata las primeras décadas de la expansión en América, desde 1492 a 1522


Miguel Mora
Hugh Thomas (Windsor, 1931), el autor de las ya míticas La guerra civil española (dos tomos), Cuba, la lucha por la libertad (tres) y La conquista de México, ha viajado de nuevo 500 años atrás para relatar los primeros 30 años de la construcción del imperio católico español, de 1492 a 1522. El imperio español. De Colón a Magallanes (Planeta) narra con ameno rigor los hechos y traza los perfiles de los héroes y villanos que los protagonizaron. El imperio, dijo ayer el historiador británico, se forjó con una extraña combinación de "curiosidad, patriotismo, suerte, fe y fiebre del oro".
A lo largo de 700 páginas, divididas en 10 libros, 38 capítulos, 22 mapas y varios árboles genealógicos de las familias más importantes de la época, Thomas se detiene, con claridad entre irónica y didáctica, en los antecedentes políticos, la caída de Granada, la expulsión de los judíos, la enorme importancia de Isabel la Católica en la unificación interior y la posterior expansión exterior, la oscura llegada a España del oscuro marino Cristóbal Colón, la decisiva recomendación de sus excéntricas ideas por el visionario cardenal Mendoza, la conquista de casi todas las islas del Caribe, el principio de la dominación del continente en Darién (Colombia), la involuntaria utilización de la sífilis local como arma de destrucción masiva del invasor, las primeras protestas de los dominicos por los malos tratos a los indígenas, el inicio de la tarea pacificadora de fray Bartolomé de las Casas, las primeras tratas de esclavos (primero los americanos, luego los africanos), la llegada del emperador Carlos V al poder, la conquista de Cuba por Diego Velázquez y de México por el "sutil" Hernán Cortés...
En la introducción, el autor cuenta que ha viajado por todos los sitios cruciales donde sucedió (salvo Darién, en manos de la guerrilla colombiana) y donde se contó la historia, tanto de acá como de allá. En directo, explica que el imperio se forjó, sobre todo, gracias a la combinación simultánea y más o menos azarosa de cuatro o cinco elementos: "La curiosidad, el deseo de ver qué había más allá de ese cabo; la voluntad de gloria individual de muchos exploradores y el sentido patriótico de otros; la búsqueda de fortuna, es decir, la fiebre del oro [el título original de la obra, en inglés, es Rivers of gold, Ríos de oro]; la pervivencia entre los militares del espíritu de novelas de caballerías como el Amadís de Gaula, y la evidente voluntad de ganar algún indígena para el cristianismo".
Algunos de esos aspectos se cumplieron más que otros, pero, sobre todo, en el resultado final, la conquista, influyó lo suyo la (mala) suerte: "Colón fue mucho mejor marino que gobernador, y al principio sólo quiso establecer algunos puntos comerciales, no colonizar nada. Tuvo que hacerlo porque perdió la Santa María. Naufragó, y no le quedó más remedio que asentarse en la ciudad de Navidad", cuenta Thomas.
¿Conquista por accidente, entonces? "Alguien dijo que el Imperio Británico nació en un momento de despiste colectivo de la nación, de ausencia de cerebro, y de hecho Colón pensó, durante muchos años, que estaba en Indochina, Asia, y no en América".
El libro de Thomas concede un papel fundamental a Isabel la Católica, y llega a decir que ninguna mujer en la era del feminismo ha alcanzado logros tan grandes como los suyos: "Igual que pasa con Margaret Thatcher, las feministas quizá no estén muy orgullosas de ella, pero lo cierto es que fue bastante más eficaz que otra mujeres importantes, como la tía de Carlos V, la fascinante archiduquesa Margarita, o algunas princesas francesas. Isabel fue una gran mujer, de enorme voluntad y determinación y gran inteligencia política. Fernando era más cínico, y aunque a la muerte de Isabel siguió apoyando la aventura americana, sólo tenía ojos para la Vieja Europa, Nápoles y Sicilia, feudos tradicionales de la familia. Ella prefirió siempre el Nuevo Mundo. Cuando le hablaban de América, Fernando solía decir: "Eso son cosas de Isabel".
"Son un caso único", añade, "un matrimonio que tuvo gran éxito en el poder. Y es curioso que no se haya repetido, pero quizá los europeos podríamos copiar esa fórmula tan imaginativa". Atención especial merece también en la obra el "insólito debate sobre los derechos de los indios". "¡Extraordinario!", dice Thomas en su despacioso y bastante correcto español. "Los ingleses jamás hemos hablado de eso, siempre pensamos que estábamos involucrados en el imperio por razones filantrópicas. Nunca hubo discusiones por eso entre anglicanos y católicos o entre empresarios y políticos. Y aunque los dominicos ganaron la batalla intelectual, los colonos triunfaron en la batalla física".
En ese debate tuvo un rol conocido el padre Bartolomé de las Casas, para Thomas el héroe del último cuarto del libro. "Uno de sus secretos es que tenía gran encanto personal. Insistía en que el rey le recibiera y decía: 'No me importa esperar, no tengo prisa, me da igual si es a las tres de la mañana, tengo mis libros, puedo leer'. Fue un gran viajero además, cruzó el charco muchas veces, y sus crónicas son muy importantes, aunque confusas y difusas".
Fuente: Diario El País. 29 de octubre del 2003.

El origen español de EE.UU. Historia de la presencia española en Norteamérica.

A esa tierra la llamó Florida

Hace 500 años Ponce de León puso un pie en esta península y con él empezó la historia española y europea en Norteamérica.

           
             En este óleo de Thomas Moran se narra su encuentro con los nativos de Florida en 1513.

Fernando Pajares

¿Sabía que la bandera de España ha ondeado en el territorio que hoy es Estados Unidos durante 308 años frente a los 237 de la enseña de las barras y estrellas? Los tres siglos de presencia española enNorteamérica fueron una aventura tan extraordinaria como desconocida.
Centrémonos, obviando Canadá y México, en la tierra que hoy ocupa EE UU. La historia europea del hoy país más poderoso del mundo empezó cuando Juan Ponce de León llegó el 27 de marzo de 1513, hace 500 años, a las costas de una península que llamó Florida por la frescura de su vegetación y porque, como hoy, era Domingo de Resurrección, Día de la Pascua Florida.
Ponce fue el descubridor oficial de Florida, pero hoy sabemos que cuando él y sus hombres pisaron tierra, después de ser recibidos a flechazo limpio por los indios, encontraron al menos a uno de ellos que chapurreaba el español. Se cree que hubo una partida de españoles que recorrió aquella tierra (¿1499?) en busca de esclavos.
Repasemos la vida y milagros de Ponce antes de acercarnos a la asombrosa huella de España en Estados Unidos. En sus Mitos y utopías del Descubrimiento, el profesor Juan Gil, miembro de la Real Academia Española, dice que, según el cronista de Indias Gonzalo Fernández de Oviedo, Ponce nació “hacia 1474”. Otros autores apuntan a 1460. Su lugar de nacimiento pudo ser Santervás de Campos (Valladolid) o San Servos (León). Guerreó en la Reconquista hasta que, en 1493, pasó a Indias. Ayudó primero a colonizar La Española y en 1508 conquistó la isla de Borinquen, hoy Puerto Rico, de la que fue gobernador.
En 1513 pone proa a la misteriosa isla de Bimini, pero llega a la costa de Florida. Bordea sus cayos y es el primero en enfrentarse a la corriente del Golfo, clave para la navegación en los siglos venideros. Ponce no busca la fuente de la juventud. Esta fábula, como las siete ciudades de Cíbola, hechas de oro, venía de atrás. Hubo aventureros que hablaban de baños relajantes en una isla paradisíaca, llena de árboles, flores y mujeres, por supuesto desnudas. El de 1521 fue su último viaje. Los indios volvieron a recibirlo con el arco presto. Herido de un flechazo, regresó a Cuba para morir en La Habana a los 61 años. Su tumba está en la catedral de San Juan de Puerto Rico.
Ponce fue el descubridor oficial de Florida, pero no el primero en llegar. Cristóbal Colón también descubrió oficialmente América en 1492. Pero tampoco fue el primero. Según el historiador estadounidense David J. Weber, hubo exploradores asiáticos que llegaron por el estrecho de Bering. Y grupos nórdicos que se instalaron hacia el año 1000 en Terranova.


Retrato de Ponce de León como “descubridor de la Florida”, el primer español y europeo que pisó tierra norteamericana de forma oficial. /ORONOZ / PHOTOAISA
Es verdad que españoles fueron los primeros europeos en toparse con el impresionante río Misisipi (río Espíritu Santo, lo llamaron), si bien en aquel momento no estaba Hernando de Soto, como siempre se ha escrito, sino uno de sus hombres, Álvarez de Pineda. El descomunal Gran Cañón del Colorado (Arizona) también fue descubierto por españoles, aunque entre aquellos no figuraba Francisco Vázquez de Coronado, de quien se ha dicho que fue el primero en verlo: fue una partida que él envió bajo el mando de García López de Cárdenas.
San Agustín, en Florida, es la primera ciudad permanente de EE UU. Fundada por Pedro Menéndez de Avilés en el año 1565, en su impresionante castillo de San Marcos aún ondea la Cruz de San Andrés o Cruz de Borgoña, bandera de España en el siglo XVI.
Al rebuscar en la historia nos encontramos con tres asentamientos que, aunque no prosperaron, son anteriores a San Agustín: San Miguel de Guadalupe (1526), Santa María de Filipino (1559) y Santa Elena (1560), sobre la que Weber dice que sus restos estuvieron hasta finales de 1990 “¡bajo el hoyo ocho del campo de golf de los marines estacionados en Parris Island, en Carolina del Sur!”.
La investigadora María Antonia Sainz Sastre (La Florida en el siglo XVI. Exploración y colonización; Fundación Mapfre) sostiene que Menéndez de Avilés “lleva consigo al primer negro libre en la historia de Norteamérica, Juan Garrido”, y que “dispuso de tanta confianza de Felipe II que este le ofreció en 1574 comandar una gran armada para luchar contra los herejes en Flandes y donde fuera necesario”. Pero el conquistador murió aquel mismo año de tabardillo, una especie de tifus.
San Agustín desmiente que el Thanksgiving Day, la gran fiesta familiar estado­unidense, proceda de la primera comida de acción de gracias que hicieron los pioneros ingleses en Plymouth en 1621, al año de bajarse del Mayflower. Según el historiador de Florida Michael Gannon, la primera misa, celebrada por el padre Francisco López de Mendoza, y la primera comida de acción de gracias fueron en San Agustín, donde los españoles comulgaron y compartieron sus alimentos con los indios. Fue en 1564, 57 años antes del Thanksgiving Day.
La gesta española empieza en Florida y se extiende por el territorio. California, por ejemplo, le debe mucho al conquistador catalán Gaspar de Portolá y a fray Junípero Serra. El primero, desde los presidios (fortalezas militares), y el segundo, desde sus misiones. Ahí tenemos San Francisco, Los Ángeles o San Diego. Todo empezó con el apoyo de tres grandes hombres: el rey Carlos III, el conde de Aranda y el ministro de Indias José de Gálvez.

David Farragut, de padre español, fue el primer almirante de la Armada estadounidense
Gálvez es apellido respetado en EE UU. Más que nada por el sobrino de José, Bernardo de Gálvez. Al general Washington le hubiera costado ganar la Guerra de Independencia contra los ingleses (1775-1783) si no hubiera sido por la campaña de este joven brigadier en 1779. España apoyó a los americanos contra una Inglaterra dispuesta a devolver Gibraltar si se mantenía neutral. Según el profesor José Manuel Pérez Prendes, “este dato, que aún hoy sorprende, está recogido en documentos oficiales del Ministerio de Asuntos Exteriores del año 1966”.
La intervención de Gálvez y su flotilla fue crucial para los patriotas: despejó el puerto de Nueva Orleans y tomó la mayor base inglesa en el sur, Pensacola. Atravesó la bahía de Mobile bajo el fuego cruzado de los cañones enemigos. Lo hizo solo. Nadie más se atrevió. Por eso Carlos III le permitiría más tarde llevar el lema “Yo solo” en su escudo de armas. La ciudad de Galveston, en Tejas, lleva su nombre.
El menorquín Jorge Farragut también luchó en aquella guerra. Acabó de comandante del Ejército americano. Y de tal palo, tal astilla. Su hijo David Farragut, ya nacido en EE UU, tuvo un papel extraordinario en la guerra civil (1861-1865) al lado de la Unión, presidida por Abraham Lincoln, cuando arrebató Mobile Bay y Nueva Orleans a los confederados. Como Gálvez antes, cruzó en barco la bahía mientras bramaba: “¡Al carajo los torpedos! ¡A toda máquina!”. David Farragut, de sangre española, fue, nada menos, el primer almirante de la Armada de Estados Unidos.


Mapa de Florida de 1570 perteneciente al ‘Theatrum Orbis Terrarum’, considerado el primer atlas moderno. / ALBUM /ORONOZ / PHOTOAISA
Por cierto: cuando George Washington jura su cargo como primer presidente de EE UU (Nueva York, 30 de abril de 1789), en la ceremonia, muy bien sentado, está el embajador de España, Diego de Gardoqui.
Curiosa historia la del dólar. Se llamóSpanish dollar. Aún lleva en su signo las dos columnas de Hércules. Según Pérez Prendes, la moneda es de origen mexicano: al ocupar parte del territorio de la Nueva España, los gringos exigieron a sus habitantes un peso como tributo. A este impuesto los lugareños lo llamaron “un dolor”.
Y qué decir del ‘cowboy’ americano, que no es sino un trasunto descarado del vaquero español desde el sombrero del jinete hasta las pezuñas del caballo. Como españoles eran el pastoreo, la trashumancia y el propio ganado: vacas, ovejas o cerdos llevados a América desde las marismas del Guadalquivir. Abramos un diccionario inglés: buckaroo(vaquero), sombreroSpanish saddle (silla de montar), lasso (lazo),bronc (bronco), mustang (mesteño), cinch (cincha), chaps(chaparreras), lariat (la ­reata), hackamore (jáquima, cabestro). Por no hablar de corral, hacienda, plaza o siesta.
¿Le sorprende que un pionero americano como Daniel Boone (1734-1820) adoptara la nacionalidad española y fuera nombrado por un gobernador español comandante de un distrito de Misuri?
Volvamos al principio: la bandera española se plantó en Florida en 1513 y se arrió en 1821, 308 años más tarde, aunque la inmensa mayoría de los americanos cree que todo empezó con la colonia de Jamestown (Virginia) en 1607. Olvidan que los jesuitas establecieron allí sus misiones 37 años antes. No es extraño: la, por otra parte, magníficaEnciclopedia Británica, en su entrada sobre la historia de EE UU (Global Edition, 2009), despacha a Ponce con una línea; dedica un párrafo a Hernando de Soto y un tercero, compartido, a Menéndez de Avilés y Coronado. Reconoce como españolas San Agustín y Santa Fe (de Los Ángeles o San Francisco, ni pío), y remata el brevísimo texto con una frase que produce sonrojo: “Pese a estos comienzos, los españoles tuvieron poco que ver con el desarrollo inicial de los Estados Unidos”.
Dicen los americanos que España fue al Nuevo Mundo buscando “tres ges” (God, gold and glory: Dios, oro y gloria). No está mal visto. Pero si conocieran a fondo sus orígenes europeos, a lo mejor se daban cuenta de que el famoso “sueño americano” empezó siendo un sueño español.

Fuente: Diario El País. 31 de marzo del 2013.