Cuando la
política sólo piensa en el poder
Condenado por su crudo relativismo moral, que
aconseja mentir, robar y llegar al crimen si el ejercicio del poder lo
requiere, algunos teóricos vieron en el pragmatismo radicalizado de la obra de
Maquiavelo, un signo del Estado moderno. Aquí, una relectura crítica de ese
texto que cambió la ciencia política y aún genera polémicas, las novedades que
trajo el quinto centenario y dos opiniones expertas.
Ivana Costa
Por una valiosa carta,
sabemos que fue un día como hoy, hace quinientos años, que Nicolás Maquiavelo
comenzó a redactar El
príncipe. Despojado por los Médicis de su puesto en la
cancillería de Florencia, exiliado –al cabo de padecer prisión y tortura,
acusado de conspiración–, en la miseria, le cuenta en ella a su ex colega
Francesco Vettori, enviado florentino ante el Papa, que acaba de terminar “un
opúsculo, De principatibus , en el que profundizo todo lo que puedo en las
reflexiones sobre este tema, discutiendo qué es el principado, cuántas especies
hay, cómo se adquieren, cómo se conservan, por qué se los pierde”.
La
carta está fechada el 10 de diciembre. Recién en marzo Maquiavelo había sido
liberado de su cautiverio gracias a una amnistía decretada tras la elección de
Giovanni de Médicis como Papa; había marchado al campo con su familia, y allí
se había puesto a escribir una obra ambiciosa: los Discursos sobre la primera
década de Tito Livio. En un momento, sin embargo, decidió interrumpirla para
confeccionar este otro librito mucho más condensado que, se supone, redactó en
un breve lapso.
Los
veintiséis capítulos de El
príncipe llevan,
de hecho, la impronta de una urgencia vertiginosa y de una esperanza
manifiesta: Maquiavelo creía que si algún miembro de la poderosa familia de
banqueros que gobernaba en el Palacio de la Señoría llegaba a leerlo no iba a
dudar en contratarlo para trabajar nuevamente en la política de su patria.
En
eso se equivocaba Maquiavelo. En primer lugar, porque ninguno de los amigos con
los que había trabajado para el derrocado gobierno republicano iba a
arriesgarse a acercarles a los nuevos Señores la voz de un proscripto. (Hay
otra carta, en la que Maquiavelo se da cuenta de que Vettori en realidad no
hará nada por mejorar su situación; y es de una tristeza incomparable). En
segundo lugar, porque Maquiavelo sobreestimaba la capacidad de los Médicis para
tomar decisiones exclusivamente sobre la base de las aptitudes intelectuales de
su interlocutor: una cosa es elegir pintores, escultores y arquitectos para que
embellezcan la ciudad, o poetas para que narren la gloria familiar, y otra muy
distinta es ponerse a analizar sin prejuicios un tratado de política –por breve
que sea– escrito, encima, por alguien que ni siquiera es un aliado. Dicen que
cuando, tres años más tarde, “Lorenzino”, heredero de Cosme y de Lorenzo el
Magnífico, al fin recibió El príncipecomo obsequio
lo hizo rápidamente a un lado para detenerse en unos perros de caza que le
había traído algún mercader ignoto.
Tuvieron
que pasar otros cuatro años para que alguno de los Médicis se fijara en
Maquiavelo; y esto, a instancias de sus nuevos amigos: los jóvenes aristócratas
del círculo de la Academia Platónica de Florencia, que advirtieron pronto la
fresca lucidez del antiguo canciller que regresaba del exilio. En 1520, Julio
de Médicis, tío y sucesor de “Lorenzino”, y futuro Papa Clemente VII, le confió
algunas tareas. Escribió entonces algunas obras muy significativas, piezas
dramáticas de su propia cosecha y tratados históricos o políticos por encargo.
La
fortuna de una obra
Pero
Maquiavelo no quería ser un filósofo de la corte (como Galileo Galilei) ni un
analista o funcionario de escritorio (como Francisco Guicciardini); quería
actuar en política. Con los años, algo llegó a conseguir, aunque ya no se le
delegaron tareas de primera línea, como las que había llevado a cabo durante la
República, cuando negociaba personalmente con casi todos los mandatarios de los
Estados italianos, con el rey de Francia Luis XII, con el emperador romano
germánico Maximiliano, con el temible pontífice Julio II, y con un avasallante
César Borgia, en plena campaña expansionista. En cuanto a El príncipe: permaneció
inédito y, en vida de Maquiavelo, no trascendió más allá de sus allegados. Fue
publicado en Roma y en Florencia, en 1532, cinco años después de la muerte de
su autor.
El príncipe debe incluirse dentro del
género de los “espejos de los príncipes”, que tuvo su origen en la Antigüedad y
que fue muy popular en los siglos XIII y XIV. No eran solamente manuales de
buena conducta, ya que planteaban cuestiones teóricas sobre doctrina y
legitimidad. Pero mientras que los “espejos” de la tradición humanista se
empeñaban por “adaptar un número cada vez mayor de reglas morales a la
realidad” (la expresión es del historiador Riccardo Fubini), Maquiavelo enfocó
la cuestión desde una perspectiva inusual: la del realismo. Su valiosa
experiencia en la negociación diplomática con los “grandes hombres” de su
tiempo le había dado una visión clara de las pasiones en juego. Y combinó ese
conocimiento práctico con la “sabiduría” que le daba su persistente lectura de la
historia antigua (leía con avidez a Jenofonte, Polibio, Cicerón, Tito Livio,
Plutarco), de la cual obtenía un marco para tratar de entender los complejos
fenómenos políticos del siglo XV.
Eso
pudo haber oscurecido su natural talento de historiador (eso sostiene José Luis
Romero, en un bello librito ya clásico) pero expandió su visión de analista.
Con esa metodología, Maquiavelo recuperaba, además, una antigua tradición que
había caído en desuso: la que nutre el pensamiento político no tanto de la
metafísica como del análisis empírico e historiográfico.
La
publicación póstuma iba a provocar no pocos malentendidos en la lectura de El príncipe: como se ha
dicho, el cometido fundamental de Maquiavelo no era consagrarse con él en las
aulas universitarias sino, en primer lugar, brindarle un salvoconducto hacia la
función pública y, en segundo lugar, ofrecer un panorama de las herramientas a
emplear frente al peligro de la disolución que acechaba a Florencia y a toda
Italia. Maquiavelo no escribía ni aconsejaba a un príncipe totalmente
inespecífico sino a alguno de los Médicis, o a alguno de sus socios: a quien
fuera capaz de sacar a Italia de la situación en la que estaba, sometida por
extranjeros: “sin jefe, sin orden, abatida, expoliada, lacerada, asolada”.
Francia,
España y el imperio germánico, de hecho, ya habían hecho pie en la península y
no se irían en muchos siglos. Maquiavelo, que llegó a vivir para sobrellevar la
amargura del saqueo de Roma por las tropas de Carlos V y la humillante
capitulación de Clemente VII, debe haber comprendido que las casi dos décadas
transcurridas desde su escritura habían convertido ya a El príncipe en un obsequio muy diferente
del que estaba destinado a ser. Dentro del círculo de lectores posibles
–príncipes, consejeros, autoridades eclesiásticas–, el tratado tuvo, una vez
publicado, una primera recepción muy negativa: el catolicismo dominante,
conmocionado por el cisma luterano, lo consideró casi una herejía y pronto lo
sumó al Index de libros prohibidos, con toda la obra del secretario canciller.
En ámbito filosófico tuvo suerte más dispar: unos se sintieron obligados a
abjurar de su crudo relativismo moral.
Una
posición muy razonable, después de todo, ya que en El príncipe se afirma que con tal de obtener y
conservar su principado, el gobernante puede –y debe– eliminar a los rivales y
a sus herederos, aniquilar a los rebeldes, ser generoso con lo ajeno pero
mezquino con lo propio, y desconocer los pactos contraídos si se vuelven
desventajosos. Otros filósofos, en cambio, percibieron en ese pragmatismo
radicalizado un signo de los tiempos.
No
es que negaran el carácter circunstancial y hasta panfletario del texto
(Maquiavelo habla de una Italia inexistente –en los siglos XV y XVI, era un
conjunto de Estados enfrentados y dispersos–, como sustraída al tiempo y a la
catástrofe que se avecina). No es que minimizaran el quebranto moral que el
tratado deja traslucir sin ambigüedad. Pero comprendieron que esa escisión
entre las dos esferas, la de la moral individual y la de la acción política,
iba a ser una marca distintiva del todavía incipiente Estado moderno.
Maquiavelo no usa nunca en sus obras la expresión “razón de Estado”, pero en El príncipe delinea con toda claridad el
concepto, dotándolo, además, de un significado concreto y de una justificación
teórica novedosa.
Elasticidad moral
Son
muchos los temas en los que El
príncipe resulta
un texto innovador. Por ejemplo, su insistencia en que la primera y principal
competencia del príncipe debe ser el uso político de la fuerza militar.
Mientras fue secretario en la Cancillería, Maquiavelo destinó muchos esfuerzos
a la creación de un ejército (que le dio a Florencia una serie de victorias en
la Toscana), y en El
príncipe fustiga
duramente, y con razón, a los ejércitos mercenarios de los que se valían los
gobernantes italianos.
Pero
la principal apuesta filosófica del tratado se encuentra en el capítulo XV, que
trata sobre las virtudes y vicios del gobernante, es decir: “De las cosas por
las cuales los hombres, y especialmente los príncipes, son alabados o
vituperados”. La humildad y la cautela que muestra Maquiavelo en las primeras
líneas – “como sé que muchos han escrito sobre esto (…), dudo si no seré tomado
por presuntuoso (…) por apartarme de los principios de los otros”– abren paso
rápidamente al argumento con el que se demuele a la tradición. “Pero como mi
intención es escribir una cosa útil a quien la comprenda, me pareció más
conveniente ir directamente a la verdad efectiva de la cosa que a la
representación imaginaria de ella”.
Este
es el punto: la tradición es el universo de las representaciones fantasiosas e
inexistentes (“muchos se han imaginado repúblicas y principados que nunca jamás
se vieron ni se supo que hayan existido”). Su propio librito trae, en cambio,
“la verdad efectiva de la cosa”. A diferencia de la fantasía proyectada,
puramente especulativa, la verdad efectiva de la cosa es lo que efectivamente
se produce ( efficere , en latín, significa “producir”, “dar como resultado”).
Maquiavelo viene a decirle al mundo que en filosofía práctica algo es verdadero
no cuando obedece a algún ideal teórico sino cuando tiene o ha tenido efecto;
cuando efectivamente se dio, o puede darse.
“Puesto
que hay tanta distancia entre cómo se vive y cómo se debería vivir –sigue–,
quien deja de lado lo que se hace por lo que se debería hacer aprende más bien
su ruina que su propia preservación”. De ahí que el príncipe tenga que
“aprender a poder no ser bueno y usar esto o no según la necesidad”. Dicho
esto, ajustadas las cuentas con esa fastidiosa unidad de ética y política
propia del pasado (“dejando atrás las cosas que conciernen al príncipe
imaginario, y discurriendo sobre las que son verdaderas…”), ya se está en
condiciones de avanzar por la vía moralmente escindida de la Realpolitik .
Ahora
bien: ¿cuál es la tradición a la que Maquiavelo se contrapone (esos “otros” de
cuyos “principios” él se aparta)? Hasta la primera mitad del siglo XX parecía
haber un consenso tácito sobre este punto: se estaba rechazando el mundo
clásico, antiguo y medieval. Sin embargo la cuestión parece hoy más compleja, y
más interesante.
La
presencia de antiguos y medievales dentro del razonamiento de Maquiavelo es
evidente: la elasticidad moral del gobernante es deudora, en buena medida, de
una idea de Aristóteles, quien vincula a la praxis con “la idea de contingencia
del mundo” (poniendo límites a todo intento por determinar principios éticos
universales a priori). Y Maquiavelo sólo pudo haber conocido esta idea
aristotélica a través del pensamiento político medieval. El destinatario de
aquella diatriba contra una concepción imaginaria e irreal del príncipe parece
ser, entonces, el pensamiento político humanista del siglo XIV: un movimiento
en el cual, no obstante, Maquiavelo está inserto. Sobre esto insisten los valiosos
estudios de John Pocock, Felix Gilbert y Quentin Skinner, entre otros.
El papel de villano
En
1924, en su monumental libro La idea de razón de Estado en la historia moderna
, Friedrich Meinecke definió “la doctrina de Maquiavelo” como “un puñal que,
clavado en el cuerpo político de la humanidad occidental, le arrancó gritos de
dolor y de rebelión”. Su concepción netamente pagana, dice Meinecke, “hirió e
hizo sangrar su sentimiento moral natural” cristiano. En las décadas que
siguieron, toda una corriente de pensadores políticos ha querido desligar a
Maquiavelo del papel de villano. O ha intentado ver a la humanidad no tan
sangrante, ni necesariamente herida, por este apasionante librito.
En
su arrebatado y genial ensayo Notas sobre Maquiavelo , sobre la política y
sobre el estado moderno (de 1949), Antonio Gramsci abrió la puerta a una
reivindicación libertaria de El
príncipe, al tratar de distinguir entre su funcionalidad “para
los grupos dirigentes conservadores” y “su carácter esencialmente
revolucionario”, que aquellos pretenden “enmascarar”.
Desde
mitad del siglo XX, la cantidad de lecturas eruditas sobre El príncipe se multiplicaron geométricamente.
¿Cómo podría un lector empezar a leerlo hoy sin perderse en un mar de
interpretaciones cada vez más atomizadas?
La
Meditación sobre Maquiavelo de Leo Strauss, que reúne una serie de conferencias
dictadas en 1953 en la Universidad de Chicago, es una guía certera. Comienza de
manera insuperable. “Si nos declaramos partidarios de la anticuada y simple
opinión según la cual Maquiavelo fue un maestro del mal no escandalizaremos a
nadie; nos expondremos meramente a un ridículo benévolo o, por lo menos,
inofensivo”. Por supuesto, Strauss no comparte “los puntos de vista más
rebuscados” de los nuevos especialistas, según los cuales Maquiavelo era, en
realidad, “un patriota o un científico de la sociedad o las dos cosas”. Alguien
que aconseja gobernar asesinando, mintiendo y robando (y Maquiavelo “es el
primero que lo hace en nombre propio”) expone una doctrina malvada; sin duda.
Strauss también reconoce que “aunque verdadero, el anticuado y simple veredicto
no es exhaustivo”, y que esa falta de rigor dio pie a la confusión –a la mirada
excesivamente autocomplaciente– de “los nuevos entendidos”.
Strauss
discute el argumento de la “cientificidad”: no hay tal cosa sino “embotamiento
moral”, puesto que, aunque se desligue de los principios éticos fundamentales
(no matar, no mentir, etc.), El
príncipe sigue
siendo un tratado normativo, lleno de “juicios de valor”. En cuanto al
“patriotismo”, en Maquiavelo es “egoísmo colectivo”: un tipo de “amor a lo
propio”, tanto más peligroso y seductor –dice Strauss– en cuanto se lo reviste
de “devoción por el propio país”. “Justificar los terribles consejos de
Maquiavelo recurriendo a su patriotismo significa ver las virtudes de ese
patriotismo mientras se permanece ciego a lo que está por encima del
patriotismo; a lo que a la vez santifica y limita al patriotismo”.
En
un ensayo publicado en los años 60 (pero escrito en los 40), el historiador
Federico Chabod contribuyó a precisar la diferencia que existe, en Maquiavelo,
entre el patriotismo y su sacralización. Buscando poner un límite a las
proyecciones nacionalistas sobre la obra del antiguo secretario canciller,
Chabod argumenta que la idea de patria como algo sagrado recién se consagra a
fines del siglo XVIII, cuando la política se inviste de un “ pathos religioso”.
Rastreando antecedentes de esa sacralización en los pensadores del siglo XIV,
Chabod muestra que “Maquiavelo no puede siquiera imaginar el hecho de
transferir al amor por el país las características que siempre se atribuían al
amor por Dios y a la iglesia”.
Mientras
que el autor de El
príncipe se había
esforzado por apartar a la política de la religión, “a partir del siglo XIX, la
religión se transfiere al interior de la política”, dando pie a una “religión
de la patria”, en la que los asuntos mundanos adquieren valor sagrado y “la
lucha política, un carácter religioso e incluso fanático”.
Cuando
se lee la obra de Maquiavelo sin esa suerte de prejuicio defensivo que oscurece
lo más evidente, cuando se reconoce la superioridad de la “antigua y simple
opinión” pero se advierte el carácter incompleto de ese juicio, entonces es
posible encontrar en El
príncipe lúcidas observaciones sobre el pasado y el presente.
Pero es preciso tomar distancia del facilismo de las proyecciones actuales,
buscando en él la herencia clásica pre-moderna. Se trata de mirarlo, como dice
Strauss, “de atrás hacia adelante, desde un punto de vista pre-moderno hacia un
Maquiavelo completamente inesperado y sorprendente, que es nuevo y extraño; y
no mirar hacia atrás desde nuestro tiempo, hacia un Maquiavelo que se ha
convertido en algo antiguo y propio; en algo casi bueno”.
Fuente: Revista Ñ (El Clarín). 16 de agosto del 2013.