miércoles, 29 de agosto de 2012

Billinghurst, los mutualistas y el "Protopopulismo".



Billinghurst, el primer populista

Por: Antonio Zapata Velasco (Historiador)

Cien años atrás, el Congreso eligió a Guillermo Billinghurst como presidente del Perú. Su mandato fue breve, porque fue derrocado 17 meses después, en febrero de 1914. Su gobierno no había nacido de las urnas, sino de un acto del Congreso; al enfrentarse a éste perdió legitimidad y las clases altas se unieron para derribarlo a través del entonces coronel Óscar R. Benavides.

Durante su gobierno, adoptó las primeras medidas favorables a las clases trabajadoras y tuvo el apoyo de los mutualistas, una de las corrientes del movimiento popular de entonces. Una tesis de Miguel Rodríguez, presentada en Historia de la Villarreal, aclara cómo los anarcosindicalistas no fueron el soporte de Billinghurst, sino los mutualistas, especializados en la negociación en la esfera legal.

El caso es que Billinghurst concedió una de las principales demandas populares, la jornada de ocho horas, aunque limitada a los trabajadores portuarios, mujeres y niños. Otras iniciativas legales para proteger derechos laborales han llevado a interpretar su gobierno como el primer populismo peruano, anterior al surgimiento del APRA en los treinta. El autor de esa tesis es el sociólogo Osmar Gonzales, quien ha desarrollado el concepto del proto-populismo de Billinghurst.

Había llegado al poder en circunstancias extraordinarias, porque las elecciones de 1912 fueron singulares. Terminaba el primer período de Augusto B. Leguía, quien había dividido al viejo Partido Civilista. Los pragmáticos rodeaban al presidente y se jugaron contra el candidato oficial del partido, nacido del otro grupo interno, los tradicionales. El candidato fue Ántero Aspíllaga, quien era un terrateniente del azúcar, dueño de Cayaltí. Su popularidad era reducida y despertó escasa simpatía entre los electores.

Sin embargo, el tiempo para inscribir postulantes al sillón presidencial se pasó entre dudas sobre cómo elegir un candidato único opositor. Cuando parecía que todo estaba consumado en favor de Aspíllaga, se lanzó Billinghurst al ruedo. Ya era tarde, pero igual hizo campaña y fue espectacular. La piscina estaba llena y desde el inicio despertó intenso calor popular.

El escritor Abraham Valdelomar fue el creativo de la campaña billinghurista y construyó una imagen célebre que lo llevó al éxito. Billinghurst fue conocido como “pan grande y barato”, puesto que si triunfaba la vida sería cómoda, mientras que su oponente era identificado como “pan chico y caro”. Las multitudes desfilaban portando panes grandes, como promesa de un primer gobierno que atendería los intereses de los de abajo.

El día de las elecciones, un paro general las impidió y al no reunirse el quórum se anularon. Así, Aspíllaga es el único candidato único que ha perdido una elección. En esa crítica coyuntura, el Congreso eligió a Billinghurst y su gobierno nació prestado.

Durante su mandato, Billinghurst se enfrentó a la oligarquía y perdió, pero se mantuvo en su ley, no cedió. Además, algunas de sus medidas fueron desacertadas, sobre todo en política exterior, comprometiendo su liderazgo sobre las Fuerzas Armadas.

Al ser derrocado, volvió a su provincia natal que era Tarapacá, la cual ya había sido cedida a perpetuidad por el Tratado de Ancón. Billinghurst había peleado la guerra y defendido hasta el fin el Morro Solar en Chorrillos. Pero, no fue antichileno. Por el contrario, mantuvo intereses en negocios salitreros durante la etapa peruana de Tarapacá y los siguió desarrollando cuando su provincia pasó a manos de Chile.

En ese sentido, el primer populista fue muy regionalista. Nacido en medio del salitre, se desarrolló como exitoso empresario; fue el millonario peruano prototípico de la exportación salitrera. Su apego a su provincia fue extraordinario y allí se fue a morir cuando lo echaron de Palacio. Por ello, una de las mejores biografías de nuestro presidente se debe al historiador del norte chileno, Sergio González, quien interpreta a Billinghurst como un regionalista en dos naciones.

Fuente: Diario La República (Perú). 29 de agosto del 2012.

viernes, 24 de agosto de 2012

Libro "En los márgenes de nuestra memoria histórica", del psicoanalista Max Hernández.



En los márgenes de nuestra historia

Por: Martin Tanaka (Politólogo)

Se presentó recientemente En los márgenes de nuestra memoria histórica (Lima, Universidad de San Martín de Porres, 2012), de Max Hernández, excelente trabajo con el que esta casa de estudios inicia el “Proyecto cultural del bicentenario peruano”.

Se trata de una aproximación ensayística del conjunto de la historia del país, y si bien no tiene una metodología precisa (o más bien, es muy compleja y diversa), podría decirse que está anclada en el sicoanálisis, con la noción de “trauma histórico”, que funcionaría de manera equivalente a un “trauma síquico”.

Simplificando, para Hernández el origen remoto del país se halla en el “horizonte temprano” de la cultura Chavín, momento del surgimiento de sociedades más complejas, con clases sociales: esto llevaría a la imposición de un orden con bases jerárquicas y autoritarias; posteriormente el Tawantinsuyo sería la expresión más sofisticada de una lógica de control territorial basada tanto en la imposición y la violencia, como en la cooptación y negociación con grupos muy diversos. La precariedad de este orden se haría evidente durante la conquista, evento cataclísmico, que pondría desde entonces a los indígenas americanos como “los grandes perdedores del encuentro con occidente”, que impuso una cultura letrada que relegó y oscureció la memoria de tradiciones milenarias. Con todo, el orden colonial se erigió bajo una lógica de “resistencia y adaptación”, de “enfrentamientos y alianzas, negociación y resistencia pacífica, rechazo del nuevo orden y adecuación a las nuevas circunstancias” que logró una notable estabilidad, de allí que tendiera a continuar durante la república e incluso hasta nuestros días. Luego, el proceso de la independencia nos planteó desafíos que superaron las capacidades de nuestras precarias élites; el Perú nació con un “Estado empírico asentado sobre un abismo social”, citando a Basadre, y los esfuerzos de construcción republicana sucumbieron a esta realidad, que a la postre llevaría a la derrota en la Guerra del Pacífico. En las primeras décadas del siglo XX, Belaunde, Haya y Mariátegui coincidirían, cada uno a su manera, en una mirada crítica con el desempeño republicano y en la necesidad de transformar las estructuras sociales. En la década de los años ochenta y noventa, la violencia política nuevamente habría sacado a relucir que “la sociedad se ubicaba a ambos lados de la línea que separa los estereotipos de lo blanco y de lo indio”, “la segregación social y cultural enquistada desde la conquista”.

Diría que en el libro de Hernández se puede entrever una tensión constante entre la detección de la continuidad de grandes problemas históricos y estructurales, y el reconocimiento de esfuerzos reiterados, tanto en las élites como a nivel popular, por romper con ellos. Al final, el autor parece mostrar un moderado optimismo respecto a los cambios que podrían venir con la migración y la “cholificación” del país. ¿Será eso posible? Seguiré la próxima semana.

Fuente: Diario La República (Perú). 12 de agosto del 2012.  


               En los márgenes de nuestra historia (2)  

Por: Martin Tanaka (Politólogo)  

La semana pasada comentaba el libro En los márgenes de nuestra memoria histórica, de Max Hernández, en el que, desde el psicoanálisis y otras herramientas, se pasa revista por momentos clave (¿episodios traumáticos?) de nuestra historia. Decía que en el libro se podía entrever una tensión entre la detección de la continuidad de grandes problemas históricos y el reconocimiento de esfuerzos reiterados, aunque infructuosos, tanto en las élites como a nivel popular, por romper con ellos. Hacia el final, el autor nos señala que “cuando se trata de experiencias traumáticas, el psicoanálisis busca la reconciliación de la persona consigo misma a través de la aceptación de una verdad particularmente difícil de asumir”; “el doloroso legado emocional de nuestra historia espera ser elaborado desde una nueva perspectiva (…). El momento es propicio pues la población mestiza, una anomalía dentro de la lógica del sistema colonial, es parte de la realidad que las nuevas corrientes de integración, transculturación y sincretismo van conformando”.

¿Qué contornos debería tener esa “nueva perspectiva”? Debería ser una que, sin dejar de ser crítica, mire también nuestra historia sin caer en anacronismos (exigir de los actores del pasado actuaciones basadas en los criterios que manejamos en el presente) o en expectativas infundadas (exigir desempeños que no se dieron en ningún país de características similares al nuestro). En el marco de esta discusión, es interesante leer el reciente libro En el nudo del imperio. Independencia y democracia en el Perú, editado por Carmen Mc Evoy, Maurio Novoa y Elías Palti (Lima, Instituto de Estudios Peruanos e Instituto Francés de Estudios Andinos, 2012).

En este libro, diversos autores analizan la independencia del Perú resaltando su importancia en nuestra historia; no es que nada hubiera cambiado después de la independencia por la continuidad de los legados coloniales, sino que ella “supuso no solo un giro político drástico, sino también un verdadero trastocamiento cultural”. Lo que ocurrió fue un “vuelco radical en cuanto a los principios sobre cuyas bases se fundará el sistema institucional”, dando paso a la democracia, al principio de soberanía popular, que “una vez proclamada, habrá de buscar modos de expresarse empíricamente, hacerse efectiva”. Desde esta perspectiva, no solo tendríamos la persistencia de herencias coloniales, también una tradición republicana y democrática sobre la cual construir, cuestión especialmente relevante de cara a nuestro bicentenario. En el libro, la colonia no se percibe como pura exclusión y violencia, y la independencia no se ve como una aventura liderada por fuerzas “extranjeras”; por el contrario, rescata algunas bases que dieron estabilidad al orden colonial, la participación tanto popular como de las élites locales en la independencia, proceso visto de manera continental, donde la contraposición entre lo “nacional” y “extranjero” no tiene sentido.

Fuente: Diario La República (Perú). 19 de agosto del 2012.

jueves, 9 de agosto de 2012

Historia del intento de estatizaciòn de la banca de 1987. Primer gobierno de Alan Garcìa Pèrez (1985-1990)


1987

Por: Eduardo Dargent (Politòlogo)

Javier Barreda, sociólogo y militante aprista, acaba de publicar “1987: Los límites de la voluntad política” (Mitin Editores). El libro, basado en la tesis de bachiller del autor, analiza la decisión de Alan García de estatizar la banca en dicho año. Propone que la medida se tomó por la ideología del joven presidente, no por cálculos de corto plazo, como señalan algunos. Una ideología que, por lo demás, era dominante en esos años: contraria a élites empresariales a las que se responsabilizaba por nuestra dependencia económica y por no invertir sus ganancias en el desarrollo del país.

Prueba de que la ideología motivó la decisión sería que no se planeó adecuadamente, se hizo sin medir costos, y que fue sorpresiva para enemigos y aliados. Además, coherente con las ideas de García en su libro “El futuro diferente”, publicado pocos años antes. Alan decide dar un salto hacia adelante para transformar la sociedad peruana; un acto de voluntad política que le explotó en la cara. Tres razones por las que recomiendo leer el libro:

Primero, Barreda presenta en su primer capítulo un mundo que le parecerá extraño e ilustrativo a quien solo conoce la política actual. Un mundo en el que los sentidos comunes de buena parte de la clase política y el electorado eran favorables a medidas estatistas y redistributivas como camino necesario al desarrollo. No hablamos de una tercera vía como la entendemos hoy, sino de una posición mucho más cercana al socialismo marxista que a la socialdemocracia. Qué tremendo fue el colapso del país en esos años para que muchos de esos sentidos comunes se debilitaran.

Segundo, si bien creo que la tesis del libro se sostiene y la ideología es una motivación importante en la decisión, no hay que perder de vista que el Apra y García actuaban también motivados por la necesidad de responder al atractivo electoral de la izquierda. Ideología hubo, sin duda, pero también es interesante leer el trabajo en clave de posicionamiento electoral. Un Apra que necesitaba alejarse de su perfil derechoso del sesenta para situarse en el centro político de un Perú de ciudadanía amplia.

Tercero, el libro indirectamente dialoga con la situación antipolítica actual. Pocos extrañarán ese voluntarismo que subordina la realidad a la ideología y los buenos deseos. Pero el libro también nos hace reflexionar sobre los límites de la política actual. Una clase política débil, temerosa de la prensa, de la empresa privada y de actores ilegales. Poco ilustrada e incapaz de llevar a cabo reformas serias y sostenibles. En todos lados se cuecen habas, por supuesto, y las clases políticas de América Latina distan de ser virtuosas, pero en cualquier sistema medianamente sano hay un núcleo de actores que piensa el mediano y largo plazo, capaz de empujar reformas y controlar el cortoplacismo de otros.

En el Perú, con Congresos que se renuevan en más de 70% de elección a elección, de listas electorales que se arman cada cinco años, no nos quedan políticos pensando en grande. ¿Quién evalúa escenarios pesimistas plausibles? ¿Quién opta por reforzar instituciones para hacer más sólida la democracia y la propia continuidad de los políticos? Con políticos ideologizados e irresponsables pasamos los peores años de nuestra historia, por supuesto. Pero son ya bastante evidentes los costos de tener políticos sin ideas. Que un político escriba algo inteligente y bien argumentado como este libro es hoy motivo de sorpresa y celebración.

Mi mayor crítica al trabajo es que las secciones en que se construye el contexto son bastante más amplias que la parte más atractiva para el lector: la decisión de estatizar y la guerra abierta tras su anuncio. Se entiende la opción de Barreda, pues el contexto es crucial para su argumento, pero nos quedamos con ganas de saber más sobre esos momentos clave en la política peruana. ¿Se animará Alan García a hacerle una reseña al libro y contarnos más sobre esas zonas grises?

Fuente: Diario 16 (Perù). 05/08/2012

Recomendado:

Alan García: política, vanidad y fracaso (Sinesio Lòpez)

domingo, 5 de agosto de 2012

Revisión crítica del significado de la Constitución liberal de Cádiz (1812). Entre los "súbditos" y los "ciudadanos".

El legado de 1812 revisado

Siempre se ha dicho que con la aprobación de Constitución gaditana hace 200 años, los españoles dejaron de ser súbditos para convertirse en ciudadanos. Pero desaparecida ‘La Pepa’, queda poco de tan rotunda frase.


Por: Josep Maria Fradera. Catedrático de Historia Contemporánea en la Universitat Pompeu Fabra/ICREA.

La conmemoración de los 200 años de la proclamación de la primera Constitución liberal española en 1812 mantiene justificadamente ocupados a constitucionalistas e historiadores. Por lo general, la interpretación da vueltas en torno a una idea que se repite hasta la saciedad. Esto es: con la aprobación de la Constitución gaditana en 1812, los españoles dejaron de ser súbditos para convertirse en ciudadanos. Sin embargo, si nos acercamos de nuevo a las dos situaciones que definen el antes y el después, se imponen tantas precisiones que al final queda poco de tan rotunda frase.
Empezando por el famoso súbdito del antiguo régimen, aquel sujeto sin atributos políticos aparentes, revisiones de las últimas décadas acerca de la ‘libertad de los antiguos’, obligan a repensar sus modos de actuar y las legitimaciones jurídicas y culturales que lo amparaban. El súbdito era un sujeto cargado derechos, que los Estados monárquicos trataron de sujetar con restricciones legales, el crecimiento de la administración y las finanzas estatales y una apología constante de la autoridad irrestricta del monarca. Esto último era más un deseo que una realidad. No obstante, la idea de ‘antiguo régimen’ y de absolutismo monárquico, la idea de un súbdito encadenado por un marco legal a medida del despotismo del Estado, se convirtió en un argumento central de la propaganda liberal. Era cierto que las instituciones de representación corporativa estaban perdiendo capacidad de interlocución frente al rey, en paralelo a un reforzamiento extraordinario del Estado con las guerras del siglo XVIII.
Las acrecentadas demandas estatales empujaron hacia dos soluciones políticas distintas. La primera consistió en una renovada importancia de las instituciones de representación local. Cuanto más lejos del núcleo monárquico, más oportunidades existieron de incrementar el peso de los cuerpos intermedios. El ejemplo por antonomasia se encuentra en la transformación de las asambleas de las 13 colonias británicas de Norteamérica en aguerridas instancias contra las demandas del sistema político británico (King in Parliament). Salvando todas las distancias, la renovación de los llamados cabildos abiertos en la América española se inscribe en esta dinámica, al igual que la autorización de formar asambleas (a la británica) en las ricas posesiones francesas de las Antillas.
La segunda posibilidad consistía en la imposición del esquema monárquico-administrativo como única vía de construcción estatal. De imponerse esta solución hasta el final, como sucedió en España, el bloqueo de las demandas de los grupos intermedios era la consecuencia inevitable, con el resultado de graves conflictos en los que la participación popular era insoslayable. Para los excluidos del sistema, el final del túnel era el mismo en cualquier caso: alcanzar la representación política plena. En síntesis: romper el escollo de la reclamación parcial en aras de la representación per se, aquella que se fundamentaba, como proclamaron las declaraciones de independencia norteamericana y la francesa de derechos del hombre y el ciudadano, en el derecho natural a la igualdad política. El sujeto que impone al complejo monárquico-estatal esta solución radical no era, en modo alguno, un parvenu de la política. Todo lo contrario, es aquel súbdito cargado de derechos/privilegios en la medida en que forma parte de comunidades de lugar o de oficio, el súbdito leal a su rey aunque este se distancie y no corresponda, el súbdito que pleitea incansablemente en nombre de la justicia y de sus derechos/privilegios con los oficiales reales. Por esta razón, la palabra súbdito (subject) no tiene en inglés sentido peyorativo alguno. Sí lo tiene en países como el nuestro, donde la transformación posterior resultó insuficiente y problemática.
Truculencias al margen, todo ciudadano moderno es por definición y al mismo tiempo súbdito del Estado. Es por ello que debe cumplir las leyes incluso si las ignora. En momentos de crisis, el Estado se ocupa de que así sea, suspendiendo si es necesario la condición de ciudadano con el “estado de excepción”, como fórmula liberal por excelencia. Por consiguiente, y citando al filósofo político Gianfranco Poggi, una distinción nítida entre la categoría de súbdito y la de ciudadano no conduce a parte alguna.
Vistas las cosas desde esta perspectiva, lo que ocurrió en España a principios del siglo XIX se ordena mejor, se hace más inteligible. El agotamiento de las fórmulas transaccionales, las auspiciadas al principio por la élite del bando patriota, tuvieron que ser descartadas una tras otra, como Tomás y Valiente explicó magistralmente. En un contexto de resistencia agónico, la nación como suma de ciudadanos es proclamada como el principio esencial de la soberanía. Es este el momento cuando la idea de representación auspiciada por norteamericanos y franceses se condensa en el estatuto de ciudadanía. Pero es un recurso desesperado, forzado por la necesidad de forjar un punto de atracción de las fuerzas “centrífugas” en América y en la Península. Aquel centro de gravitación solo podían ser las Cortes Constituyentes y el pacto político que subyace en el texto gaditano. En la historia reciente española, es esta la única ocasión en la que la supervivencia misma del Estado dependió de la capacidad para forjar un consenso entre las partes, de Santiago de Chile a la Guadalajara novohispana, de Cádiz a la frontera con Francia. Era tal la necesidad de establecer la primacía de las Cortes, que se impondrá su autoridad a costa de abrir heridas en el mundo americano imposibles de cerrar. Entre ellas figuraban la exclusión de la ciudadanía de individuos libres descendientes de esclavos (2/3 aproximados del total del censo); en segundo lugar, la negativa implacable a lo que llamaron “federalismo”, esto es, la fórmula estadounidense para conciliar la unidad de la nación con la capacidad legislativa de los 13 Estados fundadores.
La idea de un ciudadano como expresión de unos derechos inalienables (aunque no explícitos) desaparecerá junto con la Constitución de 1812, antes ya de su sustitución por la mucho más moderada de 1837, y así sucesivamente hasta el presente (puesto que en la de 1978 conviven “españoles”, “personas” y “ciudadanos” en importancia descendente). El ciudadano de 1812 recordaba demasiado a su precedente del momento revolucionario francés. Como advirtió con lucidez Danièle Lochack, el de “ciudadano” fue y es un “concepto jurídico vago”. Serán las leyes electorales las que se ocuparán de regular —más bien restringir y excluir (mujeres, penados, menores, personas sin residencia fija, no–nacionales, súbditos coloniales)— el derecho a votar y ser votado. Es lo que sucede cuando el restablecimiento constitucional a la muerte de Fernando VII. Sobre una población de más de 12 millones de habitantes, el cuerpo electoral fue reducido de tres millones de hipotéticos electores, con arreglo al sistema de 1812, a menos de 80.000 con las leyes electorales censatarias de 1836 y 1837 en la mano, para proseguir su descenso imparable hasta 1869. El sufragio general masculino regresará en esta última fecha con la Revolución de Septiembre, pero lo hará no como expresión renovada de la ciudadanía gaditana sino asociado a la condición de español. Incluso en los momentos en que el sufragio universal masculino y adulto se abre paso, se separan con precisión los derechos recogidos en la Constitución vigente (las de 1869 y 1876) de los electorales articulados por leyes específicas. La idea de ciudadanía no desaparece; transmigra a la lucha política, en un país en el que la división civil forma el reverso del cierre constitucional posterior a la abierta apuesta gaditana.
Florence Gauthier definió esta desaparición temprana de la figura del ciudadano como el triunfo y muerte del derecho natural. Frente a la evanescencia de la figura del ciudadano forjada durante el ciclo revolucionario, es la condición de súbdito la que garantizó la consistencia del “pacto social”, la transición al nuevo orden del conocido como Family o Blood Compact monárquico junto con muchas adherencias en la práctica de los cuerpos funcionariales y jurisdicciones antiguas. Con esta última constatación se cierra el círculo conceptual de identificación de lo que constituyó la sustancia del venerable texto gaditano. Si el argumento expuesto es válido, el debate sobre la continuidad o novedad de la primera Constitución liberal española tiene escaso sentido.
Fuente: Diario El País (España). 30 de julio del 2012.
Recomendados:

Crítica a las celebraciones oficiales del bicentenario de la Constitución de Cádiz (1812).


Historia de la rebelión de Huánuco de 1812. La Junta Gubernativa del criollo Juan José Crespo y Castillo.


La rebelión de Huánuco de 1812

Por: Antonio Zapata Velasco (Historiador)
Una de las principales rebeliones de la Emancipación ocurrió en Huánuco; ha cumplido doscientos años y lamentablemente ha pasado casi inadvertida, confirmando nuestra corta memoria histórica.  Valga la proximidad del 28 de julio para revisar estos sucesos que anuncian al Perú independiente.
Los indígenas del Alto Huallaga fueron los primeros en sublevarse y obtuvieron una pequeña victoria camino a Huánuco. Eran liderados por un mestizo llamado José Contreras y el grueso de sus fuerzas provenía de los indígenas chupaychus. Estaban contra la continuidad del cobro de tributo, porque efectivamente la regencia española lo había abolido. Asimismo, tenían numerosas quejas contra las autoridades regionales, que controlaban las mejores tierras y el comercio local. Esa oligarquía fue combatida por varios grupos sociales que coincidieron en la rebelión. En la puerta de la ciudad, los indios hicieron saber que su enemigo eran los peninsulares, pero que no tenían nada contra criollos y mestizos.
Una comisión llegó a un acuerdo con los indígenas que entraron a Huánuco en paz. Pero, el asesinato de su líder y la comprobación que los peninsulares habían huido, hizo que se desate la furia de las masas. La ciudad fue saqueada tres días, luego salió en procesión la Virgen de la Dolorosa y dos sacerdotes facilitaron el restablecimiento de la paz social.
Mientras tanto, los realistas se habían agrupado bajo el mando del intendente de Tarma, José González de Prada,  abuelo del fundador del anarquismo. Acompañado por fuerzas salidas de Cerro de Pasco se enfrentó a los indígenas en Ambo y fue derrotado, pero logró retroceder y salvar sus tropas.
Por su parte, en Huánuco se reunió el cabildo y eligió una Junta Gubernativa, compuesta por tres criollos. Los indios regresaron y observaron con recelo a la Junta, dudaron de su compromiso con la rebelión y sospecharon que se entendía por lo bajo con el Intendente, que se estaba rearmando para volver a atacar. Los indios provocaron un recambio en la Junta, habiendo asumido un criollo natural de Huánuco llamado Juan José Crespo, quien después de la derrota fue ajusticiado junto al curaca local y el alcalde de Huamalíes.
Los criollos de Huánuco estaban hartos del monopolio estatal y la falta de oportunidades para los hijos del lugar. Veían cómo la economía estaba en manos de un grupo peninsular que había prohibido sembrar tabaco para darle exclusividad al estanco real. El tabaco era la coca de aquel entonces y los productores se levantaron.
Se debate si la Junta realmente buscaba la independencia, o si sólo quería autonomía local. Pero, fue derrotada rápido y careció de tiempo para desarrollar su postura. Luego, durante el juicio, sus líderes alegaron fidelidad al Rey, pero suena a excusa y no se sabe qué hubiera sucedido de haber triunfado. El hecho es que los criollos de Huánuco se atrevieron a formar una Junta Gubernativa, cuyo nombre dice mucho.
Por otro lado, esta Junta agrupaba parte de la elite urbana, pero no las tenía todas consigo, porque estaba confrontada con una poderosa rebelión indígena. Atrapados entre el desborde popular y su enemigo realista, los criollos fueron dubitativos y carecieron de firme voluntad, que perteneció enteramente a los indígenas, sin embargo dominados por el desorden.
En declaraciones vertidas en el juicio, los indios aluden al Inca y se escucha el eco de la expedición de Juan José Castelli, quien había comandado a los revolucionarios platenses a una breve incursión por el Alto Perú. El año anterior, Castelli había llegado a la legendaria ruina de Tiahuanacu, donde había pronunciado un mensaje instando a los indígenas a recuperar sus antiguas grandezas. El retorno del Inca y la revolución argentina eran los parámetros de la acción política indígena.
Doscientos años después, es indudable el crecimiento y modernización del Perú, pero también sorprende en qué elevada medida los problemas sociales y políticos guardan semejanza con el pasado.
Fuente: Diario La República (Perú).  Miércoles, 01 de agosto de 2012.
Recomendados:

El Perú y las Cortes de Cádiz. Los reformistas criollos frente a los separatistas y absolutistas.